Epílogo

Llueve sobre la ensenada de Rota. Es una llovizna cálida, de verano —el cielo despejará por el sudoeste antes del atardecer—, que puntea con minúsculas salpicaduras el agua inmóvil. No hay un soplo de viento. El cielo plomizo, bajo y melancólico, se refleja en la superficie de la bahía, enmarcando la ciudad lejana como el grabado o el cuadro de un paisaje sin más colores que el blanco y el gris. En un extremo de la playa, donde la arena se interrumpe en una sucesión de rocas negras y madejas de algas muertas, hay una mujer que mira los restos de un barco varado a poca distancia de la orilla: un pecio desarbolado, en cuya tablazón ennegrecida pueden apreciarse marcas de balazos y huellas de incendio. El casco, donde todavía se adivinan las líneas esbeltas de la eslora original, yace sobre un costado mostrando la obra viva, la cubierta deshecha y parte de la armazón interna de sus cuadernas y baos, semejante a un esqueleto que el paso de los días y el oleaje de los temporales desnuden poco a poco.

Frente a lo que queda de la Culebra, Lolita Palma permanece impasible bajo la mansa humedad que cala la mantilla que le cubre la cabeza y los hombros. Tiene un bolso en las manos, apretado contra el pecho. Y desde hace un buen rato, intenta imaginar. Procura reconstruir en su cabeza los últimos momentos de la embarcación cuyos restos tiene delante. Sus ojos tranquilos van de un lado a otro, calculan la distancia a tierra, la presencia cercana de las rocas que emergen del agua, el alcance de los cañones que hasta hace poco ocuparon las troneras vacías de los fuertes que circundan la ensenada. También reconstruye en su imaginación la oscuridad, la incertidumbre, el estrépito, el resplandor de los fogonazos. Y cada vez que logra establecer algo, entrever una imagen, adivinar una situación o un momento concretos, inclina un poco la cabeza, conmovida. Asombrada, a su pesar, de lo grande, oscuro y temible que encierra el corazón de algunos hombres. Después alza otra vez el rostro y se obliga a mirar de nuevo. Huele a arena húmeda, a verdín marino. En el agua de color acero, los círculos concéntricos de cada fina gota de lluvia se dilatan y extienden con precisión geométrica, entrecruzándose unos con otros, cubriendo el espacio entre la orilla y el casco muerto de la balandra.

Lolita Palma vuelve al fin la espalda al mar y camina en dirección a Rota. Hacia la izquierda, por la parte donde el espigón del muelle se adentra en el mar, hay algunas embarcaciones pequeñas fondeadas, con las velas latinas izadas, puestas a lavar bajo la lluvia, que cuelgan de las entenas como ropa mojada. Junto al muelle destacan los restos de una fortificación desmantelada, sin duda una batería artillera de las que protegían ese lugar de la costa. Todavía se marchitan allí los restos de las guirnaldas de flores con que los gaditanos coronaron sus parapetos el día mismo de la retirada francesa; cuando, bajo un sol espléndido y con todas las campanas de la ciudad tocando a gloria, centenares de barquitos cruzaron la bahía mientras un enjambre de caballerías y carruajes tomaba el camino del arrecife, transportando a los vecinos que festejaban la liberación con una gigantesca romería a las posiciones abandonadas. Aunque tampoco faltara, pese al júbilo oficial, alguna disimulada contrariedad por el final de una época de lucrativas especulaciones mercantiles, inquilinatos y subarriendos de viviendas. Como atinadamente apuntó el primo Toño entre dos botellas de vino de Jerez —que por fin llega a Cádiz sin restricciones—, al ver alguna cara larga entre sus conocidos, no siempre la patria está lejos del bolsillo.

Al otro lado del arco de la muralla, cuesta arriba, las calles roteñas muestran todavía las huellas del estrago y el saqueo. El cielo ceniciento, el aire húmedo y la llovizna que sigue cayendo acentúan la tristeza del paisaje: casas derribadas, calles cortadas por escombros y parapetos, escenas de miseria, gente arruinada por la guerra que mendiga bajo los soportales o malvive entre los muros de casas sin techo, cubiertas con lonas y precarios cobertizos de tablas. Hasta las rejas de las ventanas han desaparecido. Como todos los pueblos de la comarca, Rota quedó devastada durante los últimos robos, asesinatos y violaciones cometidos en la retirada francesa. Aun así, varias mujeres de la localidad se fueron voluntariamente con los imperiales. De un grupo de catorce, capturadas por la guerrilla cerca de Jerez cuando viajaban con carros de intendencia rezagados, seis fueron asesinadas y ocho expuestas a la vergüenza pública con las cabezas rapadas, bajo un cartel rotulado: Putas de los gabachos.

Pasando entre la iglesia parroquial —puertas rotas e interior vacío— y el castillo viejo, Lolita Palma se detiene, titubea buscando orientarse, y luego toma una calle a la izquierda, en dirección a un edificio grande que conserva restos del viejo enfoscado blanco y almagre que en otro tiempo cubrió sus muros de ladrillo, Bajo el arco de entrada aguarda el criado Santos fumando un cigarro, con un paraguas plegado bajo el brazo. Al ver aparecer a su ama, el viejo marinero deja caer el cigarro y acude al encuentro abriendo el paraguas, pero Lolita lo rechaza con un gesto.

—¿Es aquí?

—Sí, señora.

El interior del edificio —antiguo almacén de vinos, todavía con algunas grandes barricas ennegrecidas junto a los muros— está iluminado por ventanucos estrechos, situados muy arriba. La luz fantasmal y gris, casi ausente, da al recinto un ambiente de tristeza extrema, intensificada por el olor áspero a cuerpos mutilados, enfermos y sucios, que emana del centenar de infelices que yacen en dolientes hileras, sobre delgados jergones de hojas de maíz o simples mantas extendidas en el suelo.

—No es un sitio agradable —comenta Santos.

Lolita Palma no responde. Se ha quitado la mantilla para sacudir las gotas de lluvia, y está ocupada en contener la respiración, procurando que el espectáculo y el hedor nauseabundo que impregna el aire no la afecten hasta perder el dominio de sí misma. Al verla entrar, un ayudante de cirujano de la Real Armada, joven y de aspecto fatigado, con un mandil sucio sobre el uniforme azul y las mangas de la casaca subidas, viene a su encuentro, presenta sus respetos y señala un lugar al fondo de la nave. Dejando atrás al ayudante de cirujano y a Santos, la mujer continúa sola, hasta llegar a un jergón arrimado a la pared junto al que acaban de colocar una silla baja de enea. Sobre el jergón hay un hombre inmóvil, tumbado de espaldas y cubierto hasta el pecho por una sábana que moldea el contorno de su cuerpo. En el rostro demacrado, cuya flaqueza remarca una barba cerrada que nadie afeita desde hace días, la mirada brilla intensa, con relumbres de fiebre. Hay también una fea cicatriz violácea, ancha, que parte en dos la mejilla hirsuta, desde la comisura izquierda de la boca hasta la oreja. Ya no es un hombre guapo, piensa Lolita con un sentimiento de piedad. Ni siquiera parece él.

Se ha sentado en la silla, el bolso en el regazo, acomodando los pliegues de la falda y la mantilla húmedas. Los ojos febriles la han visto acercarse, siguiéndola en silencio. Ya no son verdes sino más oscuros, a causa de la extrema dilatación de las pupilas —drogas, sin duda, para soportar el dolor—. La mujer aparta un momento los suyos, incómoda, bajando por el cuerpo cubierto por la sábana hasta el hueco que ésta deja adivinar bajo la cadera derecha: una pierna amputada a un palmo de la ingle. Por unos instantes se queda mirando ese vacío, fascinada. Cuando alza de nuevo la vista, comprueba que los ojos del hombre no han dejado de observarla un momento.

—Traía dispuestas muchas palabras —dice ella al fin—. Pero no me sirve ninguna.

No hay respuesta. Sólo la mirada intensa y oscura. El brillo de fiebre. Lolita se inclina un poco sobre el jergón. Al hacerlo, una gota de lluvia se desliza por su rostro desde la raíz del pelo.

—Le debo mucho, capitán Lobo.

El hombre permanece en silencio, y ella estudia de nuevo sus facciones: el sufrimiento ha pegado la piel a los huesos de los pómulos, y las calenturas agrietaron los labios, cubriéndolos de costras y llagas. Incluido el brutal arranque de la cicatriz. Esa boca me besó una vez, piensa conmovida. Y gritó órdenes durante el combate que presencié desde mi terraza, al otro lado de la bahía. Puntos luminosos de cañonazos en la noche.

—Nos ocuparemos de usted.

Es consciente del plural apenas lo pronuncia, y advierte que también Pepe Lobo ha reparado en él. Eso suscita en ella una especial congoja. Un desconcierto desolado e íntimo. Así, la palabra irreparable queda anclada en el aire, intrusa inoportuna entre la mujer y el hombre que sigue mirándola. Observa entonces una leve contracción en la boca torturada del corsario. Un amago de sonrisa, concluye. O quizás algo a punto de decirse, y no dicho.

—Éste es un lugar terrible. Voy a procurar que lo saquen de aquí.

Mira alrededor, desazonada. El olor —también él huele de ese modo, piensa sin poder remediarlo— se vuelve insoportable. Parece pegarse a la ropa y a la piel. No logra habituarse, de manera que saca del bolso el abanico, lo despliega y se da aire. Al cabo de un momento, repara en que se trata del que lleva pintada la estampa del drago: el árbol cuyo ejemplar no llegaron a contemplar juntos, como planeaban. El símbolo, tal vez, de lo que nunca pudo ser y nunca fue.

—Vivirá, capitán… Saldrá adelante. Hay una buena cantidad de… Bueno. Hay dinero que espera. Usted y su gente lo ganaron de sobra.

Los ojos febriles, que observan el abanico que ella ha dejado de mover, parpadean un instante. Se diría que para el corsario, las palabras vivir y salir adelante no tengan relación directa.

—Yo y mi gente —murmura.

Ha hablado, al fin, con voz ronca, muy baja. Sus pupilas dilatadas y oscuras contemplan la nada.

—Vaya donde vaya —añade.

Lolita se inclina un poco más hacia él, sin comprender. De cerca huele agrio, comprueba. Derrotado. A sudor viejo y sufrimiento.

—No hable así. Tan triste.

Mueve el otro ligeramente la cabeza. Lolita observa sus manos, inmóviles sobre la sábana. La piel pálida y las uñas largas y sucias. Las venas azules, hinchadas bajo la piel.

—Los cirujanos dicen que se recupera bien… Nunca faltará quien cuide de usted, ni medios para vivir. Tendrá lo que siempre quiso: un trozo de tierra y una casa lejos del mar… Le doy mi palabra.

—Su palabra —repite él, casi pensativo.

La contracción de la boca mutilada responde al fin a una sonrisa, observa la mujer. O más bien una mueca absorta. Casi indiferente.

—Yo estoy muerto —dice de pronto.

—No diga tonterías.

Ya no la mira. Hace rato que dejó de hacerlo.

—Me mataron en la ensenada de Rota.

Quizá tenga razón, concluye Lolita. Un cadáver fatigado, que pudiera hablar, sonreiría exactamente así. Como ahora lo hace Pepe Lobo.

—Estoy enterrado en esa playa, con veintitrés de mis hombres.

Ella se vuelve a un lado y a otro como si reclamara ayuda, violentándose para contener la congoja que se le agolpa en el pecho. Conmovida por su propia compasión. De pronto se ve en pie, sin pretenderlo, cubriéndose la cabeza con la mantilla.

—Nos veremos pronto, capitán.

Sabe que no es cierto. Lo sabe todo el tiempo, paso a paso, mientras se aleja cada vez más deprisa, recorriendo la nave entre las hileras de hombres tendidos en el suelo, hasta que aspira al fin una bocanada de aire fresco y húmedo, sale al exterior y camina sin detenerse hasta la orilla del mar, frente a la ciudad blanca y gris difuminada en la distancia, bajo la lluvia que le salpica el rostro de lágrimas frías.

La Navata, diciembre de 2009