Algunas veces por las mañanas aparecen huellas recientes de cascos en los campos. Entre los arbustos dispersos que marcan la linde más apartada de la tierra de labranza, el centinela ve una silueta que jura no haber visto el día anterior y que ha desaparecido al día siguiente. Los pescadores no se arriesgan a salir antes de amanecer. Su pesca ha disminuido tanto que apenas pueden subsistir.
En dos días de esfuerzo colectivo en los que trabajamos sin perder de vista las armas, hemos recolectado los campos lejanos, todo lo que quedó tras la inundación. La cosecha supone menos de cuatro tazas al día para cada familia, pero menos es nada.
Aunque el caballo ciego continúa haciendo girar la noria para llenar el aljibe próximo al lago que riega los huertos del pueblo, sabemos que pueden cortar la tubería en cualquier momento y ya hemos empezado a cavar nuevos pozos dentro de las murallas.
He recomendado a mis conciudadanos que cultiven sus huertos, que siembren tubérculos porque resistirán la escarcha invernal.
—Sobre todo debemos hallar el modo de sobrevivir al invierno —les digo—. En primavera nos enviarán ayuda con toda seguridad. Después del primer deshielo podemos sembrar mijo de sesenta días.
Hemos cerrado la escuela y los niños se encargan de rastrear las estribaciones salobres de la parte sur del lago en pos de los diminutos crustáceos rojos que abundan en las aguas poco profundas. Ahumamos y empaquetamos estos crustáceos en bloques de medio kilo. Tienen un sabor desagradable a grasa; normalmente sólo los comen los pescadores; pero sospecho que antes de que se acabe el invierno todos nos alegraremos de tener ratas e insectos que llevarnos a la boca.
Hemos colocado una hilera de cascos con lanzas en posición vertical a su lado a lo largo de la muralla norte. Cada media hora un niño recorre la hilera moviendo un poco cada casco. De este modo confiamos en burlar la aguda vista de los bárbaros.
La guarnición que Mandel nos legó consta de tres hombres. Se turnan la guardia ante la puerta cerrada del Juzgado, aislados del resto del pueblo, sin más relación que su mutua compañía.
He asumido el mando en todas las medidas concernientes a nuestra supervivencia. Nadie ha puesto reparos. Tengo la barba recortada, llevo ropa limpia, de hecho he reanudado la administración legal que la llegada de la Guardia Nacional interrumpió hace un año.
Nos convendría cortar y almacenar leña; pero no es posible encontrar a nadie que se atreva a adentrarse en los bosques carbonizados cercanos al río, donde los pescadores juran haber visto rastros recientes de campamentos bárbaros.
Me despiertan unos golpes en la puerta de mi vivienda. Es un hombre con un farol, curtido por el viento, demacrado, sin aliento, con un gabán militar que le queda demasiado grande. Me mira fijamente con una expresión de desconcierto.
—¿Quién eres? —le digo.
—¿Dónde está el suboficial? —me pregunta intentando entre jadeos mirar por encima de mi hombro.
Son las dos de la mañana. Han abierto la puerta para dejar entrar el carruaje del Coronel Joll, que se encuentra en medio de la plaza con la vara apoyada en el suelo. Varios hombres se guarecen a su abrigo del viento helado. Desde la muralla los centinelas los observan atentamente.
—Necesitamos comida, caballos de refresco, forraje —dice mi visitante. Corre delante de mí, abre la puerta del carruaje, habla—: El suboficial no está aquí, señor, se ha marchado —a la luz de la luna veo por un instante al propio Joll junto a la ventanilla. Él también me ve: la puerta se cierra de golpe, oigo el chasquido del cerrojo. Miro a través del cristal y alcanzo a distinguirlo en la penumbra del otro extremo cuando desvía el rostro sin inmutarse. Golpeo con los nudillos en el cristal, pero no me hace caso. Luego sus subordinados me apartan a empujones.
Una piedra lanzada desde la oscuridad cae sobre el techo del carruaje.
Otro de la escolta de Joll se acerca corriendo.
—No hay nada —dice casi sin aliento—. Los establos están vacíos, se lo han llevado todo —el soldado que ha desenganchado a los sudorosos caballos empieza a maldecir. Una segunda piedra no acierta al carruaje y casi me alcanza. Las arrojan desde las murallas.
—Escuchadme —les digo—. Tenéis frío y estáis cansados. Encerrad los caballos en el establo, entrad, comed algo, contadnos lo que os sucedió. No hemos tenido noticias desde que partisteis. Si ese loco quiere pasarse toda la noche sentado en el carruaje, que lo haga.
Apenas me escuchan: hombres hambrientos, agotados, que han hecho algo más que cumplir con su deber al arrastrar a este policía a lugar seguro lejos de las garras de los bárbaros, que ahora murmuran entre ellos, mientras reenganchan ya un par de sus fatigados caballos.
Contemplo a través de la ventanilla la silueta borrosa en la oscuridad del Coronel Joll. Mi capa se agita, tirito de frío, pero también de cólera contenida. Se apodera de mí un impulso de hacer pedazos el cristal, introducir los brazos y sacarlo a rastras por el dentado agujero, para sentir cómo el cristal le engancha y le desgarra la carne, para tirarlo al suelo y machacarle el cuerpo a patadas.
Como tocado por esta corriente homicida vuelve la cara hacia mí de mala gana. Luego se desliza desde el otro lado del asiento hasta que se queda mirándome a través del cristal. Tiene el rostro desnudo, demudado, acaso por la luz azul de la luna, acaso por el agotamiento físico. Contemplo sus prolongadas y pálidas sienes. Recuerdos del delicado pecho de su madre, del tirón en su mano de la primera cometa que hizo volar alguna vez, así como de esas íntimas crueldades por las que le detesto, hallan cobijo en esa colmena.
Me mira, buscando mi rostro con la mirada. Las lentes oscuras han desaparecido. ¿Tiene él también que reprimir un impulso de sacar los brazos, agarrarme y cegarme con los cristales rotos?
Tengo una lección preparada para él en la que he meditado mucho. Articulo las palabras y observo que las lee en mis labios:
—Nosotros mismos debemos padecer la crueldad que llevamos dentro —le digo. Asiento una y otra vez con la cabeza para recalcar bien el mensaje—. No los demás —le digo: repito las palabras, señalando mi pecho y señalando el suyo. Se fija en mis labios, sus labios finos se mueven a modo de imitación, o quizá de burla, no lo sé. Otra piedra más pesada, tal vez un ladrillo, golpea el carruaje con gran estrépito. Joll se sobresalta, los caballos se agitan en los arneses.
Alguien viene corriendo.
—¡Vámonos! —grita. Me aparta de un empujón y llama a la puerta del carruaje. Lleva los brazos cargados de hogazas de pan—. ¡Tenemos que irnos! —grita. El Coronel Joll descorre el cerrojo y el soldado deja caer el pan dentro. La puerta se cierra de golpe—. ¡Deprisa! —grita. El carruaje se pone en marcha con un chirriar de ballestas.
Agarro el brazo del soldado.
—¡Espera! —le grito—. ¡No te soltaré hasta que sepa lo que ha sucedido!
—¿Es que no lo ve? —grita, al tiempo que me pega en la mano.
Tengo las manos débiles todavía; he de abrazarme a él para retenerlo.
—¡Dímelo y podrás irte! —le digo con voz entrecortada.
El carruaje se aproxima a la puerta. Los dos hombres a caballo ya la han cruzado; los otros corren tras ellos. Piedras que surgen de la oscuridad se estrellan contra el carruaje, llueven gritos y maldiciones.
—¿Qué quiere saber? —me dice, mientras forcejea en vano.
—¿Dónde están los demás?
—Desaparecieron. Se dispersaron. Por todas partes. No sé dónde están. Cada cual tuvo que seguir su camino. No pudimos mantenernos juntos —a medida que sus compañeros se pierden en la noche lucha con más ahínco—. ¡Suélteme! —me suplica entre sollozos. No es más fuerte que un niño.
—Enseguida. ¿Cómo pudieron haceros esto los bárbaros?
—¡Nos moríamos de frío en las montañas, de hambre en el desierto! ¿Por qué nadie nos advirtió lo que ocurriría? ¡No nos vencieron, nos condujeron hasta el desierto y luego se esfumaron!
—¿Quiénes os condujeron?
—¡Ellos, los bárbaros! ¡Nos hacían seguirles continuamente, pero nunca podíamos alcanzarles. Eliminaban uno por uno a los rezagados, soltaban a nuestros caballos por la noche, no luchaban cara a cara!
—¿Así que os disteis por vencidos y volvisteis a casa?
—¡Sí!
—¿Esperas que me lo crea?
Me mira con una furia desesperada.
—¿Por qué iba a mentir? —grita—. ¡No quiero que me dejen atrás, eso es todo! —se suelta de un tirón. Echa a correr y protegiéndose la cabeza con las manos cruza la puerta hacia la oscuridad.
Han interrumpido la excavación del tercer pozo. Algunos hombres se han ido ya a casa, otros permanecen alrededor del hoyo esperando órdenes.
—¿Qué sucede? —les digo.
Señalan hacia los huesos que yacen sobre un montón de tierra húmeda: los huesos de un niño.
—Debió de haber una tumba aquí —les digo—. Un lugar extraño para una tumba —nos encontramos en el terreno vacío detrás del cuartel, entre el cuartel y la muralla sur. Los huesos son antiguos, han absorbido el color rojo de la arcilla—. ¿Qué queréis hacer? Si os parece podemos empezar a cavar otra vez más cerca de la muralla.
Me ayudan a introducirme en el hoyo. Con medio cuerpo dentro, escarbo alrededor de una mandíbula sepultada en la pared.
—Aquí está el cráneo —les digo. Pero no, ya han desenterrado el cráneo, me lo enseñan.
—Mire debajo de sus pies —me dice el capataz.
Está demasiado oscuro para ver, pero cuando remuevo cuidadosamente con el pico me topo con algo duro; por el tacto deduzco que se trata de un hueso.
—No están enterrados como es debido —me dice. Se agacha al borde del hoyo—. Están colocados de cualquier manera, unos encima de otros.
—Sí —le digo—. No podemos cavar aquí, ¿verdad?
—No —me dice.
—Tenemos que taparlo y volver a empezar más cerca de la muralla.
Guarda silencio. Me tiende la mano para ayudarme a subir. Los presentes tampoco dicen nada. Tengo que arrojar los huesos al hoyo y echar un poco de tierra antes de que recojan sus palas.
En el sueño vuelvo a encontrarme en el hoyo. La tierra está húmeda, rezuma agua oscura, mis pies se hunden en el fango, me cuesta trabajo levantarlos.
Palpo bajo la superficie en busca de los huesos. Mi mano emerge con el extremo de un saco de yute, negro, podrido, que se me deshace entre los dedos. Meto otra vez la mano en el fango. Un tenedor doblado y deslustrado. Un pájaro muerto, un loro: lo sostengo por la cola, le cuelgan las plumas y las alas empapadas de barro y tiene las cuencas de los ojos vacías. Cuando lo suelto, atraviesa la superficie sin hacer ruido. «Agua envenenada», pienso. «He de tener cuidado de no beber aquí. No debo llevarme la mano derecha a la boca».
No he dormido con una mujer desde que regresé del desierto. Ahora, en el momento más inoportuno, mi sexo empieza a hacerse notar. Duermo mal y me despierto por la mañana con una erección tenaz que me crece como una rama de las ingles. No tiene nada que ver con el deseo. Tendido en mi cama deshecha espero en vano a que desaparezca. Trato de evocar imágenes de la muchacha que durmió aquí conmigo noche tras noche. La veo erguida con su camisón y las piernas desnudas, con un pie en la palangana, esperando a que la lave apoyada en mi hombro. Le enjabono la firme pantorrilla. Se quita el camisón por la cabeza. Le enjabono los muslos; luego aclaro el jabón, me abrazo a sus caderas, restriego la cara en su vientre. Puedo oler el jabón, sentir la tibieza del agua, la presión de sus manos. Desde la profundidades de ese recuerdo alargo la mano para tocarme. No hay reacción. Es como tocarme la muñeca: una parte de mí mismo, pero dura, embotada, un miembro sin vida propia. Trato de llegar hasta el final: es inútil, no siento nada. «Estoy cansado», intento convencerme a mí mismo.
Durante una hora aguardo sentado en un sillón a que esta verga de sangre se encoja. Lo hace cuando le parece. Entonces me visto y salgo.
Vuelve por la noche: una flecha que nace de mi cuerpo sin objetivo alguno. Otra vez intento alimentarla con imágenes, pero no percibo vida en ella.
—Pruebe con moho negro y raíz de tártago —dice el herbolario—. Puede que le ayude. Si no, vuelva. Aquí tiene raíz de tártago. Muélala y mézclela hasta hacer una pasta con el moho y un poco de agua templada. Tome dos cucharadas después de cada comida. Es muy desagradable, muy amargo, pero le aseguro que no le hará daño.
Le pago con monedas de plata. Sólo los niños aceptan ya las de cobre.
—Pero dígame, ¿por qué un hombre sano y bien parecido como usted iba a querer matar su deseo? —me pregunta.
—No tiene nada que ver con el deseo, abuelo. Es sólo una irritación. Un entumecimiento. Como el reuma.
Sonríe. Le devuelvo la sonrisa.
—Esta debe de ser la única tienda del pueblo que no saquearon —le digo—, no es una tienda, tan sólo un hueco y un mostrador bajo un toldo, con estanterías de tarros polvorientos, con raíces y manojos de hojas secas colgados de garfios en la pared, las medicinas que ha suministrado al pueblo durante cincuenta años.
—Sí, no me molestaron. Me aconsejaron que me marchara por mi propio bien. «Te cortarán los huevos y se los comerán», eso fue lo que dijeron, esas fueron sus palabras. Yo les dije «nací aquí y aquí moriré, no me voy». Ahora los que se han ido son ellos, y yo digo que estamos mejor así.
—Sí.
—Pruebe con la raíz de tártago. Si no resulta, vuelva.
Bebo el amargo brebaje y como toda la lechuga que puedo, porque dicen que la lechuga debilita la potencia sexual. Pero hago todo esto sin convicción, consciente de que estoy malinterpretando los síntomas.
También acudo a Mai. La posada ha cerrado porque escaseaban los clientes; ahora ella viene al cuartel a ayudar a su madre. La encuentro en la cocina acostando a su hijo en la cuna junto al fogón.
—Me gusta mucho este viejo fogón que tienen ustedes aquí —me dice—. Mantiene el calor durante horas. Un calor muy agradable —hace té; nos sentamos a la mesa y contemplamos las brasas incandescentes a través de la parrilla—. Desearía poder ofrecerle algo bueno —me dice— pero los soldados limpiaron la despensa, casi no han dejado nada.
—Quiero que subas conmigo —le digo—. ¿Puedes dejar al niño aquí?
Somos viejos amigos. Hace años, antes de que se casara por segunda vez, solía visitarme por las tardes en mis habitaciones.
—Prefiero no dejarlo —me dice— por si se despierta —así que espero mientras abriga al niño, y luego la sigo escaleras arriba: una mujer joven todavía, pero corpulenta y con unos muslos gruesos e informes. Trato de recordar cómo lo pasaba con ella, pero no puedo. En aquellos días me satisfacían todas las mujeres.
Acomoda al niño sobre unos cojines en un rincón y le habla en voz baja hasta que vuelve a quedarse dormido.
—Es sólo por una o dos noches —le digo—. Se acerca el final. Debemos vivir todo lo que podamos —deja caer los calzones, los pisa como un caballo y viene hacia mí con su camisón. Apago la lámpara. Mis palabras me han dejado abatido.
Suspira cuando la penetro. Froto mi mejilla contra la suya. Mi mano encuentra su pecho; su propia mano se cierra sobre ella, la acaricia, la aparta.
—Me duele un poco —me susurra—. Por el niño.
Todavía estoy buscando algo que decir cuando siento que llega el orgasmo, remoto, débil, como un temblor de tierra en otra parte del mundo.
—Este es tu cuarto hijo, ¿verdad? —estamos acostados uno junto al otro bajo las mantas.
—Sí, el cuarto. Uno murió.
—¿Y el padre? ¿Te ayuda?
—Me dejó algún dinero. Estaba en el ejército.
—Seguro que volverá.
Siento su cuerpo sereno junto a mi costado.
—He llegado a apreciar mucho a tu hijo mayor —le digo—. Me traía comida cuando estaba preso —permanecemos un rato en silencio. Luego la cabeza empieza a darme vueltas. Me despierto a tiempo de oír el final de un estertor procedente de mi garganta, un ronquido de viejo.
Se incorpora.
—Tengo que irme —me dice—. No puedo dormir en habitaciones tan vacías, me paso la noche oyendo crujidos —veo moverse su borrosa silueta mientras se viste y coge al niño—. ¿Puedo encender la lámpara? —me dice—. Temo caerme por las escaleras. Duérmase. Le traeré el desayuno por la mañana, si no le importa que sean gachas.
—La apreciaba mucho —dice—. Todos la apreciábamos. Nunca protestaba, hacía siempre lo que le mandaban, aunque sé que le dolían los pies. Era simpática. No nos faltaba diversión cuando ella estaba aquí.
Vuelvo a estar tan insensible como un palo. Ella se afana conmigo: sus grandes manos me acarician la espalda, me agarran el trasero. Llega el orgasmo: como una chispa que salta a lo lejos sobre el mar y se desvanece inmediatamente.
El niño empieza a lloriquear. Ella me aparta con delicadeza y se levanta. Grande y desnuda, cruza de un lado a otro un rayo de luz de luna con el niño sobre el hombro, dándole palmaditas y canturreándole.
—Se dormirá en un minuto —susurra. Yo mismo estoy medio dormido cuando siento que su cuerpo fresco vuelve a echarse a mi lado y sus labios me acarician el brazo.
—No quiero pensar en los bárbaros —me dice ella—. La vida es demasiado corta para preocuparse por el futuro.
No tengo nada que decir.
—No le hago feliz —me dice—. Sé que no disfruta conmigo. Siempre está en otra parte.
Espero sus próximas palabras.
—Ella me contaba lo mismo. Decía que usted estaba en otra parte. No le entendía. No sabía lo que quería de ella.
—No sabía que ella y tú fuerais íntimas.
—Yo estaba a menudo abajo. Charlábamos de nuestras cosas. A veces ella lloraba sin parar. Usted la hacía muy desgraciada. ¿Lo sabía?
Está abriendo una puerta desde donde un viento de total desolación llega hasta mí.
—No lo entiendes —le digo con voz ronca. Ella se encoge de hombros. Prosigo—: Hay toda una versión de los hechos que desconoces, que ella no pudo contarte porque ella misma no la conocía. Y de la cual no deseo hablar ahora.
—No es asunto mío.
Guardamos silencio mientras pensamos cada uno por nuestro lado en la muchacha que esta noche duerme lejos bajo las estrellas.
—Tal vez cuando los bárbaros entren en el pueblo —digo— ella los acompañe —me la imagino cruzando al trote la puerta abierta al frente de una partida de jinetes, erguida en la silla, con los ojos radiantes, una precursora, una guía, describiendo a sus compañeros la disposición de este pueblo extranjero donde ella vivió una vez. Entonces todo será diferente.
Nos quedamos pensativos en la oscuridad.
—Estoy aterrada —dice—. Me aterra pensar qué va a ser de nosotros. Quiero tener esperanza y vivir al día. Pero a veces me imagino de repente lo que podría suceder y el miedo me paraliza. Ya no sé qué hacer. Sólo pienso en los niños. ¿Qué va a ser de los niños? —se incorpora en la cama—. ¿Qué va a ser de los niños? —pregunta con vehemencia.
—No harán daño a los niños —le digo—. No harán daño a nadie —le acaricio el pelo, la tranquilizo, la estrecho fuertemente en mis brazos hasta que llega la hora de amamantar al niño.
Ella dice que duerme mejor en la cocina. Se siente más segura si al despertar puede ver el resplandor de las brasas en la parrilla. También le gusta tener al niño en su misma cama. Además es mejor que su madre no descubra dónde pasa las noches.
Yo también creo que fue un error y no vuelvo a visitarla. Ahora que duermo solo, echo de menos el olor a tomillo y cebolla de las yemas de sus dedos. Durante una o dos noches experimento una serena e inconstante melancolía antes de empezar a olvidar.
Al aire libre observo la llegada de la tormenta. El cielo se ha difuminado hasta quedar blanquecino con tonos de color rosa en el norte. Las tejas ocres brillan, el aire se ilumina, el pueblo resplandece sin sombras, misteriosamente hermoso en estos últimos momentos.
Subo a la muralla. Entre los muñecos armados hay gente con la mirada fija en el horizonte donde se levanta ya una gran nube de polvo y arena. Nadie habla.
El sol se torna cobrizo. Todas las barcas han abandonado el lago, los pájaros han dejado de cantar. Hay un intervalo de completo silencio. Luego el viento empieza a soplar.
Sentados al abrigo de nuestros hogares, tras ventanas cerradas con pestillos y puertas atrancadas, con un polvo gris y muy fino filtrándose por el tejado y el techo para depositarse en cada superficie descubierta, formar una película sobre el agua potable, hacemos rechinar los dientes, pensamos en los que se pusieron en camino y que en momentos como éste no tienen otro recurso que volverse de espaldas al viento y resistir.
Por las noches, en la hora o dos que puedo permitirme junto a la chimenea antes de que se agote mi ración de leña y tenga que meterme en la cama, me ocupo de mis antiguos pasatiempos, reparando lo mejor que puedo las urnas con las piedras que encontré tiradas y rotas en los jardines del Juzgado, volviendo a jugar con el desciframiento de la escritura arcaica de las tablillas de álamo.
Parece justo que, como un gesto hacia los habitantes de las ruinas del desierto, nosotros también pongamos por escrito una crónica de nuestro pueblo para legarla a la posteridad enterrada bajo las murallas; y nadie parecería más indicado para escribir esa historia que nuestro último magistrado. Pero cuando me siento ante mi escritorio, envuelto en mi enorme y vieja piel de oso para resguardarme del frío, con una única vela (pues el sebo también está racionado) y un montón de documentos amarillentos junto al brazo, descubro que lo que empiezo a escribir no es la crónica de un puesto fronterizo de un Imperio o un relato de cómo sus habitantes pasaron el último año poniendo en paz sus almas mientras esperaban a los bárbaros.
«Ninguno de los que visitaron este oasis» escribo, «dejó de verse impresionado por el encanto de nuestra vida. Vivíamos en el tiempo de las estaciones, de las cosechas, de las migraciones de aves acuáticas. Vivíamos sin nada entre nosotros y las estrellas. De haber sabido qué concesión teníamos que hacer para seguir viviendo aquí, la hubiéramos hecho. Este era el paraíso en la tierra».
Durante un buen rato fijo la vista en las palabras que he escrito. Sería decepcionante saber que las tablillas en las que he empleado tanto tiempo contienen un mensaje tan enrevesado, tan equívoco, tan censurable como éste.
«Tal vez para finales del invierno», pienso, «cuando el hambre nos corroa de verdad, cuando pasemos frío y estemos famélicos, o cuando el bárbaro esté realmente a las puertas del pueblo, tal vez entonces renunciaré a la palabrería de un funcionario con ambiciones literarias y empezaré a contar la verdad».
Pienso: «Quise vivir fuera de la historia. Quise vivir fuera de la historia que un Imperio impone a sus súbditos, incluso a sus súbditos perdidos. Pero nunca quise que los bárbaros soportaran el peso de la historia de un Imperio. ¿Cómo puedo creer que eso sea motivo de vergüenza?».
Pienso: «He vivido un año lleno de acontecimientos, sin embargo no entiendo de él más que un niño de pecho. De todos los habitantes de este pueblo soy el menos capacitado para escribir su crónica. Mejor el herrero con sus gritos de rabia y aflicción».
Pienso: «Pero cuando los bárbaros prueben el pan, el pan tierno con mermelada de mora, el pan con mermelada de grosella, nuestras costumbres les conquistarán. Descubrirán que son incapaces de vivir sin las industrias de hombres que saben cómo cultivar los pacíficos cereales, sin las artes de mujeres que saben cómo utilizar las delicadas frutas».
Pienso: «Cuando un día otros hombres se pongan a escarbar en las ruinas, les interesarán más las reliquias del desierto que cualquier cosa que yo pueda dejar. Y con razón». (De modo que empleo una tarde en revestir las tablillas una por una con aceite de linaza y envolverlas en hule. Me prometo a mí mismo que cuando el viento amaine saldré y las enterraré donde las hallé).
Pienso: «He tenido delante de los ojos algo que salta a la vista, y todavía no lo veo».
Ahora que el viento ha cesado, los copos de la primera nevada del año flotan en el aire y salpican las tejas de blanco. Paso toda la mañana junto a mi ventana viendo caer la nieve. Cuando cruzo el patio del cuartel ya hay varios centímetros de nieve y mis pasos la hacen crujir con una misteriosa ligereza.
En medio de la plaza unos niños juegan a hacer un muñeco de nieve. Deseoso de no asustarles, pero inexplicablemente alegre, me acerco a ellos por la nieve.
No se asustan, están demasiado ocupados para reparar en mí. Han terminado el gran cuerpo redondo y ahora hacen rodar una bola que será la cabeza.
—Alguien que vaya a buscar cosas para la boca y la nariz y los ojos —dice el niño que los dirige.
Se me ocurre que el muñeco necesita también brazos, pero no quiero entrometerme.
Colocan la cabeza sobre los hombros y con guijarros rematan los ojos, las orejas, la nariz y la boca. Uno de ellos la corona con su gorra.
No es un mal muñeco de nieve.
Esta no es la escena con la que soñé. Como otras muchas cosas ahora, la dejo con una sensación de estupidez, como alguien que se extravió hace mucho tiempo pero persevera por un camino que puede no conducir a ninguna parte.