10

El día transcurre fresco, nuboso, con vientecillo del norte que riza a lo lejos el agua de los caños. Felipe Mojarra salió de casa temprano —calañés calado hasta las cejas, zurrón, manta sobre los hombros y cachicuerna en la faja— para recorrer el cuarto de legua de camino, bordeado de árboles, que lleva del pueblo de la Isla a la zona militar y el hospital de San Carlos. El salinero calza hoy alpargatas. Va a visitar al cuñado Cárdenas, que convalece despacio, con muchas complicaciones, del tiro que le tocó la cabeza cuando se llevaban la cañonera francesa del molino de Santa Cruz. La bala no hizo más que astillar algo de hueso, pero la inflamación y las infecciones complicaron las cosas, y el cuñado sigue delicado. Mojarra acude a verlo siempre que puede, si está libre de servicio y no tiene que ir con las guerrillas o acompañar al capitán Virués a reconocer posiciones enemigas. El salinero suele llevar algo de comida preparada por su mujer y charlar un rato con Cárdenas, echando un cigarro. Pero siempre es un mal trago. No tanto por el cuñado, que aguanta mal que bien, sino por el ambiente del hospital. Ése no es plato de gusto para nadie.

Pasando entre los cuarteles de los batallones de marina, Mojarra recorre las avenidas rectas de la población militar, deja atrás la explanada de la iglesia y entra en el edificio de la izquierda, tras identificarse ante un centinela. Sube los escalones, y apenas cruza el vestíbulo que comunica las dos grandes salas del hospital, experimenta una sensación conocida e incómoda: el estremecimiento de internarse en un espacio ingrato, de rumor bajo y continuo, monótono; gemido colectivo de centenares de hombres que yacen sobre jergones de paja y hojas de maíz puestos sobre tablas, alineados hasta lo que desde la puerta parece el infinito. Enseguida llega el olor, también familiar, y aunque esperado no por eso menos agobiante. Las ventanas abiertas no bastan para disipar la fetidez de la carne ulcerada y podrida, el hedor dulzón de la gangrena bajo los vendajes. Mojarra se quita el calañés y el pañuelo de hierbas que lleva debajo.

—¿Cómo andas, cuñado?

—Ya ves. Achicado, pero todavía coleo.

Ojos brillantes, cercos enrojecidos por la fiebre. Mal aspecto. Piel sin afeitar que enflaquece más las mejillas hundidas. La cabeza rapada con la herida visible —descubierta para facilitar el drenaje— parece poca cosa comparada con otras escenas en que abunda la sala llena de enfermos, heridos y mutilados. Hay allí soldados, marineros y paisanos víctimas de los choques recientes en la línea y de las incursiones en territorio ocupado; pero también de los combates del año pasado en El Puerto, Trocadero y Sanlúcar, y del desastre de Zayas en Huelva, el intento de Blake en el condado de Niebla y la batalla de Chiclana: llagas supurantes, brechas en la carne que meses después aún no cicatrizan, muñones de amputaciones con costurones violáceos, cráneos y miembros con heridas de bala o de sable todavía abiertas, apósitos sobre ojos ciegos o de cuencas vacías. Y siempre el quejido continuo, sordo, que llena el recinto entre cuyas paredes parece encerrarse, concentrado como una esencia miserable, todo el dolor y la tristeza del mundo.

—¿Qué dicen los cirujanos?

Emite el otro un suspiro resignado.

—Que voy a paso cangrejo… Y que tengo para rato.

—Pues yo te veo buena pinta.

—No me jodas, anda. Y dame fumeque.

Saca Mojarra dos cigarritos liados, le pasa uno al herido y se pone el segundo en la boca, encendiéndolos con el eslabón y la yesca. Bartolo Cárdenas se incorpora con esfuerzo y se sienta en el borde del jergón —sábana sucia, manta delgada y vieja—, aspirando el humo hasta bien adentro. Satisfecho. El primero en dos semanas, dice. Perro tabaco. Mojarra saca ahora del zurrón un paquete atado con cordel: cecina, atún en salazón. También una vasija de barro que contiene garbanzos guisados con bacalao, una limeta de vino y un atado con seis cigarros.

—Tu hermana te manda esto. Procura que no te lo quiten los compañeros.

Guarda Cárdenas el paquete bajo las tablas del jergón, mirando en torno con recelo. La cazuela de barro la deja en el suelo, junto a sus pies descalzos.

—¿Cómo están tus chiquillas?

—Bien.

—¿Y la de Cádiz?

—Todavía mejor.

Fuman los cuñados mientras Mojarra cuenta novedades. Siguen las incursiones en los caños, dice, con los franceses a la defensiva. Bombas sobre la Isla y sobre la ciudad, sin muchas consecuencias. También rumorean que el general Ballesteros se retira con su gente a Gibraltar, para protegerse bajo los cañones ingleses, mientras los gabachos amenazan Algeciras y Tarifa. También hay dispuesta una expedición militar a Veracruz que combatirá a los insurgentes mejicanos. A él mismo han estado a punto de alistarlo forzoso para allá, con otra gente del pueblo; pero lo sacó de apuros don Lorenzo Virués, reclamándolo a tiempo. Poco más.

—¿Cómo sigue tu capitán?

—Igual que siempre. Ya sabes… Dibujando y haciéndome madrugar.

—¿Hemos perdido alguna batalla últimamente?

—Menos Cádiz y la Isla, todas.

Cárdenas enseña las encías descarnadas y grises, una mueca resentida.

—Habría que fusilar a veinte generales, por traidores.

—No es sólo un problema de generales, cuñado. Es que nadie se pone de acuerdo y cada uno va por su lado. La gente hace lo que puede, pero la escabechan; se junta otra vez, y la vuelven a escabechar… No es raro que prefieran desertar, yéndose al monte. Cada vez hay más guerrilleros y menos soldados.

—¿Y los salmonetes?

—Ahí siguen. A lo suyo.

—Ésos sí que saben lo que quieren.

—Vaya si lo saben. Hacen su oficio, y les importamos una mierda.

Un silencio. Los dos hombres fuman y callan, esquivándose las miradas. Mojarra no puede evitar que la suya se dirija a la herida del otro. La brecha en forma de cruz en el cráneo rapado recuerda una boca abierta, cuyos labios alguien hubiese tajado de arriba abajo. Dentro hay una costra húmeda y sucia.

—Oí que han fusilado al cura Ronquillo —comenta Cárdenas.

Lo confirma Mojarra. El tal Ronquillo, sacerdote de El Puerto, había colgado los hábitos después de que los franceses quemaran su iglesia, y mandaba una partida que empezó como patriota y se transformó en bandolera, saqueando y asesinando sin reparos a viajeros y campesinos. Al fin, el ex cura acabó pasándose a los franceses, con su gente.

—Hará un mes —concluye— nuestras guerrillas le tendieron una emboscada en Conil. Luego lo pasaron por la crujía y le formaron el piquete.

—Pues bien muerto está, ese mala herramienta.

Un alarido hace volver la cabeza a Mojarra. Un hombre joven se revuelve desnudo en su jergón, amarrado boca arriba por correas que le traban brazos y piernas. Arquea el cuerpo con extrema violencia, rechinando los dientes, apretados los puños y con todos los músculos en tensión, desorbitados los ojos y emitiendo gritos secos y cortos, de extrema furia. Nadie a su lado parece prestarle atención. Cárdenas explica que es un soldado del batallón de Cantabria, herido hace siete meses en la batalla de Chiclana. Tiene en la cabeza una bala francesa que no hay manera de sacarle, y de vez en cuando le produce convulsiones y espasmos tremendos. Ni sana ni se muere, y ahí sigue, con un pie en cada barrio. Lo van cambiando de sitio para que la murga que da se reparta con equidad por toda la sala. Hay quien habla de asfixiarlo de noche con una almohada, y que descanse; pero nadie se atreve, porque a los cirujanos parece interesarles mucho y vienen a verlo, y hasta toman notas y lo enseñan a las visitas. Cuando lo pusieron cerca tuvo a Cárdenas despierto dos o tres noches, de sobresalto en sobresalto. Pero acabó acostumbrándose.

—A todo se hace uno, cuñado.

La mención de la batalla de Chiclana tuerce el gesto de Felipe Mojarra. Hace poco, a causa de la denuncia de un médico, se supo que varios heridos de esos combates morían en San Carlos por falta de atención y comida, y que los caudales destinados a poner tocino y garbanzos en el puchero eran malversados por los funcionarios. La reacción del ministro de la Real Hacienda, responsable del hospital, fue instantánea: denunciar al periódico de Cádiz que había dado la noticia. Luego todo se fue tapando con comisiones, visitas de diputados y alguna pequeña mejora. Recordando el escándalo, el salinero mira alrededor, a los hombres postrados y a los que, sosteniéndose con bastones y muletas, están junto a las ventanas o se mueven por la sala a la manera de espectros, desmintiendo palabras como heroísmo, gloria y alguna otra de las que usan y abusan los jóvenes y los ingenuos, y también quienes viven a salvo de acabar en lugares así. Estos que contempla son hombres que en otro tiempo pelearon, como él, por su rey prisionero y por su patria ocupada, cobardes o valientes enrasados en la desgracia por el hierro y el fuego. Tristes, al fin, defensores de la Isla, de Cádiz, de España. Y ésta es su paga: cuerpos macilentos de ojos hundidos, expresiones febriles, pieles apergaminadas y pálidas que anticipan la muerte, la invalidez, la miseria. Raras sombras de lo que fueron. El mismo podría ser ahora uno de ellos, piensa. Encontrarse en lugar del cuñado, con esa cabeza abierta que no cicatriza nunca, o del infeliz que se retuerce amarrado al catre con una onza de plomo encajada en los sesos.

Inesperadamente, el salinero tiene miedo. No el de siempre, cuando las balas zumban cerca y siente los músculos y tendones encogidos, esperando el tiro cabrón que tumba patas arriba. Tampoco se trata del lento escalofrío de la espera antes del combate inminente —el peor miedo de todos—, cuando el paisaje próximo, incluso bajo el sol, parece volverse gris de sucios amaneceres, y sale dentro una extraña congoja por uno mismo que sube por el pecho hasta la boca y los ojos, sin remedio, obligando a respirar muy hondo y muy despacio. El miedo de ahora es diferente: sórdido, mezquino. Egoísta. Avergüenza sentir esta aprensión turbadora que vuelve amargo el humo de tabaco entre los dientes y empuja a levantarse con toda urgencia y salir de allí, correr a casa y abrazar a la mujer y las hijas para sentirse entero. Vivo.

—¿Qué hay de la cañonera? —pregunta Cárdenas—. ¿Cuándo nos pagan?

Mojarra encoge los hombros. La cañonera. Hace dos días estuvo en la intendencia de la Armada, a reclamar de nuevo la recompensa prometida. Ya pierde la cuenta de las veces que ha ido. Tres horas largas de pie esperando con el sombrero en la mano, como de costumbre, hasta que el habitual funcionario malhumorado le dijo con sequedad, en medio minuto y sin apenas mirarlo, que cada cosa a su tiempo y menos prisas. Que hay demasiados jefes, oficiales y soldados que llevan meses sin cobrar sus pagas.

—Tardarán un poco, todavía. Eso dicen.

El otro lo mira inquieto.

—Pero ¿has ido en serio?

—Claro que he ido. Y mi compadre Curro, varias veces. Siempre nos despachan con pocas palabras. Es mucho dinero, dicen. Y son malos tiempos.

—¿Y tu capitán Virués? ¿No puede hablar con alguien?

—Dice que en asuntos de ésos no hay nada que hacer. Está fuera de su competencia.

—Pues bien contentos se pusieron cuando aparecimos con la lancha. Hasta el comandante de marina nos dio la mano. ¿Te acuerdas?… Y me vendó la cabeza con su pañuelo.

—Ya sabes. En caliente es otra cosa.

Cárdenas se lleva una mano a la frente, como si fuese a tocar la herida abierta en el cráneo, y la detiene a una pulgada del borde.

—Estoy aquí por esos cinco mil reales, cuñado.

El salinero permanece en silencio. No sabe qué decir. Da una última chupada al chicote, lo deja caer al suelo y aplasta la brasa con el talón de la alpargata. Después se pone en pie. Los ojos enrojecidos de Cárdenas lo miran con desolación. Indignados.

—Nos la jugamos bien jugada —dice—. Curro, el hormiguilla, tú y yo. Y los franceses que aligeramos, acuérdate. Dormidos y a oscuras, casi… ¿Se lo explicaste bien?

—Claro que sí… Ya verás cómo se arregla. Tranquilo.

—Nos ganamos el dinero de sobra —insiste Cárdenas—. Y más que nos dieran.

—Hay que tener paciencia —el salinero le pone una mano en el hombro—. Será cosa de pocos días, digo yo. Cuando lleguen caudales de América.

Mueve el otro la cabeza con desaliento y se tumba de lado en el jergón, encogido como si tuviera frío. Los ojos febriles miran fijamente el vacío.

—Lo prometieron, cuñado… Una lancha con su cañón, veinte mil reales… Por eso fuimos, ¿no?

Mojarra coge su manta, el zurrón y el calañés, camina entre los jergones y se aleja de allí. Huyendo de lo que tapan las banderas.

Veinte millas al oeste de cabo Espartel, el último cañonazo hace caer la gavia de mayor de la presa, que se desploma sobre cubierta con desorden de verga, jarcia y lona. Casi en el mismo instante, a bordo se ponen en facha y arrían la enseña francesa.

—Echad la chalupa al agua —ordena Pepe Lobo.

Apoyado en la regala de estribor, a popa de la Culebra, el corsario observa la embarcación capturada, que se balancea en la marejada con la lona a la contra, retenida en el viento fresco de levante. Es un chambequín de mediano tonelaje, tres cañones de 4 libras a cada banda y aparejo de cruz, y acaba de rendirse tras brevísimo combate —dos andanadas por una y otra parte, con poco daño a la vista— y cinco horas de una caza iniciada cuando, a la luz del alba, un vigía de la balandra española lo descubrió adentrándose en el Atlántico. Se trata seguramente de uno de los barcos enemigos, medio mercantes y medio corsarios, que frecuentan los puertos marroquíes para encaminar provisiones a la costa controlada por los franceses. Por el rumbo que llevaba antes de verse perseguido, el chambequín debió de zarpar anoche de Larache con intención de navegar mar adentro, dando un rodeo hacia poniente para evitar las patrullas inglesas y españolas del Estrecho, antes de poner rumbo norte y arribar a Rota o Barbare al amparo de la oscuridad. Ahora, una vez marinado por la gente de la Culebra y reparada la gavia, su destino será Cádiz.

Pica los cuartos la campana de a bordo con dos toques dobles. Ricardo Maraña, que ha cambiado unas palabras mediante la bocina con la tripulación del chambequín, se acerca desde proa, pasando junto a los cuatro cañones de 6 libras que, en la banda de estribor, aún apuntan al otro barco para evitar sorpresas de última hora.

—Tripulación francesa y española, patrón francés —informa, satisfecho—. Vienen de Larache, como suponíamos, hasta arriba de carne salada, almendras, cebada y aceite… Una buena captura.

Asiente Pepe Lobo mientras su segundo, con la indiferencia habitual, se mete dos pistolas en el ancho cinto de cuero que le ciñe la chaqueta negra, asegura el sable y acude a reunirse con el trozo de abordaje que, provisto de alfanjes, trabucos y pistolas, se dispone a embarcar en la chalupa. Con semejante carga y bandera, ningún tribunal discutirá la legitimidad de la presa. La voz ha corrido ya por cubierta: alborozados ante la perspectiva de pingüe botín sin costo de sangre, los tripulantes se muestran risueños y palmean las espaldas de Maraña y sus hombres.

Cogiendo el catalejo que hay junto a la bitácora, Pepe Lobo lo extiende, pega un ojo a la lente y dirige un vistazo a la popa elevada y fina del otro barco, cuya tripulación recoge la lona caída en cubierta y aferra el resto del aparejo. Hay tres hombres bajo el palo de mesana, mirando la balandra con gesto desolado. Uno de casacón oscuro, barba espesa y cabeza cubierta por un sombrero de ala corta, parece el capitán. Tras él, en la banda opuesta, un pilotín o un grumete arroja algo por la borda. Quizás un libro de señales secretas, correspondencia oficial, una patente de corso francesa o todo eso junto. Al advertirlo, Lobo llama al contramaestre Brasero, que sigue junto a los cañones.

—¡Nostramo!

—¡Mande, capitán!

—¡Dígales por la bocina que toda la gente vaya a proa!… ¡Y que si tiran algo más al agua, aunque sea un escupitajo, largamos otra andanada!

Mientras Brasero obedece la orden, escupitajo incluido, el capitán de la Culebra se asoma por la borda para comprobar cómo va la puesta en el agua de la chalupa. El trozo de presa ya está a bordo, y los hombres arman los remos en los escálamos mientras Maraña se descuelga por el costado. Pepe Lobo mira luego en dirección a la costa marroquí, invisible en la distancia pese a que el día es claro, con el horizonte limpio. Una vez marinado el chambequín tiene intención de acercarse un poco a tierra y echar un vistazo por si todavía cayese algo más —éstas son buenas aguas para la caza—, antes de cambiar el rumbo y escoltar la presa.

—¡Cubierta!… ¡Vela por el través de estribor!

Mira arriba el corsario, contrariado. En la cofa, el vigía señala hacia el norte.

—¿Qué barco?

—¡Dos palos, parece! ¡Velas cuadras, grandes, con todo arriba!

Tras colgarse el catalejo del hombro, Lobo recorre inquieto media cubierta, bajo la botavara que oscila con la gran vela mayor parcialmente aferrada. Después, encaramándose a la regala, trepa un poco por los flechastes, extiende el catalejo y mira por él, procurando adaptar el pulso y la vista al movimiento que la marejada impone a la lente.

—¡Es un bergantín! —advierte el vigía, sobre su cabeza.

El grito llega sólo un segundo antes de que Pepe Lobo identifique el aparejo de la embarcación que se aproxima con rapidez gracias al levante fresco que tensa su lona. Y es un bergantín, desde luego. Navega con foques, gavias, juanetes y sobrejuanetes, está a unas cinco millas y lleva buen andar, acercándose con el viento por la aleta de babor. Todavía resulta imposible distinguir su bandera, si es que la lleva izada; pero no hace falta. Lobo cierra los ojos, masculla una maldición, los abre de nuevo y mira otra vez por el catalejo. Cree reconocer al intruso. También le cuesta creer en su mala suerte, pero el mar hace esta clase de jugadas. A veces se gana y a veces se pierde. La Culebra acaba de perder.

—¡Que vuelva el trozo de abordaje!… ¡Gente a la maniobra!

Grita las órdenes mientras se desliza abajo por un obenque, y apenas pone los pies en cubierta se dirige a popa sin prestar atención a los hombres que lo miran perplejos, o se detienen un momento en la borda para escudriñar el horizonte. De camino se cruza con Maraña, que ha regresado y lo interroga con una ojeada. Lobo se limita a señalar el norte con un movimiento del mentón, y a su teniente le basta un instante para comprender.

—¿El bergantín de Barbate?

—Puede.

Maraña se lo queda mirando, inexpresivo. Después se inclina por la borda sobre la chalupa; cuyos tripulantes, las manos en los remos, se aguantan con un bichero en los cadenotes y levantan los rostros inquisitivos, sin saber qué ocurre.

—¡Todos a bordo! ¡Sacadla del agua!

Podría tratarse también de un inglés, se dice Pepe Lobo, aunque no tiene noticia reciente de ninguno a esta parte del Estrecho. En todo caso, no está dispuesto a correr riesgos. La balandra corsaria es rápida; pero el francés, si de él se trata, lo es mucho más. Sobre todo con viento del través y a un largo, como será el caso si les pretende dar caza. También tiene mayor potencia de fuego: sus doce cañones de 6 libras superan en cuatro a la Culebra. Y lleva más tripulantes.

—¡Cubierta! —grita el vigía—. ¡Es el bergantín francés!

Lobo no se lo hace repetir.

—¡Larga mayor y larga todo a proa, amurado a babor!

La chalupa ya está a bordo, chorreando agua. Los del trozo de abordaje han dejado las armas y la estiban en sus calzos a popa del palo, bajo la botavara, mientras Maraña da órdenes a proa y el contramaestre Brasero empuja a sus puestos a los remolones. Un murmullo de decepción recorre el barco. Desconcertados al principio, conscientes al fin del peligro que se cierne sobre ellos, los hombres corren a largar las candalizas de la vela mayor, que se extiende con un sonoro batir de lona libre mientras, a proa, el foque grande y la trinqueta suben por los estays con las escotas sueltas, dando zapatazos.

—¡Caza la mayor!… ¡Caza todo a proa!

Tiran los hombres de las escotas por estribor, y la balandra escora varias tracas hacia esa banda cuando el viento embolsa y tensa las velas. Pepe Lobo, que se ha quedado junto al timón, mueve él mismo la caña hasta situar la marca del compás que hay sobre el tambucho en sudoeste cuarta al oeste, y le repite el rumbo al Escocés, el primer timonel dejando la barra en sus manos. De un vistazo comprueba que las velas reciben bien el viento y que la balandra, impulsada como un purasangre por la lona que se despliega en torno a su único palo, responde hendiendo el mar mientras gana velocidad y la gente termina de cazar y amarrar escotas.

—Ahí se queda un dineral —masculla el timonel.

Dirige —como su capitán y como todos a bordo— miradas de frustración a la presa abandonada. El rumbo lleva a la Culebra a pasar a tiro de pistola del otro barco; distancia suficiente para que los corsarios puedan apreciar primero el estupor y luego la alegría de sus tripulantes, que al comprender lo que ocurre dedican a los fugitivos gritos burlones, ademanes obscenos y cortes de mangas. Y con un pellizco de amargura, mientras se alejan del chambequín, Pepe Lobo tiene una última visión del capitán enemigo agitando irónicamente su sombrero en el aire, al tiempo que en el pico de mesana se despliega de nuevo la bandera francesa.

—No se puede ganar siempre —comenta Ricardo Maraña, que ha regresado a popa y se recuesta en la regala de barlovento con su flema habitual, los pulgares en el cinto donde todavía lleva el sable y las dos pistolas.

Pepe Lobo no responde. Tiene los ojos entornados para protegerlos del sol y observa atento la superficie del mar y la grímpola que, en el tope del palo, indica la dirección del viento aparente. El corsario se halla absorto en cálculos de rumbo, viento y velocidad, trazando en su cabeza, con la misma claridad que si lo hiciera sobre una carta náutica, el zigzag de rectas, ángulos y millas que se propone recorrer en las próximas horas, a fin de poner la mayor cantidad posible de agua entre la balandra y el bergantín que, sin duda, apenas identifique la presa liberada y asegure la recompensa, continuará la caza. Si es, como parece, el que los franceses tienen entre Barbate y la broa del Guadalquivir, se trata de una embarcación rápida de ochenta pies de eslora y doscientas cincuenta toneladas. Eso supone diez y tal vez once nudos de velocidad con viento fresco a un largo o por la aleta; andar superior al de la balandra, que con el mismo rumbo y viento no pasa de los siete u ocho nudos. La única ventaja de ésta es que navega mejor de bolina: su gran vela áurica permite, llegado el caso, ceñir más el viento de lo que es capaz el bergantín con sus velas cuadras, y superarlo así en velocidad. Al menos, un par de nudos.

—Se mantendrá el levante —suspira Ricardo Maraña observando el cielo—. Hasta mañana, por lo menos… Es la parte positiva.

—Alguna tenía que haber, maldita sea mi sangre.

Tras el desahogo entre dientes —Maraña ha sonreído un poco al oírlo, sin más comentarios—, Pepe Lobo saca el reloj del bolsillo del chaleco. Sabe que su teniente está pensando lo mismo que él. Quedan menos de cinco horas de luz. La idea es huir hasta el anochecer con rumbo sudoeste, adentrándose en el Atlántico para dar más tarde un bordo al noroeste ciñendo el viento y despistar al bergantín en la oscuridad. En teoría. De cualquier modo, el arte del asunto consiste en mantenerse lejos hasta ese momento.

—Una milla cada hora —dice Lobo—. Es lo más que podemos dejar que nos gane el bergantín… Así que más vale que larguemos el foque volante y el velacho.

Su segundo mira hacia arriba, sobre la vela mayor. La enorme lona embolsada por el viento portante está abierta a sotavento, contenida por el pico y la botavara, impulsando la balandra con el auxilio de la trinqueta y el foque desplegados sobre el largo bauprés, a proa.

—No me fío del mastelero —Maraña habla en voz baja para que no lo oigan los timoneles—. Un balazo del francés lo rozó por encima del tamborete… Lo mismo es demasiado trapo arriba, y se parte si refresca.

Pepe Lobo sabe que el teniente tiene razón. Según los rumbos, con vientos fuertes y mucha lona arriba, el único palo de la balandra puede romperse si lo obligan a soportar demasiada vela. Es el punto débil de esa clase de barcos rápidos y maniobreros: fragilidad a cambio de velocidad. Delicados, a veces, como una señorita.

—Por eso no vamos a largar el juanete —responde—. Pero en el resto no tenemos elección… A ello, piloto.

Asiente el otro, fatalista. Se desembaraza del sable y las pistolas, llama al contramaestre —Brasero supervisaba el trincado de los cañones y el cierre de las portas— y se encamina al pie del palo para vigilar la maniobra.

Mientras, Pepe Lobo le corrige el rumbo al Escocés en dos cuartas y dirige después el catalejo hacia la estela de la balandra. A través de la lente observa que el chambequín ha vuelto a desplegar lona y navega al encuentro de su salvador, y que el bergantín continúa acercándose veloz. Cuando Lobo baja el catalejo y mira hacia proa, el palo de la balandra se ha cubierto de más lona, que gualdrapea desplegándose antes de inmovilizarse embolsada, sujeta por las escotas que los hombres cazan en cubierta: el foque volante alto y tirante en sus garruchos sobre el foque grande y la trinqueta, el velacho braceado en su verga, sobre la cofa. Atrapando más viento, la Culebra da un sensible tirón hacia adelante, machetea la marejada y se inclina más a sotavento, con la regala tan cerca del agua que ésta salta en rociones sobre los cañones y corre por cubierta hasta los imbornales, empapándolo todo. Apoyado en el ángulo que forman el coronamiento del espejo de popa y la regala de barlovento, abiertas las piernas para compensar la pronunciada escora, el corsario lamenta otra vez, para sí, la pérdida de la presa que deja atrás. Aparte el porcentaje de botín para él y sus hombres, don Emilio Sánchez Guinea y su hijo Miguel habrían quedado satisfechos, concluye. Y también Lolita Palma.

Por un instante, Pepe Lobo piensa en la mujer —«Cuando usted vuelva del mar», dijo ella la última vez— mientras la balandra navega recta, segura, cabalgando el Atlántico y acuchillando la marejada con rítmico cabeceo. Una ráfaga de agua fría salta desde los obenques hasta la popa, sobre el capitán y los timoneles, que se agachan para esquivarla como pueden. Sacudiéndose la casaca, mojado y revuelto el pelo, el corsario se pasa una manga por la cara, para quitarse la sal que le escuece en los ojos. Después vuelve a mirar sobre la estela, en dirección a las velas todavía lejanas del bergantín. Al menos, como dijo antes Maraña, ésa es la parte positiva. La caza por la popa requiere muchas horas. Y la Culebra corre como una liebre.

Ahora, murmura malévolo, atrápame si puedes. Cabrón.

Chasquido de bolillos, roce de seda y crujir de vestidos femeninos sobre las sillas y el sofá con brazos adornados por tapetes de encaje. Copas de vino dulce, chocolate y pastas en la mesita de merendar. Bajo la mesa camilla con los faldones levantados, un brasero de cobre calienta la estancia perfumándola con olor de alhucema. Decoran las paredes empapeladas en rojo color de vino un espejo grande, estampas, platos pintados y un par de cuadros buenos. Entre los muebles destacan una cómoda china lacada y una jaula con una cacatúa dentro. Por las vidrieras amplias de dos balcones se ven los árboles del convento de San Francisco dorándose en la luz poniente.

—Dicen que se ha perdido Sagunto —comenta Curra Vilches— y que puede caer Valencia.

Se sobresalta doña Concha Solís, dueña de la casa, interrumpiendo un momento su labor.

—Dios no lo permitirá.

Es una mujer gruesa que rebasa los sesenta. Cabello gris en rodete sujeto con horquillas. Pendientes y pulsera de azabache, toquilla de lana negra sobre los hombros. Un rosario y un abanico a mano, sobre la mesita.

—No lo permitirá en absoluto —repite.

A su lado, Lolita Palma —vestido marrón oscuro con cuello ribeteado de encaje blanco— bebe un sorbo de mistela, deja la copa en la bandeja y sigue con el bordado que tiene en un bastidor sobre el regazo. No es mujer de hilo, dedal y aguja, ni de otras tareas domésticas que violenten lo razonable en su carácter y posición social; pero tiene por costumbre visitar a su madrina, en la casa de la calle del Tinte, las dos veces al mes que hay tertulia femenina en torno al costurero, los bordados y el encaje de bolillos. Hoy también asisten la hija y la nuera de doña Concha —Rosita Solís y Julia Algueró, embarazada ésta de cinco meses—, y una madrileña alta y rubia llamada Luisa Moragas, que está refugiada en Cádiz con su familia y vive de alquiler en el piso superior del edificio. Completa el grupo doña Pepa de Alba, viuda del general Alba, que tiene tres hijos militares.

—Las cosas no van bien —prosigue Curra Vilches muy desenvuelta, entre puntada y puntada—. Nuestro general Blake ha sido derrotado por los franceses de Suchet, y dispersado su ejército. Hay mucho recelo de que todo Levante caiga en manos francesas… Y por si fuera poco, el embajador Wellesley, que se lleva fatal con las Cortes, amenaza con retirar las tropas inglesas: las de Cádiz y las de su hermanito el duque de Güelintón.

Sonríe Lolita Palma, que mantiene un silencio prudente. Su amiga habla con un aplomo castrense que ya quisieran para ellos ciertos generales. Cualquiera diría que pasa el tiempo entre obuses y redobles de tambor, como una cantinera pizpireta.

—He oído que los franceses también amenazan Algeciras y Tarifa —apunta Rosita Solís.

—Así es —confirma Curra con el mismo cuajo—. Quieren entrar en ellas para Navidad.

—Qué horror. No entiendo cómo se desmoronan nuestros ejércitos de esa manera… No creo que un español ceda en valentía a franceses, o ingleses.

—No es cuestión de valor, sino de costumbre… Nuestros soldados son campesinos sin preparación militar, reclutados de cualquier manera. No hay práctica de batallas en campo abierto. Por eso la gente se dispersa, grita «traición» y huye… Con las guerrillas es todo lo contrario. Ésas eligen sitio y manera de batirse. Están en su salsa.

—Te veo muy generala, Curra —ríe Lolita, sin dejar de bordar—. Muy desgarrada y puesta en materia.

También ríe la amiga, con su labor sobre la falda. Esta tarde se recoge el pelo en una graciosa cofia de cintas que realza el buen color de sus mejillas, favorecido por el calor cercano del brasero.

—No te extrañe —dice—. Nosotras tenemos más sentido práctico que algunos estrategas de campanillas… Esos que juntan ejércitos de desgraciados campesinos para dejar que se deshagan luego en un soplo, con millares de infelices corriendo por los campos mientras la caballería enemiga los acuchilla a mansalva.

—Pobrecillos —apunta Rosita Solís.

—Sí… Pobres.

Cosen en silencio, meditando sobre asedios, batallas y derrotas. Mundo de hombres, del que a ellas sólo llegan los ecos. Y las consecuencias. Un perro pequeño y gordo, perezoso, se frota en los pies de Lolita Palma y desaparece en el pasillo, en el momento en que un reloj da allí cinco campanadas. Durante un rato sólo se oye el sonido de los bolillos de doña Concha.

—Son días tristes —opina al cabo Julia Algueró, que se ha vuelto hacia la viuda del general Alba—… ¿Qué sabe de sus hijos?

La respuesta viene en compañía de una sonrisa resignada, llena de entereza.

—Los dos mayores siguen bien. Uno está con el ejército de Ballesteros y el otro lo tengo aquí, en Puntales…

Un silencio doloroso. Comprensivo por parte de todas. Se inclina un poco Julia Algueró, solícita, la barriga de buena esperanza abultándole bajo la túnica amplia. De madre a madre.

—¿Y del más pequeño? ¿Sabe algo?

Niega la otra, fija la vista en su costura. El hijo menor, capturado cuando la batalla de Ocaña, se encuentra prisionero en Francia. No hay noticias suyas desde hace tiempo.

—Ya verá como todo se arregla.

Sonríe un momento más la de Alba, estoica. Y no debe de ser fácil sonreír así, piensa Lolita Palma. Todo el tiempo procurando estar a la altura de lo que los demás esperan. Ingrato papel: viuda de un héroe y madre de tres.

—Claro.

Más chasquido de bolillos y tintineo de agujas. Siguen las siete mujeres con sus labores —el ajuar de Rosita Solís— mientras declina la tarde. Fluye la conversación, tranquila, entre acontecimientos domésticos y pequeños chismes locales. El parto de Fulanita. La boda o la viudez de Menganita. Las dificultades financieras de la familia Tal y el escándalo de doña Cual y un teniente del regimiento de Ciudad Real. La zafiedad de doña Zutana, que sale de casa sin criada que la acompañe y sin compostura, despeinada y con poco aseo. Las bombas de los franceses y la última esencia de almizcle recibida de Rusia en la jabonería del Mentidero. Todavía entra suficiente claridad por las vidrieras de los balcones, reflejada en el espejo grande con marco de caoba que contribuye a iluminar la estancia. Envuelta en esa luz dorada, Lolita Palma termina de bordar las iniciales R. S. en la batista de un pañuelo, corta el hilo y se deja llevar por los ensueños, lejos de Cádiz: mar, islas, línea de costa en la distancia, paisaje con velas blancas y el sol relumbrando en el agua rizada. Un hombre de ojos verdes mira ese paisaje, y ella lo mira a él. Estremeciéndose, casi dolorida, vuelve con esfuerzo a la realidad.

—Hace dos tardes me encontré a Paco Martínez de la Rosa en la confitería de Cosí —está contando Curra Vilches—. Cada vez lo veo más guapo, tan moreno y agitanado, con esos ojos negrísimos que tiene…

—Quizá demasiado guapo y demasiado negrísimos —apunta Rosita Solís con malicia.

—¿Qué pasa con él? —pregunta Luisa Moragas, el aire despistado—. Lo he visto un par de veces y me parece un muchacho agradable. Un chico fino.

—Ésa es la palabra. Fino.

—No tenía ni idea —dice la madrileña, escandalizada, cayendo en la cuenta.

—Pues sí.

Sigue contando Curra Vilches. El caso, continúa, es que se encontró al joven liberal en la confitería, acompañado de Antoñete Alcalá Galiano, Pepín Queipo de Llano y otros más de su cuerda política…

—Unos cabeza de chorlito, todos —interrumpe doña Concha—. ¡Famosa cuadrilla!

—Bueno. Pues dijeron que lo de reabrir el teatro se da por seguro. Cuestión de días.

Aplauden Rosita Solís y Julia Algueró. La dueña de la casa y la viuda de Alba tuercen el gesto.

—Otra victoria de esos caballeritos filósofos —se lamenta esta última.

—No son sólo ellos. Hay diputados del grupo antirreformista que también se declaran partidarios.

—Es el mundo al revés —se queja doña Concha—. No sabe una a qué santo rezar.

—Pues a mí me parece bien —insiste Curra Vilches—. Tener cerrado el teatro es privar a la ciudad de un esparcimiento sano y agradable. Al fin y al cabo, en Cádiz se representa en muchas casas particulares, y cobrando la entrada… Hace una semana, Lolita y yo estuvimos en casa de Carmen Ruiz de Mella, donde hicieron un sainete de Juan González del Castillo y El sí de las niñas.

Al oír el título, a la dueña de la casa se le enredan los bolillos entre los alfileres de la almohadilla.

—¿Lo de Moratín? ¿De ese afrancesado?… ¡Vaya desvergüenza!

—No exagere, madrina —media Lolita Palma—. La obra está muy bien. Es moderna, respetuosa y sensata.

—¡Pamplinas! —doña Concha bebe un sorbo de agua fresca para aclararse la indignación—. ¡Donde estén Lope de Vega o Calderón…!

La viuda de Alba se muestra de acuerdo.

—Reabrir el teatro me parece una frivolidad —dice mientras remata una puntada—. Hay quien olvida que vivimos una guerra, aunque a veces aquí se note poco. Muchos sufren en los campos de batalla y en las ciudades de toda España… Lo considero una falta de respeto.

—Pues yo lo veo como un recreo honesto —opone Curra Vilches—. El teatro es hijo de la buena sociedad y fruto de la ilustración de los pueblos.

Doña Concha la mira con sorna confianzuda, un punto ácida.

—Huy, Currita. Hablas como una liberal. Seguro que eso lo has leído en El Conciso.

—No —ríe festiva la otra—. En el Diario Mercantil.

—Igual me lo pones, hija.

Interviene Luisa Moragas. La madrileña —casada con un funcionario de la Regencia que vino huyendo de los franceses— se confiesa sorprendida de la desenvoltura con que las mujeres gaditanas, en general, opinan de milicia y de política. De todo, en realidad.

—Esa libertad sería impensable en Madrid o Sevilla… Incluso entre las clases altas.

Responde doña Concha que resulta natural. En otros sitios, añade, lo más que se pide a una mujer es vestir y moverse con gracia, hablar cuatro bachillerías insustanciales y manejar el abanico con primor. Pero en todo gaditano, hombre o mujer, hay una inquietud por conocer las cosas y sus problemas. El puerto y el mar tienen mucho que ver. Abierta al comercio mundial desde hace siglos, la ciudad disfruta de una tradición casi liberal, en la que también se educa a muchas jóvenes de familias acomodadas. A diferencia del resto de España, e incluso de lo que ocurre en otras naciones cultas, no es raro que aquí las mujeres hablen idiomas extranjeros, lean periódicos, discutan de política, y en caso necesario se hagan cargo del negocio familiar, como fue el caso de su ahijada Lolita tras la muerte del padre y el hermano. Todo está bien visto, aplaudido incluso, mientras se mantenga en los límites del decoro y las buenas costumbres.

—Pero es verdad —concluye— que con el trastorno de la guerra nuestras jóvenes pierden un poquito la perspectiva. Son demasiados saraos, demasiados bailes, demasiadas mesas de juego, demasiados uniformes… Hay un exceso de libertad y de charlatanes perorando en las Cortes y fuera de ellas.

—Demasiadas ganas de divertirse —remata la viuda de Alba, que sigue cosiendo sin levantar la cabeza.

—No se trata sólo de diversión —protesta Curra Vilches—. El mundo ya no puede seguir siendo cosa de reyes absolutos, sino de todos. Y lo del teatro es un buen ejemplo. La idea que tienen Paco de la Rosa y los otros es que el teatro resulta bueno para educar al pueblo… Que los nuevos conceptos de patria y nación tienen ahí un buen pulpito donde predicarse.

—¿El pueblo?… Acabas de clavarlo, niña —apunta doña Concha—. Lo que quieren ésos es una república guillotinera y tragacuras que secuestre a la monarquía. Y una de las maneras de conseguirlo es hacerle la competencia a la Iglesia. Cambiar el púlpito, como dices, por el escenario del teatro. Predicar lo suyo desde allí, a su manera. Mucha nación soberana, como la llaman ahora, y poca religión.

—Los liberales no son contrarios a la religión. Casi todos los que conozco van a misa.

—Toma, claro —doña Concha pasea en torno una mirada triunfal—. A la iglesia del Rosario, porque el párroco es de los suyos.

Curra Vilches no se deja amilanar.

—Y los otros van a la catedral vieja —responde con desparpajo— porque allí se predica contra los liberales.

—No irás a comparar, criatura.

—Pues a mí me parece bien lo del teatro patriótico —opina Julia Algueró—. Es bueno que se eduque al pueblo en las virtudes ciudadanas.

Doña Concha cambia en dirección a su nuera el tren de batir. Así empezaron las cosas en Francia, rezonga, y ya vemos el resultado: reyes guillotinados, iglesias saqueadas y el populacho sin respetar nada. Y de postre, Napoleón. Cádiz, añade, ya vio de primera mano de qué es capaz el pueblo sin freno. Acordaos del pobre general Solano, o de incidentes parecidos. La libertad de imprenta no ha hecho sino empeorar las cosas, con tanto panfleto suelto, liberales y antirreformistas tirándose los trastos a la cabeza, y los periódicos azuzando a unos contra otros.

—El pueblo necesita instrucción —interviene Lolita Palma—. Sin ella no hay patriotismo.

La mira largamente doña Concha, como suele. Con una mezcla singular de afecto y desaprobación al oírla hablar de esas cosas. Lolita sabe que, pese al transcurrir del tiempo y a la realidad de cada día, su madrina no acepta la idea de que siga soltera. Una lástima, suele comentar a sus amigas. Esta chica, a su edad. Y nada fea que era. Ni es. Con esa cabeza estupenda y esa sensatez con que lleva su casa, el negocio y lo demás. Y ahí sigue. Se queda para vestir santos, la pobrecilla.

—A veces hablas como esos botarates del café de Apolo, hija mía… Lo que el pueblo necesita es que se le dé de comer, y que le metan en el cuerpo el temor de Dios y el respeto a su rey legítimo.

Sonríe Lolita con extrema dulzura.

—Hay otras cosas, madrina.

Doña Concha ha dejado la almohadilla de los bolillos a un lado y se abanica repetidamente, como si la conversación y el calor del brasero hubiesen acabado por sofocarla.

—Puede —concede—. Pero de ésas, ninguna es decente.

Las astillas de pino que arden a un lado de la gallera despiden un humo resinoso y sucio que irrita los ojos. Sus llamas iluminan mal el recinto y hacen relucir en tonos rojizos la piel grasienta de los hombres agrupados en torno al redondel de arena donde combaten dos gallos: plumas cortadas hasta los cañones tallados a bisel, espolones armados con puntas de acero, picos manchados de sangre. Gritan los hombres de júbilo o despecho a cada acometida y picotazo, apostando dinero en los lances, según el vaivén de la lucha.

—Apueste al negro, mi capitán —aconseja el teniente Bertoldi—. No podemos perder.

Con la espalda apoyada en la empalizada que rodea el palenque, Simón Desfosseux observa la escena, fascinado por la violencia que despliegan los dos animales enfrentados, uno de color bermejo y otro negro con collar de plumas blancas, erizadas por el combate. Los jalean una veintena de soldados franceses y algunos españoles de las milicias josefinas. Más allá del cercado de tablas, desprovisto de techo, se extienden el cielo estrellado y la cúpula sombría, fortificada, de la antigua ermita de Santa Ana.

—El negro, el negro —insiste Bertoldi.

Desfosseux no está seguro de que sea buen negocio. Hay algo en la expresión impasible del propietario del gallo bermejo que le aconseja ser prudente. Es un español magro y canoso, agitanado, de piel oscura y mirada inescrutable, puesto en cuclillas a un lado del redondel. Demasiado indiferente, para su gusto. O el gallo y el dinero de las apuestas le importan poco, o tiene trucos en la manga. El capitán francés no es experto en peleas de gallos; pero en España ha visto algunas, y sabe que un animal sangrante y debilitado puede rehacerse de pronto, y en un picotazo certero poner patas arriba a su adversario. Algunos, incluso, están entrenados para eso. Para que se finjan acorralados y a punto de expirar hasta que las apuestas suban a favor del otro, y entonces atacar a muerte.

Aúllan de gozo los espectadores cuando el bermejo retrocede ante un ataque feroz de su enemigo. Maurizio Bertoldi se dispone a abrirse paso a fin de añadir unos francos más a su apuesta, pero Desfosseux lo retiene por un brazo.

—Apueste al bermejo —dice.

El italiano mira desconcertado el napoleón de oro que su superior acaba de ponerle en la mano. Insiste Desfosseux, muy grave y seguro.

—Hágame caso.

Bertoldi asiente tras un titubeo. Decidiéndose, añade media onza suya al napoleón y lo entrega todo al encargado del palenque.

—Espero no arrepentirme —suspira al regresar.

Desfosseux no responde. Tampoco sigue ahora los pormenores de la pelea. Atraen su atención tres hombres entre la gente. Han visto el relucir de las monedas y la bolsa de piel que el capitán guarda en un bolsillo del capote, y lo observan con fijeza poco tranquilizadora. Los tres son españoles. Uno viste ropa de paisano, alpargatas y una manta rayada puesta sobre los hombros, y los otros usan las casacas de paño pardo ribeteadas de rojo, los calzones y las polainas de las milicias rurales que operan como auxiliares del ejército francés. A menudo se trata de gente de mala índole, mercenaria y poco fiable: antiguos guerrilleros, maleantes o contrabandistas —las diferencias nunca están claras en España— que han prestado juramento al rey José y ahora persiguen a sus antiguos camaradas, con derecho a un tercio de lo aprehendido a enemigos y delincuentes, sean reales o inventados. Y así, impunes, crueles, tornadizos, proclives a infligir toda suerte de abusos y vejaciones a sus compatriotas, los tales milicianos resultan a veces más peligrosos que los propios rebeldes, a los que emulan en estragos hechos en caminos, campos y cortijos, robando y saqueando a la población que dicen proteger.

Mirando los tres rostros serios y sombríos, el capitán Desfosseux reflexiona una vez más sobre los dos rasgos que considera propios de los españoles: desorden y crueldad. A diferencia de los soldados ingleses y su bravura continua, despiadada e inteligente, o de los franceses, siempre resueltos en el combate pese a estar lejos de su tierra y pelear, a menudo, sólo por el honor de la bandera, los españoles le siguen pareciendo un misterio hecho de paradojas: coraje contradictorio, cobardía resignada, tenacidad inconstante. Durante la Revolución y las campañas de Italia, los franceses, mal armados, mal vestidos y sin instrucción militar, se convirtieron rápidamente en veteranos celosos de la gloria de su patria. Mientras que los españoles, como si estuvieran atávicamente acostumbrados al desastre y a la desconfianza en quienes los mandan, flaquean al primer choque y se derrumban como ejército organizado desde el principio de cada batalla; y sin embargo, pese a ello, son capaces de morir con orgullo, sin un lamento y sin pedir cuartel, lo mismo en pequeños grupos o combates individuales que en los grandes asedios, defendiéndose con pasmosa ferocidad. Mostrando después de cada derrota una extraordinaria perseverancia y facilidad para reorganizarse y volver a pelear, siempre resignados y vengativos, sin manifestar nunca humillación ni desánimo. Como si combatir, ser destrozados, huir y reagruparse para combatir y ser destrozados de nuevo, fuese lo más natural del mundo. El general No Importa, llaman ellos mismos a eso. Y los hace temibles. Es el único que no desmaya nunca.

En cuanto a la crueldad española, Simón Desfosseux conoce demasiados ejemplos. La pelea de gallos parece un símbolo apropiado, pues la indiferencia con que estas gentes taciturnas aceptan su destino descarta la piedad hacia quienes caen en sus manos. Ni en Egipto tuvieron los franceses que soportar más angustias, horrores y privaciones que en España, y esto acaba empujándolos a toda clase de excesos. Rodeados de enemigos invisibles, siempre el dedo en el gatillo y mirando por encima del hombro, saben su vida en peligro constante. En esta tierra estéril, quebrada, de malos caminos, los soldados imperiales deben realizar, cargados como acémilas y bajo el sol, el frío, el viento o la lluvia, marchas que horrorizarían a caminantes libres de todo peso. Y a cada momento, al comienzo, durante la marcha o al final de ésta, en el lugar donde se esperaba descanso, menudean los encuentros con el enemigo: no batallas en campo abierto, que tras librarse permitirían al superviviente descansar junto al fuego del vivac, sino la emboscada insidiosa, el degüello, la tortura y el asesinato. Dos sucesos recientemente conocidos por Desfosseux confirman el cariz siniestro de la guerra de España. Un sargento y un soldado del 95.° de línea, capturados en la venta de Marotera, aparecieron hace una semana puestos entre dos tablas y aserrados por la mitad. Y hace cuatro días, en Rota, un vecino y su hijo entregaron a las autoridades el caballo y el equipo de un soldado del 2.° de dragones al que alojaban, asegurando que había desertado. Al fin se descubrió al dragón, degollado y oculto en un pozo. Había intentado violentar a la hija del dueño de la casa, confesó éste. Padre e hijo fueron ahorcados después de cortárseles las manos y los pies, y saqueada la casa.

—Mire al bermejo, mi capitán. Todavía colea.

Hay entusiasmo en el tono del teniente Bertoldi. El gallo, que parecía acorralado por su enemigo a un lado del redondel, acaba de erguirse reanimado por reservas de energía hasta ahora ocultas, y de un furioso picotazo ha abierto un tajo sangrante en la pechuga del otro, que vacila sobre sus patas y retrocede desplegando las alas de plumas recortadas. Dirige Desfosseux una rápida ojeada al rostro del dueño, buscando explicación al suceso, pero el español sigue impasible, mirando al animal como si ni la anterior debilidad de éste ni su brusca recuperación lo sorprendieran en absoluto. Se atacan los gallos en el aire, saltando en acometida feroz, entre golpes de pico y espolones, y de nuevo es el negro el que, ahora con los ojos reventados y sangrando, recula, intenta debatirse todavía, y cae al fin bajo las patas del otro, que lo remata entre implacables picotazos y yergue la cabeza enrojecida para cantar su triunfo. Sólo entonces advierte Desfosseux un leve cambio en el propietario. Una brevísima sonrisa, a un tiempo triunfal y despectiva, que desaparece cuando se levanta y recoge al animal antes de mirar en torno con sus ojos inexpresivos y crueles.

—Como para fiarse del gallo —dice Bertoldi, admirado.

Desfosseux observa al palpitante animal bermejo, húmedo de sangre propia y ajena, y se estremece como ante un presentimiento.

—O del dueño —añade.

Los dos artilleros cobran sus ganancias, las reparten y salen del palenque a la oscuridad de la noche, envueltos en sus capotes grises. Hay un perro echado entre las sombras, que se levanta sobresaltado al verlos aparecer. A la vaga luz que llega del recinto, el capitán advierte que tiene mutilada una de las patas delanteras.

—Bonita noche —comenta Bertoldi.

Desfosseux supone que su ayudante se refiere al dinero fresco que les pesa en la bolsa; pues noches como ésta, de cielo estrellado y limpio, han visto unas cuantas en su vida militar. Se encuentran muy cerca de la vieja ermita de Santa Ana, situada en lo alto de la colina que domina las alturas de Chiclana —llevan allí dos días de descanso, con pretexto de recoger suministros para la Cabezuela—. Desde el lugar, fortificado y artillado con una batería próxima, puede divisarse a la luz del día todo el paisaje de las salinas y la isla de León, desde Puerto Real hasta el océano Atlántico y el castillo español de Sancti Petri que los ingleses guarnecen en la desembocadura del caño, a un lado, y las montañas cubiertas de nieve de la sierra de Grazalema y Ronda en la dirección opuesta. A esta hora, la oscuridad sólo permite ver los contornos de la ermita entre perfiles de lentiscos y algarrobos, el camino de tierra clara que serpentea ladera abajo, algunas luces lejanas —sin duda hogueras de campamentos militares— por la parte de la Isla y el arsenal de la Carraca, y el reflejo de media luna baja multiplicado hasta el infinito del horizonte semicircular en los esteros y canalizos. La población de Chiclana se extiende al pie de la colina, apagada y triste por el saqueo, la ocupación y la guerra, aprisionada entre la extensa nada negra de los pinares, con su contorno claro de casas encaladas partido en dos por la franja del río Iro.

—Nos sigue el perro —dice Bertoldi.

Es cierto. El animal, sombra móvil entre las sombras, cojea tras ellos. Al volverse a mirarlo, Simón Desfosseux descubre otras tres sombras que vienen detrás.

—Cuidado con los manolos —advierte.

Aún no acaba de decirlo cuando se les echan encima, blandiendo destellos en aceros que se mueven como relámpagos. Sin tiempo de sacar el sable de la vaina, Desfosseux siente un tirón de un brazo y oye el desagradable sonido de una navaja rasgándole el paño del capote. Está lejos de ser un guerrero intrépido, pero tampoco va a dejarse degollar por las buenas. Así que manotea para evitar un nuevo tajo, empuja a su agresor y forcejea con él, procurando hurtar el cuerpo a la navaja que lo busca y desembarazar el sable, sin conseguirlo. Cerca oye respiraciones entrecortadas y gruñidos de furia, rumor de lucha. Por un instante se pregunta cómo le irán las cosas a Bertoldi, pero está demasiado ocupado en proteger su propia vida como para que el pensamiento le lleve más de un segundo.

—¡Socorro! —grita.

Un golpe en la cara le hace ver puntitos luminosos. Otro rasgar de paño le produce un estremecimiento en las ingles. Me van a hacer tajadas, se dice. Como a un puerco. Los hombres con los que forcejea mientras pretenden sujetarle los brazos —para apuñalarlo, concluye con un estallido de pánico— huelen a sudor y humo resinoso. Ahora también le parece oír gritar a Bertoldi. Con esfuerzo desesperado, zafándose a duras penas de quienes lo acosan, el capitán da un salto ladera abajo y rueda un corto trecho entre piedras y arbustos. Eso le proporciona tiempo suficiente para meter la mano derecha en el bolsillo del capote y sacar el cachorrillo que lleva en él. La pistola es pequeña, de reducido calibre, más propia de un currutaco perfumado que de un militar en campaña; pero pesa poco, es cómoda de llevar, y a corta distancia mete una bala en la tripa con tanta eficacia como una de caballería modelo año XIII. Así que, tras amartillarla con la palma de la mano izquierda, Desfosseux la levanta con tiempo de apuntar a la sombra más próxima, que le viene encima. El fogonazo ilumina unos ojos desconcertados en rostro moreno y patilludo, y luego se escucha un gemido y el ruido de un cuerpo que retrocede, trastabillando.

—¡Socorro! —grita de nuevo.

Le responde una imprecación en español que suena a blasfemia. Los bultos oscuros que acometían a Desfosseux pasan ahora veloces por su lado, precipitándose ladera abajo. El francés, que se ha puesto de rodillas y al fin consigue sacar el sable de la vaina, les tira un tajo al pasar, pero éste hiende el aire sin alcanzar a los fugitivos. Una cuarta sombra se abalanza sobre Desfosseux, que se dispone a largarle otro sablazo cuando reconoce la voz alterada de Bertoldi.

—¡Mi capitán!… ¿Está usted bien, mi capitán?

Por el sendero, desde la ermita fortificada, los centinelas acuden a la carrera con un farol encendido que ilumina sus bayonetas. Bertoldi ayuda al capitán a incorporarse. A la luz que se aproxima, Desfosseux advierte que el teniente tiene la cara ensangrentada.

—Nos hemos librado de milagro —comenta éste, todavía con voz trémula.

Los rodea ya media docena de soldados, preguntando por lo ocurrido. Mientras su ayudante da explicaciones, Simón Desfosseux mete el sable en la vaina y guarda el cachorrillo en el capote. Luego mira ladera abajo, a la oscuridad donde se desvanecieron los asaltantes. Ocupa sus pensamientos la imagen del gallo bermejo, taimado y cruel, revolviéndose en la arena del palenque con el plumaje erizado, húmedo de sangre.

—Era una puta de Santa María —dice Cadalso.

Rogelio Tizón observa el bulto cubierto por una manta de la que sólo asoman los pies. El cadáver está en el suelo, junto al muro de un viejo almacén abandonado en el ángulo de la calle del Laurel: un edificio angosto y sombrío, de aspecto arruinado, sin techo. Los muñones de tres gruesas vigas desnudas enmarcan el cielo, sobre los restos de una escalera cuyos peldaños conducen al vacío.

Poniéndose en cuclillas, el comisario retira la manta. Esta vez actúa sobrecogido, pese al endurecimiento del hábito. De Santa María, ha dicho su ayudante. Recuerdos e incómodos presentimientos se cruzan en su cabeza. La imagen de una muchacha desnuda, tumbada boca abajo en la penumbra. Y sus súplicas. No, por favor. Por favor. Ojalá no sea ella, concluye aturdido. Sería demasiada casualidad. Demasiadas coincidencias. Al descubrir la espalda destrozada entre la ropa rota y abierta hasta la cintura, el olor se aferra a su nariz y garganta como un zarpazo. No se trata todavía de la podredumbre de la descomposición —la muchacha debió de morir anoche—, sino de otro olor siniestro que a estas alturas resulta familiar: carne desgarrada a latigazos y abierta en lo hondo, hasta descubrir huesos y vísceras. Huele como las carnicerías en verano.

—Virgen Santa —exclama Cadalso, a su espalda—. No termina de acostumbrarse uno a lo que les hace.

Conteniendo el aliento, Tizón agarra el pelo de la muchacha —sucio, revuelto, pegado a la frente por cuajarones de sangre seca— y tira un poco de él, levantando la cabeza para ver mejor la cara. El rigor mortis ya se ha adueñado del cadáver, y el cuello rígido también se alza un poco en el movimiento. El comisario estudia lo que parece una máscara de cera sucia, con marcas violáceas de golpes. Carne muerta. Casi un objeto. O sin casi. Ya no se aprecia nada humano en las facciones amarillentas, en las pupilas empañadas que miran sin ver bajo los párpados entreabiertos, en la boca todavía amordazada por el pañuelo que ahogó los gritos. Al menos, se dice soltando el pelo de la muerta, no es ella. No, como por un momento ha llegado a temer, la joven con la que fue después de hablar con la Caracola. El cuerpo desnudo donde entrevió con horror sus propios abismos.

Vuelve a cubrir el cadáver con la manta y se pone en pie. Hay alguna gente asomada a los balcones próximos, y se dice que esta vez será imposible guardar el secreto. Hasta aquí hemos llegado, piensa. Rápidamente calcula los pros y los contras, las consecuencias inmediatas del suceso. Incluso en la situación excepcional que vive la ciudad, cinco asesinatos idénticos son demasiados. No queda margen. En el mejor de los casos, aunque logre evitar el escándalo público y la intromisión de chismosos y periodistas, son muchas las explicaciones que reclamarán el intendente general y el gobernador. Con ellos no hay intuiciones, teorías ni experimentos que valgan. Sólo cuentan los hechos, y querrán culpables. Y si éstos no aparecen, responsabilidades. La cabeza del asesino, o la suya.

Balanceando pensativo el bastón, una mano en un bolsillo de la levita e inclinado el sombrero sobre los ojos, Tizón observa la calle a uno y otro lado del ángulo recto que la divide en dos: un tramo hacia la vecina de Santiago y otro hacia la de Villalobos. Nunca han caído bombas allí. Es lo primero que procuró averiguar cuando supo el hallazgo del cuerpo. La más cercana, que no estalló, fue a dar hace dos semanas frente a la obra de la catedral nueva. Lo que sólo puede significar dos cosas: que sus hipótesis no tienen fundamento, o que en las siguientes horas o minutos pueden verse confirmadas por un impacto de la artillería francesa. Alzando la vista, observa con frialdad las casas próximas, las fachadas y terrazas que, por su orientación, tienen más probabilidades de recibir una bomba disparada desde el otro lado de la bahía. La docena de vecinos que curiosea en los balcones retiene su atención. Debería prevenirlos, se dice. Dar aviso de que en cualquier momento puede llegar un proyectil que los mutile o los mate. Sería interesante ver sus caras. Lárguense de aquí a toda prisa, porque lo mismo les cae una bomba encima. Me lo ha dicho un pajarito. O dicho en largo: evacuar con urgencia a los vecinos de la calle del Laurel y aledaños —¿Unas horas? ¿Un día?—, con la explicación de que un asesino actúa conectado, según sospecha el comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes, con extraños magnetismos y coordenadas misteriosas. Las carcajadas iban a oírse hasta en el Trocadero. Y es poco probable que el intendente y el gobernador riesen más allá de lo justo.

Próximas horas o minutos, se repite a sí mismo. Después da unos pasos por la calle, mirándolo todo. A partir de este momento —la idea le produce ahora un hormigueo de inquietud— puede no ocurrir nada en absoluto, o que una bomba caiga del cielo y le reviente a él encima. Como en la calle del Viento, la última vez. Aquel gato hecho trizas. El recuerdo lo hace moverse con absurda cautela, cual si de sus pasos en una u otra dirección dependiera estar o no en el punto final de la trayectoria de un disparo francés. Entonces, por un brevísimo instante, como si cruzase por un punto de la calle donde el aire se desvaneciera con sutileza extrema para dejar un insólito vacío, Tizón experimenta una incómoda sensación de irrealidad. Se parece, advierte asombrado, a caminar junto a un precipicio con la atracción del abismo tirando fuerte desde abajo: un vértigo desconocido hasta ahora. O casi. Quizás excitación sea otra palabra adecuada. Como curiosidad, intriga o incertidumbre. También tiene algo de oscuro deleite. Asustado del curso que toman sus pensamientos, el policía se siente demasiado expuesto. Físicamente vulnerable. Así debe de sentirse un soldado fuera de la trinchera, a tiro de un enemigo invisible. Mira a un lado y a otro con sobresalto, como si despertara de una modorra peligrosa: los vecinos arriba, Cadalso de pie junto al cadáver, los rondines que en la esquina mantienen lejos a los curiosos. Vuelto en sí, Tizón busca el lado de la calle que le parece más protegido, habida cuenta —procura recordarlo mientras calcula con rápido vistazo— que la artillería francesa tira sobre la ciudad desde el este.

Luego está el asesino, naturalmente. Deteniéndose en un portal, analiza esa palabra: luego. Y no sin sarcasmo. En realidad está asombrado de su propia indecisión frente al orden exacto de prioridades. Bombas y asesinos. Lugares con su antes y después. La verdad, concluye, es que lo irrita sobremanera verse obligado a intervenir en un aspecto del problema sin resolver la parte más incierta de éste. Pero la quinta muchacha muerta no deja elección. El principal sospechoso está localizado, y hay superiores que lo reclaman. Para mayor exactitud, lo van a reclamar a puñetazos sobre la mesa dentro de un rato, en cuanto la noticia del nuevo crimen corra por la ciudad. Y esta vez correrá, sin duda, por muchas bocas que se tapen. Toda aquella estúpida gente en los balcones, y los periódicos atando cabos. Haciendo memoria. Ante esa urgencia, el resto de elementos deberán esperar, o ser descartados. Esta posibilidad —certeza, quizás— exaspera al policía. Sería decepcionante verse obligado a neutralizar al asesino sin averiguar antes las extrañas reglas físicas que rigen su juego. Saber si es autor absoluto o simple agente de una trama más compleja. Clave suprema o simple pieza del enigma.

—¿Qué hay de ese Fumagal?

Ha vuelto junto a su ayudante, que mira el cuerpo cubierto por la manta mientras se hurga minuciosamente la nariz. El subalterno hace una mueca que no compromete a nada. Lo suyo no es interpretar hechos, sino seguirlos con puntualidad e informar de ello a su jefe. Cadalso es de los que duermen sin complicarse la cabeza. A pierna suelta.

—Sigue bajo vigilancia, señor comisario. Dos parejas se relevaron esta noche delante de su casa.

Un silencio incómodo, mientras el esbirro considera si el monosílabo exige o no una respuesta prolija.

—Y nada, señor comisario.

Tizón golpea el suelo con la contera del bastón, impaciente.

—¿No salió anoche?

—No, que yo sepa. Los agentes juran que estuvo en casa toda la tarde. Luego fue a cenar a la fonda de la Perdiz, paró un rato en el café del Ángel y volvió temprano. La luz de sus ventanas se apagó sobre las nueve y cuarto.

—Demasiado temprano… ¿Estás seguro de que no salió?

—Eso dicen quienes vigilaban. Tampoco me pida más… Los que estuvieron de guardia aseguran que no se movieron de allí durante sus turnos, y que el sospechoso ni asomó a la puerta.

—Las calles son oscuras… Pudo irse por otro sitio. Por atrás.

Arruga la frente Cadalso, considerando largamente aquello.

—Lo veo difícil —concluye—. La casa no tiene puerta trasera. La única posibilidad es que se hubiera descolgado por la ventana al patio de la casa de al lado. Pero, si me permite el comentario, eso es mucho suponer.

Tizón acerca su cara a la del esbirro.

—¿Y si salió por la terraza, pasando a la casa vecina?

Un silencio elocuente. Culpable, esta vez.

—Cadalso… Me voy a cagar en todos tus muertos.

El otro agacha la cabeza, contrito. Casi hace lo mismo con las orejas. O parece a punto.

—Imbécil —remacha Tizón—. Cuadrilla de tarados imbéciles.

Balbucea el ayudante algunas excusas de poco fundamento, que el comisario descarta con un ademán de la mano que empuña el bastón. Prefiere ir a lo práctico. No sobra el tiempo, y hay que centrarse. Lo primero es que el pájaro no vuele fuera de la red. Asegurarlo.

—¿Qué hace ahora?

Cadalso lo mira, sumiso. Un perrazo maltratado buscando rehabilitarse ante el amo.

—Sigue dentro de la casa, señor comisario. Todo parece normal… Por si acaso, he hecho doblar la vigilancia.

—¿Cuántos hombres hay ahora?

—Seis.

—Eso es triplicar, animal.

Cálculos mentales. Cádiz es un tablero de ajedrez. Hay jugadas eficaces y jugadas perfectas. Al jugador inteligente lo caracterizan su previsión y su paciencia. A Tizón le gustaría ser inteligente, pero sólo se sabe astuto. Y veterano. Habrá, concluye resignado, que apañarse con lo que hay.

—Llevaos el cuerpo de aquí. Al depósito.

—¿No esperamos a la tía Perejil?

—No. A ésta no hace falta buscarle la virginidad, como a las otras.

—¿Por qué, señor comisario?

—¿No me has dicho que era puta?… Cretino.

Da unos pasos hacia el centro de la calle y mira alrededor. Quiere confirmar lo que sintió hace un momento, cuando consideraba la posibilidad —todavía la considera con aprensión— de que le cayera encima una bomba. No se trata de algo concreto, sino de una sospecha sutilísima, casi imperceptible. Algo relacionado con el sonido y el silencio, con el viento y su ausencia. Con la densidad, quizás, o la textura, si ésa es la palabra, del aire en aquel punto de la calle. Y no es la primera vez que ocurre. Mirando en torno, moviéndose muy despacio, Rogelio Tizón intenta recordar. Ahora tiene la seguridad de haber vivido ya idéntica sensación, o sus efectos. Semejante a cuando el pensamiento parece reconocer, de modo misterioso, algo que ocurrió en el pasado. En otras circunstancias o en otra vida.

La calle del Viento, recuerda de pronto, estupefacto. La misma sensación de vacío sintió allí, en la casa abandonada donde apareció la anterior muchacha muerta. Aquella peculiar certeza de que en algún lugar y momento preciso el aire cambiaba su cualidad, como si se tratara de un lugar de características distintas al resto. Un punto de ausencia o de nada absoluta, al que una campana de cristal invisible aislara del entorno, vaciándolo de su atmósfera. Todavía asombrado por el descubrimiento, da unos pasos al azar buscando situarse en el mismo lugar de antes. Al fin, a poca distancia del cadáver, justo en el ángulo recto que forma la calle, tiene de nuevo la impresión de penetrar en ese mismo espacio angosto, singular, donde el aire está inmóvil, los sonidos se perciben de modo apagado y distante, y hasta la temperatura parece distinta. Un vacío casi absoluto que incluye lo sensorial. La certeza sólo dura un momento, y se desvanece enseguida. Pero basta para erizarle el vello al policía.