El alba encuentra a Rogelio Tizón iluminado a medias por la luz de un farol de petróleo puesto en tierra. La muchacha —lo que queda de ella— es joven, no mayor de dieciséis o diecisiete años. Pelo castaño claro, constitución frágil. Está amordazada y boca abajo, las manos atadas bajo el regazo y la espalda desnuda, tan deshecha que los huesos asoman entre la carne amoratada y negra, llena de cuajarones de sangre seca. No tiene otras heridas visibles. Parece evidente que la han matado a latigazos, como a las otras.
Nadie, ni vecinos ni transeúntes, ha visto ni oído nada. La mordaza alrededor de la boca, lo apartado del lugar y la hora a la que ocurrió todo garantizaron la impunidad del asesino. El cuerpo ha aparecido en un solar abandonado que da a la calle de Amoladores, donde suelen dejarse desperdicios que cada mañana recoge el carro de la basura. La parte inferior del cuerpo sigue vestida; Tizón mismo levantó la falda para comprobarlo. Las enaguas y lo demás están en su sitio, y eso descarta en principio agresiones más perversas, si es que la palabra más resulta adecuada en estas circunstancias.
—Ha llegado la tía Perejil, señor comisario.
—Que espere.
La partera, a la que mandó buscar hace rato, aguarda al extremo del callejón, con los rondines que mantienen lejos a los pocos vecinos despiertos que curiosean a tan temprana hora. Dispuesta a dar el dictamen definitivo cuando el comisario lo ordene. Pero Tizón no tiene prisa. Sigue inmóvil desde hace mucho rato, sentado en una pila de escombros, inclinado el sombrero sobre las cejas y el redingote por encima de los hombros, apoyadas las manos en el puño de bronce del bastón. Mirando. Sus últimas dudas sobre si la muchacha murió aquí o la trajeron después de muerta parecen disiparse con la claridad del alba, que ya permite descubrir manchas de sangre en el suelo y las piedras próximas al cadáver. Es en este mismo lugar, sin duda, donde la muchacha, maniatada y amordazada para silenciar sus gritos, fue azotada hasta la muerte.
Rogelio Tizón —lo apuntaba anoche el profesor Barrull con áspera franqueza— no es hombre de finos sentimientos. Ciertos horrores habituales de su vida profesional le encallecen la mirada y la conciencia, y él mismo es factor de horrores complementarios. Toda Cádiz lo conoce como sujeto esquinado, peligroso. Sin embargo, pese a su bronca biografía, la proximidad del cuerpo torturado le inspira una desazón singular. No se trata de la vaga compasión suscitada por cualquier clase de víctima, sino de un extraño pudor, violentado hasta límites insoportables. Más intenso ahora que cuando hace cinco meses se enfrentó al cadáver de la primera joven muerta de aquel modo; y más también que la segunda vez, cuando el asesinato del arrecife. Un incómodo abismo parece ahondarse ante él. Se trata de un vacío sin definición donde suenan, tristísimas, las notas del piano doméstico cuyas teclas nadie pulsa ya. Aroma lejano, nunca olvidado, de carne infantil, fiebre maligna enfriándose en el dolor seco de una habitación vacía. Soledad de silencios sin lágrimas, pero que gotean como el tictac cruel de un reloj. Mirada ausente, en suma, de la mujer que ahora vaga por la casa y la vida de Rogelio Tizón como un reproche, un testigo, un fantasma o una sombra.
Se levanta el policía, parpadeando como si regresara de algún lugar distante. Es momento para la inspección de la tía Perejil, así que ordena con un gesto que la dejen acercarse. Sin esperar ni atender al saludo de la partera, Tizón se aleja del cuerpo de la muchacha. Durante un rato interroga a los vecinos que se han congregado junto al solar con mantas, capas o toquillas puestas de cualquier manera por encima de la ropa de dormir. Nadie ha visto nada, ni oído nada. Tampoco saben si la chica es del barrio. Nadie conoce desaparición alguna. Tizón ordena al ayudante Cadalso que, cuando la partera haya terminado su inspección, se lleven el cuerpo sin que ningún vecino más lo vea.
—¿Entendido?
—Sí.
—¿Qué coño significa sí?… ¿Lo has entendido bien, o no?
—Entendido, señor comisario. El cuerpo oculto y que nadie lo vea.
—Y tened la boca cerrada. Sin explicaciones. ¿Lo he dicho claro?
—Clarísimo, señor comisario.
—Como uno de vosotros se vaya de la lengua, se la arranco y escupo en su cochina calavera —señala a la tía Perejil, ya arrodillada junto al cuerpo—. Decidle lo mismo a esa vieja puta.
Tras dejar el asunto bajo control, Rogelio Tizón se aleja bastón en mano, observando los alrededores. La primera claridad del día penetra por la calle de Amoladores, desde la muralla y la bahía cercana, recortando en gris las fachadas de las casas. Todavía no hay perfiles definidos, sino sombras que difuminan las formas en los portales, rejas y rincones bajos de la calle. Los pasos del comisario resuenan en el empedrado mientras callejea un corto trecho, mirando alrededor en busca de algo que aún ignora: un indicio, una idea. Se siente como el jugador que, ante una situación difícil, desprovisto de recursos inmediatos, estudia las piezas esperando que una revelación súbita, un camino hasta ahora inadvertido, inspire otro movimiento. Esta sensación no es casual. El eco de la charla mantenida con Hipólito Barrull late, preciso, en su recuerdo. Olfato de perra laconia. Rastros. El profesor lo acompañó anoche al lugar del crimen, echó un vistazo y desapareció luego con mucha delicadeza. Aplacemos esa partida de ajedrez, dijo al irse. Ya es tarde para aplazar nada, estuvo a punto de responder Tizón, que tenía el pensamiento en otra parte. El mismo libra, desde hace tiempo, una partida más oscura y compleja. Tres peones fuera, un jugador oculto y una ciudad sitiada. Lo que ahora desea el comisario es volver a casa y leer el manuscrito de Ayante que espera sobre el sillón, aunque sea para descartarlo como asociación errónea o absurda. Sabe lo peligroso que es enredarse con ideas pintorescas, en pistas falsas que llevan a callejones sin salida y trampas de la imaginación. En asuntos criminales, donde las apariencias rara vez engañan, el camino evidente suele ser el correcto. Orillarlo lo mete a uno en dibujos estériles, o peligrosos. Pero hoy no puede evitar calentarse la cabeza, y eso lo desazona. Las pocas líneas leídas anoche se repiten al ritmo de sus pasos en el alba gris de la ciudad. Toc, toc, toc. Siguiendo desde hace rato la pista. Toc, toc, toc. Midiendo las huellas recién impresas. Toc, toc, toc. Pasos y huellas. Cádiz está llena de ellas. Más, incluso, que en la arena de una playa. Aquí se superponen unas a otras. Millares de apariencias ocultan o disimulan millares de realidades, de seres humanos complejos, contradictorios y malvados. Todo revuelto, además, con el singular asedio que vive la ciudad. Por tan extraña guerra.
La fachada derruida en la esquina de la calle de Amoladores con la del Rosario golpea a Tizón en plena cara. Es una sarcástica evidencia. El comisario se queda inmóvil, atónito por lo inesperado —o quizá singularmente esperado, concluye un instante después— del descubrimiento. La bomba francesa cavó hace menos de veinticuatro horas, a treinta pasos del lugar donde yace muerta la muchacha. Casi con cautela, como si temiese alterar indicios con movimientos inadecuados, Tizón estudia el destrozo, la brecha vertical que desnuda parte de los tres pisos del edificio, las paredes interiores puestas al descubierto, apuntaladas ahora con maderos. Después se vuelve a mirar en dirección a levante, de donde vino el tiro sobre la bahía, calculando la trayectoria hasta el lugar del impacto.
Un hombre ha salido a la calle, en camisa pese al frío del amanecer, vestido con un largo delantal blanco. Se trata de un panadero ocupado en retirar los cuarteles de madera de la entrada de su tahona. Tizón camina hacia él, y cuando llega al portal percibe el aroma a hogazas recién horneadas. El otro lo mira suspicaz, extrañado de encontrar callejeando tan temprano a un tipo con redingote, sombrero y bastón.
—¿Dónde están los restos de la bomba?
Se los llevaron, cuenta el panadero, sorprendido de que le pregunten por bombas a tales horas. Tizón pide detalles y el otro se los da. Algunas estallan, comenta, y otras no. Esta sí lo hizo. Tocó en lo alto del edificio, hacia la esquina. Los trozos de plomo cayeron por todas partes.
—¿Está seguro de que era plomo, camarada?
—Sí, señor. Pedazos así, un dedo de largos. De esos que cuando explota la bomba se quedan retorcidos.
—Como tirabuzones —apunta Tizón.
—Eso mismo. Mi hija trajo cuatro a casa… ¿Quiere verlos?
—No.
Tizón da media vuelta y se aleja de regreso a la calle de Amoladores. Ahora camina deprisa, pensando con rapidez. No puede tratarse de simples coincidencias, concluye. Dos bombas y dos muchachas muertas menos de veinticuatro horas después de que las bombas caigan, y casi en el mismo sitio. Demasiado preciso todo, para atribuirlo al azar. Y aún hay más, pues los crímenes no son dos, sino tres. La primera muchacha, también azotada hasta morir, apareció en un callejón escondido entre Santo Domingo y la Merced, en la parte oriental de la ciudad, junto al puerto. A nadie se le ocurrió considerar entonces si en las cercanías habían caído bombas, y es lo que Tizón se dispone a comprobar. O a confirmar, pues intuye que así fue. Que hubo otro impacto cerca, antes. Que esas bombas matan de manera distinta a la que intentan los franceses. Que el azar no existe sobre los tableros de ajedrez.
Sonríe apenas el policía —aunque sea excesivo llamar sonrisa a la mueca esquinada y lúgubre que descubre el colmillo de oro— mientras camina envuelto en ruido de pasos y luz gris, balanceando el bastón. Toc, toc, toc. Pensativo. Hace mucho tiempo —ha olvidado cuánto— que no sentía la incómoda sensación de la piel erizada bajo la ropa. El escalofrío del miedo.
El pato vuela bajo, sobre las salinas, hasta que es abatido de un escopetazo. El tiro provoca el graznido de otras aves que revolotean por los alrededores, asustadas. Luego vuelve el silencio. Al cabo de un momento, tres figuras se recortan en el contraluz plomizo del amanecer. Llevan el capote gris y el chacó negro de los soldados franceses y avanzan encorvadas, cautas, fusil en mano. Dos de ellas se quedan atrás, sobre un pequeño talud arenoso, cubriendo con sus armas a la tercera, que busca entre los matorrales el animal caído.
—No se mueva usted —musita Felipe Mojarra.
Está tumbado en la orilla de un estrecho caño de agua, con las piernas y los pies desnudos en el fango salitroso, el fusil en las manos, cerca de la cara. Observando a los franceses. A su lado, el capitán de ingenieros Lorenzo Virués permanece muy quieto, baja la cabeza, abrazado a la cartera de cuero, provista de correas para colgársela a la espalda, donde lleva un catalejo, cuadernos y utensilios de dibujo.
—Ésos lo que tienen es hambre. En cuanto encuentren su pato se largarán.
—¿Y si llegan hasta aquí? —inquiere el oficial en otro susurro.
Mojarra pasa el dedo índice alrededor del guardamonte de su arma: un buen mosquete Charleville —capturado al enemigo tiempo atrás, junto al puente de Zuazo— que dispara balas esféricas de plomo de casi una pulgada de diámetro. En el zurrón-canana que lleva sujeto a la cintura, sobre la faja que le ciñe ésta y junto a una calabaza con agua, hay diecinueve cartuchos más de esas balas, envueltas en papel encerado.
—Si se arriman mucho, mato a uno y los otros se quedarán atrás.
Por el rabillo del ojo ve al capitán Virués sacar la pistola que lleva al cinto, junto al sable, y dejarla a mano, por si las moscas. El militar es hombre fogueado, así que Mojarra cree innecesario advertirle que no amartille el arma hasta el último momento, pues en el silencio de las salinas cualquier sonido se oye desde lejos. De todas formas, Mojarra prefiere que los franceses encuentren pronto su pato y vuelvan a las trincheras. Los asuntos de tiros se sabe cómo empiezan, pero no cómo acaban; y al salinero no le gusta la idea de regresar a las líneas españolas, que distan casi media legua de tierra de nadie, con los gabachos detrás, por aquel laberinto pantanoso de esteros, canalizos y fangales. Cuatro horas le ha llevado guiar a su acompañante por el caño de San Fernando para estar al alba en el lugar adecuado: un punto de observación donde el militar pueda hacer dibujos de las fortificaciones enemigas en el reducto llamado de los Granaderos. Luego, ya tranquilos en la retaguardia, esos apuntes se convertirán en mapas y planos detallados, para cuya confección, según le han contado a Mojarra —sus competencias no van más allá de patear barro en las salinas—, el capitán Virués se maneja con mano maestra.
—Se van. Ya tienen su bicho.
Los tres franceses se retiran con las mismas precauciones, mirando en torno con los fusiles dispuestos. Por su cauta forma de moverse, Mojarra deduce que son veteranos —seguramente fusileros del 9.° regimiento de infantería de línea, que guarnece las trincheras más próximas— acostumbrados a recibir sorpresas de las guerrillas de escopeteros que operan a lo largo de la línea fortificada que defiende la isla de León, más allá de las vueltas y revueltas del canal de Sancti Petri y el caño de la Cruz. Lo del 9.° de línea lo sabe porque hace un mes degolló cerca de allí a un francés que estaba agachado haciendo una necesidad, y pudo ver la placa del chacó.
—Vamos. Sígame a seis o siete pasos.
—¿Estamos lejos?
—Casi encima.
Tras incorporarse un poco para observar el terreno, Felipe Mojarra se adelanta despacio, semiagachado y fusil en mano, a lo largo del ramal del canalizo cuya agua le cubre media pierna. El salitre espeso de esa agua dejaría a cualquier hombre descalzo, en pocas horas, los pies en carne viva; pero él nació en las salinas. Sus pies, curtidos por toda una vida de cazador furtivo, tienen callo de piel amarillenta y dura como el cuero viejo, capaz de caminar sin lastimarse sobre guijarros o espinos. Mientras avanza con precaución, Mojarra oye el suave chapoteo de las botas militares de su acompañante. A diferencia de él, que lleva un calzón corto por las rodillas, camisa de tela basta, chaquetilla corta de bayeta y navaja de palmo y medio de hoja metida en la faja, el capitán viste uniforme azul con solapas y cuello morados, donde lleva los castilletes del cuerpo de ingenieros. Es un buen mozo que medirá, calcula Mojarra, cerca de los seis pies de estatura, con treinta y tantos años largos, trigueño de pelo y bigote, correcto de modales. Al salinero no le choca que este oficial se empeñe siempre —es el quinto reconocimiento que realizan juntos— en vestir el uniforme completo, sin otra comodidad que la ausencia del corbatín reglamentario. Pocos son los militares españoles que renuncian a parecerlo cuando participan en acciones irregulares. En caso de ser capturados, el uniforme garantiza que los franceses los tratarán de igual a igual, como prisioneros de guerra; suerte muy distinta a la que corren los paisanos, como sería el caso del propio Mojarra. Ahí da igual de qué te vistas. Si caes en manos francesas, lo normal es una soga al cuello y una rama de árbol, o una bala en la cabeza.
—Cuidado, mi capitán. Pase por el otro lado… Eso es. Si se mete ahí, se hunde entero. Ese fango se traga a un jinete con caballo y todo.
Felipe Mojarra Galeote tiene cuarenta y seis años y es natural de la isla de León, de la que sólo ha salido para ir a Chiclana, a los Puertos o a la ciudad de Cádiz, donde una hija suya, Mari Paz, trabaja de sirvienta en una casa buena, de gente rica del comercio. A esa hija y a tres más, todas hembras —el único chico murió antes de cumplir los cuatro años—, además de mantener a una mujer y a una suegra anciana y medio inválida, las ha criado con los trabajos de salinero y cazador furtivo en las marismas y caños del lugar, donde conoce cada recodo mejor que sus propios pensamientos. Como todos los que en tiempo de paz se buscaban la vida en este paraje, Mojarra lleva un año alistado en la compañía de escopeteros de las salinas: tropa irregular, organizada por el vecino de la Isla don Cristóbal Sánchez de la Campa. Allí pagan algo de vez en cuando y dan de comer. Además, al salinero no le gustan los franceses: roban el pan de los pobres, ahorcan a la gente, violentan a las mujeres y son enemigos de Dios y del rey.
—Ahí tiene el reducto gabacho, mi capitán.
—¿El de los Granaderos? ¿Estás seguro?
—Aquí no hay otro. A doscientos pasos.
Tumbado boca arriba en un pequeño lomo de arena, el fusil entre las piernas, Mojarra observa al militar, que ha sacado de la cartera sus instrumentos de trabajo, y desplegando el catalejo cubre con barro el latón y la lente, dejando en ésta sólo un pequeño espacio limpio en el centro. Luego, arrastrándose media vara hasta la cresta del caballón, lo dirige hacia las posiciones enemigas. La precaución no está de más, porque el cielo amanece despejado, sin una nube, y al sol que empieza a dorar el horizonte le falta poco para asomar entre Medina Sidonia y los pinares de Chiclana. Es la hora que el capitán Virués prefiere para tomar sus apuntes; pues, como le ha dicho a Mojarra alguna vez, la luz horizontal resalta más los detalles y las formas.
—Voy a ver si hay moros en la costa —susurra el salinero.
Se arrastra fusil en mano, e incorporándose de rodillas entre los salados y esparragueras que crecen a lo largo del caballón, explora los alrededores: pequeñas dunas de arena, matojos, cañaverales, montones de fango y lucios de costra blanca donde la sal cruje al pisarla. Ni rastro de franceses fuera del fortín. Cuando regresa, el militar ha puesto a un lado el catalejo y trabaja con el lápiz en su cuaderno de apuntes. Una vez más, Mojarra admira la buena mano que tiene para esas cosas, la manera rápida y precisa en que traslada al papel las líneas del baluarte, los muros elevados con fango, los cestones, fajinas y bocas de cañones en las troneras. Un paisaje que, con pocas variaciones, se repite de trecho en trecho a lo largo del arco de doce millas que, desde el Trocadero al castillo de Sancti Petri, acerroja la isla de León y la ciudad de Cádiz. A ese arco ofensivo corresponde en paralelo la línea española: una espesa red de baterías que cruzan sus fuegos y enfilan los caños, haciendo imposible un asalto directo de las tropas imperiales.
Una corneta suena en el fortín. El salinero asoma un poco la cabeza y ve ascender a lo alto de un mástil una bandera roja, blanca y azul que queda colgando, flácida. Hora de desayunar. Mete una mano en el zurrón-canana y saca un pedazo de pan duro, que se pone a roer tras remojarlo con unas gotas de agua de la calabaza.
—¿Qué tal va eso, mi capitán?
—Estupendo —el militar habla sin levantar la cabeza, atento al dibujo—… ¿Y por ahí cerca?
—Balsa de aceite. Todo sigue tranquilo.
—Muy bien. Media hora más y nos vamos.
Mojarra observa que el curso del agua en el pequeño canalizo cercano empieza a correr suavemente y descubre sus márgenes. Eso indica que la marea está yendo a menos allá lejos, en la bahía. La vaciante. El chinchorro que dejaron milla y media atrás estará pronto con su fondo plano varado en el fango. Dentro de unas horas, en el último tramo de vuelta a la Carraca, van a tener la corriente en contra, y eso hará más incómodo el regreso. Son cosas propias de la curiosa guerra que se libra en las salinas. Los flujos y reflujos del agua, relacionados con la pleamar y bajamar del Atlántico próximo, acentúan el carácter peculiar que tienen aquí las operaciones militares: incursiones de guerrillas, fuego de contrabatería, fuerzas sutiles de lanchas cañoneras que, con muy poco calado, maniobran con sigilo en este laberinto de marismas, canales y caños.
El primer rayo de sol, rojizo y horizontal, pasa entre los arbustos e ilumina al capitán Virués, que sigue concentrado en sus apuntes. Alguna vez, en los momentos de inacción —la campaña de madrugones de Felipe Mojarra y su compañero abunda en pausas pacientes y cautelosas esperas—, el salinero le ha visto dibujar otras cosas tomadas del natural: una planta, una anguila, un cangrejo de las salinas. Siempre con la misma rápida habilidad. Una vez, en Año Nuevo, cuando tuvieron que esperar a que cayera la noche para alejarse sin ser vistos de la batería que los franceses tienen instalada en el recodo de San Diego —eso los obligó a pasar el día tiritando de frío, escondidos en un molino de sal en ruinas—, el capitán se entretuvo dibujando al propio Mojarra, que salió bastante ajustado: las grandes patillas de boca de hacha compitiendo con unas cejas espesas, las arrugas profundas en la cara y la frente, la expresión obstinada, seca, del hombre criado bajo el sol y el viento, entre la áspera sal de los caños. Un retrato que el capitán Virués regaló a su compañero al volver a las líneas españolas; y que éste, satisfecho del parecido, tiene puesto en un viejo marco sin cristal, en su humilde casa de la Isla.
Suenan tres cañonazos franceses a lo lejos —media legua hacia la parte alta del caño Zurraque— y al momento responde la contrabatería española del otro lado. El duelo se prolonga un rato mientras algunas avocetas sobresaltadas vuelan sobre las salinas, y al cabo todo vuelve al silencio. Con el lápiz entre los dientes, el capitán Virués ha cogido el catalejo y estudia de nuevo la posición enemiga, enumerando detalles en voz baja como para fijárselos en la memoria. Luego vuelve al cuaderno. Incorporándose a medias, Mojarra echa otro vistazo alrededor para comprobar que todo sigue en calma.
—¿Cómo va la cosa, mi capitán?
—Acabo en diez minutos.
Asiente el salinero, satisfecho. Según cuándo, cómo y dónde, diez minutos pueden ser un mundo. Así que, arrodillado, procurando no levantar mucho bulto, se abre la portañuela del calzón y orina en el canalizo. Después saca del bolsillo el pañuelo de hierbas verde y descolorido que suele anudarse alrededor de la cabeza, se lo pone sobre la cara, acomoda el fusil entre sus piernas y se queda dormido. Como una criatura.
El despacho es pequeño, ruin, con una ventana enrejada estrecha y frontera a la calle del Mirador y a un ángulo de la Cárcel Real. En la pared hay un retrato —autor desconocido, pésima factura— de Su Joven Majestad Fernando VII. También hay dos sillas tapizadas en cuero agrietado y una mesa de despacho provista de cajones que tiene encima un juego de tintero con plumas, lápices, una bandeja de madera llena de documentos y un plano de Cádiz sobre el que se inclina Rogelio Tizón. Desde hace rato, el comisario estudia los tres lugares que tiene marcados con círculos de lápiz: la venta del Cojo en el arrecife, la esquina de la calle de Amoladores con la del Rosario, y allí donde por primera vez apareció el cuerpo de una muchacha asesinada como luego lo serían las otras: un callejón cercano a la confluencia de las calles Sopranis y de la Gloria, próximo a la iglesia de Santo Domingo, a sólo cincuenta pasos del lugar donde, el día anterior, había caído una bomba. En el plano es fácil comprobar que los tres crímenes han ocurrido en un arco que recorre la parte oriental de la ciudad, dentro del radio de acción de la artillería francesa que tira desde la batería de la Cabezuela, en el Trocadero, situada a unas dos millas y media de distancia.
Es imposible, se dice una vez más. Su razón profesional, la del policía veterano acostumbrado a guiarse por evidencias, rechaza la asociación que su instinto hace de los crímenes con los puntos de impacto de las bombas. Aquélla no es más que una hipótesis pintoresca, poco probable, entre las muchas posibles. Una vaga sospecha, desprovista de fundamento serio. Sin embargo, tan absurda idea mina las otras certezas de Tizón, causándole un estupor inexplicable. En los últimos días, interrogando a los vecinos del lugar donde hace casi medio año vino a dar la primera bomba, ha podido averiguar que ésa también estalló al caer. Y que, al modo de las otras dos, regó de fragmentos las inmediaciones: trozos de plomo idénticos al que tiene ahora en un cajón del escritorio: medio palmo de longitud, fino y retorcido, semejante a los hierros que se aplican calientes al pelo de las mujeres para peinar tirabuzones.
Con el dedo sobre el plano, siguiendo el trazado de las calles y el contorno de las murallas, Tizón recorre en su imaginación un escenario que conoce al detalle: plazas, calles, rincones que quedan en sombras al caer la noche, lugares dentro del alcance de las bombas francesas y otros que, más lejanos, quedan a salvo. Es poco lo que conoce de técnica militar, y menos aún de artillería. Sólo sabe lo que cualquier gaditano familiarizado desde niño con el Ejército, la Real Armada y los cañones asomados a las troneras de las murallas y las portas de los navíos. Por eso recurrió hace días a un experto. Quiero averiguarlo todo sobre las bombas que tiran los franceses, dijo. La razón de que unas estallen y otras no. También dónde caen y por qué. El experto, un capitán de artillería apellidado Viñals, viejo conocido del café del Correo, se lo explicó sentado junto a uno de los veladores del patio, dibujando en el mármol con un lápiz: situación de las baterías enemigas, papel del Trocadero y la Cabezuela en el asedio de la ciudad, trayectorias de las bombas, lugares dentro de su radio de alcance y lugares fuera de éste.
—Hábleme de eso —alzó una mano Tizón al llegar ahí—. De los alcances.
Sonreía el militar como quien conoce la copla. Era un individuo de mediana edad, patillas grises y mostacho frondoso, vestido con la casaca azul con cuello encarnado propia de su arma. Tres de cada cuatro semanas las pasaba en la posición avanzada del fuerte de Puntales, a menos de una milla del enemigo, bajo cañoneo constante.
—Los franceses lo tienen difícil —dijo—. Todavía no han conseguido pasar de una línea imaginaria, divisoria, que podríamos trazar de norte a sur de la ciudad. Y mire que lo procuran.
—Dígame qué línea es ésa.
De arriba abajo, explicó el artillero. Desde el arranque de la Alameda por la parte de poniente hasta la catedral vieja. Más de dos tercios de la ciudad, añadió, quedaban fuera de ese sector. Tal era la causa de que los franceses intentaran alargar sus tiros, sin conseguirlo. Por eso todas las granadas caídas en Cádiz se concentraban en la parte oriental. Tres docenas, hasta ahora, de las que muy pocas llegaban a explotar.
—Treinta y dos —precisó Tizón, que había investigado el asunto—. Y sólo estallaron once.
—Es natural. Llegan de lejos, con las mechas apagadas por el mucho tiempo que están en el aire. Otras veces se quedan cortas, y la granada explota a medio camino. ¡Y eso que han probado con toda clase de espoletas!… Yo mismo las estudio cuando podemos recuperarlas: metales y maderas diferentes hasta aburrir, y por lo menos diez clases distintas de mixtos para inflamar las cargas.
—¿Hay diferencias técnicas entre unas bombas y otras?
La cuestión, explicó el artillero, no eran sólo las granadas que llegaban a Cádiz, sino los cañones que las disparaban. Tres eran los tipos generales: normales de tiro tenso, morteros y obuses. Con casi media legua de distancia entre la Cabezuela y las murallas de la ciudad, los primeros no servían. Su alcance era insuficiente y la bala iba al mar. Por eso los franceses recurrían a piezas de batir que tiraban por elevación, con trayectoria curva, como en el caso de los morteros y los obuses.
—Según sabemos, los de enfrente hicieron los primeros ensayos con morteros a finales del año pasado: piezas de ocho, nueve y once pulgadas, traídas de Francia, cuyas granadas no llegaron ni a cruzar la bahía. Fue entonces cuando recurrieron a un tal Pere Ros para fundir nuevos morteros… ¿Le suena el fulano, comisario?
Asintió Tizón. Por sus informes y contactos, estaba al corriente de que ese tal Ros era un juramentado josefino español, catalán de Seo de Urgel, antiguo alumno de la Real Fundición de Barcelona y de la academia de Segovia. Ahora, empleado en Sevilla con el cargo de supervisor de la fábrica de artillería, estaba al servicio de los franceses.
—Fue a Pere Ros —siguió contando Viñals— a quien los gabachos encargaron siete morteros de doce pulgadas del sistema Dedòn, de plancha y recámara esférica. Pero los Dedòn son de fundición complicada y muy imprecisos de tiro. El primero que trajeron de Sevilla no dio resultado, así que se suspendió la fabricación… Recurrieron entonces al diseño Villantroys; que, como sabe, son los obuses a los que tanta publicidad se dio en diciembre, cuando nos tiraban con ellos desde la Cabezuela: piezas de ocho pulgadas que no sobrepasaron las dos mil toesas; que en medidas nuestras son unas tres mil cuatrocientas varas… Y encima, a cada cañonazo disminuía su alcance.
—¿Por qué?
—Al necesitar demasiada pólvora para el disparo, el oído del fogón terminaba estropeándose, tengo entendido. Un desastre… Hasta coplas les hicieron aquí.
—¿Con qué disparan ahora?
El artillero encogió los hombros. Después sacó del bolsillo de la casaca un paquete de picadura y papel de fumar, y se puso a liar un cigarrito.
—De eso ya no estamos seguros. Una cosa es saber cosas viejas por los desertores y espías, y otra estar al corriente de lo último… Sólo tenemos confirmado que ese renegado catalán está fundiendo nuevos obuses bajo la dirección del general Ruty. De diez pulgadas, parece. Las granadas que ahora llegan a Cádiz son de ese calibre.
—¿Y por qué llevan plomo dentro?
Viñals rascó un mixto Lucifer y empezó a echar humo.
—No todas. En la punta del muelle cayó hace tres semanas una de hierro macizo, o casi. Otras llevan carga normal de pólvora, y son las que menos alcanzan y más fallan. Lo del plomo es un misterio, aunque cada cual tiene sus ideas.
—Cuénteme las suyas.
El otro acabó de beberse el café y llamó al mozo. Uno más, dijo. Con un chorrito de aguardiente dentro, como digestivo. En Puntales no andamos bien del estómago.
—Los franceses —prosiguió— tienen la mejor artillería del mundo. Llevan años de guerra y experimentos. Y no olvide que Napoleón mismo es artillero. Tienen los mejores teóricos en ese campo. Yo diría que lo de usar plomo es experimental. Buscan mayor alcance.
—Pero ¿por qué plomo?… No lo entiendo.
—Porque es el más pesado de los metales. Con él dentro, la mayor gravedad específica del proyectil permite alargar la parábola de tiro. Tenga en cuenta que la distancia que una granada puede recorrer es cuestión de densidades y pesos. Sin olvidar la fuerza de la carga de pólvora impulsora y las condiciones ambientales. Todo influye, vamos.
—¿Y la forma de tirabuzón?
—Los fragmentos los retuerce la explosión misma. El plomo se vierte fundido dentro de la recámara, en delgadas capas. Al estallar, éstas se rompen y rizan… De todas formas, no se deje engañar por los resultados. No es fácil trabajar a la distancia que lo hacen ellos. Dudo que un artillero español fuese capaz. No por falta de ideas o talento, claro… Tenemos gente muy buena en la teoría y en la práctica. Hablo de falta de medios. Los gabachos deben de estar gastándose una fortuna… Cada una de las granadas que nos meten en la ciudad tiene que costarles un dineral.
A solas, recordando en su despacho la conversación con el capitán de artillería, Rogelio Tizón estudia el plano de Cádiz como quien interroga a una esfinge. Demasiado poco, piensa. O demasiada nada. Es el suyo el tantear de un ciego. Cañones, obuses, morteros. Bombas. Plomo, como el tirabuzón que ahora saca de un cajón del escritorio y sopesa entre los dedos, sombrío. Demasiado vago. Demasiado inaprensible, lo que busca. Lo que cree buscar. Es confusa, y quizás injustificada, la sospecha de un vínculo secreto entre bombas y muchachas asesinadas. Por más vueltas que le da, sigue sin un indicio, ni una huella real. Sólo tirabuzones retorcidos como presentimientos. Gravedad específica, en palabras del capitán Viñals. La sensación de estar asomado, llenos los bolsillos de plomo, al borde de un pozo oscuro. Y eso es todo. Nada que le sirva. Sólo aquel plano de la ciudad extendido sobre la mesa, extraño tablero de ajedrez donde la mano de un jugador improbable mueve piezas cuyo carácter no alcanza Tizón a comprender. Nunca le había ocurrido antes. A sus años, esa incertidumbre lo asusta. Un poco. También lo enfurece. Mucho.
Airado, devuelve el trozo de plomo al cajón y lo cierra de golpe. Luego da un puñetazo sobre la mesa, tan fuerte que hace saltar algunas gotas del tintero, salpicando un ángulo del mapa. Mierda de Dios, blasfema. Y de su madre. Al oír el ruido, el secretario que trabaja en la habitación contigua asoma la cabeza por la puerta.
—¿Ocurre algo, señor comisario?
—¡Métase en sus asuntos!
El secretario retira la cabeza como un ratón asustado. Sabe reconocer los síntomas. Tizón se mira las manos apoyadas en el borde de la mesa. Son anchas, callosas, duras. Capaces de causar dolor. Cuando es preciso, también ellas saben hacerlo.
Un día llegaré al final, concluye. Y alguien pagará caro todo esto.
Con mucho cuidado, Lolita Palma sitúa en una sección del herbario las tres hojas de amaranto, junto a un dibujo coloreado, hecho por ella misma, de la planta completa. Cada hoja tiene dos pulgadas y termina en una pequeña espinita de color claro, lo que permite clasificarlas sin dificultad como Amaranthus spinosus. Nunca había tenido otras antes; los ejemplares llegaron hace pocos días de Guayaquil, en un paquete con otras hojas y plantas secas remitidas por un corresponsal local. Ahora siente el placer del coleccionista satisfecho por una adquisición reciente. Felicidad suave, la suya. Razonable. Una vez seca la gotita de goma que fija cada ejemplar a la cartulina, Lolita pone una hoja de papel fino encima, cierra el herbario y lo coloca vertical en el estante de un gran armario acristalado, junto a otros semejantes atestados de bellos nombres que designan tesoros singulares de la Naturaleza: Crisantemo, Ojo de buey, Centaura, Pascalia. El estudio botánico, contiguo al gabinete de trabajo situado en el piso principal de la casa, es modesto pero suficiente para sus necesidades de aficionada: confortable, bien iluminado por una ventana que da a la calle del Baluarte y otra abierta al patio interior. Hay en la estancia cuatro gavetas grandes con los cajones etiquetados según el contenido, una mesa de trabajo con un microscopio, lupas y utensilios adecuados, y una librería con obras de consulta, entre ellas un Linneo, una Descripción de las plantas de Cavanilles, el Theatrum Florae de Rabel, el Icones plantarum rariorum de Jacquin-Nikolaus y un ejemplar en gran folio, coloreado, de Plantes de l’Europe, de Merian. También, en el balconcito acristalado en forma de invernadero que da al patio, tiene dispuestas varias macetas con nueve clases distintas de helechos traídos de América, las Islas del Sur y las Indias Orientales. Otras quince variedades adornan en grandes tiestos el patio de abajo, los balcones donde nunca incide la luz del sol y otros lugares umbríos de la casa. El helecho, la fílice de los antiguos, en el que ni los autores clásicos ni los modernos estudiosos de la botánica supieron nunca situar la localización del sexo masculino —hasta su existencia es hoy mera conjetura—, fue siempre la planta predilecta de Lolita Palma.
Mari Paz, la doncella, aparece en la puerta del gabinete.
—Con su permiso, señorita. Están abajo don Emilio Sánchez Guinea y otro caballero.
—Dile a Rosas que los atienda. Bajaré enseguida.
Quince minutos después, tras pasar por el vestidor de su alcoba para arreglarse un poco, baja abotonándose un spencer de raso gris sobre camisa blanca y basquiña verde oscuro, cruza el patio y entra en la parte de la casa destinada a oficinas y almacén.
—Buenos días, don Emilio. Qué agradable sorpresa.
La salita de recibir es añeja y confortable. Contigua al despacho principal y las oficinas de la planta inferior, está rodeada por un friso de madera barnizada, con estampas marinas enmarcadas en las paredes —paisajes de puertos franceses, ingleses y españoles—, y amueblada con butacas, un sofá, un reloj de péndulo High & Evans y un mueble estrecho con cuatro estantes llenos de libros de comercio. El sofá lo ocupan Sánchez Guinea y un hombre más joven, moreno y tostado de piel. Ambos se levantan al verla entrar, dejando sobre una mesa las tazas de porcelana china donde Rosas, el mayordomo, acaba de servirles café. Lolita se sienta en su lugar de costumbre, una butaca tapizada en vaqueta vieja que perteneció a su padre, e invita a los dos hombres a ocupar de nuevo el sofá.
—¿Qué de bueno lo trae por aquí?
Dirige la pregunta al viejo amigo de la familia, pero observa al otro hombre: unos cuarenta años, pelo y patillas negras, ojos claros, vivos. Quizá inteligentes. No muy alto, pero ancho de hombros bajo la casaca azul —algo raída en los codos y filos de las mangas, advierte— con botones de latón dorado. Manos firmes y recias. Un marino, sin duda. Lleva demasiado tiempo en contacto con ese mundo como para no reconocer a la gente de mar al primer vistazo.
—Quiero presentarte a este caballero.
Don Emilio lo hace de forma breve, práctica, yendo al grano. Capitán don José Lobo, antiguo conocido mío. Ahora en Cádiz y sin empleo, por diversas circunstancias. La casa Sánchez Guinea planea asociarlo a un negocio en curso. Ya sabes. Ese del que hablamos hace poco en la calle Ancha.
—¿Nos disculpa un momento?
Los dos la imitan cuando se levanta de la butaca, invitando a don Emilio a pasar con ella al despacho privado. Desde el umbral, antes de cerrar la puerta, Lolita Palma dirige un último vistazo al marino, que sigue de pie en el centro de la salita: su aire parece circunspecto, pero la expresión es tranquila, amable. Casi divertida por la situación. Ese individuo, piensa ella brevemente, es de los que sonríen con los ojos.
—¿A qué viene esta emboscada, don Emilio?
Protesta el viejo comerciante. Nada de eso, hija mía. Sólo quería que conocieses a mi hombre. Pepe Lobo es capitán experimentado. Sujeto de valor, competente. Buen momento para emplearlo, porque está sin trabajo y dispuesto a embarcarse en cualquier madera que flote. Tenemos a medio armar una balandra con la patente de que te hablé el otro día, y a finales de mes estará en condiciones de hacerse a la mar.
—Le dije que no me mezclo con corsarios.
—No tienes que mezclarte. Sólo participar. Yo me encargo de lo demás. Pasado mañana deposito la fianza de armamento.
—¿Qué barco es?
Lo describe Sánchez Guinea con énfasis de comerciante satisfecho de su compra: balandra francesa de ciento ochenta toneladas que capturó un corsario de Algeciras y subastaron allí hace veinte días. Vieja, pero en buen estado. Puede llevar ocho cañones de a seis libras. Rebautizada Culebra porque se llamaba Colbert. Comprada por veinte mil reales. El armamento —velas y jarcia nueva, armas ligeras, pólvora y munición— llevará cosa de diez mil más.
—Haremos campañas cortas: desde San Vicente hasta Gata, o Palos como mucho. Con poco riesgo y mucha posibilidad de beneficios. Es dinero en el bolsillo, créeme… Los dos tercios del armador los llevaríamos a medias tú y yo. El otro tercio, para el capitán y la tripulación. Todo escrupulosamente legal.
Lolita Palma mira hacia la puerta cerrada.
—¿Qué más hay de ese hombre?
—Tuvo mala suerte con sus últimos viajes, pero es buen marino. Ya corrió el Estrecho durante la última guerra. Mandaba una goleta de seis cañones con la que hizo una campaña rentable. Lo sé porque yo era uno de los propietarios… Al final tuvo un golpe de mala suerte: una corbeta inglesa lo capturó cerca del cabo Tres Forcas.
—Creo que alguna vez me habló de él… ¿No se fugó de Gibraltar?
Sánchez Guinea emite una risa ladina, aprobadora. El recuerdo de aquello parece regocijarlo.
—Ese mismo. Estaba preso y escapó con otros, robando una tartana. Desde hace cuatro años navega en barcos mercantes… Hace poco tuvo desacuerdos con su último armador.
—¿Quién era el armador?
—Ignacio Ussel.
El nombre lo pronuncia el viejo comerciante enarcando las cejas, y se la queda mirando entre inquisitivo y cómplice. Toda Cádiz está al corriente de que la casa Palma e Hijos tiene agravios pendientes con esa firma. Durante la crisis del año 96, Tomás Palma estuvo a punto de arruinarse por una deslealtad de Ignacio Ussel, que le hizo perder tres fletes importantes. La hija no lo ha olvidado.
—Tenemos una patente de corso firmada por la Regencia para dos años —prosigue Sánchez Guinea—, un barco en condiciones, un capitán capaz de reunir buena tripulación, y una costa enemiga por la que van y vienen barcos franceses o procedentes de zonas ocupadas. ¿Qué más se puede pedir?… Hay, también, recompensas por presas tomadas al enemigo, aparte del valor de los barcos y su carga.
—Lo plantea usted como un deber patriótico, don Emilio.
Ríe con buen humor el viejo comerciante. Lo es, hija mía, responde. Y a eso se une el interés particular, que nada tiene de malo. Armar en corso no es desdoro para una casa de comercio respetable. Recuerda que tu padre lo hizo, sin cortarse un pelo. Y bien que fastidió a los ingleses. Esto no es traficar con negros.
—Sabes que no tengo problemas de liquidez —concluye—. Y que puedo encontrar otros socios. Se trata sólo de un buen negocio. Como otras veces, creo mi obligación ofrecértelo.
Un silencio. Lolita Palma sigue mirando en dirección a la puerta cerrada.
—¿Por qué no lo sondeas un poco? —Sánchez Guinea hace un gesto de aliento—. Es un tipo interesante. Directo. A mí me cae simpático.
—Parece tenerle mucha confianza… ¿Tanto lo conoce?
—Mi hijo Miguel hizo un viaje con él. A Valencia, ida y vuelta, justo cuando evacuábamos Sevilla y por todas partes cundía el pánico. Con temporal incluido. Volvió encantado, poniéndolo de competente y tranquilo para arriba… La idea de encomendarle la Culebra fue suya, cuando supo que estaba en Cádiz sin empleo.
—¿Es de aquí?
—No. Nació en Cuba, me parece. La Habana o por ahí.
Lolita Palma se mira las manos. Aún son bonitas: dedos largos, uñas poco cuidadas pero regulares. Sánchez Guinea la observa. La suya es una sonrisa pensativa. Al cabo agita la cabeza, bonachón.
—Hay algo en él, ¿sabes?… Tiene energía, y un punto personal interesante. En tierra es algo tosco, quizás. No siempre la palabra caballero le va como un guante. En asuntos de faldas, por ejemplo, no tiene fama de ser escrupuloso.
—Vaya por Dios. Me lo pinta bien.
El viejo comerciante alza ambas manos, defensivo.
—Sólo digo la verdad. Conozco a quienes lo detestan y a quienes lo aprecian. Pero, como dice mi hijo, estos últimos dan por él hasta la camisa.
—¿Y las mujeres?… ¿Qué dan?
—Eso debes juzgarlo tú misma.
Sonríen los dos, mirándose. Sonrisa vaga y algo triste, la de ella. Un poco sorprendida, casi curiosa, la de él.
—En cualquier caso —concluye Sánchez Guinea—, se trata de contratar a un capitán corsario. No de organizar un baile de sociedad.
Guitarras. Luz de aceite. La bailarina tiene la piel morena, reluciente de sudor que le pega el pelo negro a la frente. Se mueve como un animal lascivo, piensa Simón Desfosseux. Una española sucia, de ojos oscuros. Gitana, supone. Todos parecen gitanos allí.
—Sólo usaremos plomo —le dice al teniente Bertoldi.
El recinto está lleno de gente: dragones, artilleros, marinos, infantería de línea. Sólo hombres. Sólo oficiales. Se agrupan en torno a las mesas manchadas de vino, sentados en bancos, sillas y taburetes.
—¿No se relaja nunca, mi capitán?
—Ya lo ve. Nunca.
Con gesto de resignación, Bertoldi apura su vaso y sirve más vino de la jarra que tienen delante. El aire está velado por una neblina gris de humo de tabaco. Huele denso, a sudor de uniformes desabrochados, chalecos y mangas de camisa. Hasta el vino —espeso y peleón, del que embota y no tonifica— tiene ese mismo olor áspero, turbio como las docenas de miradas que siguen los movimientos de la mujer que se retuerce y contonea, provocadora, al compás de las guitarras, dándose palmadas en las caderas.
—Puerca —murmura Bertoldi, que no le quita ojo.
Aún permanece un momento observando a la bailarina. Pensativo. Al cabo se vuelve hacia Desfosseux.
—Plomo, dice usted.
Asiente el capitán. Es la única solución, dice. Plomo inerte. Bombas de ochenta o noventa libras, sin pólvora ni espoleta. Cien toesas más de alcance, por lo menos. Algo más, si el viento ayuda.
—Los daños serán mínimos —opone Bertoldi.
—De aumentar los daños nos ocuparemos más tarde. Lo que importa es llegar al centro de la ciudad… A la plaza de San Antonio, o por ahí.
—¿Está decidido, entonces?
—Absolutamente.
Alza Bertoldi su vaso, encogiéndose de hombros.
—Por Fanfán, en ese caso.
—Eso es —Desfosseux toca suavemente el vaso del asistente con el suyo—. Por Fanfán.
Enmudecen las guitarras, aplauden los hombres soltando procacidades en todas las lenguas de Europa. Inmóvil, quebrada hacia atrás la cintura y una mano todavía en alto, la bailarina pasea sus ojos negrísimos por la concurrencia. Se la ve desafiante. Segura. Sabe que, avivado por su baile el deseo alrededor, ahora puede escoger. Su instinto o su experiencia —es joven, pero eso poco tiene que ver— le dicen que cualquiera de los presentes echará dinero entre sus muslos con sólo detener en él la mirada. Son tiempos adecuados, éstos. Hombres idóneos en el lugar oportuno, pues no siempre una guerra significa miseria. No para todos, al menos, cuando se tienen un cuerpo hermoso y una mirada oscura como aquélla. Pensando en eso, Simón Desfosseux se recrea en la piel morena de los brazos de la bailarina, las gotas de sudor que relucen camino del escote, donde el arranque de los senos se muestra impúdicamente desnudo. Tal vez algún día esa mujer fallezca de hambre en una guerra futura, cuando se vuelva marchita o vieja. Pero no ocurrirá en ésta. Basta ver las miradas lúbricas que se clavan en ella; el cálculo codicioso bajo la humildad sólo aparente de los dos guitarristas —padre, hermano, primo, amante, rufián— que sentados en sillas bajas, los instrumentos sobre las rodillas, observan en torno, sonriendo a los aplausos mientras calculan, ávidos, dónde tintineará la mejor bolsa de la noche. A cuánto se cotiza hoy, en la desabastecida lonja de carne local, la supuesta honra de su hija, hermana, prima, amante, pupila, para estos señores franceses en un tablao de Puerto Real. Que una cosa son la patria y el rey Fernando, para quien los goce, y otra llenar cada día el puchero.
Simón Desfosseux y el teniente Bertoldi salen a la calle, sintiendo el alivio de la brisa. Todo está a oscuras.
La mayor parte de los habitantes del pueblo se marcharon con la llegada de las tropas imperiales, y las viviendas abandonadas son ahora cuarteles y alojamientos de soldados y oficiales, con patios y jardines convertidos en caballerizas. La iglesia de sólidos muros, saqueada y convertido el retablo en astillas para el fuego de los vivaques, sirve de almacén para pertrechos y pólvora.
—Esa gitana me ha puesto caliente —comenta Bertoldi.
Siguiendo la calle, los dos oficiales llegan a la orilla del mar. No hay luna, y la bóveda celeste aparece cuajada de estrellas sobre las azoteas de las casas bajas. Media legua a levante, por el otro lado de la mancha negra de la bahía, se distinguen algunas luces lejanas, aisladas, en el arsenal enemigo de la Carraca y en el pueblo de la isla de León. Como de costumbre, los sitiados parecen más relajados que los sitiadores.
—Va para tres meses que no recibo una maldita carta —añade Bertoldi al cabo de un rato.
Desfosseux hace una mueca en la oscuridad. Ha podido seguir sin dificultad el curso de los pensamientos de su compañero. El mismo piensa ahora intensamente en su mujer, que espera en Metz. Con su hijo, al que apenas conoce. Dos años, ya. Casi. Y lo que resta.
—Putos manolos —murmura Bertoldi, áspero—. Putos y mezquinos bandidos.
Su buen humor habitual parece haberse agriado en las últimas semanas. Como él, como la mayor parte de los 23.000 hombres atrincherados entre Sancti Petri y Chipiona, el capitán Desfosseux ignora lo que puede estar ocurriendo en Francia y en el resto de Europa. Sólo dispone de comentarios aventurados, suposiciones, rumores. Humo. Un periódico de fecha reciente, un folleto, una carta, son rarezas que no llegan a sus manos. Tampoco reciben noticias de sus familias, ni las familias las reciben de ellos. Las guerrillas, bandas de criminales que actúan en todas las vías de comunicaciones, lo impiden. Viajar por España es como hacerlo por Arabia: los correos son acechados, capturados, asesinados de modo espantoso en riscos y bosques, y sólo los viajeros con fuerte escolta consiguen ir de un lado a otro sin sorpresas desagradables. Las rutas habituales que comunican con Jerez y Sevilla son una sucesión de blocaos donde pequeñas guarniciones desmoralizadas viven con miedo, ojo avizor y fusil a punto, desconfiando lo mismo del enemigo que ronda afuera que de los habitantes de los pueblos que tienen a la espalda. Y al caer la noche, cada campo, cada camino, se convierten en feudo de los insurrectos, trampa mortal para los infelices que se aventuran sin la protección adecuada, y que amanecen torturados como bestias, en la linde de los bosques de encinas y los pinares. Ésa es la guerra de España, la guerra en Andalucía. Ocupantes sólo en apariencia, más poderosas de reputación que de hecho, las tropas del Primer Cuerpo que asedian Cádiz se encuentran demasiado lejos de todo y todos. Hombres casi incomunicados, exiliados inseguros, de futuro incierto, en esta tierra hostil donde el abandono y el aburrimiento, tan estupefacientes como narcóticos, se apoderan de los mejores soldados, víctimas por igual del fuego enemigo, las enfermedades y la nostalgia.
—Ayer enterraron a Bouvier —comenta Bertoldi, lúgubre.
El capitán no responde. Su ayudante no intenta darle información; sólo expresa en voz alta un sentimiento. Louis Bouvier, un teniente de artillería con el que hicieron el viaje de Bayona a Madrid, y a quien volvieron a encontrar destinado en la batería de San Diego, en Chiclana, llevaba algún tiempo bajo los efectos de una enfermedad nerviosa que lo abismaba en profunda melancolía. Hace dos días, al salir de servicio, Bouvier cogió el fusil de un soldado, se retiró a un barracón, metió el cañón en su boca y el dedo gordo del pie derecho en el gatillo del arma, y se levantó la tapa de los sesos.
—Dios. Estamos en el culo del mundo.
Desfosseux permanece en silencio. La brisa del mar es ligera, con el olor a fango y algas de la marea baja. Junto a las últimas casas del pueblo, algunas formas oscuras y próximas señalan la ubicación de las tiendas de campaña y los fortines que defienden la playa de posibles desembarcos enemigos. Puede oír las consignas que cambian los centinelas, el relincho suave de los caballos en los patios convertidos en caballerizas. El rumor vago hecho de innumerables sonidos inciertos, procedentes de miles de hombres que duermen o velan con los ojos abiertos en la noche. Un ejército encallado ante una ciudad.
—Lo de pasarnos al plomo me parece bien —comenta Bertoldi, en tono de quien se agarra a cualquier cosa que flote.
Desfosseux da unos pasos y se detiene, observando las luces lejanas. Mentalmente calcula nuevas trayectorias. Líneas curvas impecables. Hermosas y perfectas parábolas.
—Es la única forma de conseguirlo… Mañana empezaremos a trabajar en la modificación del centro de gravedad. Un toquecito de rotación por roce del ánima puede irnos bien.
Un silencio. Largo.
—¿Sabe lo que estoy pensando, mi capitán?
—No.
—Que usted nunca se pegará un tiro como el pobre Bouvier.
Sonríe Desfosseux en la oscuridad. Sabe que su ayudante está en lo cierto. Nunca, al menos, mientras tenga asuntos que resolver. Aquélla no es una cuestión de tedio o desesperanza. El hilo de acero que lo mantiene vinculado a la cordura y la vida está trenzado de conceptos, no de sentimientos. Ni siquiera palabras como deber, patria o camaradería, asideros comunes para Bertoldi y otros hombres, tienen nada que ver. Se trata, en su caso, de pesos, volúmenes, longitud, elevación, densidad de los metales, resistencia del aire, efectos de rotación. Pizarra y regla de cálculo. Todo aquello, en suma, que permite a Simón Desfosseux, capitán de artillería del ejército imperial, quedar al margen de cualquier incertidumbre que no sea estrictamente técnica. Las pasiones pierden a los hombres, pero también los salvan. Conseguir setecientas cincuenta toesas más de alcance es la suya.
Tres hombres en un despacho, bajo otro retrato de Fernando VII. La luz de la mañana, que penetra diagonal entre los visillos, hace relucir los bordados de oro en el cuello, solapas y bocamangas de la casaca del teniente general de la Real Armada don Juan María de Villavicencio, jefe de la escuadra del Océano y gobernador militar y político de Cádiz.
—¿Esto es todo?
—De momento.
Con parsimonia, el gobernador deja el informe sobre el tafilete verde de su mesa, deja pender sus lentes de oro del cordón que los une a un ojal de la solapa, y mira al comisario Rogelio Tizón.
—No parece gran cosa.
Tizón dirige una ojeada de soslayo a su superior directo, el intendente general y juez del Crimen y Policía Eusebio García Pico. Éste se encuentra sentado un poco aparte, casi de lado, una pierna cruzada sobre la otra y el dedo pulgar de la mano derecha colgado de un bolsillo del chaleco. Rostro impasible, como si pensara en asuntos remotos: el de alguien que se limita a pasar por ahí. Tizón ha esperado veinte minutos en la antecámara del despacho, y ahora se pregunta de qué habrán estado hablando esos dos antes de que él entrara.
—Es un asunto difícil, mi general —responde el policía con cautela.
Villavicencio sigue mirándolo. Es un marino de cincuenta y seis años y pelo gris, muy a la vieja usanza, bregado en numerosas campañas navales. Enérgico, pero también de fino tacto político, pese a ser conservador en materia de nuevas libertades y profesar lealtad ciega al joven rey prisionero en Francia. Hábil, maniobrero, con prestigio ganado en su vida militar, el gobernador de Cádiz —allí es serlo del corazón de la España patriota e insurrecta— se entiende bien con todos, obispos e ingleses incluidos. Su nombre se baraja entre los destinados a formar parte de la nueva Regencia, en cuanto la actual se ponga al día. Un hombre poderoso, como bien sabe Tizón. Con futuro.
—Difícil —repite Villavicencio, pensativo.
—Ésa es la palabra, mi general.
Silencio largo. Tizón querría fumar, pero nadie hace ademán. El gobernador juguetea con los lentes, mira de nuevo las cuatro escuetas páginas del informe, y luego lo pone cuidadosamente a un lado, uno de sus ángulos alineado a dos pulgadas de un ángulo de la mesa.
—¿Está seguro de que se trata del mismo asesino en todos los casos?
Se justifica el policía en pocas palabras. Seguro no se puede estar de nada, pero la forma de actuar es idéntica. Y el tipo de mujer, también. Muy jóvenes, gente humilde. Como dice el informe, dos sirvientas y una muchacha a la que no ha sido posible identificar. Lo más probable es que se trate de una refugiada sin familia ni ocupación conocida.
—¿Nada de… eh… violencia física?
Otra mirada de soslayo. Breve. El intendente general sigue callado, inmóvil como una estatua. Como si no estuviera allí.
—A todas las mataron a latigazos, señor. Sin piedad. Si eso no es violencia física, que baje Cristo y lo vea.
El comentario final no agrada al gobernador, hombre de conocidas convicciones religiosas. Hunde un poco las mejillas, y frunciendo el ceño se contempla las manos, que son pálidas y delgadas. Manos de buena crianza, observa Tizón, frecuentes entre los oficiales de la marina de guerra. No se admiten plebeyos en la Real Armada. La izquierda luce un anillo con bella esmeralda, regalo personal del emperador Napoleón cuando Villavicencio estuvo con la escuadra francoespañola en Brest, antes de lo de Trafalgar, del secuestro del rey, de la guerra con Francia y de que todo se fuera al diablo.
—Me refiero… Ya sabe. Otra clase de violencia.
—Nadie las forzó. Al menos de modo visible.
Villavicencio permanece en silencio, ahora con la mirada fija en Tizón. Aguardando. El policía se cree obligado a añadir nuevas explicaciones, aunque no está seguro de lo que desea el gobernador. Es el intendente quien lo ha llevado allí. Don Juan María, dijo García Pico subiendo las escaleras —el uso del nombre de pila insinuaba una sombría advertencia sobre la posición de cada uno—, desea un informe directo, verbal, aparte del escrito. Ampliar detalles. Ver hasta qué punto la cosa puede irse de las manos. O írsele a usted.
—En cierta manera —aventura Tizón, decidiéndose—, lo de esa última chica es una suerte. Nadie la ha reclamado, ni hay denuncia de desaparición… Eso permite mantener el asunto dentro de límites discretos. Sin revuelo.
Un levísimo asentimiento del gobernador le indica que va por buen camino. De eso se trata entonces, concluye en sus adentros, reprimiendo la sonrisa que está a punto de asomarle a la boca. Ahora intuye qué terreno pisa. Por dónde van los tiros de García Pico. El significativo apunte de éste en las escaleras.
Como para confirmarlo, Villavicencio indica el informe de Tizón con un movimiento negligente de la mano donde lleva la esmeralda:
—Tres muchachas asesinadas de ese modo no es sólo un asunto, ejem, difícil. Es una atrocidad… Y será un escándalo público si la cosa trasciende.
Ya nos centramos, se dice Tizón. Te veo venir, excelentísimo hijo de puta.
—En realidad ha trascendido un poco —dice con tiento—. Lo justo. Hay rumores, comentarios, charla de vecinas… Algo inevitable, como sabe usía. Ésta es una ciudad pequeña y llena de gente.
Deja una pausa para comprobar los efectos. El gobernador lo mira inquisitivo y García Pico ha modificado su actitud de aparente indiferencia.
—Aun así —prosigue el policía—, todavía mantenemos el control. Hemos presionado un poco a los vecinos y testigos. Desmintiéndolo todo… Y los periódicos no han dicho ni media palabra.
Ahora es el intendente quien interviene, al fin. A Tizón no le pasa inadvertido el vistazo de inquietud que dirige al gobernador antes de abrir la boca.
—Todavía. Pero es una historia tremenda. Si le hincan el diente, no la soltarán. Y además, está esa libertad de prensa de la que todos abusan. Nada podría impedir…
Alza Villavicencio una mano, interrumpiéndolo. Salta a la vista que tiene el hábito de interrumpir cuando se le antoja. En Cádiz, un general de la Armada es Dios. Con la guerra, Dios Padre.
—Ya vino alguno con la historia. Uno de los que han oído campanas es el editor de El Patriota. El mismo que el jueves pasado cuestionaba con mucha impertinencia el origen del poder de los reyes…
Se queda un momento en suspenso el gobernador, las últimas palabras en el aire. Está mirando a Tizón como si lo invitara a reflexionar en serio sobre los fundamentos de la realeza. Periódicos, añade al fin, displicente. Qué le voy a contar a estas alturas. Ya sabe con qué clase de individuos tenemos que lidiar aquí. Y lo negué todo, claro. Afortunadamente hay otros huesos que echar a esa gentuza. En Cádiz sólo interesa la política, y hasta la guerra queda en segundo plano. Los debates de San Felipe Neri agotan la tinta de las imprentas.
Un ayudante con uniforme de las Reales Guardias de Corps llama a una puerta lateral, se acerca a la mesa y cambia unas palabras en voz baja con Villavicencio. El gobernador asiente y se pone de pie. Lo imitan en el acto Tizón y el intendente.
—Disculpen, caballeros. Tengo que dejarlos solos un momento.
Abandona la habitación, seguido por el ayudante. Tizón y el otro se quedan de pie, mirando por la ventana el paisaje, las murallas y la bahía. La casa del gobernador tiene buenas vistas; parecidas a las que hace tres años gozó un antecesor de Villavicencio, el general Solano, marqués del Socorro, antes de que la chusma enfurecida lo arrastrase por las calles acusándolo de afrancesado. Solano sostenía que el verdadero enemigo eran los ingleses, y que atacar a la escuadra del almirante Rosily, bloqueada en la bahía, pondría en peligro a la ciudad. La gente, exaltada y en plena sublevación, encabezada por chusma portuaria, contrabandistas, mujerzuelas y otra gente baja, se lo tomó a mal. Asaltado el edificio, Solano fue llevado al suplicio sin que los militares de la guarnición, amedrentados, movieran un dedo para salvarlo. Tizón lo vio morir atravesado de un espadazo en la calle de la Aduana, sin intervenir. Habría sido una locura mezclarse en aquello, y la suerte del marqués del Socorro no le daba frío ni calor. Sigue sin dárselo. Con la misma indiferencia vería arrastrar hoy a Villavicencio, llegado el caso. O al intendente y juez García Pico.
Este último lo está mirando, pensativo.
—Supongo —comenta— que se hace cargo de las circunstancias.
Vaya si me hago, piensa Tizón volviendo al presente. Para eso me has traído aquí. A esta encerrona con el ilustre.
—Si hay más asesinatos, no podremos seguir ocultándolos —dice.
Ahora García Pico frunce el gesto.
—Diantre. Nada indica que los vaya a haber… ¿Cuánto tiempo ha pasado desde la última vez?
—Cuatro semanas.
—¿Y sigue usted sin indicios sólidos?
A Tizón no le pasa inadvertido el sigue usted. Mueve la cabeza.
—Ninguno. El criminal siempre actúa del mismo modo. Ataca en lugares solitarios a jóvenes solas. Las amordaza y las azota hasta la muerte.
Por un brevísimo instante se ve tentado a añadir lo de las bombas y sus lugares de impacto, pero no lo hace. Mencionar eso lo obligaría a dar demasiadas explicaciones. Y no está de humor. Ni tiene argumentos. Todavía.
—Ha pasado un mes —comenta el intendente—. Quizá el asesino se ha cansado.
Hace Tizón una mueca dubitativa. Todo es posible, responde. Pero también puede estar esperando la ocasión adecuada.
—¿Cree que volverá a matar?
—Puede que sí. Puede que no.
—En cualquier caso es asunto suyo. Su responsabilidad.
—No es fácil. Necesitaría…
Lo interrumpe el otro, dando un irritado manotazo al aire.
—Mire. Cada uno tiene sus preocupaciones. Don Juan María tiene las que le corresponden, yo las mías y usted las suyas… Su trabajo consiste en evitar que las suyas se conviertan en mías.
Las últimas palabras las ha pronunciado mirando la puerta cerrada por la que desapareció Villavicencio. Un momento después se vuelve de nuevo a Tizón.
—No puede ser difícil dar con un asesino que actúa de ese modo. Usted lo ha dicho antes: ésta es una ciudad pequeña.
—Llena de gente.
—Controlar a esa gente es también asunto suyo. Tienda sus redes, espabile a sus confidentes. Gánese el sueldo —García Pico señala la puerta cerrada y baja la voz—. Si hay otra muerte, necesitamos un culpable. Alguien para mostrar en público, ¿comprende?… Alguien a quien castigar.
Ya nos vamos definiendo, concluye Tizón casi con regocijo.
—Estas cosas son difíciles de probar sin confesión del sujeto —argumenta.
Lo deja ahí, mirando con intención a su interlocutor. Los dos saben perfectamente que la tortura está a punto de ser abolida de modo oficial por las Cortes, y que ni siquiera jueces, juzgados o tribunales tendrán ya potestad para autorizarla.
—Deberá asumir las responsabilidades pertinentes, entonces —zanja García Pico—. Todas.
Regresa Villavicencio al despacho. Parece preocupado. Ausente. Los mira como si hubiera olvidado qué hacen allí.
—Tendrán que excusarme… Acaban de confirmar que la expedición del general Lapeña ha desembarcado e Tarifa.
Tizón sabe lo que eso significa. O se lo imagina. Hace unos días, 6.000 soldados españoles y otros tantos ingleses, bajo las órdenes de los generales Lapeña y Graham, salieron de Cádiz en dos convoyes rumbo a levante.
Un desembarco en Tarifa supone acciones militares cerca de Cádiz, posiblemente en torno al nudo de comunicaciones de Medina Sidonia. Y quizás una gran batalla, de esas cuyo resultado, de derrota en derrota hasta la victoria final, como chirigotean los guasones locales, la opinión pública gaditana discutirá durante semanas en periódicos, cafés y tertulias mientras los generales —que se envidian a muerte y no se soportan unos a otros— y sus partidarios se tiran los trastos a la cabeza.
—Debo pedirles que se marchen —dice Villavicencio—. Tengo asuntos urgentes que atender.
Se despiden Tizón y García Pico, este último con reverencias protocolarias que el gobernador acepta con aire distraído. Cuando están a punto de abandonar el despacho, Villavicencio parece recordar algo.
—Seré claro, caballeros. Vivimos una situación extraordinaria y trágica. Como responsable político y militar, no sólo debo entenderme con la Regencia, sino con las Cortes, los aliados ingleses y el pueblo de Cádiz. Eso, guerra y franceses aparte. Añadan el gobierno de una ciudad que ha duplicado su número de habitantes y que depende del mar para su abastecimiento, sin contar riesgos de epidemias y otros problemas… Como comprenderán, que un loco desalmado ande haciendo barbaridades a las muchachas es terrible, pero no la mayor de mis preocupaciones. No, al menos, mientras el asunto no se convierta en escándalo público… ¿Me explico, comisario?
—Perfectamente, mi general.
—Los días que vienen son decisivos, porque la expedición del general Lapeña puede cambiar el curso de la guerra en Andalucía. Durante cierto tiempo, eso dejará el asunto de los crímenes en segundo plano. Pero si se da una muerte más, si esa historia trasciende demasiado y la opinión pública exige un culpable, quiero tenerlo inmediatamente… ¿Me sigo explicando bien?
Bastante bien, piensa el policía. Pero no lo dice y se limita a asentir. Villavicencio les da la espalda, camino de su mesa.
—Es más —añade, sentándose—. Si yo tuviese a mi cargo este enojoso asunto, dispondría soluciones alternativas… Algo que, llegado el caso, agilice el trámite.
—¿Se refiere usía a un sospechoso previsto de antemano?
Ignorando el sobresalto de García Pico y la mirada furiosa que le dirige, Tizón permanece en el umbral de la puerta, a la espera de una respuesta. Ésta llega tras un corto silencio, malhumorada y seca:
—Me refiero al asesino, y punto. Con tanta gentuza forastera metida en la ciudad, no sería extraño que fuese cualquiera.
La casa de los Palma es grande, señorial, de las mejores de Cádiz; y Felipe Mojarra la contempla complacido, orgulloso de que su hija Mari Paz sirva en ella. Situado a una manzana de la plaza de San Francisco, el edificio ocupa toda la esquina: cuatro plantas con cinco balcones y puerta principal en la calle del Baluarte, y otros cuatro balcones sobre la calle de los Doblones, donde está la entrada de las oficinas y el almacén. Apoyado en el guardacantón de la esquina opuesta, con una manta zamorana sobre los hombros y el calañés calado sobre el pañuelo que le envuelve la cabeza, Mojarra espera a que salga su hija mientras fuma un cigarro de tabaco picado con la navaja. El salinero es hombre orgulloso, con ideas propias sobre el lugar que corresponde a cada cual. Por eso ha rechazado la invitación de esperar a la muchacha en el patio con verja de hierro labrado, losetas de mármol en el suelo, tres arcos con columnas enmarcando la escalera principal y altarcito con la Virgen del Rosario en una hornacina de la pared. Aquello impone demasiado. Su sitio son los caños y las marismas, y los pies hinchados y curtidos por la sal se adaptan mal a las alpargatas que se ha puesto para venir a Cádiz, y que está deseando quitarse. Salió muy temprano, con pasavante en regla, aprovechando que el capitán Virués asiste a una reunión de jefes y oficiales en la Carraca —algo relacionado con la expedición militar a Tarifa— y no lo necesita. Así que, a instancias de su mujer, Mojarra ha venido a Cádiz a visitar a su niña. Por las circunstancias y la guerra, padre e hija no se ven desde que, hace cinco meses, la joven entró a trabajar en casa de los Palma, recomendada por el párroco.
Ella sale al fin, por la puerta de la calle de los Doblones, y se enternece el salinero mirándola llegar con su saya parda, el delantal de muselina blanca y el mantoncillo cubriéndole cabeza y hombros. Tiene buen color. Sano. Seguramente come bien, gracias a Dios. Mejor están en Cádiz que en la Isla.
—Buenos días, padre.
No hay besos ni carantoñas. Pasa gente por la calle, hay vecinos en algún balcón y los Mojarra son gente honrada, que no da que hablar a nadie. El salinero se limita a sonreír afectuoso, los pulgares en la faja donde lleva metida la cachicuerna de Albacete, y contempla a Mari Paz, satisfecho. La ve muy cuajada. Casi mujer. También sonríe ella, marcándosele los hoyuelos que tiene desde niña. Siempre más graciosa que bonita, con ojos grandes y dulces. Dieciséis años. Limpia y buena como ella sola.
—¿Cómo está madre?
—Con salud. Como tus hermanillas y la abuela. Todas te mandan recuerdos.
La muchacha indica la puerta del almacén.
—¿No quiere usted pasar?… Rosas, el mayordomo, ha dicho que lo convide a una taza de café o de chocolate en la cocina.
—Se está bien en la calle. Vamos a dar un paseo.
Bajan hasta el edificio cuadrado de la Aduana, donde unos soldados de Guardias Valonas con las bayonetas caladas en los fusiles pasean junto a las garitas de la puerta. Una bandera ondea suavemente en su mástil. Dentro del edificio trabajan los señores de la Regencia que gobierna España, o lo que de ella queda, en nombre del rey prisionero en Francia. Al otro lado del baluarte, bajo un cielo claro sin apenas nubes, azulea resplandeciente la bahía.
—¿Cómo te va, niña?
—Muy bien, padre. De verdad.
—¿Estás a gusto en esa casa?
—Mucho.
Titubea el salinero pasándose la mano por la cara patilluda, cuyo mentón necesita desde hace tres días el filo de una navaja barbera.
—He visto que el mayordomo es… Bueno. Ya me entiendes.
Sonríe la hija, bonachona.
—¿Un poco mariquita?
—Eso mismo.
Hay muchos así, cuenta la joven, empleados en casas buenas. Son gente ordenada y limpia, y en Cádiz es costumbre. Rosas es persona decente, que gobierna la casa con orden. Y ella se lleva bien con todo el mundo. La respetan.
—¿Te ronda algún mozo?
Enrojece Mari Paz, cerrándose un poco sobre la cara, de modo instintivo, el mantoncillo que lleva puesto por encima.
—No diga tonterías, padre. A mí quién me va a rondar.
Padre e hija pasean a lo largo de las murallas, en dirección a la plaza de los Pozos de la Nieve y la Alameda, apartándose cuando baluartes o baterías de cañones que apuntan a la bahía les cortan el paso. Rompe el agua abajo, en las rocas descubiertas, y hay mucho revoloteo de gaviotas. Entre ellas, con vuelo recto y decidido, una paloma pasa volando alto y se pierde sobre el mar, en dirección a la tierra firme del otro lado.
—¿Qué tal te tratan los de arriba?
—Muy bien. La señorita es seria y amable. No da muchas confianzas, pero se porta conmigo de maravilla.
—Solterona, me han dicho.
—No crea que le faltarían pretendientes, si quisiera. Y vale mucho. Desde que murieron su padre y su hermano, lo lleva todo ella: el negocio, los barcos… Todo. Le gusta leer, y las plantas. Ésa es su afición. Estudia plantas raras que le traen de América. Las tiene lo mismo en libros que en herbarios y en macetas.
Mueve Mojarra la cabeza, filosófico. Después de conocer al capitán Virués y sus dibujos, ya no le sorprende nada.
—Hay gente para todo.
—Y que lo diga usted. Porque un poquito más atravesada es la señora madre, la viuda. Y seca a más no poder. Se pasa el tiempo en la cama diciéndose enferma, pero es mentira. Lo que quiere es que estén pendientes de ella, y sobre todo su hija. En la casa dicen que no le perdona a la señorita que siga viva y a cargo del negocio, mientras que el señorito Francisco de Paula, su favorito, murió en Bailén… Aun así, doña Dolores es muy paciente con su madre. Muy buena hija.
—¿Tienen más familia?
—Sí. El primo Toño: un solterón muy bromista, siempre de buen humor, que me quiere mucho. No vive en la casa, pero viene cada tarde, de visita… La señorita tiene una hermana casada, pero ésa ya es otra cosa. Más estirada y seca. Peor persona.
Ahora le llega a Felipe Mojarra el turno de referirle cosas a su hija. Detalla así la situación en la isla de León: el cerco francés, la militarización de toda la zona, los hombres movilizados y las penurias de la población civil con la guerra en la puerta misma de casa. Las bombas, cuenta, caen un día sí y otro también, y casi toda la comida se la llevan el Ejército y la Real Armada. Escasean la leña, el vino y el aceite, y a veces no hay harina para hacer pan. Nada que ver con la vida regalada que hacen en Cádiz. Por suerte, estar alistado en la compañía de escopeteros permite llevar dos o tres veces por semana una ración de carne al puchero familiar, y no es difícil arreglárselas pescando en los caños o mariscando en el fango, con marea baja. En cualquier caso, según cuentan los enemigos que se pasan del otro lado, peor están allí. Con los pueblos esquilmados y toda la gente, franceses incluidos, reducida a la miseria. Ni vino les llega en algunos sitios, a pesar de que tienen en su poder Jerez y El Puerto.
—¿Se pasan muchos?
—Algunos, sí. De pura hambre, o porque tienen problemas con sus jefes. Se meten nadando por los caños y se entregan en nuestras avanzadillas. A veces son unos críos, y casi todos llegan que da lástima verlos… Pero no creas. También se pasan a ellos de los nuestros. Sobre todo gente que tiene familia en aquella parte. A ésos, cuando los cogemos los fusilamos, claro. Para dar ejemplo… A uno lo conocías tú: Nicolás Sánchez.
Mari Paz mira a su padre, la boca y los ojos muy abiertos.
—¿Nico?… ¿El de la tahona del Santo Cristo?
—Ése. Tenía la mujer y los hijos en Chipiona, y quiso irse con ellos. Lo detuvieron en el caño Zurraque, remando de noche en un botecillo.
Se santigua la muchacha.
—Eso me parece una crueldad, padre.
—También los gabachos matan a los suyos, cuando los pillan.
—No es lo mismo. El domingo dijo el cura de San Francisco que los franceses son siervos del diablo, y que Dios quiere que los españoles los exterminemos como a chinches.
Mojarra da unos pasos mirando el suelo ante sus alpargatas. Al cabo mueve la cabeza, hosco.
—Yo no sé lo que quiere Dios.
Camina un poco más y se detiene, sin levantar la vista. Aunque ya parezca mujer, Mari Paz todavía es una criatura, se dice. Hay cosas que no es posible explicar. No allí, de ese modo. En realidad, ni siquiera se las explica él.
—Son hombres como nosotros —añade al fin—. Como yo… Al menos los que he visto.
—¿Ha matado usted a muchos?
Otro silencio. Ahora el padre mira a la hija. Por un instante está a punto de negarlo, pero termina encogiéndose de hombros. Por qué renegar de lo que hago, piensa, cuando lo hago. De la obligación ciega con lo que Dios —las intenciones de éste no son asunto de Felipe Mojarra— pueda querer o no querer. Del deber con la patria y con el rey Fernando. Lo único que el salinero sabe de cierto es que los franceses no le gustan, pero duda que sean más siervos del diablo que algunos españoles que conoce. También sangran, gritan de miedo y dolor, como él mismo. Como cualquiera.
—Alguno he matado, sí.
—Bueno —la muchacha se santigua otra vez—. Si son franceses, no será pecado.
Pepe Lobo aparta al borracho que le pide un cuarto para vino. Lo hace sin violencia, paciente, procurando sólo que el otro —un marinero desharrapado y sucio— no le estorbe el paso. El borracho se tambalea y da un traspié, perdiéndose lejos del único farol de luz amarillenta que ilumina la esquina de la calle de la Sarna.
—Hay un problema —dice Ricardo Maraña.
El primer oficial de la Culebra ha salido de la oscuridad donde lo anunciaba, inmóvil, la brasa rojiza de un cigarro. Es alto y pálido. Viste de negro con botas finas vueltas, a la inglesa, y no lleva sombrero. La luz cenital del farol ahonda las ojeras en su rostro delgado.
—¿Grave?
—Depende de ti.
Los dos hombres caminan juntos ahora, calle abajo. Maraña, con una leve cojera. Hay bultos de mujeres y hombres en los portales y en las bocas de los callejones. Susurros en español y otras lenguas. Por la puerta o ventana de alguna taberna salen voces, risas, insultos. A veces, el sonido de una guitarra.
—El piquete vino hará cosa de media hora —explica Maraña—. Han apuñalado a un marinero americano, y buscan al culpable. Brasero es uno de los sospechosos.
—¿Y ha sido él?
—No tengo ni idea.
—¿Hay otros detenidos?
—Una jábega de seis o siete, pero ninguno más es nuestro. Los están interrogando allí mismo.
Pepe Lobo mueve la cabeza con fastidio. Conoce desde hace quince años al contramaestre Brasero —el nostramo, en jerga de a bordo— y sabe que, cuando anda metido en uvas, es capaz de apuñalar a un marinero americano y al padre mismo que lo engendró. Pero Brasero es también elemento clave de la tripulación que llevan días reclutando en Cádiz. Su pérdida, semana y media antes de hacerse a la mar, sería un desastre para la empresa.
—¿Todavía están en la taberna?
—Supongo. Encargué que me avisaran si se los llevan.
—¿Conoces al oficial?
—De vista. Un teniente joven. Guacamayo.
Sonríe Pepe Lobo al oír la palabra joven en boca de su primer oficial, pues Maraña aún no ha cumplido veintiún años. Segundón de una familia honorable de Málaga, lo llaman el Marquesito por sus modales y aspecto distinguidos. Antiguo guardiamarina —su cojera proviene de un astillazo en la rodilla, recibido a bordo del navío Bahama en Trafalgar—, dejó el servicio en la Real Armada a los quince años, expulsado tras un duelo en el que hirió a un compañero de promoción. Desde entonces navega en barcos corsarios, primero bajo pabellón español y francés, y ahora con los ingleses como aliados. Es la primera vez que embarca con el capitán Lobo, pero se conocen bien. Su último destino ha sido un místico de cuatro cañones con base en Algeciras, el Corazón de Jesús, cuya patente de corso caducó hace dos meses.
La taberna es uno de los muchos tugurios cercanos al puerto, frecuentados por marineros y soldados españoles y extranjeros: techo ahumado de velas y candiles de garabato, grandes pipas de vino, toneles a modo de mesas y taburetes bajos, tan ennegrecidos de mugre como el suelo mismo. Desalojado el local de parroquianos y mujerzuelas, dentro sólo quedan siete hombres de aspecto patibulario vigilados por media docena de guacamayos con la bayoneta calada en los fusiles.
—Buenas noches —le dice Lobo al teniente.
Acto seguido se identifica, con su acompañante. Capitán tal y piloto cual, de la balandra corsaria Culebra. Alguno de sus hombres está allí, por lo visto. Sospechoso de algo.
—De asesinato —confirma el oficial.
—Si se refiere a ése —Lobo señala a Brasero: casi cincuenta años, pelo cano rizado y bigotazo gris, manos anchas como palas—, le aseguro que no tiene nada que ver. Ha estado conmigo toda la noche. Acabo de mandarlo aquí a un recado… Sin duda se trata de un error.
Parpadea el teniente. Muy joven, como dijo Maraña. Chico fino. Indeciso. Lo de capitán corsario lo impresiona, sin duda. Para un oficial del Ejército o la Armada, la cosa sería diferente. Pero los guacamayos son milicia local. Guerreros de pastel.
—¿Está usted seguro, señor?
Pepe Lobo sigue mirando a su contramaestre, que se mantiene impasible entre los detenidos, las manos en los bolsillos del tabardo, mirándose los zapatos, con las palabras corsario y contrabandista pintadas como un cartel en la cara curada de sal y viento, donde las cicatrices y las arrugas se entrelazan en surcos recios como hachazos. Aretes de oro en las orejas, callado y quieto. Tan peligroso como cuando ambos perseguían juntos mercantes ingleses en el Estrecho, antes de ser capturados en el año seis y compartir miseria en Gibraltar. Maldito zumbado, se dice en los adentros. Seguro que es él quien le dio lo suyo al americano. Nunca tragó a los angloparlantes. Me pregunto dónde habrá metido el cuchillo jifero que lleva siempre en la faja. Apuesto cualquier cosa a que está tirado en el suelo por aquí cerca, entre el serrín manchado de vino que hay bajo las mesas. Seguro que lo largó en cuanto entraron éstos. El cabrón hijo de perra.
—Tiene usted mi palabra de honor.
Duda un instante el guacamayo, más por prurito de autoridad que por otra cosa. Lo de guacamayo es un apodo con que el humor local alude al vistoso uniforme —casaca roja, vueltas y cuello verde, correaje blanco— que visten los dos millares de vecinos pertenecientes a las clases pudientes de la ciudad que integran el Cuerpo de Voluntarios Distinguidos. En el recinto urbano de Cádiz, los civiles se organizan para la guerra según su posición social: unidos en el patriotismo, pero según y cómo. Burgueses, artesanos y gente humilde tienen cada cual sus milicias propias, donde nunca faltan reclutas. Quien se alista en éstas se libra de servir en el verdadero Ejército, sujeto a las penalidades y peligros de primera línea. Buena parte del ardor guerrero local se agota en pasear uniformes llamativos y darse aires marciales en las calles, plazas y cafés de la ciudad.
—Entiendo que se hace personalmente responsable de él.
—Por supuesto.
Pepe Lobo sale a la calle seguido por sus hombres, y los tres caminan junto a los muros de Santa María en dirección al Boquete y la Puerta de Mar. Nadie habla durante un trecho. Las calles están a oscuras, y el contramaestre parece una sombra dócil tras los oficiales. Sobre la cubierta de un barco, Brasero es el sujeto más fiable y sereno del mundo, con un don especial para manejar a los hombres en situaciones difíciles. Un fulano tranquilo al que en ocasiones, al pisar tierra, se le aflojan las chavetas del timón y enloquece por cuenta propia.
—Maldita sea su estampa, nostramo —dice al fin Lobo, sin volverse.
Silencio huraño a su espalda. Al lado oye bajito la risa contenida, entre dientes, del primer oficial. Una risa que acaba en un leve ataque de tos y una respiración silbante, entrecortada. Al pasar junto a un farol, el corsario mira de reojo la silueta flaca de Ricardo Maraña, que con indiferencia ha sacado un pañuelo de una manga del frac y lo presiona contra sus labios exangües. El joven piloto de la Culebra es de los que queman la vela por ambos extremos: libertino y disoluto hasta la temeridad, sombrío hasta la crueldad, valiente hasta la desesperación, se cobra por anticipado las cuentas de la vida —la suya es una oscura carrera contra el tiempo— con una sangre fría impropia de su edad, agotando el crédito sin mostrar inquietud ante un futuro inexistente, resuelto de antemano por el dictamen médico, irreversible, de una tuberculosis en último grado.
Unos centinelas les dan el alto cuando llegan ante la doble Puerta de Mar, que a estas horas está cerrada. Las normas sobre entradas y salidas de la ciudad entre la puesta de sol y el amanecer son rigurosas —la Puerta de Tierra se cierra a la oración, y la de Mar a las ánimas—, pero un permiso oficial o unas monedas deslizadas en la mano oportuna facilitan el trámite. Tras identificarse como dotación de la balandra Culebra y mostrar los pasavantes sellados por Capitanía, los tres marinos cruzan bajo el espeso muro de piedra y ladrillo, erizado de garitas e iluminado por un farol a cada lado de la muralla. A la izquierda, bajo los cañones que artillan las troneras del baluarte de los Negros, se encuentra el ancho espigón del muelle, rematado por dos columnas con las estatuas de San Servando y San Germán, patronos de Cádiz. Más allá, en la oscuridad de la bahía contigua a la muralla, agrupados como un rebaño que se mantenga lejos de lobos que acechen al otro lado, las siluetas negras de innumerables barcos de todo porte y tonelaje se mecen suavemente sobre sus anclas, aproados a la brisa de poniente, con sus fanales de posición apagados para estorbar la puntería de los artilleros franceses que se encuentran detrás de la franja de agua, en el Trocadero.
—Lo quiero a bordo en quince minutos, nostramo. Y no vuelva a pisar tierra sin permiso del piloto o mío… ¿Entendido?
Gruñe el otro, afirmativo. Disciplinado. Pepe Lobo se acerca a los tres o cuatro bultos inmóviles entre los fardos del muelle, y despierta a un botero. Mientras éste apresta su embarcación y pone los remos en los escálamos, pasa junto a ellos un grupo de marineros ingleses que vienen de recorrer los antros de las callejas cercanas al puerto. Son gente de un barco de guerra, y regresan empapados de vino. Los tres corsarios los observan embarcar, en su chalupa y alejarse remando torpes, con cantos y risas; seguramente en dirección a la fragata de cuarenta y cuatro cañones que está fondeada frente a los Corrales.
—Aliados de mis cojones —masculla Brasero, con rencor.
Sonríe Lobo para sí. Ninguno de los dos ha olvidado Gibraltar.
—Cierre el hocico, nostramo. Por hoy es suficiente.
Lobo se queda junto a su primer oficial, viendo alejarse hasta desaparecer en la noche, con lento chapaleo de remos, la forma oscura del bote que transporta a Brasero. La Culebra se encuentra en alguna parte de esa oscuridad, a levante del muelle, fondeada en cuatro brazas de lama, su único palo aún sin guarnir y la jarcia incompleta. Todavía a falta de doce hombres —dos artilleros, un escribano intérprete, ocho marineros y un carpintero de confianza— para completar los cuarenta y ocho tripulantes necesarios para navegar y combatir con ella.
—La Armada nos facilita la pólvora —comenta Lobo—. Son ciento cincuenta libras, veintidós frascos de fuego y once libras y media de mecha. Ha costado Dios y ayuda conseguirlo, con todo el trajín de la expedición a Tarifa; pero ya lo tenemos. El gobernador firmó esta mañana.
—¿Y las sesenta piedras de chispa para fusil y las cuarenta de pistola?
—También. Cuando se abarloe la barcaza, ocúpate de todo; pero que no suban nada hasta que yo esté a bordo. Antes tengo que ver a los armadores.
Un fogonazo breve destella al otro lado de la bahía, por la parte del Trocadero. Los dos hombres se quedan inmóviles y miran en esa dirección, aguardando, mientras Pepe Lobo cuenta mentalmente los segundos transcurridos. Al llegar a diez escucha el estampido distante del disparo. Diecisiete segundos más tarde, una columna de espuma clarea en la oscuridad a poca distancia del muelle, entre las siluetas negras de los barcos fondeados.
—Esta noche tiran corto —apunta Maraña con sangre fría.
Los dos hombres caminan de regreso a la Puerta de Mar, donde la luz del farol ilumina a un centinela que los observa desde su garita. Maraña se detiene antes de llegar, tras un vistazo al estrecho muelle que corre bajo la muralla en dirección a la plataforma de la Cruz y la Puerta de Sevilla.
—¿Cómo andamos de papeles? —pregunta.
—En regla. Los armadores han depositado la fianza, y el lunes formalizamos la contrata de corso.
El primer oficial de la Culebra escucha con aire distraído. A la poca luz del farol distante, Pepe Lobo lo ve dirigir nuevas miradas hacia el extremo del muelle, a Puerto Piojo, allí donde unos peldaños conducen a una playa cuya arena descubre la marea baja y los ángulos de los baluartes dejan a oscuras.
—Te acompaño un trecho —dice.
Lo mira el otro, serio, un momento. Suspicaz. Al cabo inicia una sonrisa que la noche y la luz lejana convierten en trazo sombrío.
—¿Cuántos son los armadores, al final? —se interesa Maraña.
Caminan precedidos por sus largas sombras, entreverados los pasos con el suave chapoteo del agua bajo las piedras del muelle, agitada por la brisa que ahora refresca desde poniente.
—Dos, como te dije —responde Lobo—. Muy solventes. Emilio Sánchez Guinea y la señora Palma… O señorita.
—¿Qué tal es ella?
—Un poco seca. Según don Emilio, le costó decidirse. En su opinión, los corsarios no tenemos buena fama.
Oye una risa bronca, húmeda. Después, el breve estertor de tos sofocada por el pañuelo.
—Comparto esa opinión —susurra Maraña tras un instante.
—Bueno. Está en su papel, supongo. De comerciante respetable. Al fin y al cabo, es la patrona.
—¿Bonita?
—Solterona, Pero no está mal. Todavía no.
Han llegado a los peldaños que llevan a la arena. Abajo, en la orilla, Lobo cree adivinar la forma de un bote de vela y dos hombres que aguardan en la oscuridad. Contrabandistas, sin duda. Salen a menudo, llevando géneros a la costa enemiga, donde la penuria cuadruplica el valor de cualquier mercancía.
—Buenas noches, capitán —se despide Maraña.
—Buenas noches, piloto.
Después de que su teniente baje los peldaños y desaparezca en la negrura donde se funden muralla, playa y mar, Pepe Lobo permanece un rato inmóvil, atento al rumor de lona y cáñamo del bote que despliega la vela y se aleja del muelle. Se comenta en Cádiz que hay una mujer; que Ricardo Maraña tiene una novia o amiga en El Puerto de Santa María, en zona ocupada por el enemigo. Y que algunas noches, con viento favorable y aprovechando viajes de contrabandistas, cruza la bahía para visitarla a escondidas, jugándose la libertad o la vida.