13

Más allá del escalón de mármol blanco con el rótulo Café del Correo embutido en letras negras y la puerta abierta de par en par, a un lado de los dos arcos que dan paso al patio interior rodeado de columnas, el comisario Tizón y el profesor Barrull acaban de rematar la segunda partida de ajedrez. Sobre los escaques se apaga lentamente el rumor de las armas: todavía hay un rey en la primera casilla de alfil —el policía jugaba con blancas—, acogotado sin piedad por un caballo y una dama. Unas casillas más lejos, dos peones se miran a los ojos, bloqueándose mutuamente el paso. Tizón lame sus heridas, pero la conversación va por otro sitio. Sobre otro tablero.

—Cayó allí, profesor. Cinco horas después. En la esquina de la calle del Silencio, justo frente al arco de los Guardiamarinas… A treinta pasos en línea recta del patio del castillo, donde había aparecido la muchacha.

Hipólito Barrull escucha atento, limpiándose los lentes con el pañuelo. Están en la mesa acostumbrada, Tizón con el respaldo de la silla apoyado en la pared y las piernas estiradas bajo la mesa. Los dos tienen pocillos de café y vasos de agua entre las piezas comidas.

—Ésa sí cayó —añade el comisario—. Y la de la capilla de la Divina Pastora. Pero la anterior, no. En la calle del Laurel murió una muchacha, y sin embargo ninguna bomba llegó hasta allí, ni antes ni después. Eso lo altera en parte. Lo desbarata.

—No veo por qué —objeta el profesor—. Quizá sólo indica que también el asesino está sujeto a error… Que ni siquiera su método, o como lo llamemos, es perfecto.

—Los lugares, sin embargo…

Se interrumpe Tizón, inseguro. El otro lo mira con atención.

—Hay lugares —añade el policía tras un titubeo—. Lo he notado. Sitios donde las condiciones son otras.

Asiente pensativo Barrull. Tras la matanza del tablero, su rostro equino recobra la expresión cortés. Ya no parece el adversario despiadado que hace cinco minutos zahería a Tizón con groserías e invectivas terribles —malditos sean sus ojos, comisario, le arrancaré el hígado, etcétera— mientras movía piezas con saña homicida.

—Ya veo —dice—. Y no es la primera vez que me lo cuenta… ¿Cuánto tiempo lleva con esa idea en la cabeza?… ¿Semanas?

—Meses. Y cada vez me convenzo más.

Mueve el otro la cabeza, agitando su abundante pelo gris. Después se ajusta los lentes con cuidado.

—Puede pasar como con Ayante —sugiere—. O con el espía al que detuvo… Usted se obsesiona, y eso nubla el juicio. Falsos indicios llevan a conclusiones equivocadas. No es científico… Novelesco, más bien. Tal vez resulte en exceso imaginativo para ser un buen policía.

—Demasiado tarde para cambiar de oficio.

Una sonrisa de Barrull, sesgada y cómplice, acoge el comentario. Después, el profesor señala el tablero. Hay una parte suya que conozco, dice. La despliega aquí. Y dudo que la palabra imaginativo sea la que encaja. Más bien al contrario. Tiene buenas intuiciones jugando al ajedrez. Sabe ver cosas. Realmente no es novelesco, sentado ahí enfrente. No de esos adversarios que se engolfan en jugadas bonitas y estúpidas, poniéndoselo fácil al otro.

—Por eso disfruto jugando con usted —concluye—. Se deja destrozar con método.

Tizón enciende un cigarro, cuyo humo se suma al qué ya flota, espeso, cargando el ambiente del patio bajo la montera acristalada que deja entrar la luz de la tarde e ilumina la balaustrada del piso superior. Después dirige en torno una mirada suspicaz, en busca de oídos indiscretos. Como siempre, buen número de clientes ocupa las mesas, sillones y sillas de madera y mimbre repartidas por el patio. Paco Celis, el dueño, lo vigila todo desde la puerta de la cocina, y camareros con delantales blancos van y vienen con cafeteras, chocolateras y jarras de agua. Sentados junto a una mesa cercana, un clérigo y tres caballeros leen periódicos en silencio. Su proximidad no preocupa al policía: son académicos de la Española que han venido a refugiarse en Cádiz desde Madrid. Los conoce de vista por ser habituales del Correo. El sacerdote, don Joaquín Lorenzo Villanueva, es también diputado en las Cortes por Valencia, activo constitucionalista y, pese a la tonsura, próximo a las ideas liberales. Uno de los otros es don Diego Clemencín: un erudito cincuentón que ahora se gana la vida redactando la Gazeta de la Regencia.

—Hay lugares —insiste Tizón, seguro de sí—. Sitios especiales.

Los ojos inteligentes de Hipólito Barrull lo estudian cautos, entornados los párpados. Empequeñecidos por el cristal de los lentes.

—Lugares, dice.

—Sí.

—Bueno. En realidad no es tan descabellado.

Hay una base científica, explica el profesor. Investigadores ilustres insinuaron alguna vez algo parecido. Lo que pasa es que el estudio del clima y los meteoros es una ciencia en mantillas, comparada con la dióptrica, o la astronomía. Pero resulta indiscutible que hay fenómenos atmosféricos específicos de lugares concretos. El calor del sol, por ejemplo, actúa sobre la superficie de la tierra y el aire que la rodea, y esas variaciones de temperatura pueden incidir sobre muchas cosas, incluida la formación de tormentas en puntos determinados.

—El de las tormentas me parece un buen símil —añade—. Una serie de condiciones de temperatura, vientos, presión atmosférica, se concitan para crear una situación exacta en un momento concreto. Eso da lugar a la lluvia, al rayo…

Al enumerar, Barrull ha ido poniendo un dedo —uña sucia de nicotina— sobre distintas casillas del tablero que tiene delante. Rogelio Tizón, que escucha muy atento, separa la espalda de la pared. Mira alrededor, a la gente que llena el café. Después baja la voz.

—¿Me está diciendo que también pueden dar lugar a que alguien asesine, o a que caiga una bomba?… ¿O las dos cosas a la vez?

—Yo no estoy diciendo nada. Pero podría ser. Todo cuanto no puede ser probado en contra es posible. La ciencia moderna sorprende a diario con nuevos hallazgos. No sabemos dónde están los límites.

Enarca las cejas, eludiendo responsabilidades personales. Después acerca una mano al humo que asciende en línea recta desde la brasa del cigarro que Tizón sostiene entre los dedos, hace un movimiento para aventarlo y espera a que las volutas y espirales se conviertan de nuevo en línea recta. El viento, por ejemplo, añade. Aire en movimiento. El comisario habló de él, o de sus variaciones en puntos concretos de la ciudad. Estudios recientes sobre vientos y brisas permiten sospechar, por ejemplo, que la brisa diurna da un giro completo en el sentido de las agujas de un reloj, en el hemisferio norte, y en sentido contrario para el sur. Eso permitiría establecer una relación constante entre brisas, lugares concretos, presiones atmosféricas e intensidad de vientos. Combinación de causas constantes y periódicas con otras momentáneas, sin periodicidad conocida y con carácter local. A tales circunstancias acumuladas, tales resultados. ¿Se hace Tizón cargo de lo que dice?

—Lo intento —responde el policía.

Barrull saca la caja de rapé de un bolsillo de su casaca pasada de moda y juguetea con ella, sin abrirla.

—Ajustándonos a su hipótesis, nada sería imposible en una ciudad como ésta. Cádiz es un barco situado en medio del mar y los vientos. Hasta las calles y las casas se construyen para enfrentarlos, canalizarlos y combatirlos. Usted habló de vientos, sonidos… Hasta olores, dijo… Todo eso está en el aire. En la atmósfera.

El policía mira de nuevo las piezas comidas a ambos lados del tablero. Al cabo, pensativo, coge el rey blanco y lo coloca entre ellas.

—Tendría gracia que, al final, siete asesinatos de mujeres jóvenes fuesen consecuencia de una situación atmosférica…

—¿Por qué no? Está probado que determinados vientos, en función de su sequedad y temperatura, actúan directamente sobre los humores, activando el temperamento. La locura o el crimen son más frecuentes en lugares sometidos a su fuerza constante, o periódica… Es poco lo que sabemos sobre los abismos más oscuros del ser humano.

El profesor ha abierto al fin la tabaquera, aspira una pulgarada de rapé y estornuda discretamente, con placer.

—Todo esto es muy vago, por supuesto —añade mientras se sacude la pechera del chaleco—. No soy un científico, Pero cualquier ley general de la Naturaleza es aplicable a situaciones mínimas… Lo que vale para un continente o un océano podría valer para una calle de Cádiz.

Ahora es Tizón quien pone un dedo sobre un escaque del tablero: allí donde estaba el rey vencido.

—Imaginemos entonces —propone— que hay lugares concretos, puntos geográficos donde los períodos de los fenómenos físicos guardan relación entre sí, o se combinan de forma distinta a como lo hacen en otros lugares…

Deja las últimas palabras en el aire, invitando a Barrull a completar la idea. Este, que otra vez da vueltas entre los dedos a la cajita de rapé, mueve el rostro a un lado, mirando a la gente del patio. Reflexivo. Un camarero se acerca, solícito, creyendo que lo requieren; pero Tizón lo aleja con una mirada.

—Bueno —responde Barrull tras considerarlo un poco más—. No seríamos los primeros en pensar eso. Hace casi dos siglos, Descartes entendía el mundo como un plenum: un conjunto estable, hecho o lleno de una materia sutil, en cuyo interior hay pequeños huecos, o remolinos. Como las celdillas de un panal irregular en torno a las que gira la materia.

—Repita eso, don Hipólito. Despacio.

El otro guarda la tabaquera. Se ha vuelto a mirar al policía. Después baja de nuevo la vista al tablero de ajedrez.

—No es mucho más lo que puedo decirle. Se trata de lugares donde las condiciones físicas son distintas al resto. Vórtices, llamó a esos puntos.

—¿Vórtices?

—Eso es. Comparados con la inmensidad del universo, se trataría de lugares minúsculos donde ocurren cosas… O no ocurren. O se producen de manera diferente.

Una pausa. Parece que Barrull reflexionara sobre sus propias palabras, hallando perspectivas inesperadas en ellas. Al fin contrae los labios en una sonrisa pensativa, mostrando los dientes largos y caballunos.

—Lugares distintos, que influyen en el mundo —concluye—. En las personas, en las cosas, en el movimiento de los planetas…

Lo deja ahí, como si no se atreviese a más. Tizón, que chupaba el cigarro, se lo quita de la boca.

—¿En la vida y en la muerte?… ¿En la trayectoria de una bomba?

Ahora el profesor lo mira preocupado, con el aspecto de quien ha ido demasiado lejos. O teme haber ido.

—Oiga, comisario. No se haga demasiadas ilusiones conmigo. Lo que necesita es un hombre de ciencia… Yo sólo soy alguien que lee. Un curioso familiarizado con un par de cosas. Hablo de memoria y con errores, seguramente. No faltará en Cádiz quien…

—Responda a mi pregunta, por favor.

Aquel por favor parece sorprender al otro. Quizá sea la primera vez que oye esa palabra en boca de Rogelio Tizón. Tampoco éste recuerda haberla pronunciado con sinceridad desde hace años. Puede que nunca.

—No es un disparate —dice el profesor—. Descartes sostenía que el universo está formado por un conjunto continuo de vórtices bajo cuya influencia se mueven los objetos que se encuentran en él… Newton rebatió luego esa concepción de las cosas con su idea de las fuerzas que actúan a distancia, a través de un vacío; pero no pudo desmontarla por completo, quizá porque era demasiado buen científico para creer ciegamente en su propia teoría… Al fin, el matemático Euler, tratando de explicar movimientos de planetas según la física de Newton, rehabilitó parcialmente a Descartes en ese terreno, argumentando a favor de los viejos vórtices cartesianos… ¿Me sigue?

—Sí. Con cierta dificultad.

—Usted lee el francés, ¿verdad?

—Me defiendo.

—Hay un libro que puedo prestarle: Lettres a une Princesse d’Allemagne sur divers sujets de Physique et de Philosophie. Son las cartas de Euler a la sobrina de Federico el Grande de Prusia, que era aficionada al asunto. Ahí detalla, de forma bastante asequible para gente como nosotros, la idea de esos vórtices o remolinos de los que le hablo… ¿Le apetece otra partida, comisario?

A Tizón le cuesta un momento establecer de qué partida habla su interlocutor, hasta que se da cuenta de que éste señala el tablero.

—No, gracias. Ya me ha descuartizado bastante por hoy.

—Como quiera.

Mira el policía la línea recta de humo que asciende de su cigarro. Al cabo agita levemente los dedos, y ésta se convierte en suaves espirales. Rectas, curvas y parábolas, piensa. Tirabuzones de aire, de humo y de plomo, con Cádiz como tablero.

—Lugares especiales donde ocurren cosas, o no ocurren —dice en voz alta.

—Eso es —Barrull, que está guardando las piezas de ajedrez, se detiene brevemente a mirarlo—. Y que actúan sobre el entorno.

Un silencio. Sonido del boj y el ébano al reunirse dentro de la caja. Rumor de conversaciones en torno, con el entrechocar de las bolas de marfil que llega desde la sala de billar.

—De todas formas, comisario, no le aconsejo tomarlo al pie de la letra… Una cosa son las teorías y otra la realidad exacta de las cosas. Como le digo, hasta los hombres de ciencia dudan de sus propias conclusiones.

Vuelve Tizón a estirar las piernas bajo la mesa. Echándose de nuevo hacia atrás, apoya el respaldo de la silla en la pared.

—Aunque fuera así —reflexiona en voz alta—, es sólo la mitad del problema. Quedaría por establecer cómo un asesino puede conocer esos puntos o vórtices de la atmósfera terrestre, adivinar sus condiciones y actuar con arreglo a ellas, anticipándose al resultado de lo que allí pueda ocurrir… Rellenando ese hueco con su propia materia.

—¿Me está preguntando si un asesinato o la caída de una bomba pueden considerarse fenómenos físicos de compensación, tan naturales como la lluvia, o un tornado?

—O la puerca condición humana.

—Por Dios.

—Usted mismo dice a veces que la Naturaleza tiene aversión al vacío.

El profesor, que ha terminado de guardar las piezas y cierra la tapa de la caja, observa a Tizón casi con sorpresa. Después hace ademán de abanicarse con un sombrero.

—Buf. No es bueno que ignorantes como nosotros se metan en estos jardines, amigo mío… Nos internamos demasiado en lo imaginario, me temo, volviendo a lo novelesco. Esto ya roza el disparate.

—Hay una base real.

—Tampoco eso está claro. Que la base sea real. La imaginación, espoleada por la necesidad, la angustia o lo que sea, puede gastarnos bromas pesadas. Usted sabe de eso.

Tizón da un golpe sobre la mesa. No muy fuerte, pero basta para que tiemblen tazas, vasos y cucharillas. Desde la mesa más cercana, los académicos levantan la vista de sus periódicos para dirigirle ojeadas de reprobación.

—Yo he estado en esos vórtices, profesor. Los he sentido. Hay puntos donde… No sé… Lugares concretos de la ciudad donde todo cambia de forma casi imperceptible: la calidad del aire, el sonido, el olor…

—¿También la temperatura?

—No sabría decirle.

—Habría que organizar entonces una expedición científica en regla, provistos de lo necesario. Barómetros, termómetros… Ya sabe. Como para medir el grado del meridiano.

Lo ha dicho sonriendo, en broma. O eso parece. Tizón lo estudia muy serio, sin decir nada. Interrogativo.

Los dos hombres se sostienen un momento la mirada y al cabo el profesor se ajusta mejor los lentes y ensancha la sonrisa cómplice.

—Absurdos cazadores de vórtices… ¿Por qué no?

Declina la luz en la casa de la calle del Baluarte. Es la hora en que la bahía se cubre de una claridad dorada y melancólica, color caramelo, mientras los gorriones van a dormir bajo las torres vigía de la ciudad y las gaviotas se alejan volando hacia las playas de Chiclana. Cuando Lolita Palma sale del despacho, sube la escalera y camina por la galería acristalada del primer piso, esa última luz se desvanece ya en el rectángulo de cielo, sobre el patio, dejando abajo las primeras sombras junto al brocal de mármol del aljibe, entre los arcos y los macetones con helechos y flores. Lolita ha trabajado toda la tarde con el encargado Molina y un escribiente, intentando salvar lo posible de un negocio torcido: 1.100 fanegas llegadas de Baltimore como harina pura de trigo, cuando en realidad venía mezclada con harina de maíz. Pasó la mañana comprobando las muestras —sometida al ácido nítrico y al carbonato de potasa, la presencia de copos amarillos delató la mezcla adulterada— y el resto del día escribiendo cartas a los corresponsales, a los bancos y al agente norteamericano relacionados con el asunto. Muy desagradable, todo. Con pérdida económica, por una parte, y con la consiguiente merma del crédito de Palma e Hijos de cara a los destinatarios de la harina; que ahora deberán esperar la llegada de un nuevo cargamento, o conformarse con lo que hay.

Al pasar ante la puerta de la sala de estar, advierte la brasa de un cigarro y una sombra sentada en el diván turco, recortada en la última claridad que entra por los dos balcones que dan a la calle.

—¿Todavía estás aquí?

—Tenía ganas de fumarme tranquilo un puro. Ya sabes que tu madre no soporta el humo.

El primo Toño está inmóvil. La escasa luz poniente apenas permite adivinar su frac oscuro. Sólo la mancha clara del chaleco y la corbata destacan en la penumbra, bajo la punta rojiza del cigarro. Cerca, el carbón incandescente de un pequeño brasero que huele a alhucema calienta la estancia y dibuja, puestos sobre una silla, los contornos de un gabán, un sombrero de copa alta y un bastón.

—Podías haber dicho que te encendieran la chimenea.

—No vale la pena. Me voy enseguida… Mari Paz trajo el brasero.

—¿Te quedas a cenar?

—No, de verdad. Gracias. Ya te digo que termino este puro y me voy.

Se mueve ligeramente al hablar. Los cristales de sus gafas reflejan el resplandor del brasero, y hay otro reflejo en el cristal de la copa que sostiene en una mano. El primo Toño ha pasado media tarde en la alcoba de la madre de Lolita, como cada vez que doña Manuela Ugarte no está de humor para levantarse de la cama. En tales casos, después de pasar un rato de tertulia con la prima, acompaña a su tía dándole conversación, jugando con ella a las cartas o leyéndole algo.

—He visto muy bien a tu madre. Hasta estuvo a pique de reírse con un par de chistes… También le he leído veinticinco páginas de Juanita, o la naturaleza generosa. Un novelón, prima. Casi lloro.

Lolita Palma se ha recogido la falda para sentarse en el diván, a su lado. El primo se aparta un poco, dejándole espacio. Hasta ella llega su olor a tabaco y coñac.

—Siento haberme perdido eso. Mi madre riendo y tú llorando… Como para sacaros en el Diario Mercantil.

—Oye, en serio. Lo juro por la bota de Pedro Ximénez de la taberna que hay frente a mi casa. Que no vuelva a verla si miento.

—¿A mi madre?

—La bota.

Lolita se echa a reír. Después le golpea suavemente un brazo, casi a tientas.

—Eres un tonto borrachín.

—Y tú una bruja guapa… Desde pequeña lo eras.

—¿Guapa?… No digas tonterías.

—No. Bruja, digo… Bruja piruja.

Ríe el primo Toño, agitando la punta roja del cigarro. Los Palma son su única familia. La visita diaria es costumbre que conserva de cuando venía cada tarde acompañando a su madre. Fallecida aquélla hace tiempo, el hijo sigue acudiendo solo. Entra y sale como en su propia casa: tres plantas en la calle de la Verónica, donde vive asistido por un criado. Por lo demás, sus rentas de La Habana llegan con regularidad. Eso le permite mantener su indolente rutina: en cama hasta las doce, barbero a las doce y media, almuerzo en el comedor de arriba del café de Apolo, periódicos y siesta en un sillón de la planta baja, visita a la casa de los Palma a media tarde, cena ligera y tertulia nocturna en el café de las Cadenas, rematada con un poquito de baraja y tapete de vez en cuando. Las trece horas diarias que duerme a pierna suelta diluyen, con poco rastro visible, las dos botellas de manzanilla y licores varios que trasiega a diario: no tiene una cana en el pelo, que ya escasea; la curva que oprimen los botones de sus chalecos de doble ojal es evidente, pero no exagerada, y su inalterable buen humor mantiene a raya los estragos de un hígado que, sospecha Lolita, tiene ya el tamaño y textura de dos libras de paté francés al oporto. Pero al primo Toño eso lo trae sin cuidado. Como dice cuando ella le tira cariñosamente de las orejas, más vale acabar de pie, con una copa en la mano, riéndote rodeado de amigos, que envejecer aburrido, mustio y de rodillas. Y ahora ponme otra copita, niña. Si no es molestia.

—¿En qué pensabas, primo?

Un silencio repentinamente serio. La brasa del cigarro se reaviva dos veces, en la penumbra.

—Recordaba cosas.

—¿Por ejemplo…?

De nuevo tarda el otro en responder.

—Nosotros, aquí —dice al fin—. De pequeños. Correteando entre estos muebles. Tú jugando arriba, en la terraza… Subiendo a la torre con un catalejo que nunca me dejabas, aunque yo era mucho mayor. O quizá por eso. Con tus trenzas y tus maneras de ratita sabia.

Asiente despacio Lolita Palma, consciente de que su primo no puede verla. Aquellos niños están demasiado lejos, piensa. Ella, él, los otros. Quedaron atrás vagando por paraísos imposibles, prohibidos a la lucidez y el paso de los años. Como esa niña que, desde la torre vigía de la casa, veía pasar barcos de velas blancas.

—¿Me acompañas pasado mañana al teatro? —dice, deliberadamente frívola—. Con Curra Vilches y su marido. Representan Lo cierto por lo dudoso; y de sainete, uno del soldado Poenco.

—Lo he leído en El Conciso. Aquí estaré a buscarte, de punta en blanco.

—Desalíñate un poco menos, si puedes.

—¿Te avergüenzas de mí?

—No. Pero si te haces cepillar y planchar la ropa, estarás mucho más presentable.

—Hieres mi vanidad, prima… ¿Acaso no te gustan mis bonitos chalecos a la última, hechos en la tienda del Bordador de Madrid?

—Me gustan más sin ceniza de cigarro por encima.

—Ole. Arpía.

—Grandullón patoso.

La sala de estar se encuentra casi a oscuras, excepto la punta del cigarro y el resplandor del brasero. Los rectángulos de cristal de los dos balcones destacan en la negrura con una leve fosforescencia violeta. Lolita oye cómo el primo se sirve más coñac de un frasco que debe de tener cerca, al alcance de la mano. Durante un momento ambos permanecen callados, aguardando el establecimiento definitivo de las tinieblas. Al fin ella se levanta del diván, busca a tientas una cajita de mixtos Lucifer y el quinqué de petróleo que está sobre la cómoda, levanta el tubo de vidrio y enciende la mecha. Eso ilumina los cuadros en las paredes, los muebles de caoba oscura, las urnas con flores artificiales.

—No pongas mucha luz —dice el primo Toño—. Se está bien así.

Lolita baja la mecha hasta que la llama queda reducida al mínimo y sólo un débil resplandor rojizo perfila los contornos de muebles y objetos. El primo sigue fumando inmóvil en el diván, con la copa en la mano y las facciones en la sombra.

—Pensaba hace un rato —dice él— en aquellas tardes de visita con mi madre, la tuya y todas nuestras viejas tías primeras y segundas, primas lejanas y demás familia, vestidas de negro, tomando chocolate aquí mismo, o abajo en el patio… ¿Te acuerdas?

Asiente de nuevo Lolita, que vuelve al diván.

—Claro. Se ha despoblado mucho el paisaje, desde entonces.

—¿Y nuestros veranos en Chiclana?… Subiendo a los árboles a coger fruta y jugando en el jardín a la luz de la luna. Con Cari, y Francisco de Paula… Yo envidiaba los juguetes maravillosos que os regalaba tu padre. Una vez quise robaros un Mambrú, pero me pillaron.

—Recuerdo eso. La azotaina que te dieron.

—Me moría de vergüenza, y tardé mucho en miraros a los ojos —una larga pausa, pensativa—. Allí terminó mi vida criminal.

Se queda callado. Un silencio extraño, repentinamente hosco. Impropio de su talante. Lolita Palma le coge una mano, que el primo abandona inerte, sin responder a su presión afectuosa. La mano está fría, comprueba ella, sorprendida. Al cabo, con un movimiento casual, él la retira.

—Tú nunca fuiste de casitas, ni de muñecas… Preferías los sables de hojalata, los soldados de plomo y los barcos de madera de tu hermano…

Esta vez la pausa es muy larga. Excesiva. Lolita adivina lo que su primo va a decir después; y éste intuye, sin duda, que ella lo adivina.

—Me acuerdo mucho de Paquito —murmura él, por fin.

—Yo también.

—Supongo que su muerte cambió tu vida. A veces me pregunto qué harías ahora si…

La brasa del cigarro se extingue mientras el primo aplasta la colilla en el cenicero, minuciosamente.

—Bueno —concluye, en tono distinto—. La verdad es que no te imagino casada, como Cari.

Sonríe Lolita en la penumbra, para sí misma.

—Ella es otra cosa —apunta con suavidad.

Conviene el primo Toño en ello. La risa es seca, entre dientes. No la suya habitual, desinhibida y franca. Nos vamos quedando solos, comenta. Tú y yo. Igual que Cádiz. Luego se queda un momento callado.

—¿Cómo se llamaba aquel muchacho?… ¿Manfredi?

—Sí. Miguel Manfredi.

—También eso cambió tu vida.

—Nunca se sabe, primo.

Ahora él ríe fuerte, recobrando el buen humor de siempre.

—El caso es que aquí estamos tú y yo: el última Cardenal y la última de los Palma… Un solterón sin remedio, y una que se queda para vestir santos. Lo mismo que Cádiz, ya te digo.

—¿Cómo puedes ser tan zafio y tan grosero?

—Con práctica, niña. Con años, bálsamo de viña y mucha práctica.

Lolita sabe bien que lo de solterón no siempre estuvo claro en el primo Toño. Durante mucho tiempo, en su juventud, amó a una gaditana llamada Consuelo Carvajal: mujer hermosa, muy solicitada, altiva hasta el desprecio. Por ese amor bebía el primo los vientos, plegándose a todo capricho. Pero ella no tenía buen fondo; adoraba interpretar el personaje de belle dame sans merci a expensas de Toño Cardenal. Durante mucho tiempo, sin desairar del todo sus esperanzas, se dejó querer. Presumía, como quien presume de un criado diligente, de la devoción de aquel tipo larguirucho y divertido sobre el que reinaba como una emperatriz, sometiéndolo a toda clase de humillaciones sociales a las que él se plegaba con su inalterable buen humor y una lealtad generosa y perruna. Siguió amándola incluso cuando, llegado el momento, ella se casó con otro.

—¿Por qué no te fuiste a América?… Después de la boda de Consuelo, estuviste a punto.

El primo Toño permanece callado e inmóvil en el escueto resplandor del quinqué. Lolita es la única persona con la que menciona, a veces, el nombre de la mujer que le secó la vida. Siempre sin rencor, ni despecho. Apenas la melancolía de un perdedor resignado a su suerte.

—Me daba pereza —murmura al fin—. Eso es muy propio de mí.

Las últimas palabras las pronuncia en tono diferente, más ligero y despreocupado, y las acompaña con el sonido de otro chorro de coñac en la copa. Además, añade animándose, necesito esta ciudad. Hasta con los franceses enfrente se vive dentro de un embudo de calma. Las calles rectas y limpias tiradas a escuadra, perpendiculares u oblicuas a otras, como si quisieran esconderse en sus ángulos muertos. Y ese recogimiento estrecho, casi triste, que al doblar una esquina desemboca de pronto en la bulla y la vida.

—¿Sabes —concluye— lo que más me gusta de Cádiz?

—Claro. El licor de los cafés y el vino de las tiendas de montañeses.

—Eso también. Pero lo que me gusta de verdad es el olor a bodega de bergantín que tienen las calles: a salazones, a canela y a café… Olor de nuestra infancia, prima. De nuestras nostalgias… Y sobre todo, me gustan esos chaflanes de calles con un cartel donde hay pintado un barco sobre el mar verde o azul; y encima, el rótulo más bonito del mundo: Almacén de ultramarinos y coloniales.

—Eres un poeta, primo —ríe Lolita—. Siempre lo dije.

La expedición urbana es un fracaso. Rogelio Tizón e Hipólito Barrull han pasado el día recorriendo Cádiz, en un intento por comprender el trazado de ese otro mapa de la ciudad, escondido e inquietante, que imagina el comisario. Salieron temprano, acompañados por el ayudante Cadalso, que cargaba con el equipo aconsejado por el profesor: un barómetro Spencer de tamaño razonable, un termómetro Megnié, un plano detallado de la ciudad y una pequeña aguja magnética portátil. Empezaron por las cercanías de la Puerta de Tierra, donde hace más de un año apareció asesinada la primera muchacha. Fueron luego en calesa hasta la venta del Cojo y regresaron a la ciudad, plano en mano y atentos a cada indicio, siguiendo rigurosamente el resto del recorrido: calles de Amoladores, del Viento, del Laurel, del Pasquín, del Silencio. Y en cada sitio, el procedimiento fue idéntico: situación en el plano, referencias respecto a los puntos cardinales y a la posición de la batería francesa de la Cabezuela, estudio de los edificios próximos, de los ángulos de incidencia de los vientos y de cualquier otro detalle útil o significativo. Tizón ha traído consigo, incluso, los registros meteorológicos de la Real Armada correspondientes a los días en que fueron asesinadas las muchachas. Y mientras el comisario se paseaba de un lado a otro, concentrado como un sabueso que ventease una caza difícil, con los ojos leales de Cadalso siguiéndolo de lejos y pendiente de sus órdenes, Barrull ha comparado esos datos con la temperatura y la presión atmosférica actuales, considerando posibles variaciones significativas de un lugar a otro. Los resultados son decepcionantes: excepto que en todos los casos soplaba viento moderado de levante y la presión era relativamente baja, no hay patrón común, o es imposible establecerlo; y en los lugares visitados no se advierte anomalía alguna. Sólo en dos sitios la aguja magnética mostró desviaciones notables; pero en un caso, la calle de Amoladores, éstas pueden deberse a la cercanía de un almacén de hierro viejo. Por lo demás, la exploración no aporta nada relevante. Si existen puntos donde las condiciones son distintas, no hay indicios visibles de éstos. Imposible localizarlos.

—Me temo que sus percepciones son demasiado personales, comisario.

—¿Supone que me lo invento?

—No. Digo que, con los pobres medios de que disponemos, sus sospechas no encuentran confirmación física.

Han despedido a Cadalso, cargado con los instrumentos, y hacen el magro balance de la jornada mientras caminan a lo largo de la tapia de los Descalzos, en busca de la plaza de San Antonio y de una tortilla en el colmado del Veedor. En ese tramo de la calle se cruzan con poca gente: un vendedor callejero de habanos de contrabando —que se aparta, rápido y prudente, al reconocer a Tizón— y un ebanista de caoba que trabaja en la puerta de su taller. La tarde todavía es seca, soleada, y la temperatura agradable. Hipólito Barrull lleva sombrero de dos picos, ladeado y puesto hacia atrás, y una capa negra sobre los hombros, abierta la anticuada casaca y los pulgares en los bolsillos del chaleco. A su lado, con humor de mil diablos, Tizón balancea el bastón mirando el suelo ante sus botas.

—Haría falta —prosigue Barrull— poder comparar las condiciones de cada lugar en el momento exacto de los asesinatos y la caída de las bombas… Ver si hay constantes, más allá del indicio poco revelador del viento de levante y el barómetro bajo, y establecer líneas que uniesen esos lugares según presión, temperatura, dirección e intensidad del viento, horarios y cuantos factores adicionales se nos ocurrieran… El mapa que usted busca es imposible para la ciencia actual. Y mucho menos con nuestros humildes medios.

Rogelio Tizón no se rinde. Aunque abrumado por la evidencia, se aferra a su idea. El percibió esas sensaciones, insiste. Los cambios sutiles en la cualidad del aire, la temperatura. Hasta el olor era distinto. Parecía estar dentro de una estrecha campana de cristal donde se hiciera el vacío.

—Pues hoy no ha sentido nada de eso, comisario. Lo he visto rastrear todo el día en vano, blasfemando por lo bajini.

—Quizá no era el momento —admite Tizón, hosco—. Puede tratarse de algo temporal, sujeto a determinadas circunstancias… Que se dé sólo en momentos propicios a cada crimen y cada caída de una bomba.

—Admito cualquier posibilidad. Pero reconozca que, desde un punto de vista serio, científico, lo pone muy difícil —Barrull se aparta a un lado, cediendo el paso a una mujer que lleva a un niño de la mano—… ¿Leyó el libro que le presté, el de las cartas de Euler?

—Sí. Pero adelanté poco. Aunque no lo lamento. Podría meterme en otro callejón sin salida, como con su traducción de Ayante.

—Tal vez sea ése el problema… Un exceso de teoría lleva a un exceso de imaginación. Y viceversa. Lo más que podemos establecer es que hay lugares en esta ciudad donde quizá se den condiciones similares de temperatura, viento y demás. O de ausencia de ellas… Y esos lugares pueden ejercer una especie de magnetismo o atracción a distancia de carácter doble: atraen bombas que estallan y la acción de un asesino.

—Pues no es poco —argumenta Tizón.

—Pero no tenemos ni una sola prueba. Tampoco nada que relacione muertos y bombas.

Sacude el policía la cabeza, irreductible.

—No es azar, don Hipólito.

—Ya. Pero demuéstrelo.

Se han parado cerca del convento, en la plazuela que se ensancha desde la calle de la Compañía. Las tiendas y los puestos de flores aún están abiertos. La gente desocupada pasea entre las bocacalles del Vestuario y de la Carne, o se congrega en torno a los cuatro toneles que, a modo de mesas, hay en la esquina de la taberna de Andalucía. Revolcándose por el suelo frente a la cuchillería de Serafín, media docena de pilletes de rodillas sucias, armados con espadas de madera y caña, juegan a españoles y franceses. Sin piedad para los prisioneros.

—No hacen falta libros, ni teorías, ni imaginación —insiste Rogelio Tizón—. Llámelos vórtices, puntos extraños o como quiera. Lo cierto es que están ahí… O estaban. Yo mismo los percibí. De una forma casi ajedrecística, como le digo… Igual que cuando, en momentos determinados, apenas toca usted una pieza, antes de moverla y de saber qué pretende, intuyo la certeza del desastre.

Encoge los hombros Barrull, más prudente que escéptico.

—Hoy falla su percepción, como hemos visto. El sentiment du fer, que dicen los esgrimistas.

—Es cierto. Pero sé que tengo razón.

Tras la breve parada, Barrull echa a andar de nuevo. Después de unos pasos se detiene, en espera de que Tizón se reúna con él. Camina despacio el policía con el ceño fruncido, mirando el suelo como antes. Conoció momentos más optimistas en su vida. Menos atormentados. El profesor aguarda a que llegue a su altura antes de hablar de nuevo.

—De todos modos, puestos a imaginar… ¿Ha pensado que tal vez advierte esas sensaciones porque tiene cierta afinidad sensible con el asesino?

Lo mira Tizón, suspicaz. Tres segundos. No me fastidie, profesor, murmura luego. A estas horas de la tarde. Pero el otro no se da por vencido. Puede que exista una sintonía, insiste. La facilidad de percibir esas variaciones puntuales que el comisario anda buscando. Después de todo, hay personas que, por una sensibilidad especial, tienen sueños premonitorios o visiones parciales del futuro. Por no hablar de los animales, que presienten terremotos o catástrofes antes de que se produzcan. El ser humano posee también esa intuición, supone el profesor. Parcial, quizás. Atrofiada por los siglos. Pero siempre hay individuos excepcionales. El asesino tendría, por tanto, una poderosa capacidad de presentir. Al principio acudiría atraído por las mismas fuerzas o condiciones que hacían caer allí las bombas. Después se le fueron afinando los sentidos con la práctica, hasta ser capaz de antecederlas.

—Una persona excepcional, como dije antes —termina Barrull.

Resopla Tizón, exasperado.

—Un excepcional canalla, querrá decir.

—Puede. Quizá de esos que, parafraseando a D’Alembert, clasificaríamos como entes oscuros y metafísicos, diestros en extender las tinieblas sobre una ciencia de por sí clara… Pero déjeme decirle una cosa, comisario: nada impide que también usted pueda serlo, pues comparte ciertas intuiciones con el asesino. Eso lo situaría, paradójicamente, en el mismo plano sensible que ese monstruo… Más cerca de comprender sus impulsos que el resto de sus conciudadanos.

Han doblado una esquina y suben despacio por la cuesta de la Murga, bajo las rejas verdes y las celosías de los balcones. Con un guiño inquisitivo, Barrull se ha vuelto a comprobar el efecto de sus últimas palabras en el comisario.

—Preocupante, ¿no le parece?

Tizón no responde. Está recordando a la joven prostituta de Santa María tendida boca abajo, desnuda. Indefensa. A él mismo de pie junto a ella, deslizando la contera de su bastón por la piel blanca. El foso de horror que por un instante intuyó en sí mismo.

—Quizá eso explique su obsesión, más allá de lo profesional —continúa el profesor—. Usted sabe lo que busca. Su instinto le dice cómo reconocerlo… Quizá la ciencia es un estorbo, en este caso. Tal vez sea sólo cuestión de tiempo y de suerte. ¿Quién sabe?… Igual un día se cruza con el asesino y sabe que es él.

—¿Reconociéndolo como hermano de sentimientos?

La voz del comisario suena ronca. Peligrosa. Él mismo se da cuenta de ello, y observa que la expresión de su interlocutor se altera un poco.

—Demonios, no quise insinuar eso —se apresura a decir Barrull—. Lamentaría mucho ofenderlo. Pero es verdad que ninguno de nosotros sabe los rincones oscuros que lleva dentro… Ni lo tenues que son ciertas fronteras.

Se queda callado unos cuantos pasos. Después habla de nuevo:

—Digamos que, en mi opinión, esta partida sólo puede jugarla sobre su propio tablero. Ahí, ni la ciencia moderna puede socorrerlo… Quizá usted y ese criminal vean esta ciudad de forma distinta a como la vemos otros.

La risa lúgubre del policía sugiere cualquier cosa menos simpatía. En realidad, advierte al instante, ríe de su propia sombra. Del retrato que, casual o deliberadamente, empieza a trazar su interlocutor.

—Rincones oscuros, dice.

—Sí. Eso dije. Suyos, míos… De cualquiera.

De pronto, Tizón siente deseos de justificarse. Deseos urgentes.

—Yo tuve una hija, profesor.

Se ha detenido en seco, tras golpear impaciente el suelo con el bastón. Nota una cólera sorda, interior, estremecerlo hasta la raíz del cabello. Una sacudida de odio y desconcierto. Su comentario ha alterado la expresión de Barrull, que lo mira con sorpresa.

—Lo sé —murmura el profesor, repentinamente incómodo—. Una desgracia, sí… Eso supe.

—Murió siendo una niña. Y cuando veo a las muchachas…

Casi se sobresalta el otro al oír aquello.

—No quiero que me hable de eso —lo interrumpe, alzando una mano—. Se lo prohíbo.

Ahora es Tizón el sorprendido, pero no dice nada. Se queda frente a Barrull, en demanda de una explicación. Este hace ademán de seguir camino adelante, pero no se mueve.

—Valoro demasiado su amistad —aclara al fin, con desgana—. Aunque esa palabra, tratándose de usted, es relativa… Digamos que aprecio mucho su compañía. ¿Lo dejamos en eso?

—Como quiera.

—Usted, comisario, es de los que nunca perdonan a otros las propias debilidades… No creo que confiarse demasiado a mí, bajo la presión de lo que está ocurriendo, lo dejara satisfecho a largo plazo. Me refiero a su vida… Vaya. A los aspectos familiares.

Dicho aquello, y no sin visible esfuerzo, Barrull se queda un momento pensativo, cual si reflexionara sobre sus argumentos.

—No quiero perder a mi mejor adversario de ajedrez.

—Tiene razón —conviene Tizón.

—Claro que la tengo. Como casi siempre. Y además de razón tengo hambre… Así que invíteme a esa tortilla con algo que la remoje. Hoy me lo he ganado de sobra.

Barrull echa a andar, pero Tizón no lo sigue. Se ha quedado inmóvil mirando hacia arriba, junto al edificio que hace esquina con la calle de San Miguel. En una hornacina situada en alto, un arcángel atropella a un diablo, espada en mano.

—Aquí, profesor… ¿No advierte nada?

Lo observa el otro, asombrado. Después, siguiendo la dirección de la mirada del policía, alza la vista para fijarla en la estatua.

—No —responde.

Ha hablado con extrema cautela. El comisario sigue mirando hacia arriba.

—¿Seguro?

—Por completo.

El asunto, se pregunta Rogelio Tizón de pronto lúcido, es si lo que siente en este momento era anterior al hecho de fijarse en el arcángel, o si la visión de éste suscita en él la sensación, siniestra y conocida, que ha estado buscando toda la mañana. La certeza de penetrar, por un corto instante, en el espacio sutil donde la cualidad del aire, los sonidos y el olor —el policía advierte con nitidez su ausencia absoluta— se alteran brevemente, diluyéndose en el vacío hasta desaparecer por completo.

—¿Qué ocurre, comisario?

Incluso la voz de Barrull llega al principio lejana, distorsionada por una inmensa distancia. Ocurre que acabo de pasar por uno de sus malditos vórtices, profesor, está tentado de responder Tizón. O como se llamen. En lugar de eso, señala con un gesto del mentón la estatua de San Miguel y luego mira alrededor, la esquina de la calle y los edificios próximos, mientras procura fijar aquel espacio en su razón al tiempo que en sus sentidos.

—No me tome el pelo —dice Barrull, cayendo en la cuenta.

La expresión, medio festiva, se le tuerce en la boca cuando encuentra los ojos helados del policía.

—¿Aquí?

Sin aguardar respuesta, se acerca a Tizón, y muy próximo a él mira en la misma dirección, primero hacia arriba y después alrededor. Al cabo, desalentado, mueve la cabeza.

—Es inútil, comisario. Me temo que sólo usted…

Se calla y mira de nuevo.

—Lástima que hayamos mandado de vuelta a su ayudante con los instrumentos —se lamenta—. Sería oportuno…

Tizón hace un ademán para que se calle. Sigue inmóvil, mirando hacia arriba. La percepción fue breve; ya no siente nada. De nuevo una estatua de San Miguel en su hornacina y la cuesta de la Murga a las seis de la tarde, un día cualquiera. Sin embargo, estaba allí. Sin duda. Por un instante ha cruzado el umbral del extraño y familiar vacío.

—Quizá me esté volviendo loco —dice al fin.

Siente en él la mirada inquieta del profesor.

—No diga tonterías, hombre.

—En cierto modo, lo ha expuesto antes con otras palabras… Como ese que mata.

Desde hace un momento, Tizón camina muy despacio, en círculo, sin dejar de observar cada detalle a su alrededor. Tanteando el suelo con su bastón como lo haría un ciego.

—Usted dijo algo una vez…

Se calla, recordando lo que el profesor dijo. No le gustaría verse ahora en un espejo, piensa advirtiendo la expresión con que Barrull lo mira. Y sin embargo, hay cosas que de pronto parecen perfectamente claras en su cabeza. Afinidades oscuras: carne de mujer desgarrada, vacíos y silencios. Y hoy sopla levante.

—Tendría que preguntar a los franceses, eso fue lo que dijo… ¿Se acuerda?

—No. Pero seguramente lo hice.

Asiente el policía, que en realidad no presta atención. El diálogo lo mantiene consigo mismo. Desde su hornacina, espada en alto, el arcángel parece observarlo retador. Tan burlón como la mueca desesperada, lúgubre, que ahora recorre como un latigazo la cara del comisario Tizón.

—Puede que estuviera en lo cierto, profesor… Quizá ya sea momento de preguntar.

Es noche de sábado. La animada multitud que sale del teatro desemboca por la calle de la Novena en la calle Ancha, comentando las incidencias de la función. En la puerta del café que hace esquina con la Amargura, frecuentado por extranjeros y marinos, Pepe Lobo y su teniente Ricardo Maraña contemplan en silencio el desfile. Los dos corsarios —han vuelto a serlo oficialmente, pues la patente fue devuelta a la Culebra hace cinco días— se encuentran en tierra desde esta mañana, y ahora están sentados a una mesa ante una caneca de barro, más que mediada, con ginebra holandesa. La luz de los faroles que arden en la calle principal de Cádiz ilumina frente a ellos el discurrir de ropa elegante: casacas, levitas, fracs, botines de mahón, capotes y surtús a la moda de Londres y París, cadenas de relojes y joyas de precio, señoras con capas de piel y mantones bordados; aunque también se ven monteras a la ceja y tamboras de ala ancha, chaquetas cortas bordadas de caracol con pesetas de plata como botonadura, calzones de ante, basquiñas de flecos o madroños, mantones pardos y capotes con vueltas de grana del pueblo bajo que regresa a sus casas de la Viña o el Mentidero. Hay, desde luego, mujeres atractivas de toda condición social. También diputados de San Felipe Neri, emigrados más o menos solventes, oficiales de las milicias locales o militares españoles e ingleses luciendo plumeros, cordones y charreteras. Las noches de teatro, única diversión pública de la ciudad desde que las Cortes decidieron reabrirlo hace unos meses, convocan en palcos y luneta a la mejor sociedad, aunque nunca faltan al fondo aficionados del pueblo castizo. Debido a que las representaciones comienzan temprano, la noche todavía es joven y la temperatura se mantiene agradable para esta época del año, buena parte de los transeúntes está lejos de rematar la velada: tertulias y mesas de juego esperan a la gente de buena posición y dinero; colmados dé guitarra, palillos, jaleo y vino barato, al pueblo bajo y a los que se inclinan a divertirse con éste. Que no son pocos.

—Mira quién viene por ahí —comenta Maraña.

Pepe Lobo sigue la dirección de la mirada de su primer oficial. Lolita Palma camina entre la gente, acompañada por varios amigos de ambos sexos. Lobo reconoce en el grupo al primo Toño y al diputado por Buenos Aires Jorge Fernández Cuchillero. También a Lorenzo Virués, uniformado de punta en blanco: sable al cinto, charreteras de capitán de ingenieros en la casaca azul turquí con solapas moradas, plumero rojo con escarapela y galón de plata en el sombrero.

—Nuestra jefa —remata el teniente, con su indiferencia habitual.

Lolita Palma ha visto a Lobo, advierte éste. Por un momento ella afloja ligeramente el paso mientras le dirige una sonrisa cortés, acompañada de una levísima inclinación de cabeza. Tiene buen aspecto: vestido de color rojo muy oscuro a la inglesa, con chal turco, negro, sobre los hombros, prendido al pecho por un pequeño broche de esmeraldas. En las manos, guantes de piel y bolso de raso alargado, de los habituales para llevar abanico y anteojos de teatro. No luce otras joyas que unos pendientes de esmeraldas sencillas, y se cubre con un sombrerito de terciopelo sujeto por agujón de plata. Cuando llega a su altura, Lobo se pone de pie y se inclina un poco, a su vez. Sin interrumpir la charla con sus acompañantes ni apartar la vista del corsario, ella se demora algo más, lento el paso mientras apoya, con aire casual, una mano en el brazo del primo Toño; que se detiene, saca un reloj del bolsillo del chaleco y dice algo que los hace a todos estallar en carcajadas.

—Está esperando que la saludes de cerca —apunta Maraña.

—Eso parece… ¿Vienes conmigo?

—No. Sólo soy tu teniente y estoy bien aquí, con la ginebra.

Tras una corta vacilación, Lobo coge el sombrero que estaba en el respaldo de la silla, y con él en la mano se acerca al grupo. Mientras lo hace, advierte de soslayo la mirada displicente de Lorenzo Virués.

—Qué agradable, capitán. Bienvenido a Cádiz.

—Fondeamos esta mañana, señora.

—Lo sé.

—Se salvó Tarifa, al fin. Y nos dejan libres… Tenemos la patente de corso otra vez en regla.

—También lo sé.

Ha extendido una mano que Lobo toma brevemente, inclinado sobre ella. Rozándola apenas. El tono de Lolita Palma es afectuoso, muy sereno y cortés. Tan dueña de sí como de costumbre.

—No sé si todos se conocen… Don José Lobo, capitán de la Culebra. Usted ya ha tratado a algunos de estos amigos: mi primo Toño, Curra Vilches y Carlos Pastor, su marido… Don Jorge Fernández Cuchillero, el capitán Virués…

—Conozco al señor —dice el militar, seco.

Los dos hombres cambian una mirada fugaz, hostil. Pepe Lobo se pregunta si la antipatía de Virués se debe a la vieja cuenta pendiente, engrosada en la Caleta, o si la presencia de Lolita Palma pone esta noche una sota de espadas en el tapete. Vamos a tomar algo en la confitería de Burnel, está diciendo ella con calma impecable. Quizá le apetezca acompañarnos.

Sonríe a medias el marino, reservado. Un punto incómodo.

—Se lo agradezco mucho, pero estoy con mi teniente.

Ella dirige una mirada a la mesa del café. Conoce a Ricardo Maraña de cuando visitó la balandra, y le dedica una sonrisa amable. Lobo está de espaldas al primer oficial y no puede verlo, pero adivina su respuesta: elegante inclinación de cabeza mientras levanta un poco, a modo de saludo, el vaso de ginebra. No me presentes a nadie a quien no conozca, dijo en una ocasión.

—Puede venir él también.

—No es sujeto muy sociable… Otro día, tal vez.

—Como guste.

Mientras se despiden con las cortesías usuales, el diputado Fernández Cuchillero —elegante capa gris con vueltas azafrán, bastón de junco y sombrero de copa alta— comenta que le gustaría tener ocasión de charlar un rato con el señor Lobo, para que éste le cuente lo de Tarifa. Una heroica defensa, tiene entendido. Y un buen chasco francés. Precisamente el lunes tratarán el asunto en la comisión de guerra de las Cortes.

—¿Me permite invitarlo mañana a comer, capitán, si no tiene otro compromiso?

El corsario mira fugazmente a Lolita Palma. La mirada resbala en el vacío.

—Estoy a su disposición, señor.

—Magnífico. ¿Le parece bien a las doce y media en la posada de las Cuatro Naciones?… Sirven una empanada de ostiones y un menudo con garbanzos que no están mal. También hay vinos canarios y portugueses decentes.

Un cálculo rápido por parte de Pepe Lobo. A él lo trae sin cuidado la comisión de guerra de las Cortes; pero el diputado, además de amigo de la casa Palma, es un buen contacto político. La relación puede ser útil. En tales tiempos y en su incierto oficio, nunca se sabe.

—Allí estaré.

El giro de la charla no parece agradar al capitán Virués, que frunce el ceño al oír aquello.

—Dudo que el señor tenga mucho que contar —opina, ácido—. No creo que llegara a pisar Tarifa en ningún momento… Su misión era más bien lejana: llevar y traer despachos oficiales, tengo entendido.

Un silencio embarazoso. La mirada de Pepe Lobo pasa un instante sobre los ojos de Lolita Palma y se detiene en el militar.

—Es cierto —responde con calma—. En mi barco sólo tuvimos ocasión de ver los toros desde la barrera… Nos pasó en cierto modo como a usted, señor, a quien siempre encuentro en Cádiz aunque su destino esté en primera línea, en la Isla… Imagino lo que un soldado debe de sufrir aquí, tan lejos del fuego y la gloria, arrastrando el sable por los cafés —ahora el corsario mira impasible a Virués—. Usted, claro, estará violento.

Incluso a la luz amarillenta de los faroles, es evidente que el militar ha palidecido. A la mirada peligrosa de Pepe Lobo, hecha a reyertas brutales y situaciones difíciles, no escapa el impulso instintivo del otro, que lleva la mano izquierda cerca de la empuñadura del sable, aunque sin consumar el movimiento. No es lugar ni ocasión, y ambos lo saben. Nunca allí, desde luego, con Lolita Palma y sus amigos de por medio. Y mucho menos un oficial y caballero como el capitán Virués. Amparándose en esa certeza y en la impunidad que le procura, el corsario vuelve la espalda al militar, dedica una tranquila inclinación de cabeza a Lolita Palma y sus acompañantes, y se aparta del grupo —siente que los ojos de la mujer lo siguen de lejos, preocupados—, de vuelta a la mesa donde aguarda sentado Ricardo Maraña.

—¿Esta noche no cruzas la bahía? —le pregunta al teniente.

Lo mira el otro con vaga curiosidad.

—No lo tenía previsto —responde.

Asiente Pepe Lobo, sombrío.

—Entonces vamos a buscar mujeres.

Maraña sigue mirándolo, inquisitivo. Después se vuelve a medias para echar una ojeada al grupo que se aleja en dirección a la plaza de San Antonio. Se queda así un rato, pensativo y sin abrir la boca. Al cabo, vacía ceremonioso el resto de la caneca en los dos vasos.

—¿Qué clase de mujeres, capitán?

—De las adecuadas a estas horas.

Una sonrisa distinguida —hastiada y un punto canalla— crispa los labios pálidos del primer oficial de la Culebra.

—¿Las prefieres con prólogo de vino y baile, como las de la Caleta y el Mentidero, o puercas a palo seco de Santa María y la Merced?…

Encoge los hombros Pepe Lobo. El trago de ginebra que acaba de ingerir, copioso y brusco, quema en su estómago. También le pone un humor de mil diablos. Aunque, concluye, es probable que ese malhumor ya estuviese ahí antes. Desde que vio venir a Lorenzo Virués.

—Me da lo mismo, mientras sean rápidas y no den conversación.

Maraña apura despacio su vaso, valorando con aplicación el asunto. Después saca una moneda de plata y la coloca sobre la mesa.

—A la calle de la Sarna —propone.

Hay quien sí cruza la bahía en este momento. No rumbo a El Puerto de Santa María, sino con la proa del bote apuntada algo más al este, en dirección a la barra de arena que, en la boca del río San Pedro, junto al Trocadero, descubre la marea baja. Silencio absoluto, a excepción del rumor del agua en los costados. La vela latina, henchida por una buena brisa de poniente, es un triángulo negro que se balancea y recorta en la oscuridad contra el cielo cuajado de estrellas, dejando atrás las siluetas de los barcos españoles e ingleses fondeados y la línea opaca y negra de las murallas de Cádiz, donde brillan algunas luces dispersas.

Rogelio Tizón embarcó en Puerto Piojo hace casi una hora, después de que el patrón del bote —un contrabandista de los que aún se arriesgan en la bahía— se encargase de entornar un poco más, con el dinero adecuado, los ojos soñolientos de los centinelas del espigón de San Felipe. Ahora, sentado bajo la vela, con el cuello subido y el sombrero hasta las cejas, el comisario mantiene los brazos cruzados y la cabeza baja, esperando el fin del trayecto. El frío es más húmedo e incómodo de lo que esperaba; eso lo hace lamentar no haberse puesto otro abrigo bajo el redingote. Se trata, seguramente, de la única precaución que no ha sido capaz de adoptar esta noche. El único cabo suelto. Al resto de los pormenores del viaje ha dedicado plena atención en los últimos días, planificándolo todo al detalle mientras gastaba, sin cicatería, onzas de oro suficientes para garantizarse una comunicación previa, un trayecto discreto y una recepción adecuada, lo más segura posible. Discreta y tranquila.

Se impacienta el policía. Lleva demasiado rato sintiéndose extraño allí, en el agua y a oscuras, fuera de su medio y su ciudad. Vulnerable, es la palabra. Del mar y la bahía tiene poca costumbre, y menos de esta manera insólita, deslizándose a ciegas hacia lo desconocido. Persiguiendo una obsesión, o una certeza. Mientras reprime las ganas de fumar —la brasa del cigarro puede verse desde muy lejos, lo ha prevenido el patrón—, se recuesta contra el palo del bote, que gotea a causa del relente nocturno. Porque ésa es otra. Todo está húmedo a bordo: el banco de madera donde Tizón se encuentra sentado, la regala de la embarcación con los remos atados junto a los escálamos, el paño de su abrigo y el fieltro del sombrero. Hasta las patillas y el bigote le gotean, y por dentro siente húmedos los mismos huesos. Malhumorado, levanta la vista y mira alrededor. El patrón es una forma oscura y silenciosa situada a popa, junto a la caña; y su ayudante, un bulto que dormita tumbado en la proa. Para ellos esto es rutina. Ganarse el pan de cada día. Sobre sus cabezas, la bóveda estrellada se interrumpe a modo de círculo en las orillas de la bahía, trazando así el contorno casi invisible del horizonte. Bajo el pujamen de la vela, muy lejos por la amura de babor de la embarcación, el policía alcanza a distinguir las luces de El Puerto de Santa María; y por el través opuesto, a menos de una milla de distancia, la forma baja y alargada, con tonalidades más sombrías, de la península del Trocadero.

Piensa el comisario en el hombre con quien está citado allí. Alguien cuya identidad ha costado tiempo y dinero establecer. Se pregunta cómo es, y si habrá forma de hacerle comprender lo que busca. Si será posible obtener su ayuda para derrotar al asesino que, desde hace un año, juega su siniestra partida de ajedrez con la ciudad y la bahía como tablero. También, razonablemente inquieto, se pregunta si conseguirá llegar al final del viaje, ida y vuelta completa, sin que un disparo inoportuno o un cañonazo a bocajarro, fuera de programa, lo sorprendan en la oscuridad. Rogelio Tizón nunca se ha jugado antes, como hace esta noche, el puesto y la vida. Pero está dispuesto a bajar al infierno, si es necesario, con tal de encontrar lo que busca.