En los últimos días, los ponientes de invierno traen a la ciudad puestas de sol brumosas. Hace rato que el cielo pasó del rojo al gris azulado y luego al negro, mientras en la bahía se arriaban las banderas y las siluetas inmóviles de los barcos anclados se fundían con las sombras. Las primeras horas de la noche destilan una humedad prematura, impaciente, que ya moja las rejas en las ventanas, vuelve resbaladizos los adoquines de las aceras y hace relucir el suelo bajo la única luz que brilla fantasmal, cercana: el farol de aceite encendido en la esquina de las calles del Baluarte y San Francisco. Más que animar las tinieblas, esa luz sobrecoge como la lamparilla de un sagrario en una iglesia lóbrega y vacía.
—Que no te dejo ir sola, te pongas como te pongas… ¡Santos!
—Mande, doña Lolita.
—Coge una linterna y acompaña a la señora.
En la puerta de su casa, a oscuras, toquilla de lana sobre los hombros y el pelo recogido en una trenza apretada en redondo sobre la nuca, Lolita Palma despide a Curra Vilches. La amiga protesta porque, dice, puede perfectamente recorrer sola los ciento y pico pasos que la separan de su casa en Pedro Conde, frente a la Aduana. A sus años y en Cádiz, no necesita abanico para sacudirse las moscas. Oye. Faltaría más.
—No me fastidies, criatura —se rebela, subiéndose las solapas anchas de su capotillo—. Y deja tranquilo al pobre Santos, que estaba cenando.
—Tú te callas. Boba. Que no andan las cosas para taconear por ahí, como si nada.
—Te digo que me voy. Quita.
—Que no… ¡Santos!
Insiste Curra Vilches, pero Lolita se niega a dejarla ir. Es tarde, y la hablilla de mujeres muertas que corre por la ciudad los tiene a todos inquietos. Con asesinos sueltos, le dice a su amiga, huelgan desgarros de maja. Las autoridades sostienen que se trata de fabulaciones, y ningún periódico se hace eco del asunto; pero Cádiz es un gran patio de vecinos: se murmura que los crímenes son reales, que la policía no logra dar con los culpables, y que, por encima de la libertad de imprenta, en los periódicos se ha impuesto la censura militar, justificada por la situación de guerra, para no alarmar a la gente. Cualquiera sabe.
Regresa el criado con un reverbero de hojalata encendido, y Curra Vilches termina plegándose a razones. Ha pasado casi toda la tarde en casa de Lolita, ayudándola un poco. Es último día de mes, fecha en que, por tradición, los despachos y oficinas de las casas comerciales de Cádiz permanecen abiertos hasta medianoche, lo mismo que las agencias de cambio y de banca, las tiendas de géneros de ultramar y los consignatarios de barcos, haciendo balance de existencias y poniendo al día los libros. Con costumbre heredada de su padre, Lolita ha dedicado la tarde a supervisar las cuentas que hacen los empleados de Palma e Hijos en la oficina de la planta baja, mientras su amiga la acompañaba para ocuparse de las tareas domésticas y atender a la madre.
—La he encontrado muy bien. Dentro de lo que cabe.
—Vete ya, anda. Tu marido querrá cenar.
—¿Ése? —Curra Vilches pone los brazos en jarras bajo el capotillo, a modo de desplante—. Para una temporada que pasa en Cádiz, lo tengo como tú, sumergido hasta el cogote en la correspondencia comercial y en sus libros de cuentas… No me necesita para nada. Hoy es el día perfecto para darse un relajo y cometer adulterio. Cada último de mes, las gaditanas casadas tenemos atenuantes… Cualquier confesor se haría cargo de las circunstancias.
—Qué burra eres —ríe Lolita—. Burra Vilches.
—Tú tómatelo a guasa, tonta. Pero lo que los médicos prescriben en días como hoy es un teniente de granaderos, un oficial de marina o algo así… De esos que no tienen ni idea de cambios de moneda ni doble contabilidad, pero que dan sofoco y ganas de abanicarse cuando pasan a tiro de pistola. Con buenas patillas y calzón bien apretado.
—No seas ordinaria.
—De eso nada, guapa. Tú sí que eres una sosa. De estar en tu lugar, soltera y con esas hechuras, otro gallo me cantaría. A buenas horas iba a pasar la vida emparedada con media docena de chupatintas en un despacho y coleccionando hojitas de lechuga en un álbum.
—Lárgate de una vez… Santos, ve alumbrando a doña Curra.
La luz del farol ilumina la acera delante de Curra Vilches cuando se arrebuja más en su capotillo y camina detrás del viejo criado.
—Desaprovechada, criatura —dice, volviéndose por última vez—. Lo que yo te diga… Estás desaprovechada.
Aún ríe Lolita Palma, ya a oscuras, apoyada en el quicio del portón.
—Anda y ve con ojo, tragasables.
—Adiós, monja de clausura.
Recorre Lolita el pasillo de la entrada, cierra la verja a su espalda y cruza entre los grandes macetones con helechos situados sobre las losetas genovesas del patio interior. Junto al aljibe, un candelabro grande con velones de cera ilumina los tres arcos y las dos columnas de la escalera de mármol que lleva a las galerías acristaladas de los pisos superiores. Unos pasos a la derecha, en el mismo patio, está la puerta de las dependencias comerciales que ocupan la planta baja, con otra puerta para géneros y actividad mercantil que da a la calle de los Doblones: el almacén de mercancías delicadas, la salita de recibir, el despacho principal y el de oficina, donde dos escribientes, un empleado, un tenedor contable y el encargado trabajan a la luz de quinqués de petróleo, inclinados sobre pupitres cubiertos de copiadores de cartas y libros de asiento, cargazones y facturas. Al entrar Lolita, sorteando el brasero de picón que calienta la estancia, todos inclinan la cabeza a modo de saludo —les tiene prohibido levantarse cuando llega a la oficina— y sólo Molina, el encargado, treinta y cuatro años en la casa, se pone en pie tras el panel de vidrio esmerilado que rodea el pequeño habitáculo donde trabaja. Lleva manguitos negros y una pluma de ave detrás de la oreja derecha.
—Aparecieron los impagados de La Habana, doña Lolita… Al uno y medio por ciento, nos salen tres mil setecientos reales como cuenta de resaca.
—¿Hay posibilidad de recuperarlos?
—Pocas, me temo.
Atiende sin dejar traslucir su desazón: apenas una breve arruga en el ceño —puede ser tomada por concentración— mientras habla el encargado. Suma y sigue. Otra pérdida más. El salario anual de uno de sus empleados, por ejemplo. La sensación de fatiga que experimenta no se debe sólo al trabajo de la jornada que aún no termina. El bloqueo francés, la falta general de liquidez, los problemas en América, acorralan cada vez más a los comerciantes gaditanos, a pesar de la aparente euforia de los negocios que algunos hacen gracias a la guerra. Palma e Hijos no es una excepción.
—Páselo a los libros tal como está. Y cuando tenga listas las facturas de Manchester y Liverpool, llévemelas al despacho —Lolita dirige una ojeada alrededor, a los empleados—… ¿Ya cenaron ustedes?
—Todavía no.
—Busque a Rosas y que les prepare algo. Fiambres y vino. Disponen de veinte minutos.
Empuja la puerta de la salita de recibir que comunica con la calle de los Doblones, con sus estampas marinas en las paredes y su friso de madera oscura, cruza la estancia y entra en el despacho principal. A diferencia del gabinete privado que suele utilizar fuera de horas en la parte alta de la casa, éste es grande, formal, y la decoración no ha cambiado desde los tiempos de su abuelo y su padre: una gran mesa y una librería, dos sillones viejos de cuero, tres modelos de barcos en urnas de cristal, un plano enmarcado de la bahía en la pared, un almanaque de la Real Compañía de Filipinas, un reloj inglés de péndulo, una funda de latón para mapas y cartas náuticas apoyada en un rincón, y un barómetro de alcohol largo y estrecho con la marca siempre fija en Tiempo muy húmedo. Sobre la mesa —la inevitable caoba oscura, como todos los muebles de la casa— hay un quinqué de cristal azulado, un timbre de campana, un cenicero de bronce que fue de su padre, un juego de plumas y tintero de porcelana china, un cartapacio de documentos y dos libros con páginas señaladas por tiras de papel: Promptuario aritmético de Rendón y Fuentes, y Arte de la partida doble, de Luque y Leyva. Recogiéndose la falda —sencilla, de casimir marrón, con chaquetilla corta y cómoda que permite trabajar sentada sin sofoco—, Lolita ocupa su asiento. Después se acomoda la toquilla de lana sobre los hombros, despabila el quinqué y contempla absorta el sillón vacío que tiene delante. Don Emilio Sánchez Guinea, que estuvo de visita a media tarde, estuvo sentado en él mientras cambiaban impresiones sobre la situación general. Que en opinión de la heredera de la casa Palma, como para cualquier gaditano con visión lúcida del futuro, se presenta incierta. Aunque el término exacto al que recurrió Sánchez Guinea fue angustiosa.
—Muchos no se dan cuenta de lo que nos viene encima, hija mía. Cuando pase la guerra y todo este sarampión liberal, y perdamos América de verdad, estaremos acabados… La euforia política ni hace negocios ni da de comer.
Fue una conversación profesional, sin paños calientes, pasando revista a los asuntos que ambas casas comerciales tienen en común. Ninguno de los dos alberga ilusiones sobre los próximos tiempos. Pesan mucho los obstáculos para convertir en dinero los vales reales, la lenta llegada de caudales a la ciudad, los problemas de las inversiones en riesgos y seguros marítimos, y sobre todo las dificultades de algunas casas de comercio locales para mantener el crédito, que depende tanto del buen nombre como de mantener en secreto los apuros de cada cual.
—Estoy cansado de bregar, Lolita. Hace veinte años que esta ciudad se enfrenta a todas las desgracias del mundo. Las guerras con Francia y con Inglaterra, lo de América, las epidemias… A eso añade el caos de la administración real, los excesivos derechos, los préstamos a la Corona y a las Cortes, la pérdida de capitales de los lugares ocupados por los franceses. Y ahora dicen que empiezan a verse corsarios de los insurrectos en el Río de la Plata… Demasiada lucha, hija mía. Demasiados disgustos. Todo me encuentra muy mayor. Ojalá acabe este disparate y pueda retirarme a mi finca de El Puerto, si es que la recupero alguna vez… En fin. Cuestión de paciencia, supongo. Espero vivir para verlo… Por suerte tengo a mi hijo, que poco a poco se hace cargo de todo.
—Miguel es un buen chico, don Emilio. Listo y trabajador.
El veterano comerciante sonreía, melancólico.
—Lástima que tu padre y yo no consiguiéramos que vosotros…
Dejó la frase en el aire. Lolita también sonreía, con tierno reproche. Aquél era tema viejo entre los dos.
—Es un buen chico —repitió ella—. Demasiado bueno para mí.
—Ojalá te hubieras casado con él.
—No diga eso. Tiene usted una nuera estupenda, dos nietos preciosos y el que viene de camino.
Movió la cabeza el otro, desalentado.
—Ser listo y trabajador ya no basta para salir adelante. Y no envidio lo que le espera… Lo que os espera a los jóvenes después de esta guerra. El mundo que conocimos ya nunca será el mismo.
Un silencio. Sánchez Guinea sonrió con afecto.
—Deberías…
—No empiece, don Emilio.
—Tu hermana no tiene hijos, ni parece que los vaya a tener. Si tú… Bueno —miraba alrededor, apenado—. Sería una lástima que todo esto… Ya sabes.
—¿La casa Palma se extinguiera conmigo?
—Todavía eres joven.
Alzó una mano Lolita, tajante. Nunca permite a don Emilio Sánchez Guinea, ni a nadie, ir más allá en ese terreno. Ni siquiera a su íntima Curra Vilches.
—Hablemos de negocios, hágame el favor.
Se removía el viejo comerciante, incómodo.
—Disculpa, hija mía… No pretendo entrometerme.
—Está perdonado.
Entraron en detalles sobre asuntos mercantiles: fletes, derechos de aduana, barcos. La difícil apertura de nuevos mercados que compensen las pérdidas de la crisis americana. Sánchez Guinea, al corriente de que en los últimos tiempos Palma e Hijos ha establecido contactos comerciales con Rusia, intentaba sondear a Lolita. Consciente de eso —en materia de negocios, los afectos nada tienen que ver con los intereses—, ella se limitó a referir detalles superficiales: dos viajes a San Petersburgo de la fragata José Vicuña con vino, quina, corcho y lastre de sal, en viaje de ida, y aceite de castor y almizcle siberiano —más barato que el de Tonkín— a la vuelta. Nada que Sánchez Guinea y su hijo no supieran ya.
—Tampoco con las harinas te va mal, me parece.
A eso respondió Lolita que no se quejaba. La importación de harina norteamericana —tiene millar y medio de barriles en los almacenes del puerto— ha dado un importante respiro a la casa Palma e Hijos en los últimos tiempos.
—¿También para Rusia?
—Puede. Si consigo embarcarla antes de que se estropee con la humedad.
—Ojalá te salga todo bien. No es buena época… Fíjate en la desgracia de Alejandro Schmidt. La Bella Mercedes se le perdió en los bajos de Rota, con toda la carga.
Asintió ella. Estaba al tanto, por supuesto. Vientos contrarios y una mar infame arrojaron hace un mes ese barco contra la costa ocupada por los franceses, que lo saquearon cuando se calmó el temporal: doscientas cajas de canela china, trescientos sacos de pimienta de las Molucas y mil varas de lienzo de Cantón. La casa Schmidt tardará en rehacerse de semejante pérdida, si es que llega a conseguirlo. En tiempos como éstos, donde a veces se apuesta demasiado a un solo viaje, la pérdida de un barco puede ser irreparable. Mortal.
—Hay un negocio que puede interesarte.
Observó Lolita a su interlocutor, cauta. Le conocía el tono.
—¿Se refiere usted a negociar con la mano derecha o con la izquierda?
Una pausa. Sánchez Guinea encendió un grueso cigarro en la llama del quinqué.
—No te precipites —entornaba los ojos con simpatía cómplice—. Lo que voy a proponerte está muy bien.
Lolita se echó atrás en su butaca de cuero, moviendo la cabeza. Cauta.
—Con la izquierda, entonces —concluyó—. Pero ya sabe que no me gusta salir de lo ordinario.
—Lo mismo dijiste con el asunto de la Culebra. Y ya ves. Está siendo buen negocio… Por cierto: no sé si sabes que la torre Tavira acaba de izar bola negra. Han divisado una fragata mar adentro y una balandra grande que sube despacio la costa, con el poniente… ¿Lo sabías?
—No. Llevo todo el día aquí, entre papeles.
—La balandra puede ser la nuestra. Supongo que montará el faro esta misma noche y mañana estará en la bahía, si no cambia el viento.
Con un esfuerzo, Lolita apartó a Pepe Lobo de sus pensamientos. No aquí, resolvió. No ahora. Cada cosa a su tiempo.
—Hablábamos de otro asunto, don Emilio. Lo de la Culebra es corso con patente del rey. El contrabando es diferente.
—Pues la mitad de nuestros colegas lo practican sin remilgos.
—Eso da igual. Usted mismo, antes…
Se calló, dejándolo ahí. Por respeto. Sánchez Guinea miraba la ceniza gris que empezaba a formarse al extremo de su habano.
—Tienes razón, hija. Antes apenas lo tocaba. Ni eso ni la trata de esclavos, como tu padre; aunque tu abuelo Enrico nunca le hizo ascos a traficar con negros… De cualquier modo, los tiempos han cambiado. Hay que ajustarse a lo que hay. No voy a dejar que entre los franceses y la rapacidad de nuestras autoridades acaben acogotándome del todo —se inclinó un poco hacia adelante, y al hacerlo cayó ceniza sobre la caoba—. Se trata…
Lolita Palma empujó con suavidad el cenicero, acercándoselo.
—No quiero saberlo.
Sánchez Guinea, el cigarro entre los dientes, la miraba persuasivo. Insistió.
—Es casi limpio: setecientos quintales de cacao, doscientos cajones de cigarros hechos y ciento cincuenta tercios de tabaco en hoja. Todo puesto de noche en la ensenada de Santa María… Lo traerá un jabeque inglés de Gibraltar.
—¿Y el Cabildo y la Real Aduana?
—Al margen. O casi.
Ella movía de nuevo la cabeza. Afectuosa. Una risa breve, incrédula.
—Eso es contrabando puro. Descaradísimo. Y no puede hacerse de forma oculta, don Emilio.
—¿Y quién lo pretende?… Estamos en Cádiz, recuerda. Nosotros no figuraremos para nada, oficialmente. Y todo está previsto. Engrasados todos los goznes para que no chirríen, de abajo arriba. Ningún problema.
—¿Para qué me necesita, entonces?
—Compartir riesgos financieros. Y beneficios, naturalmente.
—No me interesa. Y no es por los riesgos, don Emilio. Sabe que con usted…
Se echó al fin atrás Sánchez Guinea, resignado. Aceptando las cosas como eran. Miraba tristemente el cenicero limpio, reluciente sobre la madera oscura, pulida por el tacto de tres generaciones.
—Lo sé. No te preocupes, hija mía… Lo sé.
Tras la ventana cerrada que da a la calle de los Doblones, unas voces de majos de la Viña o la Caleta, camino de algún fandango en las tabernas del Boquete, se oyen unos instantes, de paso, entreveradas de risas, palmas sueltas y unas cuantas notas pulsadas al azar en las cuerdas de una guitarra. Después, la calle desierta y la noche recobran su silencio. Ahora, sola en el despacho, Lolita Palma sigue contemplando el asiento vacío al otro lado de la mesa. Recuerda el gesto abatido del viejo amigo de la familia al levantarse camino de la puerta. También, cada palabra de la conversación mantenida con él. No logra apartar de su cabeza la imagen de la Bella Mercedes de la casa Schmidt destrozada en los bajos de Rota, con su carga en manos de los franceses. Palma e Hijos difícilmente podría recobrarse de un golpe como ése. Los tiempos que corren obligan a jugársela con cada barco, en cada viaje, expuestos a la buena o mala fortuna del mar, al azar, a los corsarios.
Molina, el encargado, llama a la puerta y asoma la cabeza.
—Con permiso, doña Lolita. Aquí están las facturas de Manchester y Liverpool.
—Déjelas ahí. Luego le digo.
Suena un toque de campana en la cercana torre de San Francisco, desde donde un vigía advierte cuando se ven fogonazos en las baterías francesas del Trocadero, a campanada por bomba. Al cabo de un momento llega un estruendo que hace vibrar ligeramente los vidrios en la ventana. Una granada ha caído, estallando en algún sitio no muy lejano. Lolita Palma y el encargado se miran en silencio. Cuando se retira Molina, ella apenas hojea los documentos. Sigue inmóvil, la toquilla de lana sobre los hombros, las manos en el círculo de luz del quinqué. La palabra corsarios le da vueltas en la cabeza. Poco antes del anochecer, dejando la oficina, fue a ver a su madre y a Curra Vilches, que sentada junto a la cama, paciente como sólo su amistad puede serlo, jugaba con ella a las cartas. Luego subió con Santos a la torre vigía de la terraza, y apoyando el telescopio inglés en el alféizar de la ventana estuvo observando largo rato la balandra que se movía lentamente de sur a norte por el mar brumoso, rojizo, del crepúsculo, ciñendo despacio el viento a un par de millas de la muralla de poniente.
Las calles de la Cádiz acomodada, rectas y estrechas entre casas altas, parecen desembocar en un cielo fosco, gris, que se espesa por el lado occidental de la ciudad. Un cielo de los que traen viento y agua, calcula Pepe Lobo con un vistazo instintivo. Hace días que los barómetros no levantan cabeza, y el corsario se alegra de que la Culebra esté segura sobre diez quintales de hierro, en la bahía, en lugar de hallarse mar adentro, rizando velas y trincándolo todo para afrontar el mal tiempo. La balandra fondeó ayer entre otros barcos mercantes, en tres brazas de agua y frente al muelle de la Puerta de Mar, alineada entre la punta del espigón de San Felipe y los bajos que la marea descubre frente a los Corrales. La noche ha sido tranquila, con poniente húmedo y todavía suave. Un par de fogonazos artilleros de la Cabezuela, con el rasgar de aire de los proyectiles pasando en la oscuridad por encima de los palos de los barcos antes de caer en la ciudad, no turbaron el sueño de nadie.
En tierra firme desde hace sólo tres horas, con la primera luz, y sintiendo todavía bajo los pies el peculiar balanceo imaginario del suelo, consecuencia de cuarenta y siete días de campaña naval —la mayor parte sin pisar otra cosa que la tablazón de una cubierta—, Lobo recorre la calle de San Francisco en dirección a la iglesia y la plaza. Viste formal, a tono de capitán corsario en tierra, con pantalón oscuro de dril grueso, zapatos con hebilla de plata, chaqueta azul con botones de latón y sombrero negro de dos picos, a lo marino, sin galón pero con la escarapela roja que lo acredita como corsario del rey: una indumentaria adecuada para facilitar los trámites burocráticos, judiciales y de aduanas inevitables al llegar a puerto, donde en los tiempos que corren apenas hay nada que pueda hacerse sin algo parecido a un uniforme. En la confitería de Cosí, dentro y en torno a las mesas que ocupan la esquina de la calle del Baluarte, hay media docena de ellos: algunos Voluntarios gaditanos, un oficial de la Real Armada y un par de ingleses de casacas rojas y piernas al aire bajo el kilt escocés. También menudean los civiles, hombres y mujeres, entre los que es fácil reconocer a los redactores de El Conciso, que allí suelen reunirse, por sus dedos manchados de tinta y los papeles que asoman de sus bolsillos; y a los emigrados de provincias bajo dominio francés, por el aire desocupado y la ropa pasada de moda, rezurcida o gastada por el uso. Varios de éstos se sientan ociosos junto a mesas guarnecidas sólo por modestos vasos de agua.
Hay un mendigo en el suelo, apoyada la espalda contra la pared, incomodando el paso junto a la puerta de un relojero. El dueño está diciéndole que se quite de allí, pero no hace caso. Incluso le dedica un gesto obsceno. Al pasar el corsario por su lado, levanta hacia él la vista.
—Deme algo, mi brigadier… Por amor de Dios.
El tono de insolencia que se advierte bajo la súplica y el exagerado tratamiento, casi sarcástico, sorprenden a Pepe Lobo. Sin detenerse, dirige un rápido vistazo al mendigo: pelo y barba grises y revueltos, sucios, y edad indefinida. Lo mismo puede tener treinta que cincuenta años. Se cubre con casacón pardo remangado y lleno de remiendos, y el calzón subido sobre la pierna derecha muestra, buscando acicatear la caridad pública, el muñón de una amputación hecha por debajo de la rodilla. Uno más, en suma, de los muchos hombres y mujeres que se buscan la vida en las calles gaditanas, continuamente rechazados por la policía hacia los barrios próximos al puerto, y que cada día se lanzan de nuevo al asalto de las migajas que puedan arrancar a este lado de la ciudad. Sigue adelante el corsario, pero se detiene de pronto. Un tatuaje azulado, borroso por el tiempo, que advierte en el antebrazo del mendigo, llama su atención. Un ancla, parece. Entre un cañón y una bandera.
—¿Qué barco?
Le sostiene la mirada el otro, desconcertado al principio. Al cabo mueve hacia abajo la cabeza, como si comprendiera. Se mira el tatuaje y luego levanta de nuevo los ojos hacia Pepe Lobo.
—El San Agustín… Ochenta cañones. Su comandante, don Felipe Cajigal.
—Ese barco se perdió en Trafalgar.
La boca del mendigo se quiebra en una mueca desdentada que en otro tiempo y otra vida fue una sonrisa. Con ademán indiferente, señala su muñón desnudo.
—No fue lo único que se perdió allí.
Lobo permanece inmóvil un momento.
—No hubo socorro, supongo —comenta al fin.
—Lo hubo, señor… El de mi mujer metida a puta.
Ahora es el corsario quien asiente despacio. Pensativo. Después mete una mano en un bolsillo y saca un duro: el viejo rey Carlos IV mirando hacia la derecha, lejos, como si nada de aquello fuese con él. Al tocar la onza de plata, el mendigo observa al corsario con curiosidad. Después aparta la espalda de la pared y parece erguirse un poco, con una ráfaga de insólita dignidad, mientras se lleva dos dedos a la frente.
—Cabo de cañón Cipriano Ortega, señor… Segunda batería.
El capitán Lobo sigue su camino. Lo acompaña ahora la hosca pesadumbre que todo hombre sometido a los azares del mar y la guerra siente ante la mutilación y la miseria de otro marino. Se trata menos de un sentimiento de piedad que de inquietud por la propia suerte. Por el futuro que acecha tras los zarandeos malignos del oficio, los astillazos en combate, el destrozo de balas, palanquetas y metralla. La aguda certeza de la propia vulnerabilidad física: esa con la que juegan sin prisas el tiempo y la buena o mala fortuna, y que puede terminar arrojándolo a uno a tierra convertido en despojo miserable, igual que el mar indiferente arroja a la playa los restos desarbolados de un naufragio. Quizá un día él mismo se vea de ese modo, piensa Pepe Lobo mientras se aleja del mendigo. Y en el acto se obliga a dejar de pensar.
Ve a Lolita Palma, vestida de tafetán negro y con chal, saliendo de una librería con un paraguas bajo el brazo y poniéndose los guantes, escoltada por su doncella Mari Paz, que lleva unos paquetes. El encuentro no es casual. El corsario la busca desde que, media hora antes, dejó el despacho de los Sánchez Guinea, en el Palillero. Hace un momento estuvo en la casa de la calle del Baluarte, donde el mayordomo, que dijo ignorar a qué hora volvía la señora, lo orientó hacia aquí. Iba al Jardín Botánico y luego a las librerías de San Agustín o las de San Francisco, dijo. Y cuando va de libros, tiene para un rato.
—Qué sorpresa. Capitán.
Tiene buen aspecto, observa el corsario. Tal como recordaba. La piel todavía tersa y de apariencia suave, el rostro bien formado, los ojos serenos. Va sin sombrero ni otro adorno que un collar de perlas y unos aretes sencillos de plata. El cabello, recogido en moño con una peineta de concha, y el chal turco de lana fina —flores rojas bordadas sobre negro— que lleva con soltura sobre los hombros, dan un toque castizo al sobrio vestido de talle bajo que estrecha con gracia su cintura. Gaditana al fin y al cabo, se dice el corsario con íntima sonrisa. Evidente hasta con su clase y maneras. Dos mil quinientos años de historia, o los que sean —en tales cuestiones, Lobo no anda tan versado como en su oficio—, no pasan en balde por una ciudad ni por sus mujeres. Ni siquiera por Lolita Palma.
—Bienvenido a tierra firme.
Se descubre Pepe Lobo mientras justifica su presencia allí. Hay un par de gestiones oficiales en curso que deben ser resueltas esa mañana, y don Emilio Sánchez Guinea le ha pedido que consulte con ella antes de seguir adelante. Puede acompañarla al despacho, si quiere. O esperar a que lo reciba a una hora más conveniente. Mientras dice todo eso, el corsario la ve levantar el rostro y mirar el cielo gris.
—Hablemos ahora, si le parece. Antes de que empiece a llover… Suelo pasear un poco a esta hora.
Lolita Palma despide a la doncella, que se aleja con los paquetes camino de la calle del Baluarte, y se queda mirando al marino como si a partir de ahora las decisiones debiera tomarlas él. Tras un titubeo, Lobo propone con un ademán dos alternativas: la confitería cercana o la calle del Camino, que lleva a la Alameda, las murallas y el mar.
—Prefiero la Alameda —dice ella.
Asiente el corsario mientras se pone el sombrero, un punto inseguro todavía. Irritado consigo mismo, y divertido —un asombro divertido, sería lo exacto— por esa irritación. Por la suave inseguridad que siente cosquillear en sus ojos y sus manos. Que le enronquece la voz. A sus años. Ni siquiera las mujeres hermosas lo intimidaron nunca, antes. Y tiene gracia. La mirada serena que tiene delante, el tranquilo aplomo de la mujer —su jefa y asociada, se repite dos veces mientras sostiene su mirada—, le causan una sensación grata, de relajo cómplice. Compartido. Una tibieza cercana e insólitamente posible, como si bastara alargar con sencillez una mano y apoyarla en el cuello de Lolita Palma para sentir allí, con plena naturalidad, el latir de su pulso y el calor delicado de la carne. Con una carcajada interior —por un instante parece mirarlo inquisitiva, y él teme que la idea o la risa imaginaria hayan asomado de veras a su rostro—, el corsario deja que la absurda idea se vaya al garete, desvaneciéndose en su sentido común.
—¿De verdad no le importa caminar, capitán?
—Todo lo contrario.
Van por el centro empedrado de la calle, él a su izquierda, mientras la pone al corriente. La campaña no ha sido mala, resume tras cierto esfuerzo de concentración. Cinco capturas, una de importancia: goleta francesa que, con bandera de Portugal, hacía viaje de Tarragona a Sanlúcar con paño de calidad, cuero para zapatos, sillas de montar, pacas de lana y correspondencia. La correspondencia la ha entregado Lobo a las autoridades de Marina, pero todo parece indicar que el barco y su carga serán declarados buena presa. Las otras cuatro son de menos valor: dos tartanas, un pingue y un falucho con arenques, pasas, duelas de hierro para barriles y atún salado. Poco más. El falucho, un contrabandista portugués de Faro, llevaba una talega con doscientas cincuenta onzas de oro con cuño del rey Pepe.
—Podría ser —concluye— que el falucho nos diera algún problema en el tribunal de presas. Así que he asegurado el oro, depositándolo sellado en Gibraltar para que nadie lo toque.
—¿Hubo algún problema con él o los otros?
—No. Todos arriaron a la primera. Sólo el falucho quiso despistarnos un poco al principio, amparándose en su bandera, y luego probó suerte echándonos una carrera entre Tarifa y punta Carnero. Pero no utilizó los dos cañones de a cuatro que llevaba a bordo.
—¿Y nuestra gente está bien?
A él le complace que ella haya dicho nuestra gente, y no su gente.
—Todos bien, gracias.
—¿Qué es ese asunto que tenía que consultarme?
Los franceses aprietan en Tarifa, explica él, como han hecho en Algeciras. Parecen dispuestos a controlar toda esa parte de la costa. Se habla del general Leval con diez o doce mil soldados con caballería y artillería sitiando la plaza, o a punto de hacerlo. Desde Cádiz mandan allí lo que se puede, pero no hay mucho. Faltan barcos, y los ingleses, aunque tienen un coronel y alguna gente dentro, no quieren distraer nada de lo suyo. Hay, sobre todo, un problema de enlace, para llevar y traer despachos. El comandante de la bahía, don Cayetano Valdés, dice que no puede prescindir ni de una lancha cañonera.
—Resumiendo —acaba—: agregan la Culebra a la Real Armada, por un mes.
—¿Quiere decir que la requisan?
—No llegan a tanto.
—¿Y para hacer qué?
—Despachos y correspondencia oficial con Tarifa. La Culebra es rápida y maniobra bien… Tiene su lógica.
Lolita Palma no parece inquietarse demasiado. Es obvio que disponía de noticias al respecto, intuye él. Algún aviso previo.
—Mantiene usted el mando, supongo.
Sonríe Lobo, confiado.
—De momento no han dicho lo contrario.
—Sería un abuso. No podríamos consentirlo sin la compensación adecuada… Y no son tiempos para que la Armada compense a nadie. Está en bancarrota, como todo lo demás… O peor.
Lo mismo opinan los Sánchez Guinea, apunta con calma el corsario. De todas formas, duda que lo sustituyan en el mando de la balandra. Tampoco sobran oficiales, con toda la gente disponible empeñada en las fuerzas sutiles de la bahía y los caños.
—En cualquier caso —añade—, el rey corre con los gastos de equipamiento y sueldo para la tripulación, y prorrogan nuestra patente por el tiempo que dure el servicio… Lo del sueldo no lo veo nada claro, la verdad. Ni ellos cobran el suyo. Pero al menos no podrán negarnos pertrechos. Aprovecharemos para ponernos al día en pólvora, jarcia, repuestos y demás. También intentaré conseguir llaves de fuego para los cañones.
Asiente Lolita Palma, reflexiva. A Pepe Lobo no se le escapa el cambio de tono registrado en ella al hablar de asuntos oficiales. Más duro, impersonal. Casi metálico. Ahora el corsario dirige un vistazo furtivo a su derecha. De reojo. La mujer camina mirando al frente, en dirección a la muralla que se extiende al final de la calle. Un bonito perfil, concluye Lobo. Aunque hermosa, palabra conveniente en una mujer, no sea en este caso la más apropiada. La nariz es tal vez demasiado recta, voluntariosa. La boca puede ser dura, en apariencia. También suave, sin duda. Dependerá del humor. De quien la bese. Durante unos pasos se abisma en la pregunta de si alguien la habrá besado alguna vez.
—¿Cuándo saldría usted, capitán?
Casi se sobresalta el corsario. Seré imbécil, piensa. O se increpa.
—No sé. Pronto, supongo… En cuanto reciba la orden.
El paseo los ha llevado hasta la plaza de los Pozos de la Nieve. La Alameda se extiende a la izquierda, palmeras altas y arbolillos despojados por el invierno, alineados en tres filas paralelas a lo largo de la muralla, hasta las torres de la iglesia del Carmen y la silueta ocre del baluarte de la Candelaria, que se adentra como la proa de un barco en el mar ceniciento.
—Está bien —Lolita Palma hace un ademán resignado—. No creo que podamos impedirlo… De todas formas, me encargaré de asegurar las garantías. Con la Real Armada nunca se sabe. Don Cayetano Valdés es hombre de trato seco, pero razonable. Lo conozco hace tiempo… Suena mucho para gobernador y capitán general de Cádiz, si se confirma que Villavicencio pasa a la nueva Regencia que se anuncia para después de Navidad.
Se han detenido sobre la muralla, junto a los primeros árboles y bancos de piedra de la Alameda. La bahía se ve desde allí como una extensión apenas ondulante, plomiza y fría. Ni un soplo de viento riza la superficie que se funde con una franja de niebla costera y nubes bajas al otro lado, ocultando Rota y El Puerto de Santa María. Lolita Palma apoya las manos enguantadas en el pomo de ébano y marfil de su paraguas negro.
—Tengo entendido que estuvo en Algeciras, cuando la evacuación.
—Sí. Estuve.
—Cuénteme algo de lo que vio. Aquí sólo sabemos lo que esta semana publican los periódicos: el habitual heroísmo sin límites de nuestros patriotas y las graves pérdidas del enemigo… Ya sabe.
—No hay mucho que contar —responde el corsario—. Estaba fondeado en Gibraltar, tramitando la presa portuguesa, cuando empezó el cañoneo y la gente se refugió en Isla Verde y en los barcos. Me pidieron que ayudara, así que me arrimé cuanto pude, con cuidado porque es una costa muy sucia… Estuvimos unos días pasando refugiados y militares a La Línea, y seguimos por allí hasta que los franceses entraron en la ciudad y empezaron a tirarnos desde las alturas de Matagorda y la torre de Villavieja.
Cuenta eso brevemente, un poco a disgusto, y se calla el resto: mujeres y niños asustados, sin comida ni abrigo, temblando de frío bajo la lluvia y el viento, durmiendo al raso entre las piedras de la isla o en las cubiertas de los barcos. Los últimos soldados y las guerrillas de paisanos voluntarios que, tras haber demolido a hachazos el puentecillo del río de la Miel y cubierto las avenidas para proteger la evacuación general, se retiraban corriendo por la playa, cazados como conejos por los tiradores franceses. El solitario gastador al que, a través del catalejo, vio volver sobre sus pasos y recoger a un compañero herido; y que, cargado con él, fue apresado por los enemigos antes de alcanzar la última lancha.
Suena una campana a su espalda, varias calles atrás: la de San Francisco. Un solo toque. Algunos caleseros, pescadores de la muralla y paseantes corren a resguardarse junto a las fachadas de las casas.
—Fogonazo de artillería —dice la mujer, con extraña calma.
Pepe Lobo mira en dirección al Trocadero, aunque los edificios impiden ver aquella parte de la costa.
—Llegará en unos quince segundos —añade ella.
Permanece inmóvil, contemplando el mar gris. El corsario observa que sus manos, que todavía apoya en el pomo del paraguas, aferran éste con más fuerza, crispadas por una tensión nueva y apenas perceptible. Instintivamente, él se acerca un poco más, interponiéndose en la imaginaria trayectoria de una bomba. Algo absurdo, por otra parte. Las bombas francesas pueden caer en cualquier sitio. Incluso pueden caerles encima.
Lolita Palma se vuelve a mirarlo con curiosidad. O eso le parece a él. En la boca de la mujer podría adivinarse una vaga sonrisa. Agradecida, quizá. Reflexiva, en todo caso. Permanecen así los dos, estudiándose de cerca en silencio, durante unos instantes. Tal vez demasiado cerca, se dice Lobo, reprimiendo el impulso de dar un paso atrás. Sería empeorar las cosas.
Un estampido sordo tras los edificios. Lejos. Hacia la Aduana.
—No era la nuestra —dice ella.
Sonríe ahora abiertamente, casi con dulzura. Como el día en que hablaron del árbol pintado en su abanico. Y, una vez más, él admira su sangre fría.
—¿Sabe quién toca la campana en San Francisco cuando hay bombas?
Responde el corsario que no, y ella se lo cuenta. Un novicio del convento, voluntario, se encarga de la tarea. El embajador inglés, al verlo desde el balcón de su casa hacer cortes de mangas dirigidos a los franceses entre repique y repique, quiso conocerlo y lo agasajó con una onza de oro. Ya conocerá Lobo las coplas que se cantan en la ciudad, entre guitarras de barbero, tabernas y colmados. La chispa local no se extingue ni con la guerra.
—Pero no todo son anécdotas simpáticas —concluye—… Dicen que están matando a mujeres.
—¿Matándolas?
—Sí. Asesinadas. De forma terrible.
No estaba al corriente el corsario, y ella cuenta lo que sabe. Que no es mucho. Los periódicos evitan el asunto, quizá para no alarmar a la población. Pero corren historias de chicas jóvenes secuestradas y muertas a latigazos. Un par de ellas, al menos. Y Dios sabe qué atrocidades más. Con tanto forastero y militar en la ciudad, hágase cargo. Pocas se atreven estos días a salir de noche.
Pepe Lobo tuerce el gesto. Incómodo.
—Hay veces en que uno llega a avergonzarse de ser hombre.
Lo ha dicho irreflexivamente, de modo espontáneo. Un comentario para llenar el silencio tras las palabras de ella. Pero advierte que la mujer lo observa con curiosidad.
—No creo que usted deba avergonzarse en absoluto.
Se miran a los ojos, con fijeza, durante un instante que al marino se le antoja demasiado largo.
—La asombraría, señora.
Otro silencio. Finas gotitas de agua empiezan a caer, aisladas, sobre el rostro de la mujer, anunciando la lluvia cerrada e inminente. Pero ella no se inmuta ni abre el paraguas, sino que sigue quieta junto al antepecho de la muralla, con todo aquel mar brumoso y gris de fondo. Tendría que ofrecerle resguardarse, piensa el corsario. Pero no se mueve. En realidad tendría que hacer o decir cualquier cosa que rompiese esa situación. El silencio. Y nada de lo posible coincide con lo que él desea en este momento.
—¿Compró algo interesante? —dice al fin. Por decir algo.
Lo mira ella casi desconcertada, sin saber de qué habla. Lobo sonríe un poco. Forzado.
—La librería. En la plaza.
Las gotillas de agua chispean cada vez con más frecuencia sobre el rostro de Lolita Palma. A su espalda, el mar gris empieza a puntearse de minúsculas salpicaduras que se extienden en ráfagas con una brisa que acude desde la boca de la bahía.
—Tendríamos que… —empieza el marino.
—Oh, sí. Mucho —responde ella al fin, apartando la mirada—. La Flora española de don Joseph Quer, completa, en seis volúmenes… Una edición muy linda y limpia.
—Ah.
—Del impresor Ibarra.
—Vaya.
Empieza a llover de veras. Una súbita marejada creciente levanta espuma en las Puercas, bahía adentro.
—Deberíamos volver —murmura Lolita Palma, el aire sensato.
Asiente él mientras ella abre el paraguas. Es grande, suficiente para cubrirlos a los dos, pero no le ofrece resguardarse debajo. Caminan ahora de vuelta entre los arbolillos de ramas desnudas, despacio, mientras la lluvia arrecia. El marino está hecho a soportar eso en la cubierta de un barco, pero le sorprende que ella no se inmute. De soslayo la ve recogerse un poco el bajo de la falda, con la mano libre, para esquivar los charcos que empiezan a formarse en el suelo.
—Tenemos algo pendiente —la oye decir de pronto.
Se vuelve hacia ella, sin comprender. Siente el agua gotear por los picos del sombrero y empapar la casaca. Debería quitársela para ponérsela a la mujer sobre los hombros y protegerle el chal, pero no está seguro de que sea un gesto conveniente. Demasiado íntimo, seguramente. Excesiva confianza. Con lluvia o sin ella, la ciudad es un lugar pequeño. Aquí cuentan lo mismo reputaciones que habladurías.
—El drago —aclara Lolita Palma—… ¿Se acuerda usted?
Sonríe él, algo confuso.
—Naturalmente.
—Y la expedición botánica. Prometió contármelo todo.
De ser otra clase de mujer, concluye el corsario, hace rato que le habría enjugado las gotitas suspendidas en el rostro y el cabello, rozándoselos con los dedos. Despacio. Sin alarmarla. Pero no es otra mujer, sino ella. Y ahí radica precisamente la cuestión.
—¿Le parece bien mañana?
Pepe Lobo da cinco pasos antes de responder a la pregunta.
—Mañana lloverá también —apunta con suavidad.
—Claro. Qué tonta soy… Entonces, el primer día de buen tiempo. Antes de que usted se vaya, o al regreso.
Un silencio, con el fondo del repiqueteo de la lluvia. Caminan por la acera enlosada de la calle de los Doblones, arrimados a las fachadas de las casas. La de los Palma está a veinte pasos, haciendo esquina. Cuando la mujer habla de nuevo, su tono ha cambiado.
—Envidio su libertad, señor Lobo.
Es más frío. O neutro. El señor devuelve unas cuantas cosas a su sitio.
—No es como yo lo definiría —responde el corsario.
—Usted no comprende, capitán.
Han llegado a la puerta principal de la casa, al resguardo del pasillo amplio y oscuro que conduce a la verja y al patio interior poblado de macetones con helechos. Pepe Lobo se quita el sombrero y lo sacude mientras ella cierra el paraguas. Siente la casaca húmeda pesarle sobre los hombros. Sus zapatos con hebilla de plata, arruinados, forman un charco en las baldosas del suelo.
—Es libre aquel a quien le suceden las cosas según lo que quiso —dice ella—… Al que nadie sino él mismo pone trabas.
Ahora sí es hermosa, admite Lobo. Con aquella luz tenue que viene de dos direcciones, patio y portal, y la penumbra detrás, y las gotitas de lluvia. Con la mirada fija en él, que sin embargo parece traspasarlo, viajando más allá, lejos. A lugares con mares y horizontes infinitos.
—Si yo hubiera nacido hombre…
Se calla, y el vacío que dejan sus palabras lo cubre una sonrisa apenas perceptible, pensativa.
—Afortunadamente no fue así —dice el corsario.
—¿Afortunadamente? —lo mira con sorpresa, casi escandalizada, aunque él no logra establecer con respecto a qué—. Eso no, cielo santo. Usted…
Ha levantado una mano, como si pretendiera poner los dedos sobre su boca e impedirle pronunciar ni una sola palabra más. El ademán se interrumpe a medio camino.
—Se hace tarde, capitán.
Da media vuelta, empuja la verja y penetra en la casa. Pepe Lobo se queda solo en el pasillo, contemplando la luz gris del patio vacío. Después se pone el sombrero y sale de nuevo a la calle, bajo la lluvia.
Cubierto con carrick encerado y sombrero de hule, apoyado en un muro para protegerse del agua, el comisario Tizón observa el cuerpo que yace en el suelo, a pocos pasos, junto a la pila de escombros bajo los que apareció hace tres horas. La bomba cayó anoche, derribando parte de una casa situada en un callejón a espaldas de la capilla de la Divina Pastora. Hubo cuatro heridos entre los vecinos, uno de los cuales —un anciano que estaba en la cama resultó medio aplastado por el derrumbe— se encuentra en estado grave. Pero la sorpresa vino por la mañana, con los trabajos de desescombro y apuntalamiento, cuando los vecinos rescataban los enseres que han podido salvarse. La mujer cuyo cuerpo fue descubierto entre los restos de la planta baja, antiguo almacén de carpintería abandonado, no estaba muerta a causa de la explosión o los cascotes, sino maniatada, amordazada y con la espalda abierta a latigazos. La lluvia, que ahora moja y lava el cadáver tendido boca abajo entre los restos de la casa, empapándole el pelo revuelto de sangre coagulada, arrastra el polvo de yeso y ladrillo roto, descubriendo la espalda desgarrada hasta mostrar las entrañas y los huesos dorsales, relucientes bajo el agua, de la base del cráneo a las caderas.
—Algunos escombros le aplastaron la cabeza, y no será fácil identificarla —comenta el ayudante Cadalso, que se acerca chorreante, sacudiéndose la lluvia—… Parece joven, como las otras.
—A lo mejor alguien la busca. Anota lo que puedas y haz que se encarguen de averiguarlo.
—Sí, señor. Ahora mismo.
Rogelio Tizón aparta la espalda de la pared, y sorteando escombros recorre el callejón hasta salir a la calle del Pasquín. La lluvia sigue cayendo, mansa en esta parte de la ciudad, cuya disposición callejera, perpendiculares opuestas a líneas rectas en cada trecho, corta el viento con eficacia. Balanceando el bastón, el policía observa los edificios contiguos, el daño causado por la bomba, la puerta estrecha que, al fondo del callejón, comunica con la iglesia cuya fachada se abre a la calle de Capuchinos. Es evidente que la mujer murió antes de que cayese la bomba. Este nuevo crimen también se adelantó al impacto, como en una de las dos ocasiones anteriores: la calle del Viento. En la del Laurel, sin embargo, no cayó ninguna bomba antes ni después, y eso aumenta la confusión del comisario. Todo esto traerá nuevas complicaciones, concluye al pensar, con desasosiego, en el intendente general y el gobernador. En lo que podrá contarles y en lo que no. Pero eso ha de esperar. Lo que ahora ocupa su atención es la búsqueda de algo cuya naturaleza exacta ignora, pero que sin duda está ahí, en el aire o en el paisaje urbano próximo. Una sensación semejante a la que advirtió en los otros lugares: el vacío casi absoluto intuido de un modo fugaz, como si en algún sitio determinado una campana de cristal extrajese el aire, o éste adquiriese una cualidad inmóvil y siniestra. Un punto de ausencia, desprovisto de movimiento y sonido, que se cree capaz de reconocer.
Nada de eso percibe esta vez. Tizón va sin éxito de un lado para otro, paso a paso, husmeando obstinado como un perro de caza. Mirando cada detalle de cuanto lo rodea. Pero la lluvia y la humedad lo llenan todo. De pronto cae en la cuenta de que ayer por la tarde o por la noche, cuando debió de morir la muchacha, aún no llovía. Quizá se trate de eso, decide. Tal vez sea necesaria una condición determinada en el aire, o la temperatura. O vaya Dios a saber. Puede que él mismo, admitiendo absurdos lances de su imaginación, se esté volviendo loco. Listo para acabar en el pabellón del hospicio de la Caleta.
Con tan inquietantes pensamientos en la cabeza, el comisario ha rodeado la manzana de casas hacia la izquierda, llegando ante el pórtico de piedra pintada de blanco de la Divina Pastora, donde hay una hornacina con una Virgen sentada que acaricia el cuello de un cordero. La puerta de la capilla está abierta, y el policía se asoma por ella, sin descubrirse, echando un vistazo al interior; a cuyo extremo, bajo los dorados apenas visibles del retablo mayor que domina el pequeño recinto en forma de cruz griega, brilla una lamparilla solitaria. Una sombra enlutada, que estaba arrodillada ante el altar, se levanta, toma agua bendita de una pila, se santigua y pasa junto al policía, que se hace a un lado. Es una anciana con mantón negro y rosario. Cuando Tizón sale a la calle, la mujer se aleja entre la lluvia, hacia la explanada de Capuchinos. El policía la sigue con la mirada hasta perderla de vista. Luego, resguardado en el portal, enciende un cigarro y fuma con parsimonia, observando las volutas de humo que se deshacen despacio en el aire húmedo. Quisiera no sentir remordimiento ni inquietud alguna por la escena que acaba de dejar atrás, entre los escombros del callejón. Una mujer muerta, o seis, o cincuenta, no cambian nada: el mundo gira igual hacia el abismo. Al fin y al cabo, todo debe llevar su tiempo en el orden suicida de las cosas, piensa. En la vida y en la muerte que es su consecuencia. Además, cada circunstancia observada posee su paso propio. Su ritmo particular. Toda pregunta debe dar una oportunidad razonable a su respuesta. Él no es culpable de los acontecimientos, se dice dejando salir otra bocanada de humo. Sólo su testigo. Espera recordar eso con parecida convicción esta noche, en el salón vacío de su casa. Con la mirada silenciosa de su mujer clavada en él, junto al piano cerrado. Retóricas aparte, ayer la muchacha del callejón todavía estaba viva.
—Mierda de Dios —blasfema en voz alta, ceñudo y oscuro.
Ha sacado el reloj del bolsillo del chaleco y consulta las manecillas. Después deja caer el chicote del cigarro al suelo y lo aplasta con la suela húmeda de la bota.
Ya va siendo hora, concluye fríamente, de hacer una visita.
La lluvia repiquetea arriba, en el suelo de la terraza y en la cubierta de tablas del palomar vacío. Junto a la puerta vidriera, cuyos colores no alegra hoy la luz incierta y gris del exterior, Gregorio Fumagal, vestido con bonete de lana y bata, quema los últimos papeles en la estufa. No se trata de un trabajo excesivo, ni urgente. Pocos son los documentos comprometedores que conserva: libretas de notas con lugares de caída de bombas y coordenadas geográficas, cálculos de distancias, fechas y anotaciones diversas. Todo arde hoja a hoja, a medida que el taxidermista abre el portillo de hierro y mete dentro, sobre las brasas y las llamas, papeles sueltos y páginas que arranca después de un breve vistazo. Antes ha quemado también, desencuadernados de sus tapas de apariencia inocente y hechos pedazos, algunos libros prohibidos de filósofos franceses. Son viejos compañeros de pensamiento y vida, que hoy ha visto arder sin lamentarlo demasiado. Nada de eso debe quedar allí.
No es un estúpido despistado, ni está ciego. La aparición de gente inhabitual en los alrededores, siguiendo con discreción sus pasos cada vez que sale a la calle, no le pasa inadvertida. Cada noche, antes de acostarse, desde la ventana de su dormitorio —la única que da directamente a la calle—, puede confirmar la presencia puntual de una silueta inmóvil disimulada en las sombras bajo su casa, en la esquina de la calle de las Escuelas con la de San Juan. Y caminando por la ciudad, deteniéndose con aire casual ante una tienda o una taberna, ha podido comprobar, con una mirada de soslayo, próximas e inquietantes compañías: hombres taciturnos con ropas civiles y semblantes poco tranquilizadores. Todo eso lo sitúa en trance de no hacerse ilusiones sobre el futuro. En realidad, cuando analiza con detenimiento la situación, lo que ha hecho y lo que le pueden hacer a él, le sorprende seguir libre.
Todo cuanto contenía la estufa se ha convertido en brasas y cenizas. Sólo queda el plano de la ciudad, la pieza maestra. La clave de todo. Fumagal observa, melancólico, el doble pliego de papel, sobado por el uso, donde líneas y curvas trazadas a lápiz se extienden desde la parte oriental como una compleja red cónica sobre el trazado urbano de Cádiz. Es el fruto de un año de trabajo arriesgado y minucioso, día a día. De interminables caminatas, cálculos y observaciones clandestinas que le dan un extraordinario valor científico. Todo está anotado allí, o tiene su referencia adecuada: determinación geográfica, ángulos de incidencia, fuerza y dirección del viento reinante en casi todos los impactos, radios de acción, zonas de incertidumbre. La importancia militar de ese plano para quienes asedian Cádiz es incalculable. Ésa es la razón de que, pese al riesgo de los últimos tiempos, Fumagal lo haya conservado hasta hoy, con la esperanza de que tarde o temprano se restableciese el contacto con el otro lado de la bahía, interrumpido desde la marcha del Mulato. Pero nada ocurre, y el peligro aumenta. Las últimas palomas volaron hacia el Trocadero con mensajes en los que se daba cuenta de la crítica situación, sin otra respuesta que el silencio. El paso de los días no hace sino confirmar al taxidermista que lo han abandonado a su suerte. Una suerte, ésa, que en esta azarosa etapa de su vida —pasa los días como un sueño extraño por el que camina incierto, a la manera de un sonámbulo— ha estado forzando deliberadamente, en todos los sentidos. Pero hay aspectos inevitables en las cosas. Situaciones que nadie puede rechazar o elegir. O no del todo.
Rasga el plano de Cádiz en cuatro pedazos y, haciendo con el papel cuatro bolas, las introduce en la estufa. Allá va todo, piensa. Cenizas de una vida y una visión del mundo. La geometría de un sistema de orden universal, frío e implacable, llevado a las últimas y necesarias consecuencias, pero inacabado en su conjunto. En su feroz objetivo final. Esa palabra, final, lo lleva a pensar en el pequeño frasco oscuro, de tapón de cristal sellado con lacre, que aguarda en uno de los cajones de la mesa de despacho: una solución de opio concentrado que constituye su atajo, tranquilo y dulce, en previsión de lo peor, a la libertad y la indiferencia. El resplandor de las llamas, al hacerse más intenso, ilumina el rostro abatido de Gregorio Fumagal; y, a su espalda, los cristales de las vitrinas y las perchas puestas en la pared, allí donde los animales disecados miran al vacío con ojos inmóviles. Testigos del fracaso de quien los rescató de la podredumbre, el polvo y el olvido. Esta vez no hay nada sobre la mesa de mármol. Hace tiempo que el taxidermista no se siente con ánimo. Carece de la concentración necesaria para manejar con precisión el bisturí, el alambre y la estopa. Le falta serenidad. Y por primera vez en cuanto recuerda de su vida, también decisión. Quizá valor sea otra palabra que no se atreve a formular del todo. El palomar vacío ha minado demasiados cimientos en las últimas semanas. Demasiadas certezas. Cuando se encara con lo que ahora es, urgiéndose a afrontar el futuro inmediato y el resto de su vida —si es que realmente uno y otro llegan a prolongarse algo más de unas cuantas horas—, Fumagal no logra sobreponerse a su propia indiferencia. Ni siquiera quemar papeles y libros comprometedores es un acto que estimara necesario. Sólo se trata de algo lógico, consecuencia de hechos anteriores. Un reflejo casi automático de lealtad, o de consecuencia, dirigido al otro lado de la bahía, o quizá —lo que es más probable— a sí mismo.
Llaman a la puerta. Un solo campanillazo breve. Fumagal cierra el portillo de la estufa, se pone en pie y acude al vestíbulo. Allí descorre la mirilla enrejada de latón. En el descansillo hay un hombre a quien no conoce, con sombrero de hule y carrick encerado que gotea agua de lluvia. Su nariz es fuerte y aguileña, casi rapaz, enmarcada por dos espesas patillas que se unen al bigote. En las manos tiene un bastón de apariencia pesada, con amenazador puño de bronce.
—¿Gregorio Fumagal?… Soy comisario de policía… ¿Puede abrir la puerta?
Claro que puedo, decide silencioso el taxidermista. Lo opuesto resultaría inútil, a esas alturas. Y grotesco. Sólo está ocurriendo lo que tarde o temprano debía ocurrir. Asombrado de su calma, descorre el cerrojo. Mientras abre la puerta, piensa otra vez en el frasquito de cristal guardado en el cajón de la mesa de despacho. Quizá dentro de poco sea demasiado tarde para recurrir a él; pero una invencible sensación de curiosidad se sobrepone a cualquier otra idea. Singular término, ése. Curiosidad. Aunque puede tratarse sólo de una justificación. Una excusa cobarde para seguir respirando —observando, para ser exacto— un poco más.
—¿Me permite? —dice el otro.
Después entra en la casa, sin esperar respuesta. Cuando el taxidermista se dispone a cerrar la puerta, el otro hace un movimiento con el bastón, bloqueándola, para que la deje abierta. Antes de seguirlo al interior, Fumagal observa que escalera abajo, en el descansillo inmediato, aguardan otros dos hombres vestidos con sombreros redondos y capotes oscuros.
—¿Qué quiere de mí?
El policía, que no se ha quitado el sombrero ni abierto el gabán inglés, está de pie en el centro del gabinete, junto a la mesa de mármol, balanceando el bastón mientras dirige una mirada en torno. Más que inspeccionar un lugar desconocido, se diría que comprueba si todo sigue como estaba. Por un momento se pregunta Fumagal cuándo habrá estado antes allí ese individuo. Y cómo se las arregló para no dejar huellas de su visita.
—Postrado entre los rebaños muertos, está sentado inmóvil. Está claro que algo siniestro maquina…
Fumagal parpadea, perplejo. El policía ha dicho esas palabras cuando todavía miraba alrededor, antes de volverse hacia él. En tono dramático, como si recitara. Y sin duda es una cita, pero el taxidermista no alcanza a saber de qué se trata.
—¿Perdón?
Lo mira el otro con intensa fijeza. Hay algo inquietante en los ojos, más allá de su actitud policial. Un brillo acerado, de odio a un tiempo inmenso y contenido.
—¿No sabe de qué estoy hablando?… Vaya por Dios.
Da unos pasos por el gabinete, pasando el pesado pomo de bronce sobre el mármol de la mesa de disecar. Un ruido chirriante, prolongado, prometedor.
—Probaremos suerte otra vez —dice tras un corto silencio.
Se ha parado delante del taxidermista, mirándolo de ese modo. Más personal que oficial.
—Un hombre que tras maquinar la destrucción para todo un ejército, salió amparado en las tinieblas de la noche a sembrar la muerte con su espada…
Lo dice con el mismo tono recitativo, y en los ojos la misma hostilidad.
—¿Eso le suena más?
Fumagal sigue estupefacto. No es esto lo que lleva esperando desde hace días.
—No sé de qué me habla.
—Ya veo. Dígame una cosa… ¿Leyó Ayante alguna vez?
Le sostiene la mirada Fumagal, aún confuso. Intentando situarse.
—¿Ayante?
—Sí. Ya sabe. Sófocles.
—No, que yo recuerde.
Ahora es el policía quien parpadea. Un instante nada más. Durante ese cortísimo espacio de tiempo, el taxidermista concibe la esperanza de que todo se trate de un equívoco. De que el objeto de aquello no sea él, sino otro. Un error policial, judicial. Una queja de vecinos. Lo que sea. Pero lo que escucha a continuación destruye esa esperanza.
—Voy a contarle algo, camarada —el policía se ha inclinado sobre la estufa, abre el portillo, echa un vistazo y vuelve a cerrarlo—. El jueves pasado, a las seis de la mañana, cumpliéndose la sentencia de un consejo de guerra sumarísimo, le dieron garrote al Mulato en los fosos del castillo de San Sebastián… Usted no ha leído nada en los periódicos, claro. El asunto era delicado y se llevó a puerta cerrada, como suele hacerse en estos casos.
Mientras habla se dirige a la puerta de la terraza, que abre para mirar la escalera. Luego la cierra cuidadosamente, da unos pasos por el gabinete y se detiene frente al mono disecado expuesto en una de las vitrinas.
—Yo estaba allí, madrugando —prosigue—. Éramos tres o cuatro. El Mulato se dejó encorbatar con bastante calma, dicho sea de paso. Los contrabandistas suelen ser gente cruda. Él lo era, desde luego. Pero todo tiene sus límites.
Mientras habla el policía, sin apresurarse, Fumagal da un paso para rodear la mesa y acercarse al cajón donde está la solución de opio. Casual o deliberadamente, el otro se interpone entre él y la mesa.
—Tuvimos algunas conversaciones de interés, el Mulato y yo —sigue contando—. Podría decirse que, al final, llegamos a un punto de acuerdo razonable…
El policía se interrumpe un momento y tuerce la boca en un amago de sonrisa lobuna, destello de oro incluido. Luego añade:
—Siempre se llega, se lo aseguro. Al punto. Siempre.
La última palabra ha sonado siniestra como una promesa. Tras otra pausa, que emplea en contemplar los otros animales disecados, el policía sigue hablando. El Mulato, cuenta, habló de Fumagal. Y mucho: palomas, mensajes, viajes por la bahía, franceses y todo lo demás. Después de eso, él mismo estuvo en la casa para echar un vistazo. Curioseó entre los papeles, y también vio el plano de la ciudad, con todos aquellos trazos y marcas. Interesantísimo, por cierto.
—¿Lo tiene todavía?
Fumagal no responde. El otro dirige una mirada de resignación a la estufa caliente.
—Lástima. Me confié, con eso. Un error. Pero había otros aspectos… Tenía que asegurarme, compréndalo. Darle a usted otra… Bueno. Ya sabe, camarada. Una nueva oportunidad.
Se calla, pensativo. Al cabo levanta el bastón y acerca el pomo de bronce al pecho de Fumagal, sin llegar a tocarlo.
—¿De verdad no ha leído nada de Sófocles?
Otra vez. Dale con Sófocles, piensa el taxidermista. Se diría una broma absurda, cuyo alcance no llega a imaginar. Pese a su precaria situación, empieza a sentirse irritado.
—¿Por qué me pregunta eso?
Ríe entre dientes el policía, balanceando el bastón. Sombrío. No hay humor, comprueba Fumagal, en esa risa siniestra, de pésimo augurio. Furtivamente dirige un último vistazo al cajón cerrado de la mesa de despacho. Ahora, y para siempre, tan lejos.
—Porque un amigo mío va a burlarse a gusto, cuando se lo cuente.
—¿Estoy detenido?
El otro lo estudia un momento, inmóvil. Con cara de sorpresa.
—Sí, claro. Por supuesto que lo está… ¿Qué otra cosa pensaba?
Entonces, inesperadamente, levanta el bastón y golpea muy fuerte sobre el mármol de la mesa, tres veces. Al ruido acuden los dos hombres que estaban en la escalera. De reojo, Fumagal los ve detenerse en la puerta del gabinete, esperando. Ahora el policía se ha acercado mucho a él, hasta el punto de que puede sentir su aliento espeso, de tabaco y mala digestión. Los ojos acerados y malignos se clavan en los suyos, reapareciendo, sin disimulos, el destello de odio que advirtió antes. Asustado —por primera vez—, el taxidermista retrocede un paso. Se trata de miedo físico, sin rodeos. Tal cual. Teme que el otro vaya a golpearlo con el pesado pomo del bastón.
—Te detengo por espía francés, y por el asesinato de seis mujeres.
De esas doce palabras, lo que más estremece a Fumagal es el tuteo explícito en la primera.