14

—Extraño problema, el suyo.

A la mezquina luz de una vela encajada en el gollete de una botella, Simón Desfosseux estudia al hombre que tiene delante. El rostro es cetrino, aguileño, muy español. Las patillas espesas y rizadas se unen con el bigote, enmarcando unos ojos oscuros impasibles. También peligrosos, seguramente. Por su aspecto podría tratarse de un militar o un guerrillero, de esos que se desbandan en formación de campo abierto pero resultan temibles y crueles en una emboscada o un degüello. Por lo que el capitán sabe de su visitante, es un policía; aunque no cualquiera. Éste, al menos, tiene la influencia y el dinero suficientes para llegar hasta él con un salvoconducto español y francés en el bolsillo, sin que lo detengan ni lo maten.

—Un problema que no resolveré sin su ayuda, señor comandante.

—Sólo soy capitán.

—Ah. Disculpe.

Habla un francés bastante correcto, observa Desfosseux. Algo brutal en las erres, quizás; y las dudas de vocabulario hacen que en ocasiones baje la mirada y frunza el ceño mientras busca la palabra o pronuncia su equivalente en español. Pero se hace entender perfectamente. Mucho mejor, conviene el artillero, que él mismo en la lengua de Castilla, de la que apenas sabe decir más allá de buenos días señorita, cuánto cuesta, y malditos canallas.

—¿Está seguro de lo que me cuenta?

—Estoy seguro de los hechos… Siete muchachas muertas, tres de ellas en lugares donde poco después cayeron bombas… Sus bombas.

Ocupa el español una silla desvencijada, y tiene desplegado sobre la mesa un plano de Cádiz que hace rato sacó de un bolsillo interior del largo redingote marrón que le cubre hasta la caña de las botas. El teniente Bertoldi, que vigila afuera para asegurarse de que nadie se entrometa en la entrevista, lo ha registrado al llegar, y asegura que no lleva armas. Por su parte, sentado en una caja de munición vacía, Simón Desfosseux apoya la espalda en la pared desconchada de la vieja casa convertida en almacén de pertrechos, situada a un lado del camino del Trocadero a El Puerto de Santa María, cerca de la barra de arena donde su visitante desembarcó hace poco más de una hora. La experiencia con los españoles acaba volviendo desconfiado a cualquiera, y el capitán francés no es una excepción. Tiene el sombrero sobre la mesa, el capote militar encima de los hombros, el sable apoyado en las piernas y una pistola cargada al cinto.

—En todos los casos soplaba viento de levante, como le he dicho —añade su interlocutor—. Moderado. Y las bombas estallaron.

—Vuelva a indicarme los puntos exactos, si es tan amable.

De nuevo se inclinan los dos sobré el plano. A la luz de la vela, el español va señalando lugares de la ciudad que están marcados con lápiz. A pesar de su escepticismo —aquello le sigue pareciendo un disparate—, Desfosseux siente el aguijón de la curiosidad. Se trata de trayectorias e impactos, a fin de cuentas. De resultados balísticos. Por muy descabellado que sea lo que ese individuo trae entre manos, existe una evidente relación con el trabajo que él hace cada día. Con sus cálculos, frustraciones y esperanzas.

—Es absurdo —concluye, echándose para atrás—. No puede haber correspondencia entre…

—La hay. No sé decirle cuál, ni por qué ocurre. Pero la hay.

Late algo en la expresión del otro, comprueba Desfosseux. Si se tratara de un gesto obsesionado o fanático, todo sería fácil: la entrevista terminaría ahí mismo. Buenas noches y gracias por venir a contarme su fábula, señor. Hasta la vista. Pero no es el caso. Lo que el capitán tiene delante es una certeza tranquila. Dura. Aquello no parece el arrebato de una mente exaltada. Y por el modo en que ha referido su historia, tampoco se diría que el español sea hombre fantasioso. Resultaría inusual, además, en un policía. Sobre todo, puestos a guiarse por el aspecto, en un veterano de apariencia cuajada como aquél. Según cada cual, decide el artillero, determinadas cosas resulta difícil inventárselas.

—Por eso pensó usted que ese agente nuestro…

—Claro —el español sonríe apenas, de un modo extraño—. Había un vínculo, y creí erróneamente que el hombre era ese vínculo.

—¿Qué ha sido de él?

—Espera juicio. Y la suerte reservada a los espías… Estamos en guerra, como usted sabe mejor que yo.

—¿Sentencia de muerte?

—Supongo. Eso ya no es cosa mía.

Piensa Desfosseux en el hombre de las palomas, al que nunca conoció. Sólo sus mensajes, hasta que dejaron de llegar. Siempre ignoró sus móviles: si espiaba para Francia por dinero, o por patriotismo. Ni siquiera su nombre o nacionalidad supo hasta hoy. Es el general Mocquery, nuevo jefe de estado mayor del Primer Cuerpo, quien se encarga de esa clase de asuntos tras la marcha del general Semellé: inteligencia militar y demás. Un mundo turbio, complejo, del que el capitán prefiere mantenerse en la ignorancia. Lo más al margen posible. En todo caso, echa de menos aquellas palomas. Los informes que llegan ahora —el ejército imperial, por supuesto, tiene otros confidentes en la ciudad— carecen de la rigurosa precisión con que los elaboraba el agente capturado.

—Ha tenido mucho atrevimiento, viniendo aquí de este modo.

—Oh, bueno —el otro hace un ademán vago, abarcando el espacio que los rodea—. Esto es Cádiz, ¿sabe?… La gente va y viene por la bahía. Supongo que para un militar francés no es fácil hacerse a la idea.

Ha hablado con soltura. Un descaro muy español, piensa Desfosseux. Su interlocutor lo observa con atención.

—¿Por qué accedió a recibirme? —pregunta, al fin.

Ahora le llega al capitán el turno de sonreír.

—Su carta despertó mi curiosidad.

—Se lo agradezco.

—No lo haga —Desfosseux mueve la cabeza—. Aún estoy a tiempo de entregarlo a los gendarmes… No me gusta la idea de verme ante un consejo de guerra, acusado de connivencia con el enemigo.

Una carcajada corta y seca. Desenvuelta.

—No se preocupe por eso. Mi salvoconducto está sellado por el cuartel general imperial, en Chiclana… Además, yo sólo soy un policía.

—Nunca me entusiasmaron los policías.

—Ni a mí los cerdos que matan a niñas de quince años.

Se miran los dos hombres, silenciosos. Sereno y desenvuelto el español, pensativo el francés. Un momento después se inclina éste de nuevo sobre el plano de Cádiz y dirige otro detenido vistazo a las marcas de lápiz, una por una. Para él, hasta ahora, sólo son lugares de impacto. Blancos con éxito, pues en seis de siete casos las bombas alcanzaron la ciudad y estallaron como es debido. Para el hombre que tiene delante, sin embargo, esas marcas son otra cosa: imágenes concretas de siete muchachas muertas después de ser torturadas de modo terrible. Pese a sus reservas sobre la interpretación general del asunto, en ningún momento ha dudado Desfosseux de la veracidad en los hechos puntuales del relato. Nunca confiaría su vida ni su fortuna —si gozara de ella— al hombre que tiene delante; pero sabe que no miente. No, al menos, de forma deliberada.

—Por supuesto —dice al fin—, esta conversación nunca ha ocurrido.

Nunca, repite el otro como un eco, en tono de estar familiarizado con conversaciones inexistentes. Ha sacado una petaca de buena piel y ofrece un cigarro al capitán, que lo acepta pero se lo guarda en un bolsillo —troceado dará mucho de sí—. El viento influye mucho, dice luego Desfosseux mientras mueve una mano sobre el plano. En la trayectoria y en la localización del tiro. En realidad todo tiene que ver: temperatura, humedad del aire, estado de la pólvora. Hasta el calor ambiente, que dilata o contrae el ánima de la pieza, influye en el tiro.

—Uno de mis problemas es, precisamente, que no consigo colocar las bombas donde quiero… No siempre, al menos.

El policía, que ha guardado la petaca y tiene su cigarro sin encender en la mano, señala con él las marcas de impactos en el plano.

—¿Qué me dice de éstas?

—Un simple vistazo lo indica. Fíjese. Cinco de las bombas cayeron en la parte de la ciudad que nos queda más próxima, agrupadas en su tercio meridional… Sólo esta de aquí fue más allá, casi al límite del alcance posible por esas fechas.

—Ahora llegan más lejos.

—Sí —el capitán compone un gesto de moderada satisfacción—. Poco a poco lo vamos consiguiendo. Y cubriremos toda la ciudad, no le quepa duda. Pero en su momento, ese tiro…

—El callejón de la calle del Pasquín, detrás de la capilla de la Divina Pastora.

—Ése. Fue más afortunado que otros. Tardé mucho en volver a lograr tanto alcance.

—¿Quiere decir que aquel día no apuntaba a ese sitio?

Se yergue ligeramente Desfosseux, algo picado.

—Señor, yo apuntaba donde podía. En realidad aún lo hago, a veces. Donde puedo… Es menos cuestión de precisión que de distancia.

Ahora el español parece decepcionado. Tiene el cigarro todavía sin encender, entre los dientes, y mira el plano como si hubiera dejado de serle familiar.

—Entonces, ¿nunca sabe dónde van a caer sus bombas?

—A veces sí. A veces no. Lo sabría si conociera todos los datos, tanto aquí como allí, en el momento de cada disparo: poder expansivo de la pólvora, temperatura, humedad del aire, viento, presión atmosférica… Pero eso no es posible. Y aunque lo fuera, no disponemos de la capacidad de cálculo necesaria.

Ha puesto el otro una mano sobre la mesa. Es áspera, chata. De uñas roídas y romas. Un dedo recorre el trazado de las calles igual que si estableciera un itinerario.

—Pues alguien sí la tiene: el asesino. Él consigue la precisión que a ustedes les falta.

—Dudo que sea de manera consciente —Desfosseux se siente irritado por el tono del otra—. Nadie puede establecer eso con semejante certeza… Nadie humano.

Es uno de los problemas fundamentales de la artillería, añade el capitán, desde que fue inventada. Hasta Galileo se ocupó de ello. Averiguar la figura geométrica que siguen los proyectiles bajo unas condiciones determinadas. Y su principal desafío en Cádiz es ése: afrontar los elementos que en un cañón hacen variar la trayectoria de sus bombas. Temperatura del tubo, resistencia y rozamiento del aire, etcétera. Todo eso. Porque una cosa es el aire en reposo, y otra el viento. Los vientos, en este caso. Cádiz es una ciudad donde los vientos tejen un verdadero laberinto.

—No le quepa duda.

—No me cabe. Llevo meses bombardeándola.

El español ha encendido su cigarro inclinándose sobre la vela que arde puesta en la botella. A través de los postigos cerrados —las ventanas de la casa no tienen cristales— llega el sonido de un carruaje que pasa despacio por el camino cercano. Suenan voces de soldados dando el santo y seña, a las que responde la del teniente Bertoldi. A poco vuelve el silencio.

—De ser cierto lo que me cuenta —prosigue Desfosseux—, sólo puede ser cuestión de probabilidades. Ignoro si ese asesino suyo está familiarizado con la ciencia, pero sin duda posee una mente capaz de calcular lo que muchos sabios llevan siglos intentando… Él ve el paisaje con ojos diferentes. Tal vez encuentre cosas, regularidades. Curvas y puntos de impacto. A lo mejor intuye un teorema científico formulado hace un siglo por un matemático llamado Bernoulli: los efectos de la Naturaleza son prácticamente constantes cuando dichos efectos se consiguen en un número grande.

—No sé si lo comprendo muy bien —el policía se ha quitado el cigarro de la boca y escucha con extremo interés—. ¿Habla del azar?

Todo lo contrario, aclara Desfosseux. Él habla de probabilidades. De matemática exacta. Hasta sus actuaciones, el momento y dirección de tiro de sus obuses, dependen de elementos como noche o día, viento, condiciones climáticas y cosas así. Sus artilleros y él, consciente o inconscientemente, también actúan según esas probabilidades.

Se ilumina la expresión del español. Ha comprendido, y por alguna razón eso parece tranquilizarlo. Confirmar lo que tiene en la cabeza.

—¿Me está diciendo que, aunque ni usted mismo controla dónde van sus bombas, éstas no caen al azar, sino según ciertas reglas, o leyes físicas?

—Exacto. En algún código que los hombres todavía somos incapaces de leer, aunque la ciencia moderna se adentra cada vez más en él, la curva descrita por cada una de mis bombas está determinada de una forma tan exacta como las órbitas de los planetas. Entre ellas no hay otra diferencia que la derivada de nuestra ignorancia. Y en tal caso, su asesino…

Nuestro asesino —matiza el otro—. Ya ve que está tan vinculado a usted como a mí.

No hay sarcasmo en su tono. Aparente, al menos. Y vaya forma de dejarme enredar, piensa Desfosseux. Sin embargo, a medida que se interna en sus propios razonamientos, el artillero descubre un singular placer en ello. Un enfoque nuevo, atractivo y muy agradable. Parecido a tantear las claves ocultas de un criptograma. De un misterio técnico.

—Bien. Como quiera… Lo que pretendo decir es que ese hombre sería capaz, a su manera, de calcular con bastante exactitud el marco de probabilidades. Imagine una máquina donde metiera todos esos datos de los que hemos hablado y diese como resultado un lugar exacto y una hora aproximada…

—¿El asesino sería esa máquina?

—Sí.

Una bocanada de humo vela las facciones del policía. Apoya los codos en la mesa, interesado.

—Probabilidades, dice… ¿Eso es calculable?

—Hasta cierto punto. De joven pasé una temporada en París, como estudiante. Todavía no estaba en el Ejército, pero ya me interesaban la física y la química. El año noventa y cinco asistí a algunas de las clases que Pierre-Simon Laplace dio en el Arsenal de Francia… ¿Oyó hablar de él?

—Me parece que no.

Es igual, explica Desfosseux. El señor Laplace todavía vive, y es uno de los más ilustres matemáticos y astrónomos franceses. En aquel tiempo se ocupaba de la química, incluida la pólvora y la metalurgia para la fabricación de cañones. En una de sus clases sostuvo que puede llegarse a la certeza de que, entre varios acontecimientos posibles, sólo ocurrirá uno; pero en principio nada induce a creer que sea éste en vez de cualquier otro. Sin embargo, comparando la situación con otras similares y anteriores, se advierte que algunos de los casos posibles es muy probable que no sucedan.

—No sé —se detiene un momento el artillero— si es demasiado complejo para usted.

Sonríe el otro, torcido. Media cara a la luz de la vela.

—¿Para un policía, quiere decir?… No se preocupe, me las arreglo. Decía que la experiencia permite descartar probabilidades menos posibles…

Asiente Desfosseux.

—Eso es. El método consiste en reducir todos los acontecimientos del mismo tipo a un cierto número de casos igualmente posibles; y luego establecer entre ellos el mayor número de casos favorables al acontecimiento cuya probabilidad se busca… La relación entre estos casos favorables y todos los casos posibles nos da la medida de esa probabilidad. ¿Lo comprende?

—Sí… Más o menos.

—Se lo resumo. El asesino tendría esa capacidad matemática, que ejercería de forma instintiva o deliberada. En determinadas condiciones físicas, descartaría las trayectorias y puntos de impacto imposibles de mis bombas, y reduciría la probabilidad hasta la exactitud absoluta.

—Ah, coño. Era eso.

El policía ha hablado en español, y Desfosseux lo mira, desconcertado.

—¿Perdón?

Un silencio. El otro mira el plano de Cádiz.

—Es una teoría, naturalmente —murmura, como si pensara en cosas lejanas.

—Por supuesto. Pero es la única que, desde mi punto de vista, da una explicación racional a lo que usted ha venido a contarme.

Sigue inclinado el policía sobre el plano. Concentrado. El humo de su cigarro ondula en espirales al rozar la llama de la vela.

—¿Sería posible, en momentos determinados, que usted disparase sobre sectores concretos de la ciudad?

Ha cambiado el gesto, advierte Desfosseux. Sus ojos parecen más duros ahora. Por un momento, el artillero tiene la impresión de verle relucir un colmillo. Como el de un lobo.

—No estoy seguro de que usted comprenda el alcance de lo que me está sugiriendo.

—Se equivoca —responde el otro—. Lo comprendo muy bien. ¿Qué me dice?

—Podría intentarlo, claro. Pero ya le he dicho que la precisión…

Otra chupada al cigarro, con la correspondiente bocanada de humo. El policía parece animarse por momentos.

—Su problema son las bombas —comenta con desparpajo—. El mío, encontrar a un asesino. Yo le doy datos para que atine en lugares concretos. Sectores que le sea fácil tener a tiro —señala el plano—… ¿Cuáles son los más accesibles?

Desfosseux está estupefacto.

—Bueno. Esto es irregular. Yo…

—Qué diablos va a ser irregular. Es su oficio.

El artillero pasa por alto el tono casi insolente del comentario. A fin de cuentas, sin saberlo, el policía ha dado en el blanco. Ahora es Desfosseux quien se inclina sobre el plano, acercando la vela para iluminarlo mejor. Rectas y curvas, peso y espoletas. Alcances. En su mente empieza a trazar parábolas perfectas y puntos de impacto precisos. Algo parecido a recaer en una fiebre crónica y dejarse llevar por ella.

—En las condiciones adecuadas, y con el alcance de que dispongo actualmente, las zonas más accesibles son ésas —su dedo índice sigue el contorno oriental de la ciudad—… Prácticamente toda esta franja, doscientas toesas al oeste de la muralla.

—¿Desde la punta de San Felipe a la Puerta de Tierra?

—Más o menos.

El español parece satisfecho. Asiente sin levantar los ojos. Después señala un punto marcado con lápiz.

—Este lugar queda dentro de esa zona. La calle de San Miguel con la cuesta de la Murga. ¿Podría intentarlo aquí, en días y horas determinados?

—Podría. Pero ya le digo que la precisión…

Desfosseux hace rápidos cálculos mentales. Relaciones de peso y fuerza de la pólvora adecuada, con carga exacta. Podría ser, concluye. Si las condiciones fueran buenas, y sin viento fuerte en contra o de través que desviara los proyectiles o acortase su alcance.

—¿Tienen que estallar?

—Conviene.

El capitán ya está pensando en espoletas, con los nuevos mixtos que ha diseñado y que garantizan su combustión. A esa distancia son fiables. O casi. Lo cierto es que puede hacerse, decide. O se puede intentar.

—No le garantizo precisión, de todas formas… Le diré, en confianza, que llevo meses intentando acertarle al edificio de la Aduana, donde se reúne la Regencia. Y nada.

—Es la zona lo que me interesa. Los alrededores de este punto.

Ahora el artillero no mira el plano, sino al policía.

—Por un momento he pensado si no estará usted loco de remate. Pero me informé bien cuando llegó su carta… Sé quién es y lo que hace.

No dice nada el otro. Se limita a mirarlo callado, con el cigarro humeándole entre los dientes.

—De cualquier modo —añade Desfosseux—, ¿por qué debería ayudarlo?

—Porque a nadie, español o francés, le gusta que maten a muchachas.

No es mala respuesta, concede el capitán en sus adentros. Hasta el teniente Bertoldi estaría de acuerdo con eso. Sin embargo, se niega a seguir moviéndose en ese terreno. El colmillo de lobo que entrevió hace unos instantes disipa cualquier engaño. No es un sujeto humanitario el que tiene delante. Sólo es un policía.

—Esto es una guerra, señor —responde, tomando distancias—. La gente muere a diario, por centenares o miles. Incluso mi obligación como artillero del ejército imperial es matar a cuantos habitantes de esa ciudad me sea posible… Incluido usted, o muchachas como ésas.

Sonríe el otro. De acuerdo, dice su mueca. Reservemos la música para los violines.

—Déjese de historias —dice, brusco—. Usted sabe que debe ayudarme. Lo veo en su cara.

Ahora es el artillero quien se echa a reír.

—Rectifico. Está loco de veras.

—No. Me limito a librar mi propia guerra.

Lo ha dicho encogiéndose de hombros con una simpleza hosca e inesperada. Eso deja pensativo a Desfosseux. Lo que acaba de escuchar puede entenderlo muy bien. Cada cual, concluye, tiene sus propias trayectorias de artillería por resolver.

—¿Qué hay de mi hombre?

El policía lo mira confuso.

—¿Quién?

—El que tiene detenido.

Se relaja el rostro del español. Ha comprendido. Pero no parece sorprenderse por el giro de la conversación. Se diría que lo tenía previsto.

—¿Le interesa de verdad?

—Sí. Quiero que viva.

—Vivirá, entonces —una sonrisa críptica—. Se lo prometo.

—Quiero que nos lo devuelva.

Inclina el otro la cabeza, con aire de estudiar el asunto.

—Eso puedo intentarlo, nada más —dice al fin—. Pero también se lo prometo. Intentarlo.

—Deme su palabra.

El policía lo mira con cínica sorpresa.

—Mi palabra no vale un carajo, señor capitán. Pero se lo enviaré aquí, si está en mi mano.

—¿Qué se propone, entonces?

—Tender una trampa —otra vez reluce el colmillo de lobo—. Con cebo, si es posible.

Un rayo de sol reverbera en el agua e ilumina la ciudad blanca en su cinturón de murallas pardas; como si de pronto esa luz, retenida hasta ahora por las nubes bajas, se derramara en caudal desde lo alto. Deslumbrado por el resplandor súbito, Pepe Lobo entorna los ojos y se inclina más el sombrero hacia adelante, calándoselo bien para que no lo lleve el viento. Está apoyado bajo los obenques de estribor y tiene una carta en las manos.

—¿Qué piensas hacer? —pregunta Ricardo Maraña.

Hablan aparte y en voz baja. De ahí el tuteo en cubierta. El primer oficial de la Culebra está de codos sobre la regala, junto a su capitán. La balandra se encuentra fondeada a poca distancia del espigón del muelle, aproada a un viento fuerte del sursudeste que orienta su botalón hacia Puntales y el saco de la bahía.

—Todavía no lo he decidido.

Maraña inclina ligeramente la cabeza a un lado, el aire escéptico. Resulta evidente que desaprueba todo aquello.

—Es una idiotez —dice—. Nos vamos pasado mañana.

Pepe Lobo vuelve a mirar la carta: cuatro dobleces, sello de lacre, letra elegante y clara. Tres líneas y una firma: Lorenzo Virués de Tresaco. La trajeron hace poco más de media hora dos oficiales del Ejército que llegaron en un bote alquilado del muelle, ceremoniosos en sus casacas pese a las salpicaduras del agua, con guantes blancos y los sables entre las piernas, sentados muy tiesos mientras el botero remaba contra el viento y pedía permiso para engancharse a los cadenotes. Los militares —un teniente de ingenieros y un capitán del regimiento de Irlanda— no quisieron subir a bordo, sino que desde el mismo bote despacharon el negocio y se marcharon sin esperar respuesta.

—¿Cuándo tienes que contestar? —se interesa Maraña.

—Antes del mediodía. La cita es para esta noche.

Le pasa la carta al primer oficial. Éste la lee en silencio y se la devuelve.

—¿Tan grave fue el asunto?… De lejos no lo parecía.

—Lo llamé cobarde —Lobo hace un ademán fatalista—. Delante de toda aquella gente.

Maraña sonríe apenas. Lo mínimo. Como si en vez de saliva tuviera en la boca escarcha helada.

—Bueno —dice—. Es problema suyo. No tienes necesidad.

Los dos marinos se quedan inmóviles y callados bajo los obenques, donde aúlla el viento, contemplando el muelle y la ciudad. Alrededor de la balandra pasan, rizadas, velas de todas clases: cuadras, latinas, al tercio. Los botes y las pequeñas embarcaciones van y vienen sobre los borreguillos del agua, entre los barcos mercantes grandes, mientras las fragatas y corbetas inglesas y españolas, fondeadas más lejos para resguardarse de la artillería francesa, se balancean sobre sus anclas, agrupadas en torno a dos navíos británicos de setenta y cuatro cañones, con las velas aferradas y las gavias bajas.

—Es mal momento —dice Maraña de pronto—. Salimos de campaña, después de tanto tiempo perdido… Toda esta gente depende de ti.

Se ha vuelto a medias para señalar la cubierta. El contramaestre Brasero y el resto de los hombres embetunan la jarcia firme y las juntas de la tablazón, que luego lavan y pulen con cepillos y piedra arenisca. Pepe Lobo observa sus rostros tostados, sudorosos, idénticos a los que pueden verse tras los barrotes de la Cárcel Real —en realidad, de allí vienen algunos—. Torsos tatuados y trazas inequívocas de chusma de mar. En las últimas cuarenta y ocho horas, la dotación se ha visto reducida en dos hombres: uno apuñalado ayer, durante una reyerta en la calle Sopranis, y otro ingresado en el hospital, con morbo gálico.

—Me vas a conmover, piloto. Con lo de nuestra gente… Me vas a partir el corazón.

Ríe ahora con más franqueza Maraña, entre dientes, y al cabo se interrumpe, estremecido por la tos desgarrada y húmeda. Inclinándose sobre la borda, escupe al mar.

—Si saliera mal —dice Lobo—, tú harías bien mi trabajo a bordo…

El teniente, que recobra el aliento, ha sacado el pañuelo de una manga y se lo pasa por los labios.

—No fastidies —murmura con voz todavía opaca—. Me gustan las cosas como están.

Un trueno por la parte de babor, a dos millas. Casi al mismo tiempo, una bala de cañón, disparada hace diez segundos en la Cabezuela, rasga el viento sobre el palo de la Culebra, en dirección a la ciudad. Todos en cubierta levantan la cabeza y siguen con la vista la trayectoria del proyectil, que cae más allá de la muralla, sin ruido ni efectos aparentes. Visiblemente decepcionada, la tripulación vuelve a sus tareas.

—Creo que voy a ir —decide Lobo—. Tú vienes de padrino.

Asiente Maraña, como si eso fuera de oficio.

—Hará falta otro más —sugiere.

—Tonterías. Contigo tengo de sobra.

Otro trueno en la Cabezuela. Otro desgarro del aire que hace a todos alzar las cabezas. Tampoco esta vez se aprecian daños en la ciudad.

—El sitio que propone no es malo —comenta Maraña, ecuánime—. En el arrecife de Santa Catalina, a esa hora, hay bajamar escorada… Eso os deja tiempo y espacio para despachar el negocio.

—Con la ventaja de que, al ser extramuros, no nos afectan demasiado las ordenanzas de la ciudad… Queda margen legal donde acogerse.

Ladea la cabeza Maraña, vagamente admirado.

—Vaya. Lo estudió bien, ese soldadito aragonés. Se nota que te tiene ganas —mira a Lobo con mucha calma—… Desde lo de Gibraltar, supongo.

—Soy yo quien le tiene ganas a él.

Lobo, que sigue mirando en dirección al mar y la ciudad, advierte de soslayo que su primer oficial lo observa con mucha atención. Cuando se vuelve hacia él, aparta la mirada.

—Yo usaría pistola —sugiere Maraña—. Es más rápido y limpio.

De nuevo lo interrumpe un acceso de tos. Esta vez el pañuelo se tiñe de salpicaduras rojizas. Lo dobla con cuidado y vuelve a metérselo en la manga, el aire indiferente.

—Oye, capitán. Tú tienes un par de cosas que hacer a bordo, todavía. Responsabilidades y demás. Sin embargo…

Se detiene un instante, ocupado en sus pensamientos. Como si hubiera olvidado lo que iba a decir.

—Yo tengo la baraja muy sobada. Nada que perder.

Luego se estira sobre la regala, flaco y pálido, cual si buscara provisión del aire limpio que le escasea en los pulmones deshechos. El elegante frac ajustado y negro, de buen paño y largos faldones, acentúa su aspecto distinguido, equívoco, de muchacho de buena familia caído allí por simple azar. Observándolo, Lobo piensa que el Marquesito cumplió veintiún años hace dos meses, y que no alcanzará veintidós. Hace todo lo posible por evitarlo.

—Con la pistola soy bueno, capitán. Mejor que tú.

—Vete al diablo, piloto.

La orden, o la sugerencia, resbala en la impasibilidad de Maraña.

—A estas alturas igual me da jugar con cincos que con ases —comenta con su habitual frialdad—… Es mejor que acabar escupiendo sangre en una taberna.

Alza una mano Pepe Lobo. No le agrada el giro de la conversación.

—Olvídalo. Ese individuo es asunto mío.

—Me gustan ciertas cosas, ya sabes —una sonrisa indefinible, un punto cruel, tuerce la boca del teniente—. Andar por el filo.

—No a mi costa. Si tienes tanta prisa, tírate al agua con una bala de cañón en cada bolsillo.

Se queda callado el otro, como si considerase en serio las ventajas e inconvenientes de la propuesta.

—Es la señora, ¿verdad? —dice al fin—. Ése es el asunto.

No se trata de una pregunta, por supuesto. Los dos corsarios permanecen un rato callados, sobre la borda, mirando en la misma dirección: la ciudad que se extiende ante ellos como un enorme barco que, según la luz y el mar, unas veces parece hallarse a flote y otras estar varado en los arrecifes negros que afloran bajo las murallas. Al rato, Maraña saca un cigarro y se lo pone en la boca.

—Bueno. Espero que mates a ese cabrón. Por las molestias.

La oficina de Intendencia de la Real Armada está en un edificio de dos plantas de la calle principal de la isla de León. Hace una hora y media que Felipe Mojarra —chaquetilla parda, pañuelo de hierbas en la cabeza, navaja cerrada en la faja y las alpargatas puestas— aguarda en el estrecho pasillo del piso bajo, entre una veintena de personas: marinos de uniforme, paisanos, ancianos y mujeres vestidas de negro con niños en brazos. Hay neblina de tabaco y rumor de conversaciones. Todas giran en torno a lo mismo: pensiones y sueldos que no llegan. Un infante de marina con casaca corta azul y correaje amarillo cruzado al pecho, que se apoya con descuido en una pared sucia de huellas de manos y manchas de humedad, monta guardia frente al despacho de Pagos e Intervención. Al rato, un escribiente de la Armada asoma la cabeza por la puerta.

—El siguiente.

Algunos miran a Mojarra, que se abre paso y entra en la oficina con un buenos días que nadie responde. De tanto venir, conoce bien el sitio: el pasillo, el despacho y a quienes lo ocupan. Allí, tras una mesa pequeña cubierta de papeles y rodeada de archivadores, sobre uno de los cuales hay media hogaza de pan y una botella de vino vacía, un alférez trabaja asistido por un escribiente. El salinero se detiene ante la mesa. Conoce a ambos de sobra —el alférez siempre es el mismo, aunque los escribientes rotan—; pero sabe que, para ellos, el suyo no es sino un rostro más entre las docenas que reciben cada día.

—Mojarra, Felipe… Vengo a ver cómo va lo del pago por la captura de una cañonera.

—¿Fecha?

El salinero da los detalles pertinentes. Sigue en pie, pues nadie le ofrece la silla que hay en un rincón: está puesta deliberadamente aparte, para evitar a quienes entran la posibilidad de sentarse. Mientras el escribiente busca en los archivadores, el alférez vuelve a ocuparse de los documentos que tiene sobre la mesa. Al poco, el otro le pone delante un libro de registro abierto y un cartapacio con papeles manuscritos.

—¿Mojarra, ha dicho?

—Eso es. También figura a nombre de Francisco Panizo y de Bartolomé Cárdenas, ya fallecido.

—No veo nada.

Es el escribiente quien, de pie junto al alférez, señala una línea en el registro. Al reparar en ello, el otro abre el cartapacio y busca entre los documentos que contiene hasta dar con el adecuado.

—Sí, aquí está. Solicitud de premio por captura de una cañonera francesa en el molino de Santa Cruz… No hay resolución, por el momento.

—¿Cómo dice?

El alférez encoge los hombros sin levantar la vista. Tiene los ojos saltones, el pelo escaso, y necesita un afeitado. Aire de fatiga. Por el cuello de la casaca azul, desabotonada con descuido, asoma una camisa poco limpia.

—Digo que está sin resolver —responde con indiferencia—. Que no se ha tramitado por la superioridad.

—Pero el papel que hay ahí…

Una ojeada despectiva, breve. De funcionario ocupado.

—No muy bien… No.

El otro golpetea con una plegadera sobre el documento.

—Esto es una copia del oficio original: la solicitud de usted y de sus compañeros, que todavía no ha sido aprobada. Necesita la firma del capitán general, y luego la del interventor y el tesorero de la Armada.

—Pues ya tendría que estar, creo yo.

—Mientras no se lo denieguen, puede darse por satisfecho.

—Ha pasado mucho tiempo.

—Y a mí qué me cuenta —con gesto hastiado, áspero, el alférez señala la puerta con la plegadera—. Ni que el dinero fuera mío.

Dando por terminado el asunto, baja de nuevo la vista a sus papeles. Pero la alza enseguida, al advertir que el salinero no se mueve.

—Le he dicho…

Se interrumpe al observar el modo en que Mojarra lo mira. Luego observa las manos colgadas por los pulgares en la faja, a uno y otro lado de la navaja que hay metida en ella. Las facciones duras, curtidas por el sol y los vientos de los caños, del hombre que tiene delante.

—Oiga, señor oficial —dice el salinero sin alterar el tono—. Mi cuñado murió por esa lancha francesa… Y yo estoy luchando en la Isla desde que empezó la guerra.

Lo deja ahí, sosteniendo la mirada. Su calma sólo es formal. Suelta una inconveniencia más, está pensando, y puede que te lleve por delante y me busque la ruina. Como hay Dios. El alférez, que parece penetrarle el pensamiento, dirige una rápida mirada a la puerta tras la que se encuentra el infante de marina. Después recoge velas.

—Estas cosas son así, llevan su tiempo… La Armada está mal de fondos, y es demasiado dinero.

Esta vez suena distinto. Forzado y conciliador. Más suave. Cauto. Son tiempos inseguros, con eso de la Constitución en marcha; y nunca sabe uno a quién puede encontrarse en mal momento por la calle. De pie con el cartapacio entre los brazos, el escribiente asiste a la escena sin despegar los labios. Mojarra cree advertir un secreto regocijo en el modo con que mira de reojo al superior.

—Pero somos gente necesitada —argumenta.

Hace el alférez un ademán de impotencia. Ahora parece sincero, al menos. O desea parecerlo.

—¿Usted cobra su paga, amigo?

Asiente el salinero, desconfiado.

—A veces. Con algún socorro en comida.

—Pues tiene suerte. La comida, sobre todo. Esa que está en el pasillo también es gente necesitada. No pueden combatir ni valen para nada, así que ni eso les dan… Écheles un vistazo al salir: marinos viejos en la miseria porque no cobran su pensión, mutilados, viudas y huérfanos sin socorro ninguno, sueldos que nadie paga desde hace veintinueve meses. Cada día entran por esa puerta casos más graves que el suyo… ¿Qué espera que haga yo?

Sin responder, Mojarra se dirige a la puerta. En el umbral se demora un instante.

—Atendernos con humanidad —responde, hosco—. Y no faltar al respeto.

En el arrecife que la bajamar deja al descubierto, quinientas varas más allá del castillo de Santa Catalina, junto a la Caleta, un farol puesto en el suelo irregular de piedra ostionera ilumina de lejos a dos hombres inmóviles, de pie a quince pasos uno de otro y cada cual en un extremo del diámetro del círculo de luz. Los dos tienen la cabeza descubierta y van sin abrigo. Lo usual sería que estuviesen en mangas de camisa o con el torso desnudo —demasiada tela en el cuerpo aumenta el riesgo de fragmentos e infecciones en caso de recibir un balazo—, pero son las dos de la madrugada y hace frío. Poca ropa encima haría temblar el pulso a la hora de apuntar, aparte de la posibilidad de que un estremecimiento pueda ser mal interpretado por los testigos de la escena: cuatro hombres que, envueltos en sobretodos y capas, se recortan en los destellos lejanos del faro de San Sebastián formando grupo aparte, silenciosos y solemnes. De los dos enfrentados, uno viste casaca de uniforme azul, calzón ceñido del mismo color y botas militares; el otro va de negro. De ese color es, incluso, el pañuelo que oculta el cuello de su camisa. Pepe Lobo ha decidido seguir el consejo experto de Ricardo Maraña: cualquier color claro es una referencia para que el otro apunte. Así que ya sabes, capitán. De negro y de perfil, menos blanco para una bala.

Muy quieto, mientras espera la señal, el corsario intenta relajarse. Respira pausado, aclarando los sentidos. Esforzándose por no tener en la cabeza más que la figura que el farol ilumina enfrente. Su mano derecha, caída a lo largo del cuerpo, mantiene contra el muslo el peso de una pistola de llave de chispa de cañón largo, apropiada para el asunto que lo ocupa. La gemela está en la mano del adversario, al que Pepe Lobo no puede distinguir del todo bien, pues se encuentra, como él mismo, en el límite del círculo de luz, alumbrado desde abajo por el farol que le da un aspecto fantasmal, indeciso entre la luz y la sombra. La visión de ambos mejorará en un momento, cuando llegue la señal y los adversarios caminen acercándose al farol, cada vez más iluminados mientras avanzan. Las reglas acordadas por los padrinos son sencillas: un solo tiro a discreción, con libertad del momento para hacer fuego a medida que se aproximen uno al otro. Desde lejos, quien dispare antes tendrá la ventaja de la primera oportunidad, pero también el riesgo de errar el tiro en la distancia. Quien lo haga de cerca tendrá a su favor mayor facilidad para acertar, pero la desventaja de recibir el disparo si espera demasiado antes de apretar el gatillo. Es como jugar cartas a las siete y media: pierde lo mismo el que se pasa que quien se retrasa y no llega.

—Prepárense, caballeros —dice uno de los padrinos, grave.

Sin volver el rostro, Pepe Lobo mira de soslayo al grupo: dos oficiales amigos de su adversario, un cirujano y Ricardo Maraña. Testigos suficientes para demostrar luego que nadie fue asesinado y que todo se llevó a cabo fuera del recinto de la ciudad, con arreglo a las normas del honor y la decencia.

—¿Dispuesto, señor Virués?

Aunque no sopla viento, y del mar tranquilo sólo viene el rumor leve del agua que sube y baja entre las rocas, Pepe Lobo no escucha la respuesta del otro; pero se percata de que éste inclina brevemente la cabeza, sin dejar de mirarlo a él. Por sorteo, Lorenzo Virués tiene el mar a la espalda, mientras que Lobo se encuentra en la parte del arrecife que lleva a la Caleta y a los muros en forma de media estrella del castillo de Santa Catalina. La marea, que pronto empezará a subir, puede llegar dentro de quince minutos a la caña de las botas. Para entonces se supone que todo estará resuelto; y uno de los dos, si no ambos, tumbado sobre la piedra húmeda donde ahora la luz del farol reluce en los charcos dejados por el mar al retirarse.

—¿Dispuesto, señor Lobo?

Despega los labios el corsario —con dificultad, pues tiene la boca seca— y pronuncia el escueto «sí» de rigor. Nunca se ha batido en duelo antes, pero disparó contra otros hombres y se enfrentó a ellos a sablazos en la locura de un combate naval, caminando sobre cubiertas resbaladizas de sangre mientras cañonazos enemigos hacían volar metralla y astillas. En un oficio como el suyo, con la existencia como único patrimonio que arriesgar en el modo de ganarse el sustento, vida y muerte son palabras sujetas a los naipes que reparte la Fortuna. La suya, esta noche, es la indiferencia técnica de quien frecuenta el lance. La misma que, por razones de oficio, Lobo le supone al adversario. Rencillas y palabras aparte, sabe que no es el qué dirán lo que trae aquí a Virués, sino la vieja cuenta pendiente, también aplazada por su parte desde lo de Gibraltar, agravada en los últimos tiempos con detalles suplementarios.

—Prepárense para avanzar, caballeros… A mi señal.

Atento, antes de expulsarlo todo del pensamiento y concentrarse en levantar la pistola y recorrer la distancia, por la mente de Pepe Lobo cruza una última idea: hoy desea mucho vivir. O, con más exactitud, matar a su adversario. Borrarlo del mundo para siempre. El corsario no se bate espoleado por un supuesto honor que, a estas fechas de su vida y profesión, lo trae sin cuidado. Allá el honor, su charlatanería y sus grotescas consecuencias —qué endiabladamente incómodo resulta siempre— para quien pueda permitírselo. Él ha venido al arrecife de Santa Catalina con intención de pegarle un tiro a Lorenzo Virués: un buen pistoletazo en mitad del pecho que borre de su cara la expresión, altanera y estúpida, de quien mira el mundo con la simpleza del tiempo viejo. De quien ignora, por nacimiento o por suerte, lo difícil que es la vida cuando uno se mueve por su parte de sombra, y el mucho frío que hace afuera. En cualquier caso —piensa Lobo por última vez, antes de concentrarse en su propia vida o muerte—, ocurra lo que ocurra, Lolita Palma creerá que fue por ella.

—¡Adelante!

Todo es ahora, en torno, sombra y penumbra, oscuridad que rodea como un telón negro el círculo de luz cuya intensidad ve Lobo aumentar cuando camina en dirección a su centro, despacio, procurando moverse más de lado que de frente, atento al hombre que, moviéndose a su vez, se destaca más iluminado y más cerca. Un paso. Dos. Se trata de afirmar los pies y apuntar continuamente. A eso se reduce todo, ahora. No es la cabeza, sino el instinto, el que calcula la distancia y la oportunidad de abrir fuego; lo que retiene el dedo crispado que roza el gatillo, luchando con el impulso de disparar antes de que lo haga el otro. De apresurarse y madrugar. Así se mueve el corsario, prudente, con los dientes apretados y la sensación extrema de que los músculos del cuerpo se le contraen solos, aguardando el impacto seco de un trozo de plomo. Tres pasos, ya. O quizá sean cuatro. Aquello parece, o es, el camino más largo del mundo. El suelo es irregular, y a la mano alzada que sostiene la pistola, con el brazo horizontal y ligeramente flexionado en el codo, le cuesta mantener en línea de tiro la silueta del adversario.

Cinco pasos. Seis.

El fogonazo sobresalta a Pepe Lobo. Tan concentrado se halla en la aproximación y en mantener apuntada la pistola, que no escucha el disparo. Sólo advierte el resplandor súbito en el arma de su adversario, mientras él hace un esfuerzo violento por no apretar a su vez el gatillo. La bala pasa a una pulgada de su oreja derecha, con su zumbido siniestro de moscardón de plomo.

Siete pasos. Ocho. Nueve.

No siente nada especial. Ni satisfacción, ni alivio. Sólo la certeza de que podrá vivir, según parece, algún tiempo más de lo previsible hace cinco segundos. Al fin ha conseguido no disparar, en contra de lo que suele ocurrir en tales casos, y mantiene apuntada la pistola mientras sigue avanzando. A medida que lo hace, a la luz del farol junto al que está a punto de llegar, puede ver la cara desencajada de Lorenzo Virués. El militar se ha detenido, todavía con la pistola humeante a medio bajar, como indecisa entre el momento del disparo y la certeza del fracaso y el desastre. El corsario sabe perfectamente lo que se hace en estos casos. También lo que no se hace. Siempre existe la posibilidad, bien vista en sociedad, de tirar sin avanzar más, o hacerlo al aire, enfriado ya el calor del momento. Pasado el punto crucial del intercambio de tiros, a menudo simultáneo, ningún caballero honorable hace fuego de cerca y en frío.

—¡Por Dios, señor! —exclama uno de los padrinos.

Tal vez sea una reconvención, piensa Lobo. Una llamada al honor o una súplica de clemencia. Por su parte, Virués no abre la boca. Tiene los ojos fijos, como magnetizados, en el cañón de la pistola que se le acerca. No deja de mirarlo en ningún momento; ni siquiera cuando, llegando ante él, Pepe Lobo baja el arma hasta su muslo derecho, a quemarropa, aprieta el gatillo y le rompe el fémur de un balazo.

La noche es casi oscura, con un leve resplandor de luna, ya en descenso, que ilumina las terrazas blancas y las torres vigía de los edificios altos. Hay un farol municipal encendido a lo lejos, por la parte de las Descalzas; pero su luz no llega hasta el estrecho soportal bajo el que está Rogelio Tizón. La hornacina donde el arcángel aplasta al diablo, espada en mano, casi no se distingue entre las tinieblas, en lo alto de la esquina de la calle San Miguel con la cuesta de la Murga.

Una figura apenas visible, de contornos claros, se mueve despacio, recortándose a trechos en la luz lejana del farol. Tizón la observa mientras se aproxima, pasa bajo la hornacina del arcángel y se aleja calle arriba. Tras aguardar un poco, observando el cruce en todas direcciones y sin ver a nadie más, el comisario vuelve a recostarse en la pared. Está siendo una noche larga, como era de esperar. Una de varias, se teme. Pero la principal virtud de un cazador es la paciencia. Y esta noche anda de caza. Con cebo móvil.

La figura de contornos claros vuelve a acercarse a la esquina, ahora desandando camino, en dirección contraria. En el silencio absoluto de la calle, sin luces en las celosías de las ventanas, suena el ruido de pasos lentos, desganados. Si el ayudante Cadalso no se ha dormido, estima el comisario, debe de estar viendo el cebo, que habrá llegado hasta el lugar donde también él se encuentra al acecho, vigilando ese tramo de calle desde la ventana de una botica situada en la plazuela de la Carnicería. Del lado opuesto del recorrido se ocupa otro agente situado en la esquina de la calle del Vestuario, por la parte hacia donde queda el farol de las Descalzas. Cubren así, entre los tres, una manzana de casas y las embocaduras de las calles adyacentes, con la esquina del arcángel como eje principal. El plan original incluía a otros hombres por los alrededores, abarcando un área mayor; pero la posibilidad de que un despliegue excesivo llame demasiado la atención disuadió a Tizón a última hora.

El cebo se detiene junto a un portal, recortada su figura en el contraluz del farol lejano. Desde su escondite, el comisario aprecia nítidamente la mancha clara del mantón blanco que sirve, al mismo tiempo, de señuelo para el asesino y de referencia visual para él y sus agentes. Por supuesto —con Tizón de por medio, esto no extrañaría a nadie—, la muchacha ignora el peligro que corre y su papel real en la aventura. Es una jovencísima prostituta de la Merced; la misma que hace tiempo el comisario vio desnuda boca abajo, tumbada en un catre inmundo mientras él recorría su espalda con la contera del bastón y se asomaba a sus propios abismos. Simona, se llama. Ahora tiene dieciséis años y su aspecto con buena luz es menos inocente y fresco que entonces —todo ese tiempo ejerciendo en Cádiz deja su huella—; pero conserva, al golpe de vista, el aire frágil de su pelo casi rubio y la tez clara, joven. A Tizón no le ha costado mucho convencerla: quince duros a su chulo —un tal Carreño, rufián conocido—, con el pretexto de atraer a hombres casados de la vecindad para luego chantajearlos a gusto.

O algo de eso. Si el mentado Carreño llegó a tragarse el embuste, carece de importancia; embolsó los duros y la benevolencia futura del comisario sin preguntar, siquiera, si aquello tendría que ver con las historias de mujeres asesinadas que a veces corren por la ciudad. Eso no es asunto suyo, y menos si está de por medio Rogelio Tizón. Además, como dijo al dar su acuerdo, las putas están para eso, caballero. Para ser putas y servir a los señores comisarios rumbosos. En cuanto a Simona, encajó la situación con el fatalismo de quien acepta sumisa cuanto su hombre —el de turno, el que sea— dispone. A fin de cuentas, lo mismo para vecinos casados que para solteros y militares con o sin graduación, a ella lo mismo le da pasear de noche por una calle que por otra. Se va a rascar las mismas pulgas.

La mancha clara del mantón ha vuelto a moverse calle abajo. Rogelio Tizón la sigue con la vista hasta la esquina de la calle del Vestuario, donde la ve detenerse, silueta inmóvil contra la luz lejana del farol. Hace un rato se cruzó con ella un hombre cuya presencia alertó al comisario; pero resultó un transeúnte más, al que la muchacha, convenientemente prevenida, no prestó atención. Sus instrucciones son precisas: no abordar a nadie, manteniéndose a la expectativa. Tres son los hombres que hasta ahora pasaron cerca, y sólo uno se detuvo a dirigirle algunas obscenidades antes de seguir su camino.

Pasa el tiempo, y Tizón está cansado. Con gusto se sentaría en un peldaño, al amparo del portal, apoyando la cabeza en la pared para echar una cabezada. Pero sabe que es imposible. Mientras piensa en ello, alberga la esperanza de que también Cadalso y el otro agente resistan la tentación de cerrar los párpados. Las imágenes de la calle, las sombras y la mancha clara del mantón paseando de arriba abajo, se entrecruzan en su cabeza, próxima a la duermevela, con recuerdos de las muchachas muertas. Con escenas de la ciudad en el tablero cuyos escaques parecen todos negros esta noche. Esforzándose por mantener los ojos abiertos, Tizón echa hacia atrás el sombrero y desabotona el redingote, para espabilarse con el fresco nocturno. Maldito sea todo. Mataría por fumarse un cigarro.

Cierra un momento los ojos, y al abrirlos ve que la muchacha está cerca. Ha venido a situarse a su lado de modo natural, como parte de las idas y venidas. Se detiene a un paso del portal, vuelta hacia la calle, el mantón sobre los hombros y la cabeza descubierta, sin hacer nada que delate la presencia del policía; con disimulo y discreción, comprueba éste mirando el contorno de sus hombros entre la suave claridad que la luna mantiene en la parte alta de las casas y el resplandor del farol que arde calle abajo.

—No tengo suerte esta noche —dice la muchacha en voz queda, manteniéndose de espaldas.

—Lo estás haciendo muy bien —susurra él, en el mismo tono.

—Creí que ese último iba a pararse, pero no lo hizo. Se conformó con mirarme y pasar de largo.

—¿Pudiste verle la cara?

—Muy poco. El farol estaba demasiado lejos… Me pareció fuerte, con cara de buey.

La descripción retiene un instante el interés del comisario. Una de las cuestiones que se planteó en los últimos tiempos es de qué modo el rostro de un individuo puede relacionarse con su carácter e intenciones. Entre los muchos caminos que estuvo tanteando a ciegas, figuran las ideas contenidas en un libro que Hipólito Barrull le dio a leer hace unos meses: la Fisiognomía de Giovanni della Porta. Un tratado escrito hace doscientos años, pero interesante para un policía: hasta qué punto es posible adivinar las cualidades y defectos de un individuo a partir de sus rasgos físicos. Se trata de una especie de arte conjetural —llamarlo ciencia sería excesivo, matizó el profesor al prestarle el libro— mediante el que los seres humanos peligrosos, inclinados al crimen o al delito, tendrían tendencia a mostrar tales predisposiciones a través del rostro y el cuerpo. En su momento, Tizón devoró aquellas páginas; y luego anduvo por Cádiz en guardia continua, desconfiado y penetrante, intentando situar el rostro del asesino entre los miles con que se cruzaba a diario. Buscando cabezas picudas como signo de maldad, frentes estrechas delatando a estúpidos e ignorantes, cejas ralas y unidas proclives al vicio, dientes caballunos propensos al mal, orejas malvadas de macho cabrío, narices corvas de impudicia y crueldad —lo de la cara de buey o vaca tenía que ver, recuerda Tizón, con pereza y cobardía—. El experimento acabó una mañana de sol; cuando, al detenerse ante el escaparate de una tienda de abanicos a encender un cigarro, el comisario vio reflejado su rostro en el cristal y cayó en la cuenta de que, según las teorías fisiognómicas, su nariz aguileña denotaría, sin discusión, magnanimidad y nobleza. Aquella misma tarde devolvió el libro a Barrull y no volvió a pensar en el asunto.

—Si quiere, señor comisario, lo entretengo un poco.

Simona ha hablado en un susurro. Sigue dándole la espalda, vuelta hacia la calle cual si estuviera sola.

—Una paja se la hago rápido —añade.

A Tizón no le cabe duda de la eficaz presteza de la joven, pero no tarda más de tres segundos en descartar la idea. No está, decide, el aceite para buñuelos.

—Quizás en otra ocasión —susurra.

—Como prefiera.

Indiferente, Simona camina de nuevo hacia la calle de San Miguel, adentrándose en la penumbra hasta que sólo se distingue la mancha clara del mantón que se aleja. Rogelio Tizón aparta la espalda de la pared y cambia de postura, desperezando los miembros entumecidos.

Luego mira el cielo nocturno, más allá de la esquina de la casa donde está la hornacina del arcángel. Un tipo singular, ese francés, se dice una vez más. Con sus cañones, trayectorias de tiro y desconfianza inicial; y al fin, su curiosidad técnica imposible de ocultar, imponiéndose a todo. Sonríe el policía recordando la forma en que el capitán de artillería solicitó los últimos datos, las precisiones sobre lugares ideales de impacto y el modo de transmitir todo eso de un lado a otro de la bahía. Ojalá esta noche cumpla su palabra.

Vuelven las ganas de cerrar los párpados, estado indeciso donde se mezclan imágenes de la noche y pesadillas de la memoria. Carne desgarrada, huesos desnudos, ojos abiertos, inmóviles, velados por una tenue capa de polvo. Y una voz distante, de acento y sexo impreciso, que murmura extrañas palabras como aquí, o a mí. Da el policía una breve cabezada y alza la vista bruscamente, con sobresalto. Mira ahora hacia la calle de San Miguel, esperando ver aparecer de nuevo la mancha clara del mantón. Por un momento creyó ver un bulto negro que se moviera. Una sombra deslizándose pegada a la fachada opuesta de las casas. La duermevela, concluye, crea sus propios fantasmas.

No ve el mantón. Quizá Simona se ha detenido al final de la calle. Inquieto al principio, preocupado después, escudriña las tinieblas. Tampoco se oyen los pasos de la muchacha. Conteniendo el impulso de salir de su resguardo, Tizón asoma la cabeza con prudencia, intentando no dejarse ver mucho. Nada. Sólo la oscuridad a ese lado del ángulo de calles y el resplandor distante del farol al otro extremo. En cualquier caso, ella debería estar de vuelta. Es demasiado tiempo. Demasiado silencio. La imagen del tablero de ajedrez vuelve a dibujarse ante sus ojos, en la noche. La sonrisa despiadada del profesor Barrull. No vio esa jugada, comisario. Se le escapó de nuevo. Cometió un error, y pierde otra pieza.

El ramalazo de pánico lo acomete cuando ya está fuera del portal, corriendo a oscuras por la acera hacia la esquina en sombras. El mantón aparece al fin: una mancha clara abandonada en el suelo. Tizón pasa por encima, llega a la esquina y se detiene mirando en todas direcciones, mientras intenta penetrar las tinieblas. Sólo el vago resplandor de lo que queda de luna, ya oculta del todo tras las azoteas, dibuja en tonos azulados los hierros de los balcones y los rectángulos oscuros de puertas y ventanas, e intensifica el negro de los lugares profundos, los ángulos ocultos de la calle silenciosa.

—¡Cadalso! —grita, desesperado—. ¡Cadalso!

A su voz, uno de los rincones sombríos, oquedad que se prolonga como una hendidura siniestra hacia lo más oscuro de la plazuela, parece agitarse un instante, como si alguna de sus formas cobrase vida. Casi al mismo tiempo se abre una puerta con estrépito detrás del comisario, un rectángulo de luz diagonal corta la calle como un tajo de cuchillo, y las zancadas de Cadalso resuenan violentas, acercándose. Pero Tizón ya corre otra vez, ahora zambulléndose a ciegas en el lugar donde, a medida que se acerca, alcanza a distinguir un bulto agazapado que, de pronto, se divide en dos sombras: una inmóvil en el suelo y otra que se aparta con rapidez, pegada a las fachadas de las casas. Sin detenerse en la primera, el comisario intenta dar alcance a la segunda; que al cruzar la calle, alejándose en dirección a la esquina de la Cuna Vieja, se recorta en la claridad por un instante: figura negra y veloz que corre sin ruido.

—¡Alto a la Justicia!… ¡Alto!

Se iluminan algunas ventanas próximas con velas y candiles, pero Tizón y la sombra a la que persigue ya las han dejado atrás, cortando rápidamente por la plazuela de la calle de Recaño hacia el Hospital de Mujeres. El esfuerzo hace arder los pulmones del policía, molesto además por el bastón —ha perdido el sombrero en la carrera— y el largo redingote que le estorba las piernas. La sombra a la que persigue se mueve con increíble rapidez, y cada vez le cuesta más mantener la distancia.

—¡Alto!… ¡Alto!… ¡Al asesino!

La distancia es ya insalvable; y la esperanza de que algún vecino o transeúnte casual se una a la persecución, mínima. Pasan demasiado deprisa por las calles, es noche de invierno y casi las dos de la madrugada. Tizón siente que empiezan a fallarle las fuerzas. Si al menos, piensa con angustia, hubiera traído una pistola.

—¡Hijo de puta! —grita impotente, deteniéndose al fin.

Se ahoga. Y ese último grito le da la puntilla. Respirando con el ronco estertor de un fuelle roto, encorvado mientras boquea en busca de aire para sus pulmones en carne viva, Tizón va a apoyarse en el muro del hospital y allí se desliza poco a poco hasta quedar sentado en el suelo, mirando aturdido la esquina por donde desapareció la sombra. Permanece así un buen rato, recobrando el aliento. Al cabo, con mucho esfuerzo, se levanta y camina despacio, renqueando sobre sus piernas doloridas, de vuelta a la plazuela de la Carnicería, donde hay ventanas iluminadas y vecinos en camisa y gorros de dormir asomados a ellas o parados en los portales. La muchacha está atendida en la botica, informa Cadalso, saliendo a su encuentro con una linterna sorda en la mano. Simona ha vuelto en sí con sales y compresas de vinagre. El asesino sólo llegó a darle un golpe, haciéndole perder el conocimiento.

—¿Pudo ver su cara?… ¿Algún detalle?

—Está demasiado asustada para aclararse la cabeza, pero parece que no. Todo fue rápido y desde atrás. Apenas lo sintió llegar cuando el otro le tapó la boca… Cree que era un hombre no muy grande, pero ágil y fuerte. No vio nada más.

De nuevo vuelta a empezar, se dice Tizón con desaliento. Aturdido de frustración y cansancio.

—¿Dónde quería llevarla?

—No lo sabe. Ya digo que se desmayó con el golpe… Por el sitio, yo creo que la arrastraba a la galería que hay detrás del almacén de cuerdas y espartos cuando le caímos encima.

Aquel plural indigna al comisario.

—¿Le caímos?… ¿Dónde estabas tú, animal?… Tuvieron que pasarte por delante de las narices.

El otro no abre la boca. Contrito. Tizón lo conoce de sobra, e interpreta correctamente los hechos. Aun así, no da crédito.

—No me digas que te habías dormido…

El silencio del ayudante se prolonga hasta lo culpable. Otra vez parece un mastín grande, torpe y mudo, esperando con las orejas gachas y el rabo entre las piernas la zurra del amo.

—Oye, Cadalso…

—Dígame.

Lo mira con fijeza, reprimiendo el deseo de partirle el bastón en la cabeza.

—Eres un imbécil.

—Sí, señor comisario.

—Me voy a cagar en tu padre, en tu madre y en las bragas de la Virgen.

—Donde a usted le parezca bien, don Rogelio.

—Cafre. Tonto del culo.

Tizón está furioso, sin querer encajar todavía la derrota. Casi al alcance de la mano, estuvo esta vez. A punto de caramelo. Al menos, se consuela, el asesino no tiene motivos para sospechar que se tratara de una trampa. Pudo ser un encuentro casual con una ronda. Un imprevisto. Nada, en fin, que le impida volver a intentarlo. O en eso confía el comisario. Resignado al fin, mascando todavía el despecho, mira alrededor: los vecinos siguen asomados a portales y ventanas.

—Vamos a ver a la muchacha. Y diles a ésos que se metan dentro. Hay peligro de que…

Lo interrumpe un largo quejido del aire. Raaaas, hace, en dirección a la calle de San Miguel. Como si de pronto alguien rasgara con violencia una tela sobre su cabeza.

Entonces, a cuarenta pasos, estalla la bomba.