II

Tradicionalmente, dentro del campo marxista, el sindicalismo (quiero decir: el sindicalismo que los marxistas propugnan) es entendido como la organización obrera de la lucha de clases al nivel más puramente objetivo, esto es: sin otra componente subjetiva que la necesaria para que el conflicto objetivo se riña organizadamente por parte de la clase obrera.

En su nivel objetivo, la lucha de clases en la sociedad capitalista se concreta en que el valor generado se divide en salario y plusvalía. La función de los sindicatos es, pues, según lo dicho, aumentar la parte de valor que se traduce en salario. Fundamentalmente, este aumento se compone de dos movimientos complementarios: incremento del salario y limitación de la jornada de trabajo.

Así entendida, la lucha sindical no sólo es «integrable» en el capitalismo, sino que, además, es necesaria en cierta manera para la realización de la propia estructura de la sociedad burguesa. Concretamente, es indispensable para que la categoría «valor de la fuerza de trabajo» adquiera una realidad material.

En efecto. La mencionada categoría sólo se realiza si el trabajador «vende en el mercado» su propia fuerza de trabajo, lo cual supone una capacidad contractual por ambas partes. Y esta capacidad no existe sin algún grado de organización sindical, ya que, si bien el capitalista se presenta como poseedor y, por lo tanto, su decisión de comprar es una opción en sus manos, el obrero individual, en cambio, se encuentra por definición en la necesidad vital de vender. Si la situación se redujese a esto, entonces no habría propiamente un «valor de la fuerza de trabajo», en el sentido de que no habría ningún «nivel de vida normal» que lo determinase, pues es estadísticamente cierto que el ser humano, poco antes de morir, acepta cualquier nivel de vida.

Ahora bien, la estructura de la sociedad moderna, tal como Marx la define, no es entendible sin un efectivo «valor de la fuerza de trabajo». Ello no es un mero problema conceptual, sino que tiene una concreción económica perfectamente clara, no sólo por el deterioro «físico» de la fuerza de trabajo en su conjunto, sino también, y ante todo, porque la posibilidad de hacer descender ilimitadamente el nivel de consumo masivo privaría de sentido a la producción misma. Es bastante conocido que el capital, al menos a largo plazo, necesita que el aumento de la tasa de plusvalía se produzca de manera que no impida la ampliación del mercado de bienes de consumo o, al menos, no comporte una restricción del mismo. Ésta es la razón fundamental de que el capitalismo tienda a la «producción de plusvalía relativa», o sea: no a disminuir el consumo del obrero, sino a hacer que los bienes necesarios para ese consumo se produzcan en menos tiempo de trabajo, y, por lo tanto, a aumentar la productividad.

Quizá se objete, que, si esto es una necesidad del propio capitalismo, entonces el nivel de vida se mantendría en la medida necesaria por decisión del capital, sin necesidad de lucha sindical obrera. Sin embargo, tal objeción equivale a ignorar que las necesidades estructurales de la sociedad moderna no se realizan mediante el conocimiento de ellas por la clase dominante, sino que lo hacen a través del juego de las decisiones individuales y «egoístas». Cada capitalista tiene objetivamente en el conjunto de la clase obrera una masa de potenciales o actuales compradores, directos o indirectos, de sus productos, pero él, como tal capitalista particular, no negocia el salario del conjunto de los obreros, sino sólo el de sus obreros, y a éstos no los encuentra como compradores, sino como vendedores de una mercancía (la fuerza de trabajo) que él compra. Por lo tanto, tenderá a hacer bajar lo más posible el precio de esa mercancía. Y lo mismo hará el capitalista de al lado, y el otro.

Esto es tan cierto que, cuando la situación de la clase obrera es de atomización total (sea por una transitoria opción política de la burguesía en tal sentido o simplemente por falta de madurez del sistema), el propio conjunto de la burguesía, generalmente a través del Estado, se ve en la necesidad de ponerle límites a cada capitalista individual y hacer de «protector de los obreros». Sin embargo, esta fórmula no puede funcionar a largo plazo, por diversas razones, algunas de las cuales tendremos ocasión de tocar más adelante. La fórmula «ideal» desde el punto de vista burgués y el «modelo» de una burguesía sin complejos es poder hacer frente a las reivindicaciones obreras en un clima de libertad institucional.

Los sindicatos son, pues, un elemento propio (y en cierta manera necesario) de la misma sociedad capitalista. De esta constatación y de una comprensión errónea de la metodología revolucionaria han surgido en la historia diversas teorizaciones antisindicales. En efecto, si son un elemento necesario para que la estructura de la sociedad capitalista se realice, y si además sólo son entendibles en el marco de esa estructura, entonces —piensan algunos— son elementos de defensa del propio sistema capitalista, ya que existen en función de él y en cuanto necesidad del mismo. De aquí se extrae a veces la convicción de un supuesto carácter «contrarrevolucionario» de la acción «puramente sindical».

Esta manera de razonar olvida que todas las condiciones de la posibilidad de la revolución, empezando por el propio proletariado como clase, no son sino elementos necesarios de la realidad del capitalismo. Olvida, en otras palabras, que «posibilidad de la revolución» y «capitalismo» son objetivamente la misma cosa, y que no se puede hacer la revolución desde fuera del capitalismo.

Antes de seguir adelante, tenemos que precisar el sentido de algunos conceptos vinculados a la noción «tradicional» (en el campo marxista) del sindicalismo. Esa noción habla de lucha «espontánea» y «económica». Estas palabras son términos técnicos del léxico marxista y no términos periodísticos. Por lo tanto, sólo se aplican correctamente si su significado ha sido entendido dentro del específico sistema de conceptos del marxismo.

La diferencia entre «espontáneo» y «consciente», en la terminología que aquí empleamos, no tiene nada que ver con una caracterización psicológica; no se trata en absoluto de si una lucha está pensada en relaciones de medio a fin, organizada, planificada, etc. La verdadera distinción marxista entre espontaneidad y conciencia reside en si la lucha se basa en la mera realidad de la estructura (que, para ser real, no necesita ser consciente de sí misma) o si, por el contrario, la lucha está basada en la reflexión sobre esa misma estructura, en el hecho de que la estructura no se limita a ser real, sino que se hace cuestión de sí misma.

En este sentido, que no tiene nada que ver con la psicología, es claro que la lucha sindical es «espontánea». No expresa otra cosa que la propia realidad estructural que divide el valor añadido en salario y plusvalía y que, en el funcionamiento del mercado de fuerza de trabajo, hace sentir a los obreros las ventajas de la contratación colectiva. Para afiliarse sindicalmente, el obrero sólo necesita percibir esas ventajas y, consiguientemente, asumir el principio de solidaridad con los demás obreros a la hora de enfrentarse al empresario; principio cuya realización es la democracia interna del sindicato.

Ya he expuesto en otras partes (y no lo voy a repetir aquí) lo que significa en la obra de Marx la expresión «estructura económica», y en qué sentido afirma ese mismo autor que precisamente la sociedad moderna tiene lo así designado. En cualquier caso, el hecho de que la estructura sea económica significa que una lucha que pertenece a la pura y simple realidad y funcionamiento de la estructura (y no a una reflexión sobre ella) es, por definición, una lucha económica. De hecho, ya hemos visto que se trata de la pugna concerniente al reparto del valor añadido en salario y plusvalía.

Es obvio que de esta definición no se desprende ninguna renuncia a las reivindicaciones políticas, sino todo lo contrario. En primer lugar, hay al menos un tipo de cuestiones políticas en el que el sindicato se encuentra inmediatamente implicado, pues la propia contratación colectiva (y el propio sindicato) se ven amenazados en su existencia por cualquier ataque a las libertades democráticas, y, por lo tanto, la propia lucha económica exige defender siempre estas libertades. Pero, incluso más allá de esto, puede decirse que prácticamente toda cuestión política afecta de manera más o menos intensa, más o menos directa, a la distribución del valor añadido. La única limitación, pues, en cuanto a la asunción de cuestiones políticas por los sindicatos, reside en la posibilidad de que la masa de afiliados (a los que, por definición, no se les supone otra comprensión previa que la referente a la necesidad de la contratación colectiva) entiendan la conexión de hechos existente entre las cuestiones políticas de las que se trate y el problema del precio de su fuerza de trabajo.

En el capitalismo actual, la lucha sindical se ha extendido a temas aparentemente muy alejados de los problemas de salario y jornada de trabajo, y que tampoco son sólo las reivindicaciones políticas habituales de otros tiempos. Hoy tienen una importancia notable también las cuestiones de organización de la producción e incluso del «modo de vida» en aspectos externos a la fábrica. A este respecto debe hacerse notar que con ello no se ha roto ninguna limitación que hubiese sido aceptada alguna vez por el sindicalismo «tradicional» de inspiración marxista, el cual nunca se limitó a los problemas «meramente salariales». Pero, sobre todo, hay que decir que lo efectivamente nuevo en la actual temática de la lucha sindical no es ni más ni menos que la realización, en la actual fase del capitalismo, de aquel mismo concepto de la lucha económica que antes expusimos. En efecto, un análisis de la citada fase actual (que no cabría en un ensayo mucho más largo que éste) demostraría que esos nuevos temas de la lucha sindical lo son porque, en este capitalismo «tardío», son, y ello en virtud de una necesidad económica del capitalismo, elementos determinantes de la distribución del valor añadido en salario y plusvalía. O, dicho de otra manera, que, cuando el obrero se defiende en todos esos terrenos, no hace otra cosa que defender su parte en esa distribución[3].

Finalmente, también lo mismo que «espontánea» es lo que significa el adjetivo «inmediata», que a veces se refiere en la terminología marxista a la lucha sindical. No quiere decir nada empírico o descriptivo. «Inmediata» significa no mediada, esto es: inherente a la propia existencia material (objetiva) de la clase.

Los tres adjetivos, «inmediata», «espontánea», «económica», con los sentidos que les hemos dado, han servido para caracterizar la lucha sindical frente a la lucha revolucionaria. Esta última no es inmediata ni espontánea, sino que está mediada por la «conciencia», o sea: no llega a producirse por la simple realidad de la estructura, sino sólo por la capacidad de reflexión sobre ella. Por eso mismo, la lucha revolucionaria no es «necesaria» ni «inevitable». En cambio, la lucha sindical lo es en cierta manera; podrá estar mejor o peor llevada, obstaculizada, reprimida e incluso momentáneamente suspendida, pero es imposible que no exista en absoluto, a no ser que hubiesen desaparecido las relaciones de producción capitalistas. A este respecto, importa señalar que tales relaciones no habrán desaparecido por completo en ninguna situación a la que pueda llegarse por vía política, inclusive revolucionaria; ni siquiera en el seno de un aparato productivo organizado revolucionariamente (planificación democrática del conjunto de la producción), pues esa misma organización productiva se apoya en ciertos aspectos de las propias relaciones de producción burguesas; concretamente, la planificación se basa en la posibilidad de medir costes diversos como cantidades de una magnitud única, la cual no es otra que el «trabajo humano igual». En el sentido de Marx, la total y efectiva desaparición de las relaciones de producción burguesas no se puede pensar como un objetivo planificable, sino sólo como un resultado a posteriori de la totalidad del proceso revolucionario.

De acuerdo con lo que hemos dicho sobre la distinción entre lucha sindical y lucha revolucionaria, hay algo que debe quedar claro por lo que se refiere al alcance político de la lucha sindical: ese alcance no comporta por sí mismo ningún «paso» o «tránsito» de la praxis sindical a la praxis revolucionaria. Ello es, además, independiente de que las posiciones reivindicativas sindicales «sobrepasen» o no lo «posible bajo el capitalismo». Aclararemos esto en dos sentidos.

En primer lugar, esa noción de los «objetivos no integrables» es una de las falacias del llamado «sindicalismo revolucionario». La verdad es que no hay ningún objetivo concreto, parcial, que no pueda en ningún caso ser «integrado». Lo único absolutamente «no integrable» son objetivos de carácter global, imposibles de concretar en una fórmula y que sólo pueden ser entendidos y asumidos en la medida en que se entiende también la posibilidad de la revolución misma; con lo cual la pretensión de llegar a ésta por la vía de objetivos concretos «no integrables» resulta ser un círculo vicioso.

Pero, en definitiva, lo que hay en el fondo del razonamiento que acabamos de hacer es lo siguiente: la revolución no se hace reivindicativamente, no se hace por objetivos a conseguir mediante presiones, sino que se hace en virtud de la comprensión de la «ley» que rige la propia sociedad presente; lo que antes llamábamos «reflexión sobre la estructura» frente a la mera «realidad de la estructura».

Pues bien, esta última distinción nos pone, a su vez, sobre la pista de la verdadera relación entre la lucha sindical y la lucha revolucionaria. En efecto, esa «ley», que ha de ser entendida para que haya revolución, se realiza en los hechos de la lucha de clases inmediata, de la lucha «económica», y, por lo tanto, llega a comprenderse a través de un proceso de análisis, de aprendizaje, cuyo material o punto de partida son esos hechos.

En otras palabras: cuando una estructura tiene su validez en que permite entender determinadas situaciones de hecho, entonces el proceso de análisis que conduce a ello arranca de la asunción inmediata, pero sistemática y detallada, de esas situaciones, y tal asunción, por lo que se refiere a la realidad objetiva del capitalismo, tiene lugar en la lucha sindical. Esta lucha, pues, consiste en asumir como situación inmediata aquello que, luego, la metodología revolucionaria ha de permitir comprender como totalidad de mediaciones.