Hemos hecho mención de determinadas teorizaciones realizadas con apelación al marxismo, pero que se reproducen en forma crítica con respecto a la concepción marxista «tradicional» del sindicato y propugnan sindicalismos «de nuevo tipo». Es importante recordar que esas mismas tesis se apoyan a su vez (aunque sin aceptarlo todo) en una cierta tradición, también incluida de hecho en el debate marxista, pero distinta de lo que nosotros consideramos como la herencia más legítima dentro de él. Como expresión escrita de esa otra tradición, diferente de la nuestra, citamos en particular los textos de Gramsci relacionados con la experiencia de los «consejos de fábrica[4]». Lo fundamental no es lo que Gramsci diga sobre los sindicatos en concreto, sino su enfoque teórico general de las formas de organización de la clase obrera en relación con la naturaleza social de ésta.
Digamos, ante todo, que, cuando Gramsci repite, como punto de partida de su exposición, que el sindicalismo «no es un momento de la revolución proletaria, no es la revolución que se realiza, que se hace[5]», «no es revolucionario», etc., podríamos tener la impresión de encontrarnos ante una tesis evidente, ya enunciada más arriba por nosotros mismos. Y así es; pero, para Gramsci, esas negaciones tienen otro alcance desde el momento en que este autor considera que el proceso histórico llamado «revolución» coincide con el propio nacimiento, existencia y desarrollo del proletariado (Gramsci dice: «De determinadas fuerzas productivas a las que resumiendo llamamos proletariado»), considerado sólo como un momento o fase de ese proceso el «acto revolucionario» por el cual se «destruyen los esquemas» del «ambiente histórico» dentro del cual se ha producido ese desarrollo[6].
Nosotros, por el contrario, hemos dicho, aquí y en otras partes, que la revolución no coincide en absoluto con la existencia material (crecimiento, desarrollo, etc.) del proletariado, ni es tampoco una prolongación «natural» de esa existencia. Tal existencia y desarrollo (el «ser en sí» del proletariado, o sea: el «ser en sí» de la sociedad burguesa) se organiza en la lucha sindical y, a la vez, constituye aquello sobre (y a partir de) lo cual debe tener lugar el proceder reflexivo y analítico que podrá conducir hasta la conciencia revolucionaria.
Cuando Gramsci nos dice que el desarrollo de los sindicatos determina «una fácil acomodación a las formas sociales capitalistas», cabe preguntarse si no estará englobando bajo una única fórmula fenómenos de signo muy diverso. Porque, para poder ser revolucionario, el proletariado debe partir del hecho de ser proletariado, y esto incluye aspectos a los que quizá se pueda llamar «acomodación a las formas sociales capitalistas», ya que el proletariado sólo existe dentro de esas formas. El proletariado es una clase de la sociedad burguesa, y, cuando el modo de producción capitalista haya sido totalmente destruido, tampoco habrá proletariado.
Si hacemos caso a Gramsci, las cosas se plantean de manera incompatible con lo que acabamos de decir. El proletariado parece tener, en los escritos del comunista italiano, algo así como una constitución o entidad propia, distinta de aquello que el capitalismo le hace ser. Donde mejor se manifiesta esta característica concepción es precisamente en las líneas que Gramsci dedica a exponer lo que considera la causa de la mencionada incapacidad revolucionaria de los sindicatos[7]. Se trata, según él, de que el sindicalismo organiza a los obreros «como asalariados y no como productores». El carácter de asalariados, de vendedores de su propia fuerza de trabajo, sería, para Gramsci, lo que los obreros son «como criaturas del régimen capitalista», mientras que el carácter de «productores» lo tendrían, al parecer, más allá de la dependencia con respecto a ese régimen.
Contrariamente, nosotros decimos que no puede haber, en términos marxistas, ninguna definición de «proletariado» al margen del específico modo capitalista de producción y que, por lo tanto, no tiene sentido contraponer algo así como «lo que el proletariado mismo es» frente a «lo que el capitalismo hace de él».
Por esta vía, Gramsci nos introduce en el verdadero núcleo de todo un tipo de teorizaciones bastante extendido, del cual él se nos presenta aquí como un exponente más serio que otros y, por lo tanto, también más capaz de dejarnos ver el fondo de la cuestión.
La burguesía, en el seno de la sociedad feudal, era efectivamente algo con una naturaleza social propia, subsistente más allá de la abolición definitiva del feudalismo. No era un elemento estructural de la sociedad feudal, sino un nuevo modo de producción creciendo en los poros del antiguo y que había de hacerlo reventar.
Por el contrario, el proletariado, en la sociedad burguesa, no es más que la negación de esa sociedad por (y dentro de) ella misma y no existe más allá de ella ni trae consigo ningún nuevo «modo de producción» en el sentido estricto de este término, esto es: ninguna nueva «ley económica». Por lo mismo, tampoco es aportador de ninguna «ideología» o mundo de «formas políticas, artísticas, filosóficas, etc.», que le fuese propio.
Es claro que muchos (entre los cuales, de alguna manera, se encuentra Gramsci) están en desacuerdo con lo que acabamos de decir. Ellos, implícitamente, atribuyen al proletariado una especie de «naturaleza propia», trascendente con respecto al capitalismo, la cual se proyectaría en todos esos campos de las «formas» y las «ideas».
Así, por lo que se refiere a la forma política, a la forma de ejercicio del poder (problema que determina también el del camino hacia ese poder), esos autores y/o militantes suponen que debe haber una naturaleza material, una praxis inmediata, propia del proletariado como clase, de la cual derive de manera «natural» una forma de Estado «proletaria».
La forma de Estado burguesa, en efecto, llegó a constituirse respondiendo a las exigencias de la praxis económica de la burguesía como clase, que surge en los entresijos de la vieja sociedad. Esta praxis económica fue haciendo sentir ella misma su necesidad de determinadas condiciones políticas y, finalmente, de un tipo completo de poder estatal a su servicio, en la misma medida en que fue medrando en volumen y peso, y, en esa misma medida, la burguesía fue adquiriendo también la fuerza necesaria para hacer que esas condiciones políticas se realizasen. En suma: la política burguesa se fundamenta en la economía de un modo «natural»; esta fundamentación se hace efectiva sin necesidad de ser consciente. La teoría política burguesa no hace otra cosa que sistematizar las condiciones de lo que es ya un poder en ascenso, y no las formula como condiciones de ese poder, sino como condiciones de «la humanidad» en general.
La pretensión de Gramsci y de otros, en relación con el tema que nos ocupa, se basa en la ya mencionada postura de atribuir también al proletariado un «carácter propio» trascendente con respecto al modo de producción dentro del cual se lo encuentra inmediatamente. O sea: una «naturaleza propia» del proletariado, supuestamente distinta de «lo que el capitalismo hace de él». Es claro que, si este planteamiento fuese válido, lo sería también el intento de proyectar ese «carácter propio» socioeconómico en un mundo peculiar de ideas y formas, o sea: en una «cultura proletaria» y una «forma política proletaria»,
Pero el problema primero sería decir cuál es ese «carácter propio», o sea: cómo se puede definir el proletariado de otra manera que por su papel en el modo de producción capitalista. Yo creo que no hay respuesta a esta cuestión. Pero Gramsci cree encontrar una, remitiendo al carácter del obrero como «productor», esto es: «como parte inescindible de todo el sistema de trabajo que se resume en el objeto fabricado», como implicado en «la unidad del proceso industrial, que requiere la colaboración del peón, del obrero cualificado, del empleado de administración, del ingeniero[8]». Según esto, la verdadera conciencia de clase del obrero sería la «consciencia de su función en el proceso productivo a todos los niveles, desde la fábrica a la nación y al mundo[9]». Esta conciencia es la que, según Gramsci, hace del nuevo obrero un revolucionario.
Digamos, de paso, que esta idea (además de significar un falso concepto del proletariado como clase) es también utópica en relación con el desarrollo de las fuerzas productivas. Esa conciencia del proceso productivo, de la que Gramsci habla, en cuanto que es adquirida desde la fábrica, y teniendo como tema el proceso concreto y actual en cada momento, sería empírica y tanto más contingente cuanto más rápidamente se desarrollan las fuerzas productivas. O, para decirlo de otro modo, se vendría abajo con la primera reestructuración tecnológica profunda. La única manera real de «conciencia del proceso productivo» (que, en todo caso, no se identifica con la conciencia de clase ni mucho menos) reside en una sólida preparación científico-técnica, la cual no se adquiere en la fábrica, sino en la escuela superior. Y, a fin de cuentas, también en este aspecto es el capitalismo quien prepara objetivamente la revolución, por cuanto, en sus niveles últimos de desarrollo, necesita cada vez más de una mano de obra cuya alta cualificación no está vinculada al concreto proceso productivo, sino que consiste en una preparación científica «abstracta».
En cuanto a la conciencia de clase, ésta es algo totalmente distinto de la comprensión material de la producción. Y ello es así porque la base, la «estructura económica», de la sociedad moderna está en las relaciones sociales (y no en las relaciones materiales) del proceso de producción, esto es: no en la articulación industrial de ese proceso, sino en su articulación económica.
Gramsci describe, como hemos visto, un proceso de totalización inherente, según él, a la conciencia de clase. En efecto, le pertenece un proceso de ese tipo, pero no, como Gramsci pretende, desde la realidad técnico-productiva de la fábrica a la del mundo, sino en otra dirección, que es: desde la relación salarial inmediatamente percibida, y a través de una comprensión más profunda de esa misma relación, hasta el conjunto de la realidad socioeconómica y sociopolítica.
Lo cual equivale a decir que, justamente en contra de lo supuesto por Gramsci, la verdadera naturaleza social objetiva del proletario es el carácter de asalariado y no el de «productor».
Según Gramsci, el sindicalismo sitúa al obrero fuera de su verdadera naturaleza como tal, que sería la inserción en el proceso de producción, el carácter de «productor». Y, por eso, dice Gramsci, el sindicato tiene que ser una organización «contractual», o sea: de afiliación. Porque su principio de cohesión, al no ser la propia operación material del obrero como tal, tiene que ser un compromiso expreso y voluntariamente asumido, o sea: unos estatutos y la correspondiente afiliación.
Desde luego, es totalmente cierto que el sindicato es una organización de afiliación, e incluso subrayamos que no hay ninguna manera de entender qué cosa podría ser un sindicato sin esta característica. Pero, a la vez, diferimos profundamente de Gramsci en la interpretación teórica. Nosotros creemos que el sindicalismo «tradicional» de inspiración marxista se basa en la verdadera naturaleza social del proletario, que es la de asalariado. Es cierto que la necesidad de la afiliación reside en que los obreros no están vinculados entre sí por el hecho de su «colaboración» productiva; es igualmente cierto que no lo están porque se encuentran «enajenados» con respecto al proceso de producción en el que intervienen, y también es cierto que esa enajenación es la obra del modo de producción capitalista; pero tal obra es ni más ni menos que el proletariado mismo, cuya naturaleza social es precisamente ésa.
En la descrita interpretación del obrero como «productor», y no como asalariado, basaba Gramsci su teorización de los «consejos de fábrica», y consideraba a éstos como la organización revolucionaria. Ahora bien, recuérdese que nuestro autor hace coincidir «la revolución» con la propia existencia y desarrollo del proletariado. Así, cuando dice que «el período es revolucionario», Gramsci quiere decir, según su propia definición, que en ese período «la revolución ha salido a la luz, se ha hecho controlable y documentable[10]», y, según la repetición de esa misma definición con otras palabras, ello significa ni más ni menos que la constatación siguiente: «que la clase obrera tiende a crear, en todas las naciones, tiende con todas sus energías […] a engendrar de su seno instituciones de tipo nuevo […] constituidas según un esquema industrial[11]». Así, pues, cuando Gramsci habla de los «consejos» como la organización «revolucionaria», con este adjetivo quiere decir a la vez que son, de manera general, la organización propia y natural de la clase obrera. La diferencia entre un período y otro, entre una situación y otra, estaría sólo en si ese proceso revolucionario (que se considera inherente a la existencia misma de la clase) es lo bastante enérgico y generalizado para que el «acto revolucionario» sea posible.
Resulta, pues, claro que las tesis de Gramsci sobre los «consejos» pretenden formular una teoría general de la organización obrera, no en el sentido de que toda organización obrera haya de ser un consejo, pero sí en el de que las demás organizaciones de la clase (o sea: aquellas que tienen carácter afiliativo) son entendidas y reciben una legitimación a partir de cómo se concibe su relación con aquello que, ya sea realidad actual, germen o tendencia, se considera como la organización propia y auténtica de la clase obrera, la «autoorganización», no afiliativa, no «contractual», con base en la articulación material de los «productores» en el aparato productivo.
Por otra parte, tal como la revolución, para Gramsci, coincide con el desarrollo del proletariado y se constituye en Estado en el «acto revolucionario» que destruye el poder de la burguesía, así también la organización propia del proletariado es tanto la «verdadera» organización de la clase como la forma del Estado obrero. Insistimos en este último punto porque en él se nos revela muy bien el origen de las teorizaciones de Gramsci. En los textos citados de este autor hay una constante referencia a los soviets rusos, y vamos a ver la importancia que ello tiene.
Hasta 1918 nadie había pensado que los soviets pudiesen sustituir a la democracia. Se los consideraba como la organización con la que la clase obrera puede llegar a ser el poder efectivo de una sociedad, pero no como si fuesen ellos mismos la forma política que ese poder sostendría en y para esa sociedad. Es decir: nadie pensaba que, con el pretexto del poder de los soviets, se pudiese prescindir de las instituciones democráticas generales. Pero, en 1918, se pretendió haber hecho, en Rusia, esa sustitución de la democracia por los soviets, y, lo que es peor, se la teorizó como «superación de la democracia burguesa». Se dio por buena la idea (que arriba hemos rechazado) de una nueva y original forma política «propia» de la clase obrera y se quiso ver en los soviets esta forma.
Pues bien, eso que por parte de los bolcheviques había sido sólo la idealización de una situación desesperada, esa presunta «superación de la democracia burguesa» y esos soviets como supuesta «forma de Estado proletaria», Gramsci lo asume positivamente e intenta darle a la vez una fundamentación y una consecuencia.
En efecto, si se admite que hay una forma política proletaria, una forma de Estado específica, propia y natural de la clase obrera, entonces se está dando por admitido que esa forma es proyección de una naturaleza objetiva del proletariado como clase, de una praxis espontánea, estructural e inmediata. Y, entonces, es obligado hacer dos cosas. Primero, explicar cuál sería esa naturaleza propia y objetiva del proletariado como clase; explicación que Gramsci intenta hacer con su concepto del «productor». Y segundo, reconocer que la forma política en cuestión, ya que se proyectaría de modo «natural» a partir de una naturaleza objetiva y positiva de la clase, habría de ir constituyéndose progresivamente, desvelándose hasta convertirse en exigencia global, a lo largo de todo el proceso de desarrollo del proletariado.
Para nosotros, por razones que ya hemos expuesto, el problema no se plantea así. Pero, si se admite este planteamiento que rechazamos, la consecuencia «consejista» es evidente.