II

Está de rodillas a la sombra del muro del cuartel a escasos metros de la verja, embutida en un abrigo demasiado grande, con una gorra de piel extendida en el suelo delante de ella. Tiene las cejas negras y rectas y el cabello liso y negro propio de los bárbaros. ¿Qué hace una mujer bárbara mendigando en el pueblo? Hay pocos peniques en la gorra.

Dos veces más durante el día paso cerca de ella. En ambas ocasiones me dedica una extraña mirada, fijando la vista en línea recta hacia el frente hasta que me acerco, y después, volviendo la cabeza muy despacio al otro lado. La segunda vez dejo caer una moneda en la gorra.

—Hace frío y es muy tarde para estar en la calle —le digo. Asiente con la cabeza. El sol se pone tras una franja de nubes negras, el viento del norte ya trae presagios de nieve; la plaza está desierta; sigo mi camino.

Al día siguiente ya no está allí. Hablo con el centinela de la entrada:

—Ayer había una mujer sentada allí todo el día, mendigando. ¿De dónde viene?

—Es una ciega —me contesta. Del grupo de bárbaros que trajo el Coronel. La abandonaron aquí.

Pocos días después la veo atravesando la plaza con paso lento y torpe, apoyada en dos bastones, arrastrando tras de sí por el polvo el abrigo de piel de oveja. Doy la orden; la traen a mis habitaciones donde permanece de pie ante mí apoyada en los bastones.

—Quítate la gorra —le digo. El soldado que la ha traído le quita la gorra. Es la misma muchacha, el mismo cabello negro cortado en un flequillo que cruza su frente, la misma boca ancha, los ojos negros que me miran y no me ven.

—Me han dicho que eres ciega.

—Veo —dice ella. Sus ojos se apartan de mi rostro fijándose en algún lugar a la derecha detrás de mí.

—¿De dónde eres? —sin pensar, miro hacia atrás: tiene la vista fija en la pared vacía. Su mirada se ha vuelto pétrea. Aun sabiendo de antemano la respuesta, le repito la pregunta. El silencio es su respuesta.

Hago retirarse al soldado. Nos quedamos solos.

—Sé quién eres —le digo—. ¿Quieres sentarte, por favor? —cojo los bastones y la ayudo a sentarse en un taburete. Bajo el abrigo lleva unos calzones anchos de hilo metidos en unas botas de suela gruesa. Huele a humo, a ropa vieja, a pescado. Tiene las manos callosas.

—¿Te ganas la vida mendigando? —le pregunto—. Sabes que no deberías estar en el pueblo. Podríamos echarte en cualquier momento y devolverte a tu pueblo.

Sentada mira al frente de forma perturbadora.

—Mírame —le digo.

—Estoy mirándole. Así es cómo miro.

Muevo una mano delante de sus ojos. Pestañea. Acerco la cara y fijo la vista en sus ojos. Vuelve la mirada de la pared a mí. El blanco de los ojos limpio y claro como el de un niño hace resaltar el iris negro. Le rozo la mejilla: se sobresalta.

—Te he preguntado de qué vives.

Se encoge de hombros.

—Lavando.

—¿Dónde vives?

—Vivo.

—No queremos vagabundos en el pueblo. Ya casi es invierno. Tienes que buscarte un lugar donde vivir. Si no, tendrás que volver con tu pueblo.

Permanece sentada con obstinación. Me doy cuenta de que no quiero ir al grano.

—Puedo darte trabajo. Necesito a alguien que limpie estas habitaciones, que se ocupe de lavar mi ropa. No estoy satisfecho con la mujer que lo hace ahora.

Comprende lo que le estoy ofreciendo. Sigue sentada rígidamente, con las manos en el regazo.

—¿Estás sola? Contesta, por favor.

—Sí —su voz es un susurro. Carraspea—. Sí.

—Te estoy ofreciendo un trabajo aquí. No deberás mendigar en las calles.

»No puedo permitirlo; además, necesitas un lugar donde vivir. Si trabajas aquí puedes compartir la habitación con la cocinera.

—No lo entiende. Usted no quiere a alguien como yo —busca a tientas los bastones. Sé que no ve—. Soy… —extiende el índice, lo agarra con la otra mano, lo retuerce. No tengo ni idea de lo que significa este ademán—. ¿Me puedo ir? —camina sola hasta el comienzo de la escalera, después tiene que esperarme para que la ayude a bajar.

Pasa un día. Observo la plaza donde el viento levanta ráfagas de polvo. Dos niños pequeños juegan con un aro. Lo hacen rodar en la dirección del viento. Rueda, pierde fuerza, oscila, retrocede y cae. Los niños levantan la cabeza y corren tras él con el pelo hacia atrás y la frente despejada.

Encuentro a la muchacha y me detengo frente a ella. Está sentada con la espalda apoyada en el tronco de uno de los grandes nogales: es difícil saber si está despierta.

—Ven —le digo, y le rozo el hombro. Niega con la cabeza—. Ven —le digo—, todo el mundo está en su casa —sacudo el polvo de la gorra y se la entrego, la ayudo a levantarse, camino despacio a su lado cruzando la plaza, ahora desierta a excepción del centinela de la entrada que se resguarda la vista con la mano para observarnos.

El fuego está encendido. Corro las cortinas, enciendo la lámpara. No quiere sentarse en el taburete, pero deja los bastones y se arrodilla en el centro de la alfombra.

—No es lo que piensas —le digo. Las palabras surgen sin convencimiento. ¿Es posible que esté a punto de disculparme? Tiene los labios herméticamente cerrados, sin duda también los oídos, no quiere saber nada de viejos con mala conciencia. Me paseo a su alrededor, hablando de nuestras leyes sobre vagabundos, asqueado de mí mismo. Empieza a brillarle la piel por el calor de la habitación. Se abre el abrigo, expone la garganta al fuego. Me doy cuenta de que la distancia que me separa de sus torturadores es insignificante; me estremezco.

—Enséñame los pies —le digo con la nueva voz ronca que ahora parece ser la mía—. Muéstrame lo que te han hecho en los pies.

No me ayuda, tampoco me lo impide. Desato las cintas de los ojetes del abrigo, se lo abro, le quito las botas. Son botas de hombre, demasiado grandes para ella. Tiene los pies deformados y envueltos en vendas.

—Déjame ver —digo.

Comienza a desenrollar el sucio vendaje. Salgo de la habitación, bajo a la cocina, vuelvo con una palangana y una jarra de agua caliente. Espera sentada en la alfombra, con los pies descalzos. Son anchos, los dedos achaparrados, las uñas tienen una costra de suciedad.

Recorre con un dedo la parte exterior del tobillo.

—Aquí es donde estaba roto. El otro también —apoyándose en las manos, se echa hacia atrás y extiende las piernas.

—¿Te duele? —le digo. Recorro la superficie con un dedo, sin sentir nada.

—Ya no. Se ha curado. Pero puede que me duela cuando haga frío.

—Deberías sentarte —le digo. La ayudo a quitarse el abrigo, la siento en el taburete, vierto el agua en la palangana y empiezo a lavarle los pies. Durante un rato mantiene las piernas tensas; después se relaja.

La lavo despacio, formando espuma, apretando las firmes pantorrillas, dándole masaje en los huesos y los tendones de los pies; recorriendo sus dedos con los míos. Cambio de postura para arrodillarme no frente a ella sino a su lado, para así, sosteniéndole la pierna entre el codo y el costado, poder acariciarle el pie con las dos manos.

Me ensimismo en el ritmo de esta tarea. Incluso me olvido de la presencia de la muchacha. Se produce un lapso del que no soy consciente: quizá ni siquiera yo esté presente. Cuando recobro el sentido, mis dedos han dejado de trabajar, el pie yace en la palangana, estoy dormitando.

Le seco el pie derecho, me deslizo al otro lado, le recojo los anchos calzones por encima de la rodilla, y, luchando contra la somnolencia, empiezo a lavarle el pie izquierdo.

—Algunas veces hace mucho calor en esta habitación —digo. No disminuye la presión de su pierna contra mi costado. Continúo—. Conseguiré vendas limpias para tus pies —digo—, pero no ahora —retiro a un lado la palangana y le seco el pie. Me doy cuenta de que la muchacha intenta levantarse; pero pienso que ahora debe cuidar de sí misma. Se me cierran los ojos. Mantenerlos cerrados, saborear este vértigo maravilloso se convierte en un intenso placer. Me extiendo en la alfombra. Me quedo dormido en un instante. Me despierto con frío y entumecido en plena noche. El fuego se ha apagado, la muchacha se ha ido.

La observo comer. Come como una ciega, con la mirada en el infinito, guiándose por el tacto. Tiene buen apetito, el apetito de una indígena robusta y joven.

—No me creo que veas —le digo.

—Sí, veo. Cuando miro de frente no veo nada, veo —(frota el aire frente a ella como si limpiara una ventana).

—Una mancha —le digo.

—Una mancha. Pero puedo ver por el rabillo del ojo. Mejor por el izquierdo que por el derecho. ¿Cómo podría caminar si no viera algo?

—¿Te lo hicieron ellos?

—Sí.

—¿Qué te hicieron?

Se encoge de hombros y calla. Su plato está vacío. Le sirvo más del guiso de judías que tanto parece gustarle. Come demasiado deprisa, se pone la mano ante la boca cuando eructa, sonríe.

—Cuando se comen judías uno se tira pedos —dice. Hace calor en la habitación, su abrigo cuelga de un rincón con las botas debajo, sólo lleva puesto un camisón blanco y los calzones. Cuando no me mira directamente soy una silueta gris moviéndose imprevisiblemente en la periferia de su visión. Cuando me mira soy una mancha, una voz, un olor, un centro de energía que un día se queda dormido lavándole los pies y al siguiente le da de comer un guiso de judías y al otro quién sabe.

La ayudo a sentarse, lleno la palangana, le recojo los calzones por encima de las rodillas. Ahora que tiene los dos pies juntos en el agua veo que el izquierdo se tuerce hacia dentro más que el derecho, que cuando está de pie ha de apoyarse en el borde exterior de las plantas. Tiene los tobillos grandes, abultados, deformes, y cicatrices moradas en la piel.

Empiezo a lavarla. Levanta los pies de uno en uno. Le fricciono y le doy un masaje en los dedos inertes con un jabón suave y cremoso. Pronto cierro los ojos y empiezo a dar cabezadas. Es parecido a un éxtasis.

Cuando acabo de lavarle los pies empiezo a lavarle las piernas. Para ello tiene que ponerse de pie en la palangana y apoyarse en mi hombro. Mis manos le recorren las piernas desde el tobillo a la rodilla una y otra vez, apretándolas, acariciándolas, moldeándolas. Tiene las piernas cortas y robustas, las pantorrillas firmes. A veces mis dedos recorren la parte posterior de sus piernas, siguiendo los tendones, presionando entre ellos. Suaves como una pluma se pierden en el interior de sus muslos.

La ayudo a echarse en la cama y la seco con una toalla templada. Empiezo a cortarle y limpiarle las uñas de los pies; pero una ola de somnolencia comienza a apoderarse de mí. Me doy cuenta de que estoy dando cabezadas, que mi cuerpo se inclina hacia delante vencido por el sopor. Pongo con cuidado las tijeras a un lado. Después, completamente vestido, me echo a su lado con la cabeza junto a sus pies. Le abrazo las piernas con ternura, acuno mi cabeza en ellas, y al instante me quedo dormido.

Me despierto en la oscuridad. La lámpara se ha apagado, hay un olor de mecha quemada. Me levanto y descorro las cortinas. La muchacha duerme acurrucada con las piernas muy encogidas. Cuando la toco gime y se acurruca más.

—Te estás quedando fría —digo, pero no oye nada. Le extiendo una manta por encima, y luego otra.

Lo primero es el ritual del lavado para el que ahora está desnuda. Le lavo los pies como antes, las piernas, el trasero. Mi mano enjabonada recorre los muslos creo que sin curiosidad. Levanta los brazos mientras le lavo las axilas. Le lavo el vientre, el pecho. Le retiro el pelo y le lavo el cuello, la garganta. Es paciente. La aclaro y la seco.

Tumbada en la cama le fricciono el cuerpo con aceite de almendra. Cierro los ojos y me abandono al ritmo del masaje mientras el fuego, repleto de troncos, crepita en la chimenea.

No deseo penetrar este cuerpo pequeño y vigoroso que ahora brilla a la luz de la lumbre. Ha transcurrido una semana desde que nos conocimos. Le doy de comer, le doy cobijo, utilizo su cuerpo, si es que es esto realmente lo que hago, de esta extraña manera. Solía haber momentos en los que se ponía tensa ante ciertas intimidades; pero ahora su cuerpo se somete cuando le acaricio el vientre con mi cara o le junto los pies entre mis muslos. Se somete a todo. A veces se deja arrastrar por el sueño antes de que acabe. Duerme tan profundamente como un niño.

En cuanto a mí, puedo desnudarme sin vergüenza bajo su mirada ciega en medio del sofocante calor de la habitación, descubriendo unas piernas delgadas, unos genitales fláccidos, una barriga prominente, unos pechos fofos propios de un viejo, la piel arrugada del cuello. Después de que la muchacha se ha dormido, me sorprendo paseando sin pensar en esta desnudez por la habitación, tostándome delante de la lumbre o sentado en una silla leyendo.

Pero cada vez con más frecuencia, en el mismísimo acto de acariciarla, el sueño me vence como si un hacha me golpeara, me sumo en la nada extendido sobre su cuerpo, y me despierto una o dos horas después mareado, confuso, sediento. Estas rachas de descanso sin sueño son como la muerte, o un hechizo, vacías, fuera del tiempo.

Una noche, al friccionarle la cabeza con aceite y darle un masaje en las sienes y en la frente, descubro en el rabillo de uno de sus ojos un pliegue grisáceo como si una oruga estuviera paciendo allí con la cabeza bajo el párpado.

—¿Qué es esto? —preguntó, recorriendo la oruga con la yema del dedo.

—Es donde me tocaron —dice, y me aparta la mano.

—¿Te duele?

Niega con la cabeza.

—Déjame verlo.

Cada vez veo con mayor claridad que hasta que no haya descifrado y comprendido las marcas del cuerpo de esta muchacha no podré dejarla marchar. Con el pulgar y el índice le separo los párpados. La oruga acaba decapitada en el borde rosado del interior del párpado. No hay más marcas. El ojo está completo.

Examino el interior del ojo. ¿He de creer que al devolverme la mirada no ve nada —quizá mis pies, partes de la habitación, un círculo de luz difuminada, pero en el centro, donde ahora estoy, sólo una mancha, un espacio vacío? Muevo lentamente una mano delante de sus ojos mientras observo sus pupilas. No aprecio ningún movimiento. No pestañea. Pero sonríe:

—¿Por qué hace eso? ¿Cree que no veo? —ojos marrones, tan marrones que podrían ser negros.

La beso en la frente.

—¿Qué te hicieron? —murmuro. Tengo la lengua espesa, mi cuerpo se tambalea de cansancio—. ¿Por qué no me lo quieres contar?

Niega con la cabeza. En el límite de la nada recuerdo que mis dedos al recorrer su trasero han sentido un entrelazado de surcos imaginarios bajo la piel.

—No hay nada peor que lo que imaginamos —murmuro. Ni siquiera da la impresión de haberme oído. Me hundo en el sofá, atrayéndola hacia mí, bostezando. «Cuéntamelo», deseo decirle, «no hagas un misterio de ello, el dolor es sólo dolor»; pero las palabras me abandonan. La rodeo con mis brazos, intento hablar con los labios pegados a su oído; después se hace la oscuridad.

La he librado de la vergüenza de mendigar colocándola de criada en la cocina del cuartel. «De la cocina a la cama del magistrado en dieciséis cómodos escalones», es lo que los soldados dicen de las criadas de la cocina. Otro de sus dichos: «¿Qué es lo último que hace el Magistrado antes de marcharse por la mañana? Encierra a su última chica en el horno». Cuanto más pequeño es un pueblo, más hierve el cotilleo. Aquí no existe vida privada. El cotilleo es el aire que respiramos.

Durante una parte del día lava los platos, limpia las verduras, ayuda a hacer el pan y a preparar el plato de rutina con gachas, sopa y guiso que reciben los soldados. Además de ella, hay una señora mayor que lleva dirigiendo la cocina casi tanto tiempo como yo soy magistrado, y dos muchachas, la menor de ellas ascendió los dieciséis escalones una o dos veces el año pasado. En un primer momento temo que estas dos se unan contra ella; pero no, parecen hacerse amigas rápidamente. Cuando al marcharme paso por la puerta de la cocina, oigo voces de charlas en voz baja, risitas amortiguadas por el calor del vapor. Me divierte detectar en mí una débil punzada de celos.

—¿Te disgusta tu trabajo? —le pregunto.

—Me agradan las otras chicas. Son simpáticas.

—Por lo menos es mejor que mendigar, ¿no?

—Sí.

Las tres muchachas, cuando no pasan la noche en otro sitio, duermen juntas en una pequeña habitación cerca de la cocina. Es a esta habitación adonde se dirige a oscuras si la hago marcharse durante la noche o por la mañana temprano. No hay duda de que sus amigas habrán charlado sobre estas citas, y los detalles ya habrán llegado a la plaza del mercado. Cuanto mayor es el hombre, más grotescos se consideran sus emparejamientos, como los espasmos de un animal moribundo. No puedo hacerme pasar por un hombre de hierro ni por un viudo intachable. Risas disimuladas, bromas, miradas de connivencia forman parte del precio que estoy resignado a pagar.

—¿Te gusta vivir en un pueblo? —le pregunto con cautela.

—Sí, bastante. Hay más cosas que hacer.

—¿Echas algo de menos?

—Echo de menos a mi hermana.

—Si de verdad quieres volver —le digo—, haré que te lleven.

—¿Que me lleven adónde? —me dice. Está tendida boca arriba con las manos colocadas plácidamente sobre el pecho. Estoy acostado a su lado, hablando en voz baja. Ahora es cuando llega siempre la ruptura. Ahora es cuando mi mano, al acariciarle el vientre, parece tan torpe como una langosta. El impulso erótico, si es que de eso se trata, se marchita; con sorpresa me veo aferrado a esta muchacha impasible, incapaz de recordar qué vi en ella, enfadado conmigo mismo por desearla y a la vez no desearla.

Ella misma no es consciente de mis cambios de ánimo. Su existencia ha empezado a convertirse en una rutina que parece satisfacerla. Por las mañanas, después de mi marcha, viene a barrer y limpiar el polvo de la vivienda. Después ayuda en la cocina a preparar la comida del mediodía. Dispone de casi todas las tardes libres. Después de la cena, y una vez que todas las cazuelas y las sartenes están limpias, el suelo fregado y apagado el fuego, deja a sus compañeras y viene a mí. Se desnuda y se tumba en espera de mis cuidados inexplicables. A veces me siento a su lado y le acaricio el cuerpo en espera de un arrebato de emoción que verdaderamente nunca llega. A veces simplemente apago la lámpara y me acuesto a su lado. En la oscuridad se olvida de mi presencia y se queda dormida. Así que permanezco echado junto a este cuerpo joven y sano mientras él se convierte con el descanso en más fuerte y vigoroso, cicatrizando en silencio incluso las heridas incurables, los ojos, los pies, para restablecerse completamente.

Hago retroceder mi memoria tratando de recuperar su imagen anterior. Tengo que creer que la vi el día que los soldados la trajeron atada por el cuello a otros prisioneros bárbaros. Sé que tuve que verla cuando esperaba sentada junto a los otros en el patio del cuartel lo que hubiera de suceder. Mis ojos la vieron; pero no conservo el recuerdo de esa visión. Ese día todavía no estaba marcada; pero tengo que creer que no estaba marcada de la misma manera que tengo que creer que una vez fue una niña, una niña pequeña que corría tras su corderito en un universo donde en algún lugar lejano yo estaba en la flor de mi vida. Por más que me esfuerce, la joven mendiga de rodillas sigue siendo mi primer recuerdo.

No la he penetrado. Desde el primer momento mi deseo no ha seguido esa dirección, ese objetivo. La posibilidad de albergar mi miembro seco de viejo en esa funda de sangre caliente me hace pensar en ácido en la leche, ceniza en la miel, tiza en el pan. Cuando miro su cuerpo desnudo y el mío me parece imposible creer que hace tiempo la forma humana fuera para mí como una flor que se extiende tras germinar en las entrañas. Tanto su cuerpo como el mío son difusos, gaseosos, dispersos, lo mismo giran en un torbellino, que se cuajan, se espesan en otro lugar; pero a menudo son también planos, vacíos. Sé qué hacer con ella tanto como una nube en el cielo sabe qué hacer con otra.

La observo mientras se desnuda, esperando detectar en sus movimientos un indicio de su estado de libertad anterior. Pero incluso el movimiento con el que se quita el camisón por la cabeza y lo arroja a un lado es hosco, receloso, inhibido, como si temiera golpear obstáculos que no ha visto. Su rostro tiene la expresión de alguien que se sabe observado.

He comprado a un trampero un cachorro de zorro plateado. Tiene pocos meses, apenas criado, con los dientes como una hoja de sierra finísima. El primer día ella se lo llevó a la cocina pero el fuego y el ruido le aterrorizaron, así que ahora lo guardo arriba donde permanece escondido bajo los muebles todo el día. Por la noche oigo a veces el clic-clic de sus pezuñas cuando deambula por las habitaciones. Bebe de un plato con leche y come restos de carne cocida. No es posible domesticarlo; las habitaciones empiezan a apestar a sus excrementos; pero todavía es demasiado pronto para dejarlo correr en libertad por el patio. De vez en cuanto hago venir al nieto de la cocinera para que se arrastre detrás del aparador y bajo las sillas y limpie la porquería.

—Es una criatura muy bonita —digo.

Se encoge de hombros.

—Los animales deben estar fuera.

—¿Quieres que lo lleve al lago y lo suelte?

—No puede hacer eso, es demasiado joven, se moriría de hambre o los perros lo atraparían.

Así que el cachorro de zorro se queda. A veces veo su hocico afilado asomándose por un oscuro rincón. Por lo demás, sólo supone un ruido en la noche y un penetrante hedor a orina mientras espero que crezca lo suficiente para dejarlo en libertad.

—La gente dirá que albergo dos animales salvajes en mis habitaciones, un zorro y una muchacha.

No entiende la broma, o no le gusta. Aprieta los labios, fija severamente la mirada en la pared, sé que está haciendo lo imposible por mirarme con furia. La compadezco, pero ¿qué puedo hacer? Aunque me presente ante ella vestido de magistrado o desnudo o con el corazón en la mano, soy el mismo hombre.

—Lo siento —le digo, y las palabras surgen inertes de mis labios. Extiendo cinco dedos gordos y blandos y le acaricio el pelo—. Por supuesto que no es lo mismo.

Entrevisto de uno en uno a los hombres que estaban de servicio cuando interrogaron a los prisioneros. Todos me cuentan lo mismo: apenas hablaron con los prisioneros, tenían prohibida la entrada a la habitación donde tuvieron lugar los interrogatorios, no saben nada de lo que allí ocurrió. Pero de la encargada de la limpieza obtengo una descripción de la habitación: «Sólo había una mesa pequeña, y taburetes, tres taburetes, y una esterilla en un rincón, aparte de esto, nada… No, la chimenea no, solamente una parrilla. Yo quitaba las cenizas».

Ahora que la vida ha retornado a la normalidad, la habitación vuelve a utilizarse. Siguiendo mis órdenes, los cuatro soldados que están acuartelados allí sacan sus baúles a la galería, amontonan encima sus esterillas, platos y tazas, descuelgan las cuerdas de la ropa. Cierro la puerta y me quedo en la habitación vacía. El aire es frío y la atmósfera está en calma. El lago ya ha comenzado a helarse. Han caído las primeras nevadas. En la lejanía oigo los cascabeles de un carricoche. Cierro los ojos y me esfuerzo en imaginar qué aspecto tenía la habitación hace dos meses durante la visita del Coronel; pero me es difícil concentrarme mientras los cuatro jóvenes pierden el tiempo fuera, se frotan las manos y patean contra el suelo para calentarse, hablan en voz baja, impacientes por que me vaya, con su aliento cálido formando bocanadas en el aire.

Me arrodillo para examinar el suelo. Está limpio, se barre todos los días, es igual al suelo de cualquier habitación. En la pared y el techo encima de la chimenea hay hollín. También hay una marca del tamaño de una mano donde han frotado el hollín incrustándolo en la pared. Aparte de esto, las paredes están vacías. ¿Qué clase de marcas busco en realidad? Abro la puerta e indico a los hombres que vuelvan a introducir sus pertenencias.

Vuelvo a hablar con los dos centinelas que estaban de servicio en el patio.

—Decidme exactamente lo que pasaba cuando interrogaban a los prisioneros. Decidme lo que visteis con vuestros propios ojos.

Contesta el más alto, un muchacho con una mandíbula prominente y un entusiasmo que siempre me ha agradado.

—El oficial…

—¿El oficial de la policía?

—Sí… El oficial de la policía llegaba a la sala donde estaban los prisioneros y señalaba a uno. Cogíamos a los prisioneros que señalaba y los conducíamos a la habitación donde les interrogaban. Después volvíamos a traerlos aquí.

—¿De uno en uno?

—No siempre. A veces dos.

—Sabes que uno de los prisioneros murió después. ¿Te acuerdas de él? ¿Sabes qué le hicieron?

—Oímos que se volvió loco y los atacó.

—¿De verdad?

—Es lo que oímos. Ayudé a llevarlo de vuelta al dormitorio. Donde todos dormían. Tenía la respiración rara, profunda y rápida. Fue la última vez que lo vi. Al día siguiente había muerto.

—Sigue. Te escucho. Quiero que me cuentes todo lo que puedas recordar.

El muchacho tiene la expresión tensa. Estoy seguro de que le han recomendado que no hable.

—Interrogaron a ese hombre más tiempo que a los demás. Lo vi sentado sólo en un rincón después de haber entrado la primera vez, con la cabeza entre las manos —echa un rápido vistazo a su compañero—. No comía nada. No tenía hambre. Su hija estaba con él: ella intentaba hacerle comer, pero él se negaba.

—¿Qué pasó con la hija?

—También la interrogaron, pero no tanto tiempo.

—Continúa.

Pero ya no tiene nada más que contarme.

—Escucha —le digo—: Ambos sabemos quién es la hija. Es la muchacha que está conmigo. No es ningún secreto. Ahora sigue: dime lo que ocurrió.

—¡No lo sé, señor! Estuve allí poco tiempo —recurre a su amigo, pero su amigo permanece mudo—. Oímos gritos, creo que la pegaron, pero yo no estaba allí. Cuando terminaba el servicio me iba.

—Sabes que ahora no puede andar. Le rompieron los pies. ¿Lo hicieron delante del otro hombre, de su padre?

—Sí, eso creo.

—Y también sabes que ya casi no ve. ¿Cuándo se lo hicieron?

—¡Tenía que vigilar a muchos prisioneros, señor, algunos de ellos enfermos! ¡Sabía que le habían roto los pies, pero no supe que estaba ciega hasta mucho después. No podía hacer nada, no quería meterme en un asunto que no entendía!

Su amigo no tiene nada que añadir. Los dejo marchar.

—No os preocupéis por haber hablado conmigo —les digo.

Por la noche retorna el sueño. Camino con dificultad por una llanura interminable cubierta de nieve hacia un grupo de figuras diminutas que juegan alrededor de un castillo de nieve. Cuando me aproximo, los niños se alejan sigilosamente o se esfuman en el aire. Sólo uno permanece, un niño con una capucha sentado de espaldas a mí. Rodeo al niño, que continúa apelmazando nieve en los lados del castillo, hasta que puedo mirar bajo la capucha. El rostro que veo está vacío, no tiene rasgos distintivos: es el rostro de un embrión o de una ballena diminuta; no se trata en absoluto de un rostro, sino de otra parte de ese cuerpo humano que sobresale bajo la piel; es blanco, es la propia nieve. Le ofrezco una moneda con los dedos entumecidos.

Ya es pleno invierno. Sopla un viento del norte que seguirá soplando sin parar durante los próximos cuatro meses. De pie en la ventana, con la frente apoyada en el frío cristal, lo oigo silbar en los aleros, una teja suelta cae al suelo. Se levantan ráfagas de polvo en la plaza, el polvo repiquetea en el cristal. El cielo está cubierto por un finísimo polvo, el sol sale en un cielo anaranjado y cuando se pone tiene un color rojo cobrizo. Se suceden borrascas de nieve que manchan efímeramente la tierra de blanco. El invierno ha empezado a sitiar el pueblo. Los campos están desiertos, nadie tiene que salir de las murallas del pueblo excepto los pocos que se ganan la vida cazando. Se ha suspendido la revista de dos veces por semana a la guarnición, los soldados tienen permiso si quieren para dejar el cuartel y vivir en el pueblo, ya que apenas tienen que hacer algo salvo beber y dormir. Cuando paseo por las murallas por la mañana temprano la mitad de los puestos de vigilancia están vacíos, y los centinelas de servicio ateridos, envueltos en pieles, levantan con esfuerzo una mano en señal de saludo. Pero podrían estar en la cama. Porque durante el invierno el Imperio está a salvo: lejos de nuestra vista, también a los bárbaros, acurrucados alrededor de las hogueras, les castañetean los dientes de frío.

Este año no nos han visitado los bárbaros. Antes, grupos de nómadas venían al pueblo en invierno para levantar sus tiendas fuera de la muralla a intercambiar lana, pieles, fieltro y curtidos por tejido de algodón, té, azúcar, judías y harina. Apreciamos los curtidos de los bárbaros, especialmente las resistentes botas. En el pasado fomenté el comercio pero prohibí el pago en dinero. También intenté cerrarles las puertas de las tabernas. Sobre todo no quiero ver crecer en los lindes del pueblo una colonia de parásitos habitada por mendigos y vagabundos esclavizados por el alcohol. Siempre me ha dado lástima ver cómo esa gente cae víctima de la astucia de los tenderos, intercambia sus bienes por baratijas y se emborracha hasta perder el sentido, confirmando así la letanía de prejuicios del colonizador: los bárbaros son vagos, inmorales, sucios, estúpidos. Decidí que cuando la civilización supusiera la corrupción de las virtudes bárbaras y la creación de un pueblo dependiente, estaría en contra de la civilización; y en esta resolución he basado mi conducta en la administración. (¡Y esto lo digo yo que ahora meto a una muchacha bárbara en mi cama!).

Pero este año una cortina ha caído a lo largo de toda la frontera. Desde la muralla vigilamos el desierto. Porque es posible que miradas más penetrantes que las nuestras también nos vigilen. Ya no se comercia. Desde que llegaron órdenes de la capital de hacer todo lo que fuera necesario para salvaguardar el Imperio sin mirar el precio, hemos vuelto a una época de incursiones y vigilancia armada. No hay nada que hacer, salvo tener las espadas desenfundadas, vigilar y esperar.

Ocupo mi tiempo con los entretenimientos de antaño. Leo a los clásicos; sigo catalogando mis diferentes colecciones; reviso todos los mapas que tenemos de la región desértica del sur; los días en los que el viento no azota con tanta furia, llevo a un grupo de hombres a limpiar de arena las excavaciones; y una o dos veces por semana salgo solo por la mañana temprano a cazar antílopes en la orilla del lago.

Hace una generación había tal número de antílopes y liebres que vigilantes con perros tenían que patrullar los campos para proteger el trigo verde. Pero por la influencia del asentamiento, especialmente de los perros en estado salvaje que cazaban en jaurías, los antílopes retrocedieron al nordeste hacia la orilla más apartada de la cuenca baja del río. Ahora el cazador tiene que estar dispuesto a cabalgar al menos una hora hasta poder empezar a acechar a su presa.

Algunas veces, en una buena mañana, me es dado revivir toda la fuerza y la agilidad propias de mi condición de hombre. Como un espectro, me deslizo de matorral en matorral. Calzado con unas botas que han absorbido grasa durante treinta años, vadeo por el agua helada. Llevo sobre mi abrigo una enorme piel de oso. La escarcha me cubre la barba, pero los dedos se mantienen calientes dentro de las manoplas. Tengo la mirada alerta, el oído fino, olfateo el aire como un sabueso, me siento lleno de regocijo.

Hoy dejo el caballo trabado donde se acaba la hierba pantanosa en la desolada orilla suroeste y comienzo a abrirme camino entre los cañaverales. Un viento helado y seco me penetra directamente en los ojos, el sol está suspendido como una naranja en un horizonte con franjas negras y moradas. Casi inmediatamente, con muy buena fortuna, me topo con un antílope, un macho de cornamenta muy rizada, cubierto con su pelaje de invierno, que se encuentra de lado frente a mí, balanceándose cada vez que se estira para alcanzar la punta del junco. A menos de treinta pasos observo el plácido movimiento circular de su quijada, oigo el chapoteo de sus pezuñas. Alrededor de las cernejas vislumbro gotas de hielo.

Apenas me he adaptado aún a lo que me rodea; sin embargo, cuando el macho se impulsa hacia arriba doblando las patas delanteras bajo el pecho, levanto la escopeta y le apunto a la espalda. El movimiento es suave y firme, pero quizá el sol reverbere en el cañón, ya que en su descenso vuelve la cabeza y me ve. Sus pezuñas producen un crujido al tocar el suelo, su quijada se detiene en pleno movimiento, nos miramos el uno al otro.

No se me acelera el pulso: evidentemente no me importa que el macho muera.

Vuelve a masticar, moviendo la quijada una sola vez y se detiene. En el nítido silencio de la mañana descubro un sentimiento vago rondando en el fondo de mi conciencia. Con el antílope inmovilizado ante mí, parece haber tiempo para todo, tiempo incluso para volver la mirada hacia dentro y preguntarse por lo que ha privado de placer a la caza: la sensación de que ya no es una mañana de caza sino una ocasión en la que o bien el orgulloso macho se desangra hasta morir sobre el hielo o bien el viejo cazador pierde su presa; la sensación de que mientras dura este momento fuera del tiempo las estrellas se configuran de modo que los acontecimientos no sean sólo tales, sino que representen otras cosas. Permanezco en mi pobre refugio tratando de ahuyentar esta sensación irritante y extraña hasta que el macho se vuelve y con un rabotazo y un rápido chapoteo de las pezuñas desaparece entre los altos juncos.

Camino sin rumbo durante una hora antes de volver.

—Nunca antes he tenido la sensación de no estar viviendo mi propia vida a mi manera —le digo a la muchacha, tratando de explicarle lo sucedido.

Conversaciones como ésta la perturban porque le parece que estoy exigiendo una respuesta.

—No lo comprendo —dice. Mueve la cabeza—. ¿Es que no quería matar a ese macho?

Guardamos silencio durante un buen rato.

—Si se quiere hacer algo, se hace —dice con resolución. Está esforzándose por ser clara, pero puede que realmente quiera decir: «Si hubiera querido hacerlo, lo habría hecho». En el lenguaje improvisado que compartimos no existen los matices. Le gustan los hechos, me doy cuenta, las afirmaciones rotundas; no le gusta la fantasía, las preguntas, las especulaciones; formamos una mala pareja. Quizá sea así como eduquen a los niños bárbaros: a vivir imitando a sus mayores según la sabiduría que ellos les transmiten.

—Y tú —le digo—. ¿Haces siempre lo que quieres? —tengo la sensación de dejarme arrastrar, de ser transportado peligrosamente lejos por las palabras—. ¿Estás aquí en la cama conmigo porque quieres?

Yace desnuda, su piel aceitada brilla a la luz del fuego con reflejos dorados y verdes. Hay momentos, presiento el comienzo de uno ahora, en que el deseo que albergo por ella, en general muy impreciso, se materializa fugazmente en una forma que reconozco. Mi mano se mueve, la acaricia, se adapta al contorno de su seno.

No contesta a mis palabras, pero yo insisto abrazándola fuertemente, hablándole al oído con una voz ronca y apagada:

—Vamos, dime por qué estás aquí.

—Porque no tengo otro sitio adonde ir.

—¿Y yo por qué quiero que estés aquí?

Se revuelve en mis brazos, con la mano forma un puño entre su pecho y el mío.

—Siempre quiere hablar —se queja.

Se desvanece la naturalidad de ese momento; nos separamos y permanecemos callados el uno junto al otro. ¿Qué pájaro tiene el coraje de cantar en un matorral de espinos?

—No debería ir de caza si no le gusta.

Muevo la cabeza. Este no es el significado de la historia, pero ¿para qué discutir? Soy como un maestro incompetente, tratando de sonsacarla utilizando mi lógica como fórceps en vez de inculcarle la verdad.

Habla.

—Siempre me pregunta lo mismo y ahora le voy a contestar. Era un tenedor, una especie de tenedor con sólo dos dientes. Los dientes tenían unas bolitas en las puntas. Lo ponían en las brasas hasta que se calentaba, después te tocaban con él para quemarte. Vi las marcas de las personas que quemaron.

¿Era ésta mi pregunta? Quiero protestar, pero sigo escuchando, helado hasta los huesos.

—A mí no me quemaron. Dijeron que me iban a quemar los ojos, pero no lo hicieron. El hombre lo acercó mucho a mi rostro y me hizo mirarlo. Me sostuvieron los párpados abiertos. Pero no tenía nada que contarles. Eso fue todo.

»Así fue cómo me hicieron esto. Después ya no volví a ver bien. Siempre había una mancha en medio de todo lo que miraba; sólo podía ver de reojo. Es difícil de explicar.

»Pero ahora está mejor. El ojo izquierdo está mejor. Esto es todo.

Le cojo el rostro entre las manos y miro fijamente el centro sin vida de sus ojos desde donde mi imagen gemela me devuelve solemnemente la mirada.

—¿Y esto? —le digo, tocando la quemadura en forma de gusano en el rabillo del ojo.

—Eso no es nada. Es donde el hierro me tocó. Me hizo una pequeña quemadura. No me duele —me aparta las manos.

—¿Qué sientes por los hombres que te hicieron esto?

Se queda pensándolo mucho tiempo.

—Estoy cansada de hablar —dice después.

Pero en otras ocasiones padezco arrebatos de resentimiento por mi dependencia del ritual del aceite y el masaje, de la somnolencia, del hundimiento en la nada. Ya no entiendo qué placer pude haber encontrado jamás en su cuerpo obstinado e inconmovible, e incluso descubro que me siento agraviado. Irritado me encierro en mí mismo; la muchacha me da la espalda y se duerme.

En este estado de melancolía voy una noche a los aposentos del segundo piso de la posada. Al subir la desvencijada escalera exterior un hombre que no reconozco baja corriendo a mi lado, con la cabeza agachada. Llamo a la segunda puerta del pasillo y entro. La habitación está tal y como la recordaba: la cama perfectamente hecha, el estante por encima de ella abarrotado de baratijas y juguetes, dos velas encendidas, una ola de calidez que emana del tubo enorme de la chimenea que recorre la pared, el perfume del azahar en el aire. En cuanto a la muchacha, está ocupada delante del espejo. Se sorprende al verme entrar, pero se levanta sonriendo para darme la bienvenida y echa el pestillo de la puerta. Nada me parece más natural que sentarla sobre la cama y comenzar a desnudarla. Encogiendo ligeramente los hombros, me ayuda a descubrir su bonito cuerpo.

—¡Le he echado tanto de menos! —me dice suspirando.

—¡Y yo me alegro tanto de estar aquí otra vez! —le susurro. ¡Y qué placer escuchar mentiras tan aduladoras! La abrazo, me sepulto en ella, me dejo arrastrar por sus convulsiones suaves como las de un pájaro. El cuerpo de la otra, cerrado, denso, dormido en mi cama en una habitación lejana, parece estar fuera de toda comprensión. Ocupado en estos refinados placeres, no puedo entender qué fue lo que me condujo a ese cuerpo extraño. La muchacha que está en mis brazos se agita, jadea, grita cuando llega el orgasmo. Sonriendo de alegría, mientras me deslizo en el lánguido duermevela, se me ocurre que ni siquiera recuerdo el rostro de la otra. «¡Está incompleta!», me digo a mí mismo. Aunque este pensamiento empieza a difuminarse, me aferró a él. Veo sus ojos cerrados y su rostro inexpresivo cubiertos de una película de piel. Sin rasgos, como un puño bajo una peluca negra, el rostro surge del cuello y del cuerpo sin formas, sin aberturas, sin entrada. Me estremezco de repulsión en los brazos de mi pequeña mujer-pájaro y la atraigo hacia mí.

Cuando más tarde, en plena noche, me escurro de entre sus brazos, gime pero no se despierta. Me visto a oscuras, cierro la puerta tras de mí, bajo a tientas la escalera, me dirijo deprisa a casa con la nieve crujiendo a mi paso y un viento helado azotándome la espalda.

Enciendo una vela y me inclino sobre la forma a la que parece que en cierto modo estoy esclavizado. Dulcemente recorro con la yema de los dedos las líneas de su cara: la mandíbula perfilada, los pómulos pronunciados, la boca ancha. Le acaricio las pestañas. Estoy seguro de que está despierta aunque no lo parezca.

Cierro los ojos, respiro profundamente para calmar mi nerviosismo, y me concentro totalmente en verla a través de las ciegas yemas de los dedos. ¿Es bonita? La muchacha que acabo de dejar, la muchacha que ella quizá (me doy cuenta de repente) olfatee en mí, es muy bonita, de eso no cabe duda: la intensidad del placer que obtengo de ella aumenta por la elegancia de su pequeño cuerpo, sus costumbres, sus movimientos. Pero de ésta no hay nada que pueda afirmar. No puedo definir ninguna relación entre su condición de mujer y mi deseo. Ni siquiera puedo decir rotundamente que la deseo. Mi conducta erótica es indirecta: merodeo a su alrededor, rozándole el rostro, acariciándole el cuerpo, sin penetrarla ni sentir la necesidad de hacerlo. Acabo de llegar de la cama de una mujer por la que, en el año que la conozco, ni por un momento he puesto en duda mi deseo hacia ella: desearla ha significado estrecharla en un abrazo y penetrarla, traspasar su superficie y convertir su quietud interior en una tormenta de éxtasis; después, retirarse, calmarse, esperar a que el deseo se reconstituyera por sí mismo. Pero con esta mujer es como si no hubiera interior, sólo una superficie en la que repetidamente busco una entrada. Cualquiera que fuese el secreto que buscaban, ¿se sintieron también así sus torturadores al tratar de descubrirlo? Por primera vez siento una pena malsana por ellos: ¡Qué error tan normal es creer que quemando, desgarrando o acuchillando se penetra el cuerpo secreto del otro! La muchacha yace en mi cama, pero no tenía por qué ser una cama. En ocasiones me comporto como un amante —la desnudo, la baño, la acaricio, duermo a su lado—, pero de la misma manera podría encadenarla y pegarla, y todo ello no sería menos íntimo.

No es que vaya a sucederme lo que le sucede a algunos hombres a cierta edad, un declive desde el libertinaje a la venganza por su deseo impotente. Si mi ser moral estuviera cambiando lo notaría; y además no hubiera realizado el experimento tranquilizador de esta noche. Soy el mismo hombre de siempre; pero algo ha cambiado, algo me ha caído del cielo, al azar, de ninguna parte: este cuerpo en mi cama del que soy responsable, o al menos lo parece, si no, ¿por qué lo tengo conmigo? De momento, y quizá para siempre, estoy desconcertado. Parece ser lo mismo que me acueste junto a ella y me duerma o que la envuelva en una sábana y la sepulte en la nieve. No obstante, al inclinarme sobre ella y rozarle la frente con las yemas de los dedos, tengo cuidado de no derramar la cera.

No sé si adivina dónde he estado; pero la noche siguiente, cuando el ritmo del afeitado y del masaje casi me ha adormecido, siento que me detiene la mano, la coge, la guía hacia abajo entre sus piernas. Durante un rato permanece en su sexo; después esparzo en mis dedos un poco más del aceite caliente y empiezo a acariciarla. La tensión se acumula rápidamente en su cuerpo; se arquea, tiembla y retira mi mano. Continúo friccionándole el cuerpo hasta que yo también me calmo y me siento dominado por el sueño.

No experimento ninguna excitación durante este acto, el momento en que cada uno ha puesto más de su parte hasta ahora. No me acerca más a ella y tampoco a ella parece afectarle. Examino su rostro a la mañana siguiente: está inexpresivo. Se viste y baja con paso vacilante a pasar el día en la cocina.

Me siento inquieto. «¿Qué tengo que hacer para conmoverte?»: estas son las palabras que oigo en mi mente en el susurro subterráneo que ha comenzado a sustituir al diálogo. «¿Acaso nadie te conmueve?»; y veo horrorizado cómo la respuesta, que ha permanecido latente durante todo este tiempo se me desvela en la imagen de un rostro oculto tras dos ojos de insecto negros y empañados que no me devuelven una mirada recíproca sino sólo la proyección gemela de mi imagen.

Agito la cabeza en un arrebato de incredulidad. ¡No! ¡No! ¡No!, me grito a mí mismo. Soy yo mismo el que me conduce por vanidad a estos significados y correspondencias. ¿Qué tipo de perversión me invade? Busco secretos y respuestas sin importarme lo estrafalarias que sean, como una anciana que lee el porvenir en las hojas de té. No hay nada que me vincule con los torturadores, gente que espera sentada en sótanos oscuros, como escarabajos. ¿Cómo puedo pensar que una cama sea algo más que una cama, que el cuerpo de una mujer sea algo más que un lugar de placer? ¡Tengo que mantenerme distanciado del Coronel Joll! ¡No sufriré por sus crímenes!

Comienzo a visitar regularmente a la chica de la posada. Hay momentos durante el día, en mi despacho contiguo a la sala de audiencias, en los que mi pensamiento vaga y me veo arrastrado a un ensueño erótico, la excitación me abrasa y me inflama, me entretengo con su cuerpo como un joven inocente y lujurioso; después, de mala gana, tengo que volver a la rutina del papeleo o acercarme a la ventana y fijar la mirada en la calle. Recuerdo cómo durante los primeros años de mi nombramiento aquí solía vagar por los barrios más recónditos del pueblo al atardecer, ocultándome el rostro con el abrigo; cómo a veces una esposa descontenta asomada a la puerta y con el fuego del hogar crepitando a su espalda, correspondía a mi mirada sin pestañear; cómo entablaba conversación con jovencitas que paseaban de dos en dos o de tres en tres, les compraba un sorbete, y después, a veces, conducía a alguna a una cama de sacos en la oscuridad del antiguo granero. Si había algo que envidiar de un destino en la frontera, me dijeron mis amigos, era las relajadas costumbres de los oasis, las tardes de verano largas y perfumadas, las complacientes mujeres de ojos rasgados. Durante años tuve la apariencia saludable de un semental de primera categoría. Después, esta promiscuidad fue adaptándose a relaciones más discretas con amas de llaves y muchachas alojadas a veces arriba en mis habitaciones, pero más a menudo abajo, con el servicio de cocina, y a aventuras con chicas de la posada. Me di cuenta de que necesitaba a las mujeres con menor frecuencia; dedicaba más tiempo a mi trabajo, mis aficiones, mis excavaciones, mi cartografía.

Y no sólo eso; hubo momentos perturbadores en los que, en medio del acto sexual, notaba que me extraviaba como un narrador que pierde el hilo de su historia. Con un estremecimiento pensaba en las figuras grotescas de esos hombres viejos y obesos cuyos corazones gastados dejan de latir, muriendo en los brazos de sus amantes con una disculpa en los labios y a los que hay que sacar y abandonar en un oscuro callejón para salvar la reputación del establecimiento. Incluso el clímax del acto se volvió remoto, débil, algo extraño. Algunas veces lo interrumpía, otras continuaba mecánicamente hasta el final. Durante semanas y meses me mantuve en el celibato. La calidez y belleza de los cuerpos femeninos seguían sugiriéndome el antiguo placer, pero algo nuevo me desconcertaba. ¿Era penetrar y poseer a esas bellas criaturas realmente lo que quería? El deseo parecía acarrear consigo una sensación trágica de distancia y separación que era inútil negar. Tampoco comprendía siempre por qué una parte de mi cuerpo, con sus anhelos irracionales y falsas promesas, tenía que ocupar un lugar preferente sobre las otras para canalizar mi deseo. A veces mi sexo me parecía un ser completamente diferente, un animal estúpido viviendo en mí como un parásito, creciendo y menguando en base a apetitos propios, anclado en mi carne con garfios que no podía retirar. ¿Por qué tengo que llevarte de una mujer a otra?, me preguntaba: ¿sólo porque naciste sin piernas? ¿Acaso no te daría lo mismo estar enraizado en un gato o un perro en vez de en mí?

Pero en otras ocasiones, y especialmente durante el año pasado, con la chica que en la posada lleva el mote de La Estrella pero a la que yo siempre he relacionado con un pájaro, volvía a sentir el poder del antiguo hechizo sensual, y sumergiéndome en su cuerpo me sentía transportado a los antiguos límites del placer. Así que pensé: «Sólo es una cuestión de edad, de ciclos de deseo y de apatía de un cuerpo que lentamente se enfría y muere. Cuando era joven el simple olor de una mujer me excitaba: ahora evidentemente sólo la más dulce, la más joven, la más reciente tiene ese poder. Cualquier día de estos serán jovencitos». Pensaba con desagrado en los años que me quedaban en este abundante oasis.

Ahora ya la he visitado tres noches seguidas en su pequeña habitación, y le he regalado aceites, dulces, y un tarro de huevas de pescado ahumadas que sé que le encanta engullir en privado. Cierro los ojos cuando la abrazo; estremecimientos que parecen ser de placer recorren su cuerpo. El amigo que me la recomendó me habló de sus aptitudes:

—Todo es teatro, por supuesto —me dijo—, pero la diferencia en su caso es que se cree el papel que representa —en cuanto a mí, me doy cuenta de que me da lo mismo. Cautivado por su representación, abro los ojos en medio de todas esas convulsiones, estremecimientos y gemidos, para después volver a hundirme en las aguas turbias de mi propio placer.

Paso tres días en esta languidez sensual, amodorrado, dulcemente excitado, soñando despierto. Regreso a mis habitaciones después de la medianoche y me meto en la cama rápidamente, sin prestar atención a la forma inexorable que está a mi lado. Si por la mañana el ruido de sus preparativos me despierta, simulo dormir hasta que se ha ido.

Una vez, al pasar por la puerta abierta de la cocina, echo una mirada dentro. A través de nubes de vapor veo a una joven robusta sentada en una mesa preparando la comida. Sé quién es, pienso con sorpresa; sin embargo, la imagen que persiste en mi memoria cuando atravieso el patio es la del montón de calabacines en la mesa delante de ella. Intento deliberadamente trasladar la imagen de mi mente de los calabacines a las manos que los cortan, y de las manos al rostro. Noto en mí cierta desgana, cierta resistencia. Mi mirada aturdida permanece fija en los calabacines, en el brillo de su piel húmeda, sin desplazarse, como si tuviera voluntad propia. Así que empiezo a enfrentarme a la realidad de lo que intento hacer: borrar a la muchacha. Me doy cuenta de que si cogiera un lápiz para dibujar su rostro no sabría por dónde empezar. ¿Es que verdaderamente no tiene rasgos distintivos? Haciendo un esfuerzo me concentro en ella. Veo una figura con una gorra y un abrigo pesado e informe, de pie, vacilando, inclinada hacia delante, con las piernas separadas, apoyada en bastones. Qué fea, me digo a mí mismo. Mis labios articulan esta fea palabra. Esto me sorprende pero no lo evito: es fea, fea.

La cuarta noche regreso de mal humor, doy vueltas por mis habitaciones haciendo mucho ruido, sin importarme a quién despierte. La noche ha sido un fracaso, la corriente de deseo renovado se ha roto. Tiro mis botas al suelo y me meto en la cama con ganas de discutir, deseando echarle la culpa a alguien, avergonzado también de mi puerilidad. No puedo comprender qué hace esta mujer en mi vida. El recuerdo de los extraños éxtasis a los que me he acercado a través de su cuerpo incompleto me llena de profunda repulsión, como si hubiera pasado las noches copulando con una muñeca de paja y cuero. ¿Qué es lo que he podido ver en ella? Intento recordarla cómo era antes de que los especialistas del dolor realizaran sus servicios. Parece imposible que mi mirada no la abarcara cuando estaba sentada con los otros prisioneros bárbaros en el patio el día que los trajeron. En algún lugar del laberinto de mi cerebro, estoy convencido, se hospeda este recuerdo; pero soy incapaz de conjurarlo. Me acuerdo de la mujer con el niño, incluso del propio niño. Recuerdo todos los detalles: el borde deshilachado de la toquilla de lana, la pátina de sudor bajo los mechones de fino pelo de niño. Recuerdo las manos huesudas del hombre que murió; creo que incluso, haciendo un gran esfuerzo, podría recomponer su cara. Pero a su lado, donde la muchacha debía de estar, hay un espacio en blanco, un vacío.

Me despierto por la noche cuando la muchacha me zarandea y el eco de un débil gemido persiste en el aire.

—Estaba gritando en sueños —dice—. Me despertó.

—¿Qué es lo que gritaba?

Dice algo entre dientes y me da la espalda.

Más tarde durante la noche me vuelve a despertar:

—Estaba gritando.

Atontado y confuso, también enfadado, intento recordar, pero sólo veo un torbellino y, en el centro del torbellino, la nada.

—¿Es un sueño? —me dice.

—No recuerdo ningún sueño.

¿Quizá sea que ha vuelto el sueño de la niña con capucha construyendo el castillo de nieve? Si así fuera, el sabor, el olor o el color de este sueño sin duda permanecería en mí.

—Tengo que preguntarte algo —le digo—. ¿Te acuerdas de cuando te trajeron aquí, al patio del cuartel, la primera vez? Los soldados ordenaron que os sentarais. ¿Dónde te sentaste tú? ¿Hacia dónde mirabas?

A través de la ventana veo nubes que cruzan velozmente la cara de la luna. Habla desde la oscuridad a mi lado:

—Nos hicieron sentarnos a todos a la sombra. Yo estaba junto a mi padre.

Evoco la imagen del padre. En silencio, intento recrear el calor, el polvo, el olor de todos esos cuerpos exhaustos. A la sombra del muro del cuartel siento a los prisioneros uno a uno, a todos los que recuerdo. Reúno a la mujer con el niño, con la toquilla de lana y el pecho descubierto. El niño lloriquea, oigo el lloriqueo, está demasiado cansado para mamar. La madre, desaliñada, sedienta, me mira, preguntándose si puede esperar mi clemencia. Después viene el padre de la muchacha, con las manos huesudas cruzadas delante. Tiene la gorra calada hasta los ojos, no levanta la mirada. Ahora llego al espacio junto a él.

—¿A qué lado de tu padre estabas sentada?

—A su derecha.

El espacio a la derecha del hombre permanece vacío. Haciendo un gran esfuerzo de concentración incluso puedo ver uno por uno los guijarros del suelo junto a él y la superficie del muro de detrás.

—Cuéntame lo que hacías.

—Nada. Todos estábamos cansados. Llevábamos andando desde antes del amanecer. Paramos a descansar sólo una vez. Estábamos cansados y sedientos.

—¿Me viste?

—Sí, todos le vimos.

Cruzo los brazos alrededor de las rodillas y me concentro. El espacio junto al hombre sigue vacío, pero empieza a surgir una vaga sensación de la presencia de la muchacha, como un halo. ¡Ahora!, me animo a mí mismo: ¡ahora abriré los ojos y ella estará allí! Abro los ojos. En la tenue claridad distingo su contorno a mi lado. En un arrebato de sentimentalismo me estiro para acariciarle el pelo, el rostro. Pero no encuentro vida en ella. Es como acariciar una urna, o una pelota, algo que sólo es superficie.

—He estado intentando recordar cómo eras antes de que pasara todo esto —digo—. Me resulta difícil. Es una pena que no me lo digas —no espero que me replique, y tampoco lo hace.

Ha llegado un nuevo destacamento de reclutas para ocupar el lugar de los hombres que han completado un período de tres años en la frontera y están preparados para volver a sus casas. Manda el destacamento un joven oficial que pasará a formar parte de nuestro cuerpo de mando.

Le invito, con dos de sus compañeros, a cenar conmigo en la posada. La velada discurre satisfactoriamente: la comida es buena, la bebida abundante, mis invitados tienen cosas que contar de su viaje realizado en una estación del año adversa por una región que les resulta totalmente desconocida. Cuenta que perdió tres hombres en el camino: uno abandonó la tienda por la noche para atender sus necesidades y no regresó; los otros dos desertaron cuando estaban a punto de divisar el oasis, escondiéndose en los cañaverales. Alborotadores, les llama, que no le importa haber perdido. Sin embargo, ¿no creo que su deserción fue una locura? Una completa locura, le contesto: ¿sabe por qué desertaron? No, contesta: recibían un trato justo, todos recibían un trato justo; pero, claro, los reclutas… Se encoge de hombros. Tendrían que haber desertado antes, le comento. Este territorio es inhóspito. Son hombres muertos si todavía no han encontrado un refugio.

Hablamos de los bárbaros. Está convencido, dice, de que durante parte del camino los bárbaros les siguieron a cierta distancia. ¿Está seguro de que eran bárbaros?, le pregunto. ¿Quiénes si no podían haber sido?, me contesta. Sus compañeros están de acuerdo.

Me gusta la energía de este joven, su interés por las novedades de la frontera. El éxito alcanzado conduciendo a sus hombres hasta aquí en esta estación muerta es digno de elogio. Cuando sus acompañantes alegan lo tardío de la hora y se van, le insisto en que se quede. Pasada la medianoche todavía estamos sentados charlando y bebiendo. Oigo las últimas noticias de la capital, en la que no he estado desde hace mucho tiempo. Le hablo de algunos de los lugares que recuerdo con nostalgia: los jardines con el quiosco donde los músicos tocan para la multitud de paseantes y las hojas otoñales caídas de los castaños crujen a su paso; un puente desde donde se ve el reflejo de la luna formar en el agua alrededor de los soportes ondas como flores del paraíso.

—El rumor que circula en cuartel general de la brigada —dice—, habla de una ofensiva general contra los bárbaros en la primavera para expulsarlos de la frontera y hacerlos retroceder a las montañas.

Siento tener que romper esta cadena de reminiscencias. No quiero acabar la velada con una discusión. A pesar de todo, contesto.

—Estoy seguro de que sólo se trata de un rumor: no pueden pensar seriamente en hacerlo. Los que llamamos bárbaros son nómadas, emigran de las tierras altas a las bajas todos los años, ésta es su forma de vida. Nunca permitirán que se les recluya en las montañas.

Me mira con extrañeza. Por primera vez esta noche siento que se forma una barrera, la barrera entre el militar y el civil.

—Pero evidentemente —dice—, si somos francos, eso es la guerra: obligar a escoger a alguien que si no no lo haría —me observa con el candor arrogante propio de un joven graduado en la Academia Militar. Estoy convencido de que está recordando el episodio que ya habrá circulado de boca en boca, de mi resistencia a cooperar con un oficial del Departamento. Creo que sé lo que ve frente a él: un administrador civil menor hundido, tras varios años en un destino apartado, en la indolencia propia de los nativos, de ideas anticuadas, dispuesto a jugarse la seguridad del Imperio a cambio de una paz provisional e insegura.

Se acerca a mí con un aire de desconcierto ingenuo y deferente: cada vez estoy más convencido de que está jugando conmigo.

—Dígame, señor, en confianza —dice—, ¿de qué se quejan los bárbaros? ¿Qué quieren de nosotros?

Debería ser cauteloso, pero no lo soy. Debería bostezar, eludir sus preguntas, acabar con la velada; pero me veo tragando el anzuelo. (¿Cuándo aprenderé a no decir lo que pienso?).

—Quieren que se acabe con la expansión de poblados en su territorio. Quieren que finalmente se les devuelvan sus tierras. Quieren tener la libertad de ir de un pasto a otro como hacían antes —todavía no es demasiado tarde para interrumpir el discurso. Sin embargo, oigo que mi voz sube de tono y, a disgusto, me dejo intoxicar por mi ira—. No mencionaré nada de las recientes incursiones llevadas a cabo contra ellos, totalmente injustificadas y seguidas de actos de violencia desenfrenada, ya que la seguridad del Imperio estaba en juego, o al menos eso me dijeron. Llevará años arreglar el daño causado en esos pocos días. Pero dejemos eso, déjeme más bien que le cuente lo que encuentro descorazonador en mi calidad de administrador, incluso en tiempo de paz, incluso cuando las relaciones fronterizas son buenas. Sabe, hay una época del año en la que los nómadas nos visitan para comerciar. Bien: vaya a cualquiera de los puestos del mercado durante esa época y vea a quién roban en el peso, a quién engañan, a quién gritan e intimidan. Vea quién tiene que dejar a su mujer en el campamento por temor a que los soldados la insulten. Vea quién está tirado en el suelo borracho, y vea quién es el que le ha empujado hasta allí. Es contra este desprecio por los bárbaros, un desprecio que es compartido por el más insignificante mozo de cuadra o campesino, contra el que yo como magistrado he tenido que luchar durante veinte años. ¿Cómo se puede erradicar el desprecio, especialmente cuando este desprecio se basa únicamente en diferencias de modales en la mesa o en variaciones en la forma del párpado? ¿Quiere que le diga lo que desearía? Desearía que estos bárbaros se alzaran en armas y nos dieran una lección para que aprendiéramos a respetarles. Creemos que esta tierra nos pertenece, es parte de nuestro Imperio, nuestro puesto fronterizo, nuestro pueblo, nuestro mercado. Pero esas gentes, esos bárbaros, no lo ven de la misma manera. Llevamos aquí más de cien años, hemos recuperado tierra del desierto y construido regadíos y cultivado los campos y levantado hogares sólidos y erigido una muralla alrededor de nuestro pueblo, pero ellos todavía nos consideran visitantes, viajeros de paso. Entre ellos hay ancianos que recuerdan lo que sus padres les contaban de cómo era este oasis hace años: un lugar sombreado junto al lago con abundantes pastos incluso en invierno. Esto es todavía lo que dicen de él, quizá todavía lo vean así, como si no se hubiera removido un grano de tierra ni se hubiera colocado un ladrillo sobre otro. No dudan de que en cualquier momento cargaremos nuestras carretas y volveremos a cualquiera que sea el lugar de donde vinimos, que nuestras edificaciones se convertirán en hogares de ratones y lagartijas, que sus animales pastarán en los fértiles campos que cultivamos. ¿Se sonríe? ¿Quiere que le diga algo? Cada año el agua del lago se vuelve un poco más salobre. Hay una explicación muy simple —pero esto es lo de menos—. Los bárbaros lo saben. En este momento se estarán diciendo, «seamos pacientes, uno de estos días la sal arruinará sus cosechas, no podrán alimentarse, tendrán que irse». Esto es lo que piensan. Que resistirán más que nosotros.

—Pero nosotros no nos vamos a marchar —dice el joven con calma.

—¿Está seguro?

—No nos vamos a marchar, y por lo tanto se equivocan. Incluso si llegara a ser necesario abastecer al pueblo con convoyes, no nos iríamos. Porque los enclaves fronterizos representan la primera línea de defensa del Imperio. Cuanto antes comprendan los bárbaros esto, mejor.

A pesar de su cordialidad, posee cierta inflexibilidad de pensamiento producto seguramente de su educación militar. Suspiro. No he conseguido nada dejándome llevar por mis impulsos. Sin lugar a duda, sus peores sospechas se habrán visto confirmadas: soy un inepto y estoy anticuado. Después de todo, ¿creo realmente en todo lo que he dicho? ¿Deseo realmente el triunfo de la forma de ser de los bárbaros: vacío intelectual, dejadez, aceptación de la enfermedad y la muerte? Si desapareciéramos, ¿se pasarían los bárbaros las tardes excavando nuestras ruinas? ¿Guardarían nuestras listas de censo y los libros de nuestros comerciantes de cereales en urnas de cristal, se dedicarían a descifrar el contenido de nuestras cartas de amor? ¿No es quizá mi indignación ante el curso que el Imperio toma sólo el malhumor de un viejo que no quiere ver amenazada la tranquilidad de sus últimos años en la frontera? Intento desviar la conversación a temas más apropiados, los caballos, la caza, el tiempo; pero es tarde, mi joven amigo quiere retirarse, y soy yo el que debe pagar el entretenimiento de esta velada.

Los niños vuelven a jugar en la nieve. En el medio, de espaldas a mí, se encuentra la figura de la niña con capucha. Hay momentos, cuando trato de acercarme a ella, en los que desaparece de mi vista tras una cortina de nieve. Mis pies se hunden tanto que apenas puedo levantarlos. Cada paso me cuesta una eternidad. Es la nevada más abundante de todos los sueños.

Mientras me esfuerzo por acercarme a ellos, los niños dejan de jugar y me miran. Vuelven sus rostros serios y resplandecientes hacia mí, expulsando blancas bocanadas de aliento. Intento sonreír y acariciarles en mi camino hacia la niña, pero tengo el rostro helado, no puedo sonreír, parece como si una lámina de hielo me tapara la boca. Levanto una mano para retirarla: veo que la mano está envuelta en un grueso guante, los dedos congelados dentro de él, cuando me acerco el guante al rostro no siento nada. Con movimientos torpes me abro camino entre los niños.

Ahora empiezo a ver lo que hace la niña. Está construyendo una fortaleza de nieve, un pueblo amurallado que reconozco en cada detalle: las torres con las cuatro atalayas, la entrada con la barraca del portero al lado, las calles y las casas, la gran plaza con el cuartel situado en una esquina. ¡Ahí está el mismísimo lugar donde ahora me encuentro! Pero la plaza está vacía, todo el pueblo está vacío, silencioso y blanco. Señalo el centro de la plaza. «¡Tienes que poner personas ahí!», deseo decirle. Pero ni una palabra sale de mi boca, en donde la lengua yace como un pez congelado. Sin embargo, ella responde. Se incorpora arrodillándose y vuelve hacia mí el rostro bajo la capucha. Temo, en este último instante, que me desilusione, que el rostro que me muestre sea romo, viscoso, como un órgano interno hecho para vivir en la oscuridad. Pero no, es ella misma, nunca la había visto mejor, una niña sonriente, con la luz brillando en sus dientes y emanando de sus ojos negros como el azabache. «¡Así que esto es lo que significa ver!», me digo a mí mismo. Quiero hablarle forzando mi hocico torpe y congelado. «¿Cómo puedes hacer todo este delicado trabajo con las manos enfundadas en manoplas?», deseo decirle. Sonríe amistosamente ante mi farfulleo. Después continúa con su fortaleza en la nieve.

Me despierto del sueño rígido y frío. Todavía falta una hora para que amanezca, el fuego se ha apagado, tengo la cabeza aterida de frío. La muchacha junto a mí duerme acurrucada como un ovillo. Me levanto de la cama y, arropado con mi gabán, me pongo a encender el fuego.

El sueño ha echado raíces. Una y otra noche regreso a la plaza desierta y cubierta de nieve, abriéndome camino con dificultad hacia la figura del centro y volviendo a confirmar en cada ocasión que el pueblo que está construyendo carece de vida.

Le pregunto a la muchacha por sus hermanas. Tiene dos hermanas, la más pequeña, según ella «muy bonita, pero una atolondrada».

—¿No te gustaría volver a ver a tus hermanas? —le pregunto. Mi metedura de pata flota de una forma chocante entre nosotros. Ambos sonreímos.

—Por supuesto —dice.

También le pregunto sobre el período posterior a su cautiverio, cuando, sin saberlo, vivía en este pueblo bajo mi jurisdicción.

—Todos fueron amables conmigo cuando supieron que me habían abandonado. Dormí en la posada mientras mis pies se curaban. Un hombre cuidó de mí. Ya no está aquí. Atendía a los caballos —también menciona al hombre que le dio las botas que llevaba puestas cuando la conocí. Le pregunto si hubo otros hombres—. Sí, hubo otros hombres. No tenía elección. Fue como tenía que ser.

Después de esta conversación mi trato con los reclutas se vuelve más tirante. Tras dejar mis habitaciones por la mañana para ir a la sala de audiencias, presencio una de las escasas revistas de la tropa. Estoy seguro de que entre estos hombres en posición de firmes con el equipamiento en un fardo a sus pies, algunos han dormido con la muchacha. Y no es que piense que se están burlando disimuladamente a mis espaldas. Al contrario, nunca los he visto permanecer firmes tan estoicamente ante el viento helado que barre la plaza. Nunca antes ha sido su aspecto más respetuoso. Si pudieran, lo sé, me dirían que todos somos hombres, que cualquier hombre puede perder la cabeza por una mujer. A pesar de todo, trato de regresar por la noche tarde a casa para no tener que ver la cola de hombres ante la puerta de la cocina.

Llegan noticias de los dos desertores del teniente. Un trampero los encontró congelados en un refugio improvisado no muy lejos del camino, a cincuenta kilómetros de aquí. Aunque el teniente preferiría dejarlos allí (—cincuenta kilómetros de ida y otros cincuenta de vuelta con este tiempo: demasiado para unos hombres que ya no lo son, ¿no cree?—), le convenzo de que envíe un grupo.

—Hay que celebrar los oficios —le digo—. Además, es bueno para el ánimo de sus camaradas. No deben pensar que si ellos también murieran en el desierto, se les iba a abandonar allí. Tenemos que hacer lo que podamos para mitigar su miedo a dejar este maravilloso mundo. Después de todo, nosotros somos los que les conducimos a estos peligros —así que el grupo se pone en marcha, y dos días después regresa con los cadáveres encorvados y duros como el hielo en una carreta. Sigo encontrando raro que los hombres deserten a cientos de kilómetros de sus casas y a un día de marcha de la comida y el calor, pero no pienso más en ello. De pie ante la fosa del cementerio cubierto de hielo, mientras se rezan las últimas oraciones y los compañeros más afortunados de los difuntos asisten con la cabeza descubierta, me repito a mí mismo que al insistir en un final apropiado para sus huesos estoy tratando de mostrar a estos jóvenes que la muerte no es aniquilación, que sobrevivimos en el recuerdo de los que conocimos. Pero ¿he organizado esta ceremonia realmente sólo para ellos? ¿Acaso no estoy también confortándome a mí mismo? Me ofrezco a asumir la penosa tarea de escribir a los padres para informarles de sus respectivas desgracias.

Digo:

—A un hombre mayor le resulta más fácil

—¿No le gustaría hacer otra cosa? —me pregunta.

Su pie descansa en mi regazo. Estoy abstraído, perdido en el ritmo de la fricción y el masaje del tobillo hinchado. Su pregunta me coge desprevenido. Es la primera vez que habla tan intencionadamente. No me dejo impresionar, sonrío, intento regresar a mi trance cercano al sueño y reacio a dejarse distraer.

El pie se revuelve en mis manos, cobra vida, se introduce dulcemente en mi ingle. Abro los ojos al cuerpo desnudo y tendido en la cama. Tiene la cabeza recostada sobre los brazos, me mira de esa manera indirecta a la que ya estoy acostumbrado, me muestra sus pechos firmes y su vientre liso, rebosando una salud de animal joven. Sigue tanteando con los dedos; pero no encuentra respuesta en este anciano fofo arrodillado ante ella con su batín morado.

—En otra ocasión —digo, con la lengua trabada estúpidamente por estas palabras. Sé que es una mentira, pero la digo—: Quizá en otra ocasión —después le aparto la pierna y me extiendo junto a ella—. Los viejos no tienen virtudes que proteger, así que, ¿qué excusa poner? —es un chiste malo, mal contado, y ella no lo entiende. Me abre la bata y empieza a acariciarme. Al cabo de un rato le aparto la mano.

—Va a ver a otras chicas —susurra—. ¿Cree que no lo sé?

Intento acallarla con un gesto autoritario.

—¿A ellas también las trata así? —susurra, y empieza a gimotear.

Aunque me da pena, no puedo hacer nada. Pero ¡qué humillación para ella! Incluso al vestirse para abandonar la vivienda, lo hace de forma vacilante y torpe. Ahora está tan cautiva como antes. Le acaricio la mano y me hundo más en la melancolía.

Es la última noche que dormimos en la misma cama. Instalo un catre en el salón y duermo allí. Termina la intimidad física entre nosotros.

—De momento —le digo—. Hasta que acabe el invierno. Es mejor así —acepta esta excusa sin rechistar. Cuando regreso a casa por la tarde me trae el té y se arrodilla ante la bandeja para servírmelo. Después vuelve a la cocina. Una hora más tarde sube la escalera con un ligero taconeo detrás de la chica con la bandeja de la cena. Cenamos juntos. Después de la cena me retiro a mi estudio o salgo a pasar la velada, reanudando así mi descuidada vida social: ajedrez en casa de amigos, partidas de cartas con los oficiales en la posada. También hago una o dos visitas al piso superior de la posada, pero con un sentimiento de culpabilidad que arruina el placer. Cuando regreso la muchacha siempre está dormida, y tengo que andar de puntillas como un marido infiel.

Se adapta sin protestar a la nueva situación. Me digo que se somete debido a su educación bárbara. Pero ¿qué sé yo de la educación bárbara? Puede que lo que llamo sumisión sólo sea indiferencia. ¿Qué le importa a una mendiga, una huérfana, si yo duermo o no solo siempre que ella tenga un techo bajo el que cobijarse y el estómago lleno? Hasta ahora me agradaba pensar que no podía sino verme como un hombre dominado por la pasión, sin importar lo pervertida e indeterminada que esta pasión fuera, que en los incómodos silencios que constituyen la mayor parte de nuestra relación no podía sino sentir mi mirada presionándola como un cuerpo pesado. Prefiero no contemplar la posibilidad de que lo que la educación bárbara enseña a una muchacha no sea el complacer cada capricho del hombre, incluyendo el capricho de abandonarla, sino el ver la pasión sexual, ya sea en un caballo, una cabra, un hombre a una mujer, como un simple hecho de vida con el más claro de los significados y el más claro de los fines; de manera que los actos desconcertantes de un extranjero entrado en años que la rescata de la calle y la instala en su vivienda ya sea para poder besarle los pies, o intimidarla, o ungirla con exóticos aceites, o no hacerle caso, o dormir en sus brazos toda la noche, o alejarla a su antojo, sólo parecen muestras de impotencia, de irresolución, de desviación de sus propios deseos. Mientras que yo no he dejado de verla como un cuerpo lisiado, marcado por las cicatrices, dañado, quizá ella ya se haya acostumbrado a ese nuevo cuerpo imperfecto, sin sentirse más deforme que un gato por tener garras en vez de dedos. Haría bien en tomarme todo esto en serio. Quizá sea más normal de lo que quiero pensar, y puede que ella a su modo también me vea como un hombre normal.