Cielo gris, plomizo. Temperatura razonable. En las torres vigía de la ciudad, el otoño desgarra nubes sucias de poniente.
—Tengo un problema —dice el Mulato.
—Yo también —responde Gregorio Fumagal.
Se estudian en silencio, calculando la gravedad de lo que acaban de escuchar. Sus consecuencias para la seguridad propia. Esa, al menos, es la impresión de Fumagal. No le gusta el modo en que el contrabandista sonríe mientras vuelve la cara y mira a uno y otro lado, entre la gente que se mueve por los puestos del mercado de abastos de la plaza San Juan de Dios. Una mueca torcida, un punto irónica. Si crees que tienes problemas, parece insinuar, espera a conocer los que tengo yo.
—Dígame usted primero —dice al fin el Mulato, en tono de fatiga.
—¿Por qué?
—Lo mío es largo.
Otro silencio.
—Palomas —aventura, suspicaz, el taxidermista.
—¿Qué pasa con ellas? —el otro parece sorprendido—. La última vez le traje tres cestas con doce —hace un ademán discreto, señalando hacia la cercana Puerta de Mar y el otro lado de la bahía—. Palomas de raza belga, como siempre. Criadas ahí mismo… Deberían bastar, supongo.
—Supone mal. Un gato se metió en el palomar. No sé cómo, pero lo hizo. Y se ensañó bien.
El contrabandista mira a Fumagal, incrédulo.
—¿Un gato?
—Sí. Sólo dejó vivas a tres.
—Vaya con el gato… Todo un patriota.
—Eso no tiene gracia.
—Ya estará disecado, a estas horas. O camino de.
—No lo pillé a tiempo.
Fumagal advierte que el Mulato lo mira de través, como preguntándose si habla en serio, mientras ambos dan unos pasos sin abrir la boca. También él se lo pregunta. Es media mañana, y el rumor de voces que llena el terreno entre el puerto y el Ayuntamiento mezcla acentos de toda la Península, ultramar y el extranjero: refugiados de varia condición, gaditanas de cesta al brazo que picotean en cucuruchos de camarones, aljameles cargando capachas y paquetes, mayordomos que hacen la compra diaria, individuos tocados con monteras, catites, tamboras de ala ancha o pañuelos en la cabeza, ropa azul y parda de marineros.
—No comprendo por qué nos vemos aquí —comenta el taxidermista, malhumorado—. Éste no es un lugar discreto.
—¿Habría preferido verme en su casa?
—Claro que no. Pero el sitio…
Encoge los hombros el Mulato. Viste como suele: alpargatas y camisa despechugada, desabrochadas las boquillas del calzón y sin medias. Lleva en la mano un talego grande, de tela basta. Su desaliño contrasta con el sombrero y la levita marrón de Fumagal.
—Tal como están las cosas, es lo mejor.
—¿Las cosas? —el taxidermista se vuelve a medias, inquieto—. ¿Qué quiere decir?
—Eso. Las cosas.
Caminan unos pasos sin que el Mulato diga nada más. Se limita a moverse con su andar africano, de ritmo cadencioso e indolente. Fumagal, incómodo —siempre detestó el contacto físico con los demás—, procura esquivar el gentío que se agolpa frente a las mercancías. Huele a humazo de aceite de los puestos de pescado frito, próximos a los que ofrecen, bajo toldos de velas viejas, húmedos frutos del mar. Más allá, pegados a las fachadas de las casas, están los puestos de verduras y de carne, en su mayor parte cerdo, tocino, manteca de puerco, gallinas vivas y tajadas de vaca traída de Marruecos. Todo viene de afuera, en barco, descargado en el puerto y en las playas atlánticas del arrecife; en Cádiz no se cultiva un palmo de suelo, ni se cría ganado alguno. No hay espacio.
—Me habló de un problema —dice al fin el taxidermista.
Los gruesos labios del otro se contraen en una mueca desagradable.
—Ando con el serete prieto.
—¿Perdón?
El Mulato hace un gesto en dirección a su espalda, hacia la Puerta de Mar, como si tuviese a alguien pegado detrás.
—Que me vigilan más que a un cangrejo moro.
Fumagal baja la voz.
—¿Lo vigilan?… ¿Qué quiere decir con eso?
—Andan cerca, haciendo preguntas sobre mí.
—¿Quién?
No hay respuesta. El otro se ha detenido ante un puesto donde al pescado le blanquea el ojo y las sardinas tienen la cabeza colorada. Arruga la chata nariz, como si lo oliera.
—Por eso prefiero verlo aquí —dice al fin—. Aparentando que no hay nada que esconder.
—¿Está loco?… Quizá lo sigan ahora mismo.
El contrabandista inclina a un lado la cabeza, considerando la posibilidad, y luego asiente con mucha calma.
—No digo que no. Pero podemos vernos de forma inocente. Usted me encargó un bicho para su colección, por ejemplo… Mire. Le traigo un papagayo americano bastante bonito.
Ha abierto el talego y muestra su contenido, sacándolo para ponerlo a la vista de eventuales ojos inoportunos: pico amarillo mediano y unas quince pulgadas de altura, con plumaje color verde hierba y plumas laterales rojas. Fumagal cree reconocer un Chrysotis del Amazonas o del golfo de México, seguramente. Buen ejemplar.
—Muerto, como a usted le gusta. Sin veneno que lo estropee. Le clavé esta mañana una aguja en el corazón, o cerca.
Devuelve el pájaro al talego y se lo entrega. Es un regalo, añade. Esta vez no le cobro. El taxidermista mira en torno, con disimulo. Nadie sospechoso de vigilarlos, entre la multitud. O nadie que lo parezca.
—Pudo prevenirme por escrito —objeta.
Tuerce la boca el Mulato, sin embarazo.
—Olvida que sólo sé escribir mi nombre y poco más… Además, ni se me ocurriría dejar papeles de por medio. Nunca se sabe.
Ahora Fumagal mira atrás, allí donde el mercado se transforma, cerca de la Puerta de Mar y el estrechamiento del Boquete, en almoneda de ropa usada y objetos procedentes de los barcos, porcelana desportillada de las Indias Orientales, barro y estaño, enseres marineros y cachivaches diversos. Al otro lado de la plaza, en la puerta de una fonda situada en la esquina de la calle Nueva que frecuentan consignatarios y capitanes mercantes, algunos hombres bien vestidos leen periódicos o contemplan el trasiego de gente.
—Usted me pone en peligro.
Chasquea el Mulato la lengua. Está en desacuerdo.
—Peligra desde hace tiempo, señor. Como yo… Son cosas del oficio.
—¿Y qué objeto tiene citarme ahora?
—Decirle que tengo piloto a bordo.
—¿Cómo dice?
—Que me largo… Se queda sin enlace con los del otro lado.
Tarda el taxidermista varios pasos en digerir aquello. De pronto lo incomoda la certeza de que algo sombrío se cierne sobre él. Una soledad adicional, inesperada y peligrosa. Aunque lleva la levita abotonada hasta el cuello, siente frío.
—¿Lo saben nuestros amigos?
—Sí. Y están de acuerdo. Me encargan le diga que ya se pondrán en contacto… Que siga informando, si puede.
—¿Y cómo saben que no me vigilan a mí también?
—No lo saben. En todo caso, si yo fuera usted quemaría cualquier papel comprometedor. Por si las moscas.
Fumagal piensa a toda prisa, mas no resulta fácil calcular riesgos y probabilidades. Medir sus fuerzas futuras. El Mulato fue hasta hoy su único enlace con el mundo exterior. Sin él, quedará en buena parte mudo y ciego. Sin instrucciones y abandonado a su suerte.
—¿Consideran la posibilidad de que también quiera irme de Cádiz?
—Lo dejan a su gusto. Aunque prefieren que mantenga el barlovento, claro. Que siga aquí mientras pueda.
Reflexiona el taxidermista, mirando la casa consistorial —ondea allí la bandera roja y amarilla de la Real Armada, que ahora casi todos usan en tierra—. Puede congelarse, sin duda. Hibernar como un oso, sin mover un dedo hasta que manden a otro enlace. Enterrarse mientras todo vuelve a la normalidad. La cuestión es cuánto tardará en ocurrir eso. Y qué pasará en Cádiz mientras tanto. Sin duda no es el único agente allí, pero eso no le sirve de nada. Siempre actuó como si lo fuera.
—¿Y cree usted que me quedaré?
Chasquea el otro la lengua de nuevo, indiferente Está parado ante un tenderete donde hay, revueltos, pajarillas habanas, jabones de afeitar, fósforos de lumbre, espejos de bolsillo y otras baratijas.
—Lo que haga no es cosa mía, señor. Cada uno tiene sus deseos. El mío es salir de aquí antes de verme con un collar de hierro al cuello.
—Sin palomas no puedo comunicar. Cualquier alternativa es lenta y peligrosa.
—Veré de arreglarlo. Por ese lado no creo que haya dificultad.
—¿Cuándo piensa irse?
—En cuanto pueda.
Dejando atrás la plaza, los dos hombres se detienen en la esquina de la calle Sopranis, bajo la torre de la Misericordia. En la puerta del Ayuntamiento, un centinela de la milicia urbana con la bayoneta calada en el fusil, sombrero redondo y polainas blancas, se apoya en una de las columnas de los arcos, el aire poco marcial, conversando con dos mujeres jóvenes.
—Bien —dice el Mulato—. Esto es una despedida.
Observa con insólita atención al taxidermista, y a éste no le resulta difícil averiguar lo que piensa. Cuestión de ideas, supone. De lealtades, vaya usted a saber a qué. Desde el punto de vista del Mulato, práctico y mercenario, no hay dinero que pague eso.
—Si fuera usted, me iría sin dudarlo —añade súbitamente el contrabandista—. Cádiz se vuelve peligrosa. Y ya sabe el refrán: tanto va el cántaro a la fuente… El peor peligro no es que lo pillen a uno los militares, o la policía. Acuérdese del pobre carajote al que aviaron hace poco, dándole los tres agobios del pulpo antes de colgarlo por los pies.
El recuerdo, reciente, le seca la boca al taxidermista. Un infeliz forastero fue acusado a gritos en la calle de ser espía francés. Perseguido por la multitud, sin hallar donde refugiarse, fue muerto a palos y expuesto su cadáver delante de los Capuchinos. Ni siquiera llegó a saberse el nombre.
Calla ahora el Mulato. La media sonrisa que le tuerce la boca ya no es insolente, como suele. Más bien pensativa. O curiosa.
—Usted verá lo que hace. Pero si quiere mi opinión, lleva demasiado tiempo rifándosela.
—Dígales que seguiré aquí, de momento.
Por primera vez desde que se conocen, el otro mira a Fumagal con algo parecido al respeto.
—Bien —concluye—. Se trata de su pescuezo, señor.
Solemne, es la palabra. Tras la mesa presidencial, flanqueado por dos impasibles soldados de Guardias de Corps y sobre un sillón vacío, el joven Fernando VII preside la asamblea —con inquietante displicencia, es la impresión de Lolita Palma— desde el lienzo colgado bajo el dosel del oratorio de San Felipe Neri, entre columnas jónicas de escayola y cartón dorado. El altar mayor y los laterales están cubiertos con velos. En las dos tribunas situadas en el anfiteatro, rodeadas por bancos y sofás dispuestos en dos semicírculos, se suceden los diputados en sus intervenciones. Aunque alternan seda y paño, sotana e indumento seglar, vestuario a la moda y cortes de ropa supervivientes del tiempo viejo, predomina la sobriedad del negro y el gris, propios de la gente respetable que representa, en las Cortes constituyentes de Cádiz, a la España peninsular y ultramarina.
Es la primera vez que Lolita Palma asiste a una sesión. Vestido violeta muy oscuro, chal fino de Cachemira, sombrero inglés de tela con alas bajas a los lados de la cara, sujeto con una cinta bajo la barbilla. El abanico es chino, negro, con país de flores pintadas. No suele permitirse en el oratorio la entrada de señoras; pero hoy es un día excepcional, y viene, además, invitada por diputados amigos: el americano Fernández Cuchillero y Pepín Queipo de Llano, conde de Toreno. La conmueve la apasionada solemnidad con que discurre todo, el tono vivo de quienes intervienen y la gravedad con que el presidente dirige los debates. No sólo se refieren éstos al texto constitucional que prepara la asamblea, sino también a la guerra y otros asuntos de gobierno; pues las Cortes son —pretenden serlo— representación del rey ausente y cabeza de la nación. Se debate hoy sobre el libre comercio que la corona británica exige en los puertos de América. Por eso resolvió Lolita aceptar la invitación y curiosear un poco; el asunto toca de cerca. La acompañan, entre otros conocidos del mundo gaditano de los negocios, los Sánchez Guinea, padre e hijo. Todos ocupan asientos en la tribuna de invitados, frente a la del cuerpo diplomático donde están el embajador Wellesley, el ministro plenipotenciario de las Dos Sicilias, el embajador de Portugal y el arzobispo de Nicea, nuncio del papa. No hay demasiado público en las galerías superiores del oratorio, destinadas al pueblo llano: vacía la superior y ocupada la principal por una treintena de personas, en su mayor parte gente de aspecto bajo y desocupado, algún forastero y redactores de periódicos que, atentos, con moderna y rápida escritura taquigráfica, toman nota de cuanto se habla.
Una cosa es la lealtad debida a aliados de buena fe, y otra entregarse ciegamente a intereses comerciales ajenos, se está diciendo en la sala. El uso de la palabra lo tiene el diputado valenciano Lorenzo Villanueva —Miguel Sánchez Guinea le apunta a Lolita los nombres que ella desconoce—: clérigo de ideas reformistas moderadas, corto de vista y amable de maneras. El eclesiástico dice compartir la preocupación, ya expresada por su compañero el señor Argüelles, ante las libertades del contrabando, que, a cambio de ayudar a España en la guerra contra Napoleón, y bajo pretexto de colaborar en la pacificación de las provincias rebeldes de América, practica Inglaterra desde hace tiempo en los puertos de ese continente. Teme Villanueva que los pactos comerciales exigidos por Londres perjudiquen de modo irreparable los intereses españoles de ultramar. Etcétera.
Lolita, que escucha atenta, confirma que hay numerosos eclesiásticos en la asamblea; y que muchos de ellos, pese a su estado religioso, son partidarios de la soberanía nacional frente al absolutismo real. De cualquier modo, toda Cádiz sabe que, fuera de un reducido número de uno y otro signo —reformistas radicales a un lado y monárquicos intransigentes al otro—, la posición del grueso de los diputados es flexible: según los asuntos a debatir, entre ellos surgen posturas diversas y mezcladas, a veces, en notables paradojas ideológicas. En líneas generales, la mayor parte se muestra a favor de las reformas, pese a su filiación original católica y monárquica. Por otro lado, en el ambiente liberal que es propio de Cádiz, los partidarios de la nación soberana gozan de más simpatías que los defensores del poder absoluto del rey. Eso permite a los primeros —más brillantes, además, en cuestión de oratoria— imponer con facilidad sus puntos de vista, y pone a sus adversarios bajo fuerte presión de la opinión pública, en una ciudad radicalizada por la guerra, cuyas clases populares pueden convertirse, fuera de control, en elementos peligrosos.
Tal es la razón, también, de que ciertos asuntos delicados se debatan en sesiones secretas, sin público. Lolita está al corriente de que el problema de los ingleses y América es de los que se tratan a puerta cerrada. Eso suscita hablillas e inquietudes a las que hoy se pretende, muy políticamente, poner coto con una sesión abierta. Sin embargo, todo resulta más polémico de lo previsto. Acaba de tomar la palabra el conde de Toreno para mostrar un cartel expuesto en algunos muros de la ciudad, cuyo título es Ruina de las Américas ocasionada por el comercio libre con los extranjeros. En él se critican las facilidades dadas a los negociantes y barcos ingleses y se ataca a los diputados americanos presentes en las Cortes, que piden apertura de todos los puertos y libre comercio. Pero las ciudades españolas que serían las principales perjudicadas deben hacerse oír, dice. Sus intereses son otros.
—Tienen derecho —termina el joven, mostrando en alto el cartel—. Porque nuestro comercio pagará, como lo paga ya, el precio insoportable de las claudicaciones en América.
Sus palabras arrancan aplausos en la galería y entre algunos invitados. También Lolita siente deseos de aplaudir, aunque se contiene, felicitándose por su prudencia cuando el presidente, agitando la campanilla, llama al orden y amenaza con desalojar las galerías.
—Mira la cara de sir Henry —susurra Miguel Sánchez Guinea.
Lolita observa al embajador inglés. Wellesley está inmóvil en su asiento, hundidas las patillas en el cuello de la casaca de terciopelo verde, inclinada la cabeza hacia el intérprete que le traduce en voz baja las expresiones que no comprende bien. Tiene avinagrado el rostro, como suele; aunque esta vez con razón, supone ella. No es plato de gusto verse cuestionar por los aliados, a cuya rama conservadora, opuesta a las reformas políticas y a la idea de la regeneración patriótica, dedica bajo cuerda todo su esfuerzo y el oro de su gobierno. El boicot de Londres a cualquier iniciativa de las Cortes que refuerce la soberanía nacional en España, su influencia exterior o el control de la insurrección americana, roza con frecuencia el descaro.
—No los ha podido comprar a todos.
Intervienen ahora algunos diputados americanos, y entre ellos Jorge Fernández Cuchillero. Lolita, que nunca había visto a su amigo intervenir en público, sigue con interés la exposición. Defiende éste con elocuencia la urgencia de variar el sistema comercial de las Américas ante una triple necesidad: contentar a los aliados británicos, satisfacer a quienes reclaman reformas urgentes en ultramar, y reforzar con argumentos a los que, leales a España, se oponen allí a la insurgencia independentista. Por eso es necesario, añade, revocar algunas leyes de Indias incompatibles con las libertades que los tiempos reclaman.
—Si estas Cortes —añade el rioplatense— proclaman el principio de igualdad entre españoles europeos y americanos, algo resulta evidente: a los europeos se les permite el libre comercio con Inglaterra, y por la misma razón debe permitírsenos a los americanos… No se trata, señorías, sino de respaldar con leyes lo que allí es práctica diaria y clandestina.
Toma la palabra para apoyar a su compañero otro diputado americano, el representante del virreinato de Nueva Granada José Mexía Lequerica —bien parecido, ilustrado y perspicaz, etiqueta de masón—, quien traza un sombrío panorama de cómo la intransigencia de la metrópoli frente a los intereses criollos alienta el estado de guerra que se vive en su tierra, como en el Río de la Plata, Venezuela y México, donde la captura del cura rebelde Hidalgo —de un día para otro se espera en Cádiz la noticia de su ejecución— no garantiza, a su juicio, el fin de los disturbios. Ni mucho menos.
—El remedio para impedir o aplazar que se deshaga el lazo —concluye— está en aflojar la cuerda, y no en tirar de ella hasta que se rompa.
—Y nosotros, a pudrirnos —murmura irritado Miguel Sánchez Guinea.
Se abanica Lolita Palma, interesadísima, sin perder una palabra del debate. Encuentra natural que Fernández Cuchillero, Mexía Lequerica y los otros americanos barran para casa. Y también que los diputados reaccionarios o tibios en materia de soberanía nacional apoyen sin condiciones a los ingleses, a quienes consideran garantía de la autoridad real y la religión frente a desvaríos revolucionarios. Pero sabe también que, desde el punto de vista gaditano, Miguel Sánchez Guinea tiene razón: la igualdad comercial traerá la ruina a los puertos españoles de la Península. Reflexiona sobre eso mientras escucha a otro diputado, el aragonés Mafias, que interviene para preguntar si tales propuestas incluyen acceso libre de los ingleses al comercio americano y filipino, recordando de paso la competencia que las sedas chinas pueden hacer a las valencianas, pese a ser éstas de mejor calidad. Pide la palabra Fernández Cuchillero, e insiste con mucho desparpajo en que ingleses y norteamericanos ya están allí, negociando clandestinamente, desde hace mucho.
—Sólo se trata —resume— de convertir el contrabando existente en actividad legal. De normalizar lo inevitable.
Apoyan al rioplatense, en sucesivas intervenciones, más diputados americanos y el conservador catalán Capmany, a quien se considera portavoz oficioso en las Cortes del embajador inglés. Interviene otro diputado para sugerir que podría autorizarse a Inglaterra a comerciar en América sólo durante un período de tiempo limitado, y responde Mañas, mirando con intención hacia la tribuna de los diplomáticos, que las palabras tiempo limitado son desconocidas por los ingleses. Ahí está Gibraltar, sin ir más lejos. O el recuerdo de Menorca.
—Nuestro comercio —afirma, rotundo—, nuestra industria, nuestra marina, nunca se repondrán si se permite a los extranjeros conducir géneros en buques propios a nuestros dominios de América y Asia… Cada cesión en ese aspecto es un clavo en el ataúd de los puertos españoles… Recuerden lo que digo, señorías: ciudades como Cádiz quedarán borradas del mapa.
Entre aplausos —esta vez Lolita Palma no puede evitar sumarse a ellos— añade Mañas que hay cartas de Montevideo probando que Inglaterra presta apoyo a los insurgentes de Buenos Aires —al oír eso, el embajador Wellesley se remueve incómodo en su asiento—, que en Veracruz exigen los ingleses un embarque de cinco millones de pesos fuertes en plata mejicana, y que, con guerra contra Napoleón o sin ella, el gobierno británico nunca dejará de alentar el desmembramiento de las provincias ultramarinas, cuyos mercados está resuelto a controlar. Al fin, entre murmullos de «sí, sí» y «no, no», concluye el aragonés su intervención calificando el asunto de chantaje intolerable, palabra que despierta un clamor en los bancos de los diputados y entre el público, y que roza el escándalo cuando el embajador inglés, con ademán arrogante, se levanta muy seco y se va. A todo pone término a campanillazos el señor presidente, que suspende la sesión para un descanso, advirtiendo que se reanudará a puerta cerrada. Salen público y diputados con vivo rumor de conversaciones, y los guardias cierran las puertas.
En la calle, entre los corros que comentan acaloradamente las incidencias del debate, Lolita y los Sánchez Guinea se acercan a Fernández Cuchillero, que está en compañía del quiteño Mexía Lequerica y otros diputados americanos. Discuten todos a favor y en contra de lo expuesto.
—Su nuevo sistema sería nuestra ruina, señor —le espeta al rioplatense un hosco Miguel Sánchez Guinea—. Si nuestros compatriotas americanos acuden directamente a los puertos extranjeros, los comerciantes españoles no podremos competir con sus precios. ¿No se da cuenta?… Eso nos obligaría a un rodeo ruinoso, con más riesgos y gastos… Lo que usted y sus compañeros proponen es el golpe de gracia para nuestro comercio, el final de la poca marina que nos queda, la ruina definitiva de una España en guerra, sin industria y sin agricultura.
Niega enérgico Fernández Cuchillero. A Lolita Palma le cuesta hoy reconocer al joven amable, casi tímido, de las tertulias en casa. El asunto le confiere un digno aplomo. Una gravedad desusada. Firme.
—No soy yo quien lo propone —responde—. Hablan ustedes con alguien que, pese a su lugar de nacimiento, es leal a la corona de España. No apruebo la rebeldía de la Junta de Buenos Aires, como saben… Pero son los tiempos y la Historia quienes lo determinan así. La América española tiene necesidades, pero se ve impotente para satisfacerlas. Los criollos exigen su legítimo y libre beneficio, y los pobres salir de la miseria. Pero nos tienen maniatados por un sistema peninsular que ya nada resuelve.
La calle de Santa Inés está llena de gente que discute las incidencias de la sesión y va de un corro a otro, entrando y saliendo de una fonda que está en las inmediaciones, donde algunos diputados aprovechan para tomar un refrigerio. El grupo que rodea a los americanos sigue al pie de la escalinata del oratorio. Es el más numeroso, y lo integran en su mayor parte comerciantes locales. Sus rostros traslucen inquietud, y en algún caso abierta hostilidad. La propia Lolita siente pocas simpatías hacia cuanto ha oído esta mañana sobre el comercio y los ingleses, por la mucha parte que le toca. También el futuro de la casa Palma e Hijos se juega aquí.
—Ustedes sólo quieren dejar de pagar impuestos —apunta alguien—. Quedarse con el negocio.
Con mucha serenidad, una mano en el bolsillo de la levita, Fernández Cuchillero se vuelve hacia el que ha hablado.
—En cualquier caso, eso sería legítimo —responde—. Así ocurrió en las trece colonias inglesas de Norteamérica. Cada cual pretende mejorar su situación según sus intereses, y la intransigencia es mala consejera… Pero no se engañen. El futuro llega solo. Es significativo que algunas juntas leales americanas, que antes se proclamaban españolas y protestaban por su escasa representación en estas Cortes, se definan ahora a sí mismas como colonias. De ahí a que también reclamen la independencia hay un paso muy corto. Pero ustedes no parecen darse cuenta de ello… Lo de mi tierra es un buen ejemplo. Aquí sólo oigo hablar de reconquistar Buenos Aires, no de atender las razones de la sublevación.
—Pues hay quienes permanecen leales, señor. Como la isla de Cuba, el virreinato del Perú y tantos otros.
Ahora es José Mexía Lequerica quien interviene. Lolita Palma lo conoce porque ambos comparten la afición por la botánica. Coincidieron alguna vez en casa del magistral Cabrera, en el jardín del Colegio de Cirugía o en las librerías de San Agustín. Con fama de filósofo a la francesa, partidario de la igualdad entre americanos y peninsulares, el diputado —esto lo sabe toda la ciudad— vive en la calle Ahumada con Gertrudis Salanova, una guapa gaditana que no es su mujer. Lolita los ha visto pasear, del brazo y sin complejos, por la plaza de San Antonio y la Alameda. A causa de la relevancia política del protagonista, el asunto es una de las comidillas picantes de las tertulias locales.
—No se engañen —objeta Mexía, con su suave acento quiteño—. A muchos en América los retiene todavía el miedo a la revolución de indios y esclavos negros. Ven a la monarquía legítima española como garantía de orden… Pero si se sienten fuertes para resolverlo solos, también allí cambiarán las cosas.
—Lo que hace falta es mano dura —tercia alguien—. Obligar a los rebeldes a acatar la autoridad legítima… ¡Aprovechar la invasión francesa y el secuestro del rey para procurarse la independencia, es una deslealtad y una infamia!
—No, y disculpe —dice el americano—. Es una oportunidad. El mismo caos que vive España facilita las cosas… ¡Ni siquiera aquí hay acuerdo en la forma de conducir la guerra, con nuestros generales, la Regencia y las juntas pisándose unos a otros los fajines!
Silencio general. Embarazoso. Lolita los ve mirarse unos a otros. El propio Mexía parece consciente de haber ido demasiado lejos: mueve una mano en el aire, como para borrar sus últimas palabras.
—Y eso lo dicen ustedes, que son diputados de las Cortes —apunta con amargura Miguel Sánchez Guinea.
El americano se vuelve hacia éste, a quien su padre da golpecitos en un brazo para que no vaya más allá.
—Por eso precisamente, señor —replica, un punto altivo—. Porque la Historia nos juzgará algún día.
Alza la voz uno del corrillo. Lolita lo conoce. Se llama Ignacio Vizcaíno: un asentista de cueros arruinado por la sublevación en el Plata.
—¡Todo es una conspiración con los ingleses para echarnos de América!
Sonríe desdeñoso Mexía, volviendo la espalda como si aquello no mereciese respuesta. Es Jorge Fernández Cuchillero quien se dirige al exaltado.
—Ni siquiera eso —corrige, tranquilo—. En realidad pocos allí pretendían ir tan lejos. Es sólo una ausencia de sistema… El desastre de una administración anticuada, incapaz y acabada de dislocar por la guerra, que amenaza con romper los lazos de fraternidad que deben unirnos a los españoles de ambos mundos.
Perfora el otro al criollo con la mirada.
—¿Se atreve a llamarse español, todavía?
—¡Naturalmente!… Por eso sigo en Cádiz con mis compañeros, representando a mi doble patria. Por eso trabajo en una Constitución buena para ambas orillas, que haga hombres libres aquí y allá. Que ponga coto a los privilegios de una aristocracia ociosa, una administración inútil y un clero excesivo y a menudo ignorante.
Por eso discuto de buen grado con ustedes… Intentando hacerles comprender que si el lazo se rompe, será para siempre.
Abren las puertas en San Felipe Neri para continuar la sesión, esta vez sin público en las tribunas. Alza un dedo Miguel Sánchez Guinea, resuelto a añadir algo antes de que se vayan los diputados americanos; pero un estampido seco, próximo, hace vibrar el suelo y los edificios, interrumpiendo las conversaciones. Como todos, Lolita Palma se vuelve en dirección a la torre Tavira. Algo más allá, sobre los edificios, se alza una polvareda ocre.
—Ésa ha caído cerca —dice el asentista de cueros.
Se disuelven los corros y la gente evita el centro de la calle, apresurada, buscando la protección de las casas cercanas. Alguien comenta que la bomba ha estallado en la calle del Vestuario y tirado abajo una casa. Avivando el paso, Lolita se aleja en dirección contraria, llevada del brazo por don Emilio Sánchez Guinea y escoltada por Miguel. Al mirar atrás ve cómo los diputados, dignos y sin perder las maneras, se dirigen con deliberada lentitud a la escalinata del oratorio.
—Creo que debería bajar un momento, señor comisario.
Rogelio Tizón deja sobre la mesa los papeles que está leyendo y mira a su ayudante: seis pies de carne respetuosa parada en el umbral.
—¿Qué pasa?
—El número ocho. Puede interesarle lo que dice.
El comisario de Barrios, Vagos y Transeúntes se levanta y sale al pasillo, donde Cadalso se aparta solícito para dejarlo ir delante. Se encaminan así, haciendo crujir el maltratado suelo de madera, a la escalera del fondo, abierta junto a una claraboya polvorienta que da a la calle del Mirador. La escalera es de caracol, y su espiral sombría se hunde en el piso, hasta el sótano donde están los calabozos. Al llegar abajo, incómodo, Tizón se abotona la levita. El aire es húmedo y fresco. La luz que entra por dos troneras estrechas y enrejadas, situadas en alto, no basta para aliviar la sensación de espacio cerrado. Desagradable.
—¿Qué ha dicho?
—Admite los viajes, señor comisario. Pero hay algún detalle más.
—¿Importante?
—A lo mejor.
Mueve la cabeza Tizón, escéptico. Cadalso, con sus maneras de perrazo estólido y poco imaginativo, es de sota, caballo y rey. Eso aporta garantías a la hora de cumplir instrucciones a rajatabla, pero también impone limitaciones. El ayudante no resulta un prodigio estableciendo lo que es importante y lo que no. Pero nunca se sabe.
—¿Sigue en conversación?
—Desde hace casi dos horas.
—Coño… Tiene aguante, el tío.
—Ya empieza a ablandarse.
—Espero que esta vez no se os vaya la mano, como con el de la calle Juan de Andas… Si se repite aquello, tú y tus compinches acabáis picando piedra en el penal de Ceuta. Lo juro.
—No se preocupe, señor comisario —Cadalso agacha la cabeza, huraño, como un mastín fiel y apaleado—. Con la mesa es algo lento, pero no hay problema.
—Más te vale.
Recorren un pasillo con celdas cuyas puertas de madera —menos la marcada con el número 8— están cerradas y aseguradas con candados grandes, y luego cruzan una sala amplia, desnuda, donde un guardián sentado en un taburete se pone de pie, sobresaltado, cuando ve aparecer al comisario. Más allá, el ruido de los pasos resuena en otro pasillo más estrecho, de paredes sucias y llenas de desconchones y arañazos. Al extremo hay una puerta que Cadalso abre con diligencia servil, y al franquearla se encuentra Rogelio Tizón en una habitación sin ventanas, amueblada con una mesa y dos sillas e iluminada por un velón de sebo puesto en un farol que cuelga del techo. En un rincón hay un balde lleno de agua sucia y una bayeta.
—Deja la puerta abierta, que se ventile esto.
Sobre la mesa hay un hombre en calzones, tumbado boca arriba en el tablero, de forma que los riñones coinciden con el borde de éste. El torso desnudo pende en el vacío, arqueado hacia atrás, la cabeza colgando a dos palmos del suelo. El prisionero tiene las manos sujetas con grilletes a la espalda, y dos esbirros corpulentos se ocupan de él. Uno, sentado en la mesa, lo aguanta por los muslos y las piernas. El otro está en pie, supervisando la operación. Tendrían que ver esto los señores diputados de las Cortes, se dice Tizón tras una retorcida sonrisa interior. Con su hábeas corpus y demás. Lo bueno de la mesa es que no deja señales. En esa postura, el sujeto se asfixia solo. Es cuestión de tiempo, con los pulmones forzados, los riñones hechos polvo y la sangre agolpándose en la cabeza. Al terminar lo pones en pie, y parece limpio como una patena. Ni una cochina marca.
—¿Qué tenemos de nuevo?
—Admite su relación con los franceses —dice Cadalso—. Viajes a El Puerto de Santa María, a Rota y Sanlúcar. Una vez fue hasta Jerez, a entrevistarse con un oficial de rango.
—¿Para qué?
—Informar de la situación aquí. También algún paquete, y mensajes.
—¿De quién?… ¿Para quién?
Una pausa. Los esbirros y el ayudante de Tizón intercambian miradas inquietas.
—Aún no lo hemos establecido, señor comisario —aclara Cadalso, cauto—. Pero en eso estamos.
Tizón estudia al prisionero. Sus rasgos negroides se ven crispados por el dolor, y los párpados entornados muestran sólo el blanco de los ojos. Al Mulato lo atraparon ayer por la noche, en Puerto Piojo, cuando estaba a punto de dar vela para la otra orilla. Y por el fardo de equipaje, sin intención de volver.
—¿Tiene cómplices en Cádiz?
—Seguro —asiente Cadalso, convencido—. Pero todavía no le hemos sacado nombres.
—Vaya. Un tipo crudo, por lo que veo.
Se acerca más Tizón al prisionero, poniéndose en cuclillas hasta quedar cerca de su cabeza. Allí observa de cerca el pelo ensortijado, la nariz chata, la barba rala que despunta en el mentón. La piel se ve sucia y grasienta. El Mulato tiene la boca muy abierta, como un pez que boquease fuera del agua, y por ella suena, ronca, la respiración entrecortada y difícil, el estertor de la asfixia causada por la postura. Hay una mancha húmeda en el suelo, y de ella sube hasta Tizón un olor agrio, a vómito reciente. Cadalso, deduce, ha tenido el detalle de fregar aquello antes de subir a buscarlo.
—¿Y qué decías que me puede interesar? —le pregunta al ayudante.
Se aproxima el otro después de dirigir nueva mirada a los dos esbirros. El de la mesa sigue sujetando las piernas del prisionero.
—Hay un par de cosas que ha dicho… Que le hemos sacado, vamos. Sobre palomas.
—¿Palomas?
—Eso parece.
—¿De las que vuelan?
—No conozco otras, señor comisario.
—¿Y qué pasa con ellas?
—Palomas y bombas. Creo que habla de mensajeras.
Se incorpora Tizón, lentamente. Una sensación incierta le estremece el pensamiento. Una idea inconcreta. Fugaz.
—Pues que en un momento dado ha dicho: «Pregúntenle al que sabe dónde caen las bombas».
—¿Y quién es ése?
—En ello estamos.
La idea se parece ahora a un pasillo largo y oscuro detrás de una puerta medio abierta. Tizón da dos pasos atrás, apartándose de la mesa. Lo hace con extrema cautela, pues le parece que un movimiento brusco, inadecuado, podría cerrar ese resquicio.
—Ponedlo en una silla —ordena.
Con ayuda de Cadalso, los esbirros levantan en vilo al prisionero, arrancándole un grito de dolor al moverlo. Tizón observa que cierra y abre mucho los ojos, aturdido, cual si despertara de un trance, mientras lo llevan arrastrando los pies por el suelo. Cuando lo sientan, las manos engrilletadas a la espalda y un hombre a cada lado, Tizón acerca la otra silla, le da la vuelta y se instala en ella, los brazos cruzados y apoyados en el respaldo.
—Te lo voy a poner fácil, Mulato. A los que trabajan para el enemigo les dan garrote… Y lo tuyo está claro.
Se calla un momento para dar tiempo a que el prisionero se habitúe a la nueva postura y le baje la sangre. También para que asimile lo que acaba de oír.
—Puedes colaborar —añade al fin— y a lo mejor salvas el pescuezo.
Tose el otro fuerte, desgarrado. Ahogándose, todavía. Sus gotas de saliva llegan hasta las rodillas de Tizón, que no se inmuta.
—¿A lo mejor?
El timbre de voz es grave, propio de su raza. Y resulta curiosa la piel, se dice Tizón. Un negro de piel blanca.
Parece que le hubieran quitado el color con jabón y estropajo.
—Eso he dicho.
Un relámpago desdeñoso en la mirada del otro. Este toro, deduce el comisario, no lleva suficiente castigo. Pero mejor eso que dejarlo en el sitio. No quiere tener al intendente y al gobernador encima. Con un fardo echado al agua basta, por ahora.
—Cuénteselo a su madre —suelta el Mulato.
Tizón le pega una bofetada. Fuerte, seca y eficaz, la mano abierta y los dedos juntos. Espera tres segundos y pega otra. Restallan como latigazos.
—Esa boca.
Un hilillo de mocos cuelga de uno de los anchos orificios de la nariz del Mulato. Que aún tiene el cuajo de torcer un poco los labios. Mueca altanera, insolente, buscando la sonrisa y fallándola por muy poco.
—Yo estoy sacramentado, comisario. No se canse, ni me canse.
—De eso se trata —admite Tizón—. De cansarnos todos lo menos posible… El trato es que me cuentes cosas, y te dejamos tranquilo hasta que el juez te mande acogotar.
—Un juez, nada menos. Cuánto lujo.
Otra bofetada, seca como un disparo. Cadalso da un paso adelante, dispuesto a intervenir también, pero Tizón lo detiene con un ademán. Puede arreglárselas muy bien solo. Está en su salsa.
—Te lo vamos a sacar todo, Mulato. No hay prisa, como ves. Pero puedo ofrecerte algo. En lo que a mí se refiere, estoy dispuesto a abreviar el trámite… Bombas palomas… ¿Me sigues?
Calla el otro, mirándolo indeciso. Agotadas las chulerías. Tizón, que conoce su oficio, sabe que no son las bofetadas la causa del cambio. Ésas son sólo un adorno, como el de los toreros tramposos. La faena va por otro sitio. En estos lances, mostrar algunas cartas suele ser mano de santo, según con quiénes. Y no hay carta más evidente, para alguien medianamente listo, que mirarle a él la cara.
—¿Quién es ese que, según tú, sabe dónde caen las bombas?… ¿Y por qué lo sabe?
Otra pausa. Ésta resulta muy larga, pero Tizón es un profesional paciente. El otro mira la mesa pensativo y luego al comisario. Resulta obvio que sopesa el poco futuro que le queda. Calculándolo.
—Porque se encarga —dice al fin— de comprobar los sitios donde caen, informando de eso… Él es quien lleva la cuenta.
Tizón no quiere estropear nada de lo posible ni de lo probable. Tampoco hacerse ilusiones excesivas. No en este asunto. Su tono es tan cauto como si estuviese alineando palabras de cristal fino.
—¿También sabe dónde van a caer? ¿O lo imagina?
—No lo sé. Puede.
Demasiado bueno para ser verdad, piensa el comisario. Un tiro a ciegas, con pistola ajena. Humo, seguramente. Sin duda el profesor Barrull soltaría una carcajada antes de irse de allí a grandes zancadas, muerto de risa. Conjeturas de ajedrez, comisario. Como de costumbre, construyendo en el aire. Demasiado cogido con alfileres, todo esto.
—Dime su nombre, camarada.
Lo ha sugerido con suavidad casual, como si realmente un nombre fuese lo de menos. Los ojos oscuros del prisionero están fijos en los suyos. Al cabo se apartan, indecisos de nuevo.
—Mira, Mulato… Has dicho que utiliza palomas mensajeras. Me basta con averiguar quiénes tienen palomares, y eso lo resuelvo en dos días. Pero si tengo que apañarme sin tu ayuda, no te deberé nada…
Traga el otro saliva, dos veces. O lo intenta. Quizá porque se trata de una saliva inexistente. Tizón ordena que le traigan agua y uno de los esbirros va a buscarla.
—¿Y qué diferencia hay? —pregunta el Mulato, al fin.
—Muy poca. Sólo que yo te deba un favor, o que no te lo deba.
El otro lo piensa, tomándose de nuevo su tiempo. Aparta un momento los ojos del comisario para mirar al esbirro que regresa con una jarra de agua. Después ladea la cara, tuerce la boca como antes, y esta vez Tizón ve aflorar la sonrisa que antes no llegó a cuajar del todo. Parece que el Mulato estuviera apreciando, en sus adentros, una broma desesperada y secreta, especialmente divertida.
—Se llama Fumagal… Vive en la calle de las Escuelas.
Una libra de jabón blanco, dos de verde, otras dos de jabón mineral y seis onzas de aceite de romero. Mientras Frasquito Sanlúcar envuelve el pedido en papel de estraza y dispone el aceite aromático en una botellita, Gregorio Fumagal aspira con agrado los olores de la tienda. Huele intenso a jabones, esencias y pomadas, y entre las cajas de productos vulgares alternan los colores agradables de los artículos finos, protegidos en tarros de cristal. En la pared, el barómetro largo y estrecho señala tiempo variable.
—Este verde no llevará sal de cobre, ¿verdad?
La cara pecosa del jabonero se arruga en una mueca ofendida, bajo el pelo ralo de color zanahoria.
—Ni gota, don Gregorio. No se preocupe. Trata usted con una casa seria… Está hecho con extracto de acacia, que le da este color tan bonito. Es un artículo de mucha salida, y a las señoras les encanta.
—Imagino que, con tanta gente en Cádiz, el negocio seguirá de perlas.
Responde el otro que él no se queja. La verdad es que, mientras sigan ahí afuera los gabachos, añade, no parece que vaya a faltar clientela. Es como si la gente cuidara más su aspecto. Hasta las pomadas para caballeros se las quitan de las manos: clavel, violeta, heliotropo. Huela ésta, hágame el favor. Finísima, ¿verdad? Por no hablar de los jabones de señora y las aguas de tocador. Insuperables.
—Ya veo. No le falta de nada.
—¿Cómo va a faltar?… Con los ingleses aliados nuestros, llegan géneros de todas partes. Mire esta raíz de ancusa para teñir jabón: antes la traían de Montpellier, y ahora de Turquía. Y más barata.
—¿Sigue viniendo mucho mujerío?
—Uf. No se hace idea. De todas clases. Lo mismo vecinas de barrio que señoras de mucho rimpimpín. Y emigradas con posibles, a montones.
—Parece mentira, en estos tiempos.
—Pues lo he pensado mucho, y a lo mejor es por eso. Se diría que la gente tiene más ganas de vivir, de relacionarse y tener buen aspecto… Yo, como digo, no me quejo. También es verdad que vigilo el negocio. Los productos de tocador no sólo deben gustar al olfato y ser agradables al tacto, sino tener buena vista. Eso lo cuido.
Frasquito Sanlúcar termina el paquete, lo pasa a Fumagal por encima del mostrador y se sacude las manos en el guardapolvo gris. Son diecinueve reales, dice. Mientras el taxidermista abre el bolsillo y saca dos duros de plata, el jabonero lleva con los nudillos, sobre la madera del mostrador, el compás de una alegría. Tirititrán, tran, tran, hace. El golpeteo se interrumpe al escucharse un estampido lejano, apagado. Apenas audible. Los dos miran hacia la puerta, frente a la que pasan transeúntes que no se inmutan. Ésa cayó al otro lado de la ciudad, deduce Fumagal mientras el jabonero le devuelve el cambio y reanuda el compás, tirititrán, tran, tran, con los nudillos en el mostrador. No es raro que aquí vivan despreocupados de la artillería francesa. El barrio del Mentidero permanece fuera del alcance de lo que viene desde la Cabezuela. Y según los cálculos del taxidermista, seguirá así durante un tiempo. Demasiado, lamentablemente.
—Tenga cuidado, don Gregorio. Aunque los gabachos tiran al buen tuntún, nunca se sabe… ¿Qué tal su barrio?
—Alguna cae. Pero, como dice, al tuntún.
Tirititrán, tran, tran. Sale Fumagal a la calle con su paquete bajo el brazo. Es temprano, y el sol todavía deja el lugar en sombra. El relente escarcha el empedrado del suelo, las barandillas, las rejas y las macetas. A pesar del estampido que acaba de oírse, la guerra parece tan lejana como de costumbre. Pasa hacia el Carmen y la Alameda un aceitunero con el borriquillo cargado de tinajuelas, voceando que las lleva verdes, negras y gordales. Se le cruza un aguador con su tonelete a la espalda. En el balcón de un primer piso, una sirvienta joven, desnudos los brazos, sacude una estera de esparto, observada desde la esquina por un hombre alto que fuma apoyado en la pared.
Avanza el taxidermista por la calle del Óleo en dirección al centro de la ciudad, ocupado en sus pensamientos. Que en los últimos días no son tranquilizadores. Cuando pasa junto a una carbonería, se aparta de la acera para esquivar a la gente que hace cola para comprar picón: el invierno está en puertas, la humedad es cada vez mayor, y bajo los faldones de las mesas camilla empiezan a encenderse los braseros. Al desviarse a un lado, Fumagal echa una mirada a su espalda y comprueba que el hombre que fumaba en la esquina camina detrás de él. Puede tratarse de una coincidencia, y lo más probable es que lo sea; pero la sensación de peligro se acentúa, desazonadora.
Desde que la guerra llegó a la ciudad y él inició sus relaciones con el campo francés, la incertidumbre ha sido una constante natural, tolerable; pero en los últimos tiempos, sobre todo tras la última conversación con el Mulato en la plaza San Juan de Dios, el desasosiego es continuo. Gregorio Fumagal ya no recibe instrucciones ni noticias. Ahora trabaja a ciegas, sin saber si los mensajes que envía son útiles; sin orientación ni otro vínculo que las palomas que suelta en dirección al Trocadero, y cuya provisión disminuye en el palomar sin que él sepa cómo reponerla. Cuando eche a volar la última mensajera, el lazo inseguro que todavía lo une con el otro lado quedará roto. Su soledad, entonces, será absoluta.
En la plazuela que hay al final de la calle del Jardinillo, Fumagal se detiene con aire casual ante los cajones de una mercería y dirige otro vistazo atrás. El hombre alto pasa por su lado y sigue de largo mientras el taxidermista lo estudia de reojo: cierto desaliño, levita parda de mal corte y sombrero redondo, abollado. Podría ser un policía, pero también uno de los centenares de emigrados sin ocupación que pasean emboscados y a salvo, con un pasavante en el bolsillo que los libra de ser alistados para la guerra.
Lo peor es la imaginación, concluye caminando de nuevo, y el miedo que extiende por el organismo como un tumor maligno. Es momento de contrastar física y experiencia: la física dice a Fumagal que no sabe si realmente lo siguen, mientras que la experiencia afirma que se dan las circunstancias adecuadas para que eso ocurra. Interrogada la razón, todo resulta más que probable. Pero la conclusión no es dramática; hay una sombra de alivio en la eventualidad. Caer no es tan grave, después de todo. El taxidermista está convencido de que el destino de cada hombre depende de causas imperceptibles en el marco de reglas generales. Todo tiene que acabar alguna vez, incluso la vida. Como los animales, las plantas y los minerales, un día devolverá al almacén universal los elementos que le prestó. Ocurre a diario, y él mismo contribuye a ello. A ejecutar el efecto de la regla.
En el Palillero, entre los puestos de estampas y periódicos de Monge y de Vindel, vecinos y desocupados se agolpan ante dos carteles recién puestos en una pared y discuten su contenido. En uno se notifica que las Cortes han aprobado, a propuesta de la Regencia, que la ciudad contribuya con doce millones de pesos mensuales al mantenimiento de las fuerzas navales y las fortificaciones. Nos están sangrando, protesta alguien a voces. Con rey o sin él, seguimos igual. El otro cartel informa de que el Ayuntamiento de La Habana, desautorizando a las Cortes, ha anulado el decreto sobre emancipación de esclavos negros, por ser contrario a los intereses de la isla y porque podría causar allí el mismo efecto que otro semejante, francés, tuvo en Santo Domingo: sumirla en la rebelión y la anarquía.
Estúpidos, concluye Fumagal pasando entre la gente sin mirarla apenas, con rapidez y extremo desprecio. Ya tienen nueva materia para ocupar durante un par de días el ocio en palabras. Una costumbre ancestral los hace afectos a sus cadenas: reyes, dioses, parlamentos, decretos y carteles que nada cambian. El taxidermista está convencido de que la Humanidad va de amo en amo, compuesta de infelices que creen ser libres actuando contra sus inclinaciones; incapaces de asumir que la única libertad es individual y consiste en dejarse llevar por las fuerzas que a uno lo dominan. Lo que el hombre haga será siempre consecuencia de la fatalidad; del orden amoral de la Naturaleza y de la conexión de causas y efectos. Eso torna ambigua la palabra maldad. Contradictoria, la sociedad castiga las inclinaciones que la caracterizan; pero ese castigo es sólo un frágil dique contra los ímpetus oscuros del corazón. El ser humano, estúpido hasta la demencia, prefiere las ilusiones falsas a la realidad que desmiente por sí misma la idea del Ser bondadoso, supremo, inteligente y justiciero. Sería una aberración que un padre armara la mano de un hijo irascible y lo condenase luego por haber matado con ella.
—¿Dónde ha caído la última bomba? —pregunta Fumagal a un herrero que prepara cebos de pesca sentado a la puerta de su fragua.
—Ahí mismo, enfrente de la Candelaria… Y con poco daño.
—¿No hay víctimas?
—Ninguna, gracias a Dios.
Vecinos y soldados trabajan en el desescombro de la plazuela. La bomba, comprueba Fumagal cuando llega allí, cayó limpiamente frente a la iglesia, sin tocar en las casas contiguas; y aunque estalló, la amplitud del lugar, con los edificios distanciados unos de otros, limitó los efectos a ventanas rotas, desconchones de yeso en fachadas y algunas tejas y ladrillos caídos por tierra. Con ojo perito, hecho a ello, el taxidermista calcula la trayectoria del proyectil y el lugar de impacto. El viento, observa, sopla de poniente; y eso ha contribuido, sin duda, a que la bomba haya caído en esta parte de la ciudad, con menos alcance y algo más al este que las cuatro últimas. Con el pretexto de curiosear entre la gente que mira —algunos muchachos recogen del suelo trozos de plomo retorcido—, Fumagal camina despacio, concentrado, contando los pasos para calcular distancias con referencia al guardacantón de la calle del Torno: un antiguo pilar de columna árabe. Con Mulato o sin él, con palomas mensajeras o con el palomar vacío, está resuelto a seguir haciendo lo que hace, hasta el fin. Cumpliendo con el rito de su norma individual, al tiempo inevitable y deliberada.
Gregorio Fumagal ha contado diecisiete pasos cuando repara en alguien que parece observarlo entre la gente. No es el hombre al que antes perdió de vista, sino otro de mediana estatura, vestido con capa gris y sombrero de dos picos. Quizá se relevan para que no sospeche, decide. O tal vez sea otra jugarreta de esa razón suya que tanto se parece, en ocasiones, a una enfermedad incurable. El taxidermista tiene la certeza de que todos los seres humanos están enfermos, sometidos apenas nacen al contagio de la vida y a su delirio, la imaginación. Es al extraviarse o desbocarse ésta cuando llega el miedo, como llegan el fanatismo, los terrores religiosos, los frenesís —la idea lo hace sonreír, feroz— y los grandes crímenes. Hay gentes simples que desprecian éstos, ignorando que para ejecutarlos hace falta el entusiasmo y la tenacidad de las grandes virtudes. Pasando por alto que el hombre más virtuoso puede ser, por un cúmulo de causas imperceptibles debidamente alineadas, el hombre más criminal.
Con un impulso de arrogancia que no se molesta en analizar, y que en realidad es conclusión del anterior razonamiento, Fumagal camina mirando el suelo, el aire falsamente distraído, hasta tropezar a propósito con el hombre del sombrero de dos picos.
—Perdón —murmura sin apenas mirarlo.
Farfulla el otro algo ininteligible, apartándose mientras el taxidermista se aleja satisfecho. Ocurra lo que ocurra, no huirá de la ciudad. Sócrates, obediente a las leyes injustas de su patria, tampoco aceptó escapar de la cárcel cuya puerta estaba abierta. Aceptó las reglas, seguro, como lo está Gregorio Fumagal, de que la naturaleza del ser humano sólo puede actuar como actúa, igual hacia uno mismo que hacia otros. Lo exige el dogma de la fatalidad: todo es necesario.
La cerradura cede al cuarto intento, sin fractura ni ruido. Rogelio Tizón empuja con cuidado la puerta mientras se guarda en un bolsillo el juego de ganzúas utilizado en la operación, que no le ha llevado más de un par de minutos. De su larga experiencia con rateros y otros malandrines de los que, en su ambiente, se denominan caballeros de industria, el comisario ha ido adquiriendo, con los años, singulares habilidades. El manejo de la ganzúa —la sierpe, en jerga rufianesca— es una de ellas, y resulta en extremo práctica. Desde que se inventaron los candados y las puertas con cerradura, no son pocos los secretos ajenos a los que puede accederse mediante el manejo experto de ganzúas, llaves falsas, sierras, limas y puntas de diamante.
El policía se mueve despacio por el pasillo, asomándose a cada habitación: alcoba, cuarto de aseo, comedor, cocina con fogón de leña y carbón, fregadero, fresquera y una ratonera armada con un trocito de queso junto a la puerta de la despensa. Todo se ve limpio y ordenado, pese a tratarse —a estas alturas, Tizón sabe cuanto puede llegar a saberse desde fuera— de la casa de un hombre que vive solo. El gabinete de trabajo se encuentra al fondo del pasillo; y cuando el policía llega a él, la luz que entra por la puerta vidriera de la terraza crea una atmósfera dorada en la que relucen suavemente los ojos de cristal, los picos y garras barnizados de los animales inmóviles en sus perchas y vitrinas, los frascos transparentes en cuyo líquido se conservan aves y reptiles.
Rogelio Tizón abre la puerta vidriera y sube a la terraza. Con una mirada abarca el paisaje, las torres vigía de la ciudad entre las chimeneas y la ropa tendida. Luego echa una ojeada al palomar, donde encuentra cinco palomas, y baja de nuevo al gabinete. Hay allí un reloj de bronce sobre una cómoda, y una estantería con una veintena de libros, casi todos de historia natural, con ilustraciones. Entre ellos descubre un ejemplar antiguo y estropeado de la Historiae naturalis de avibus de un tal Johannes Jonstonus, un par de volúmenes de la Encyclopédie, y otros libros franceses prohibidos, camuflados bajo tapas de apariencia inocente: Émile, La Nouvelle Hélloïse, Candide, De l’esprit, Lettres philosophiques y Système de la Nature. Flota un olor extraño, a alcohol mezclado con substancias desconocidas. El centro de la habitación lo ocupa una mesa grande, de mármol, sobre la que hay un bulto cubierto por una sábana blanca. Cuando la aparta, el policía encuentra el cadáver de un gran gato negro destripado y a medio disecar, con las cuencas de los ojos rellenas con bolas de algodón y el interior abierto y lleno de borra de la que asoman alambres y cabos de hilo bramante. Si de algo está lejos Rogelio Tizón es de ser hombre supersticioso; pero no puede evitar cierta aprensión a la vista del animal y el color de su pelaje. Lo cubre de nuevo, incómodo, procurando dejar la sábana como estaba. Asociado con el cadáver del gato, el olor de la habitación cerrada produce ahora una sensación nauseabunda. Tizón encendería un cigarro, de no ser porque el rastro de humo de tabaco delataría la presencia de un intruso al dueño de la casa. El hijo de puta, concluye mientras mira alrededor. Cavilando. El hijo de la grandísima puta.
Hay un atril con notas junto a la mesa de mármol: apuntes sobre las piezas disecadas y las diversas fases de cada proceso. El comisario se acerca a otra mesa situada entre la puerta de la terraza y una vitrina donde conviven, inmóviles, un lince, una lechuza y un mono. Allí hay tarros de cristal y porcelana conteniendo substancias químicas e instrumental parecido al que usan los cirujanos: sierras, escalpelos, tenazas, agujas de ensalmar. Tras mirarlo todo, Tizón se dirige a la tercera mesa del gabinete. Ésta es grande y con cajones, y se encuentra situada junto a la pared, bajo perchas donde se yerguen, en posturas muy logradas —el dueño de la casa tiene buena mano para el oficio— un faisán, un halcón y un quebrantahuesos. Sobre la mesa hay un quinqué de petróleo y varios papeles y documentos que el policía revisa, procurando dejar cada uno en la misma posición en que se hallaba. Son más anotaciones sobre historia natural, bocetos de animales y cosas así. El primer cajón de la mesa está cerrado con una llave que no se encuentra a la vista, así que Tizón saca otra vez el juego de ganzúas, elige una pequeña, la introduce en la cerradura, y tras un breve forcejeo, clic, clic, abre el cajón con absoluta limpieza. Allí encuentra, doblado en dos, un plano de Cádiz de tres palmos de largo por dos de alto, parecido a los que pueden adquirirse en cualquier tienda de la ciudad, y que muchas familias gaditanas tienen en casa para señalar los lugares donde caen bombas francesas. Éste, sin embargo, está trazado a mano con tinta negra, su detalle es menudo y preciso, y la doble escala de distancias que figura en el ángulo inferior derecho está en varas españolas y en toesas francesas. Hay también graduación de latitud y longitud en los márgenes, con relación a un meridiano que no es el antiguo de Cádiz ni el del Observatorio de Marina de la isla de León. Quizá París, concluye Tizón. Un mapa francés. Se trata de un trabajo profesional, semejante a los levantamientos militares, y sin duda tiene ese origen. Pero lo que más llama la atención es que su propietario no se limita a marcar, como hacen los vecinos de la ciudad, los puntos de caída de las bombas. Éstos figuran cuidadosamente señalados con números y letras, y todos se encuentran unidos por líneas hechas a lápiz que pasan por una referencia en forma de semicírculo graduado dibujada en la parte oriental del plano, en la dirección de la que vienen los tiros de artillería francesa disparados desde el Trocadero. Todo ello forma una trama acabada en radios y círculos, trazada con instrumentos que están en el cajón de la mesa: reglas de cálculo, patrones de distancia, compases, cartabones, una lupa grande y una brújula inglesa de buena calidad en un estuche de madera.
Permanece absorto el comisario, estudiando la insólita trama dibujada sobre la original del papel, su extraña forma cónica con el vértice hacia el este, los códigos anotados y los círculos descritos a compás alrededor de cada punto de impacto. Inmóvil, de pie ante la mesa y fijos los ojos en el plano, blasfema en voz baja, larga y repetidamente. Es como si el conjunto, a primera vista caótico, de todos esos trazos que se entrecruzan, formase un mapa superpuesto al otro mapa: el diseño de un territorio distinto, laberíntico y siniestro que nunca, hasta hoy, Tizón había sido capaz de ver, o intuir. Una ciudad paralela definida por fuerzas ocultas que escapan a la razón convencional.
Te voy teniendo, concluye fríamente. Al menos tengo al espía, añade tras breve vacilación. Ése ya no se escapa. Buscando un poco más, en una libreta con tapas de hule encuentra la correspondencia numérica y alfabética de cada uno de los puntos marcados, con el nombre de cada calle, la localización exacta en latitud y longitud, la distancia en toesas que ayuda a calcular el lugar de cada impacto con relación a edificios o puntos fáciles de situar en la ciudad. Todo es importante y revelador, pero la mirada del comisario vuelve una y otra vez a los círculos trazados en torno a los puntos de caída de las bombas. Al cabo, con súbita inspiración, coge la lupa y busca cuatro lugares: el callejón entre Santo Domingo y la Merced, la venta del Cojo, la esquina de la calle de Amoladores con la del Rosario y la calle del Viento. Todos están allí, marcados; pero no hay en ellos signo peculiar que los diferencie de otros. Sólo, los códigos que ordenan los respectivos datos en el cuaderno de hule y permiten diferenciar las bombas que han estallado de las que no. Y esas cuatro estallaron, como otro medio centenar.
Tizón lo deja todo en su sitio, cierra el cajón, asegura la cerradura con la ganzúa y se queda un rato pensativo. Luego va hacia los estantes de libros y los repasa uno por uno, mirando las páginas para comprobar si hay papeles dentro. En el titulado Système de la nature, ou des Lois du monde physique et du monde moral —de un tal M. Mirabaud, editado en Londres— encuentra algunos párrafos subrayados a lápiz, que traduce sin dificultad del francés. Uno de ellos le llama la atención:
No hay causa por pequeña o lejana que sea que no tenga las consecuencias más graves e inmediatas sobre nosotros. Quizá en los áridos desiertos de Libia se acumularán los efectos de una turbulencia que, traída por los vientos, volverá pesada nuestra atmósfera influyendo sobre el temperamento y las pasiones de un hombre.
Reflexionando sobre lo que acaba de leer, el policía se dispone a cerrar el libro; y entonces, mientras pasa unas cuantas páginas más al azar, da con otro fragmento próximo, también subrayado:
Está en el orden de las cosas que el fuego queme, pues su esencia es quemar. Está en el orden natural de las cosas que el malvado cause daño, pues su esencia es dañar.
Tizón saca del bolsillo su propia libreta de notas y copia los dos párrafos antes de devolver el libro a su sitio. Después echa un vistazo al reloj de la cómoda y comprueba que lleva en la casa demasiado tiempo. El dueño puede llegar de un momento a otro; aunque, en previsión de esa eventualidad, el comisario ha tomado precauciones: tiene a dos hombres que lo siguen por la ciudad, a un muchacho de buenas piernas dispuesto a venir corriendo en cuanto lo vean tomar el camino de vuelta, y a Cadalso y a otro agente apostados en la calle para avisar. Prudencia en principio innecesaria, pues ese plano y la confesión del Mulato bastan para detener al taxidermista, remitirlo a la jurisdicción militar y darle, sin apelación posible, unas vueltas de garrote en el pescuezo. Nada más fácil estos días, en una Cádiz sensibilizada con la guerra y el espionaje enemigo. Sin embargo, el comisario no tiene prisa. Hay puntos oscuros que desea aclarar antes. Teorías por comprobar y sospechas por confirmar. Que el hombre que diseca animales, subraya párrafos inquietantes en los libros e informa a los franceses de los lugares de caída de las bombas sea detenido, no le importa gran cosa, por ahora. Lo que necesita confirmar es si existe una lectura diferente, paralela, del plano que vuelve a estar encerrado en el cajón de la mesa. Una relación directa entre quien habita esta casa, cuatro puntos de impacto de bombas francesas y cuatro muchachas asesinadas, tres después y una antes de que cayeran esas bombas. El sentido que late, quizás, oculto bajo la tela de araña cónica, trazada a lápiz, que aprisiona el mapa de este a oeste. Una detención prematura podría alterar el escenario y oscurecer para siempre el misterio, dejándole entre las manos sólo la captura de un espía, con las otras sospechas lejos de ser certezas. No busca hoy eso entre los cuerpos rígidos de los animales muertos, ni en los cajones y armarios que esconden, tal vez, la clave de secretos que de un tiempo acá lo hacen vivir en compañía de ásperos fantasmas. Lo que el policía persigue es la explicación de un enigma que antes era sólo singular y que, desde la muerte anticipada en la calle del Viento —aquella bomba después y no antes—, resulta inexplicable. La idea requiere, para ser refutada o demostrada, que todos los elementos sigan activos sobre el tablero de la ciudad, desarrollando con libertad sus combinaciones naturales. Como diría su amigo Hipólito Barrull, el asunto exige determinadas comprobaciones empíricas. Negarle a un posible asesino de cuatro muchachas la oportunidad de volver a matar sería sin duda un bien público; un acto policial y patriótico eficaz, de seguridad urbana y justicia objetiva. Pero, desde otro punto de vista, supondría un atentado contra las posibilidades extremas de tantear la razón y sus límites. Por eso Tizón se propone esperar paciente, inmóvil como uno de los animales que ahora lo observan con ojos de cristal desde perchas y vitrinas. Vigilando a su presa, sin alertarla, en espera de que caigan nuevas bombas. Cádiz abunda en cebos, a fin de cuentas. Y no hay partida de ajedrez en la que no sea necesario arriesgar algunas piezas.