Otro desenlace

FUE así. Cuando acabé el desayuno, ignoraba si debía acompañar a mis parientes al cementerio o acudir a mis obligaciones escolares como cualquier otro día de labor. Conque a la hora en que solía marcharme esperé junto a la puerta de casa a que alguno me dirigiera la palabra. Al verme allí parado, mi tía me reprendió diciendo que iba a llegar tarde. Mi tío, sorprendido, preguntó si yo no iba a ir con ellos al entierro.

—Para lo que hay que ver —le contestó ella—, mejor que vaya al colegio.

Desde el fondo de la casa nos llegó la voz adusta de mi prima:

—Que venga. ¿O es que no es de la familia? —Y ya no se habló más del asunto.

Chacho nos subió al cementerio de Polloe en el coche de su padre. Fue en mayo del 71, una mañana gris, tan apagada, tan mate, que daba pereza mover los párpados. La fecha exacta no la tengo ahora en la cabeza ni creo que importe demasiado. Caía un sirimiri desangelado, como sin ganas de caer.

Y en medio de aquella grisura y rocío flotante y silencio de todos mis parientes, la caja blanca.

Un cura anciano, de sobrepelliz y bonete, habló con desvaída solemnidad, echó varias hisopadas y al fin estrechó la mano de los circunstantes, la mía también. Dos hombres bajaron con cuerdas la pequeña caja hasta colocarla sobre el ataúd negro de la madre de mi tío Vicente. Aún había sitio para más.

Mi tío, que no había llorado hasta entonces, soltó de buenas a primeras un sollozo al asomarse a la sepultura. Yo lo entendí. Estaban allí su madre y, debajo, su padre y otro difunto desconocido para mí. Mi tía le hizo una mueca como para que dejara de portarse mal.

Tres días antes, por la tarde, yo leía encerrado en mi habitación Los sueños de Quevedo. El profesor de Lengua Española había impuesto a los alumnos la obligación de leer el libro en el plazo de una semana; transcurrido el cual, nos sometería a un examen consistente en resumir el argumento de cada una de las narraciones que integran el libro. De esa manera, nos advirtió, comprobaría si habíamos cumplido la tarea.

Lleno de confianza a causa de las buenas notas obtenidas al examinarme de los Milagros de Nuestra Señora y del Lazarillo de Tormes, fui retardando la lectura de Los sueños, hasta que la víspera del examen me encontré con que aún no había pasado de la página veinte.

Yo no entendía una jota de los abstrusos renglones que mis ojos recorrían con desgana. No me era posible consultar el diccionario, pues en casa de mis parientes no había ninguno, ni ellos estaban en condiciones de aclararme vocablos que jamás habían sonado en sus oídos.

Y ahí no se acababa el problema. Debía renunciar a una parte del tiempo disponible para la lectura debido a que mi tía me había arrancado la promesa de ayudarla a envolver pastillas de jabón antes de la cena. Estaba resignado a que mis sueños de aquella noche me los dictase Francisco de Quevedo.

Leía sin comprender, leía a toda prisa y, a cada instante, mis pensamientos erraban en la niebla de gratas distracciones.

De vez en cuando, volviendo en mí de golpe, formaba propósito de fijar toda mi atención en el libro. Pero era en vano, pues lo impedían desde la habitación de Mari Nieves los gemidos de la pequeña Julia.

Las puertas cerradas los amortiguaban, pero sin acallarlos por completo. Me tapaba los oídos calándome la almohada como si fuera una capucha, sin otra consecuencia que aumentar mi incomodidad, mi desasosiego y el calor de mi cara. En consecuencia, la lectura me resultaba por demás enojosa, por no decir insoportable.

Sepa usted que, a punto de cumplir dos años, la niña lloraba bastante menos que en tiempos pasados. Con todo, todavía, cuando le daba por berrear, podía taladrarnos durante una hora o dos sin descanso. La última tarde de su vida fue especialmente tortuosa para los que estábamos en casa.

A mi llegada del colegio, oí su llanto frenético desde el portal, mezclado con las voces que proferían mi tía y mi prima, enzarzadas en una de sus discusiones habituales.

Abrí con mi llave, saludé, nadie me respondió. No tardé en averiguar que el motivo de la discordia era el mismo que el de la víspera y el de tantos otros días de por entonces. Mari Nieves se había citado con Begoña y el resto de su cuadrilla, y mi tía le reprochaba que saliera con amigos estando casada, se desentendiese de su hija y le endilgara a ella el trabajo de cuidarla. Decía la una estar harta; la otra, que no aguantaba más, y al fin, como de costumbre, Mari Nieves se marchó dando un portazo.

Mi tía se quedó despotricando en la cocina, como si prosiguiera la discusión a solas. Aunque no la podía entender desde mi habitación, con la puerta cerrada y la llantina incesante de la pequeña Julia, que atravesaba tabiques, horadaba tímpanos, hacía imposible la paciencia, la calma, acaso la cordura, me percaté de que en aquellos momentos la desazón de mi tía Maripuy había alcanzado proporciones inusuales. Tanto temor me infundían sus lamentos, su voz quebrada, que por no acercarme a su lado desistí de prepararme la merienda.

Me encerré, como le he dicho, a leer. Leía, otro inconveniente, con el estómago vacío, y al cabo de una hora irrumpió mi tía en la habitación. Con un destello de lágrimas en los ojos, me mandó bajar a la tienda de los Artola a comprar una botella de vinagre.

Añadió que si encontraba la tienda cerrada, como no podía ser de otro modo pasadas las siete de la tarde, hiciera el pedido por el bar. Me premió por adelantado con una peseta, dijo que para regaliz. Su generosidad no pudo menos de sorprenderme, pues ella no solía darme dinero entre semana ni tenía costumbre de dulcificar sus órdenes con recompensas.

Deseoso de perder de vista el libro, me calcé deprisa y salí a la calle. Calculo que tardé cosa de quince o veinte minutos en estar de vuelta, más del doble de lo que habría necesitado pues me entretuve mirando a los hombres jugar a la toka.

En casa ya no se oían los gemidos de la pequeña Julia. Sin pérdida de tiempo volví a mi habitación, donde estuve leyendo por espacio de media hora, quizá un poco más, hasta que mi tía me llamó a su lado para que la ayudase con las pastillas de jabón. Poco antes de las nueve, se fue a la cocina a poner la mesa para la cena.

Separados por escasos minutos, fueron llegando los demás. Mi tío, alegre de vino vespertino, trató en broma de besar a su mujer, que lo rechazó de un empujón. A Chacho, que la obsequió con un mazo de puerros del huerto de su padre, le consintió en cambio un beso ritual en la mejilla. Y, cuando estábamos todos sentados a la mesa, llegó mi prima, que se fue directamente a su habitación después de musitar un rápido y borroso saludo.

Volvió de allí a poco para decirnos que la niña no se movía. No había en la cara ni en la voz de Mari Nieves atisbo alguno de alarma. En fin, esto es un pensamiento mío, no me haga usted mucho caso. Quizá por dentro le ardía un brasero de angustia, aunque a mí, a decir verdad, no me daba esa impresión. Mi tía no se dio por enterada.

—Bueno, qué, ¿empezamos? Se va a enfriar la sopa.

—Siéntate, hija —terció mi tío en tono afable—. La niña se habrá dormido.

Mari Nieves continuó de pie en el umbral. Buscaba sin la menor duda la mirada de su madre, pero su madre no cesaba de dar vueltas a la sopa con el cucharón. De pronto, sin perder el aplomo, mi prima dijo:

—No se mueve porque está muerta.

Mi tío se asustó.

—Pero, hija, ¿por qué dices eso?

—Pues porque creo que no respira, aitá.

Instantes después nos juntamos los cinco en torno al cajón. En su interior, sobre una sábana blanca con corros amarillentos, yacía boca arriba, con la barbilla y el cuello mojados de baba, el cuerpito deforme. Tenía los ojos negros y ciegos completamente abiertos. Mi prima le arreó varias sacudidas sin que la niña mostrase ninguna reacción.

Mi tía sugirió llevarla a que la viera un médico. Volviéndose a Chacho, le preguntó si la podría llevar él. Chacho se apresuró a explicar que no era posible disponer del coche de su padre por no recuerdo ahora qué motivo. Y a continuación mi tío reanudó su cantilena de costumbre. Estaba seguro de que la pintura del cajón había corroído los pulmones de su nieta. Así y todo, no podía concebir que la pequeña hubiera muerto.

—Igual sólo está desmayada. Hay que hacer algo.

Sin miramientos maternales, antes bien con brusquedad como de persona ofendida, Mari Nieves envolvió el cuerpo menudo e inerte de su hija en una manta y, pidiendo que nos quitáramos de en medio, salió con el bulto en brazos a la calle.

—¿Adónde ha ido? —preguntó mi tío, desconcertado.

Nadie le supo responder.

Más tarde averiguamos que Mari Nieves había llevado a su hija al hospital de la Cruz Roja, en El Antiguo. Yendo a paso vivo por la carretera vieja no creo que tardase menos de veinticinco minutos en llegar. Confirmado el fallecimiento de la niña, la dejó allí y volvió a casa. A eso de las once de la noche, cuando el resto de la familia estaba acostado, la sentí meter la llave en la cerradura. Yo seguía con la luz encendida, pasando los ojos irritados de cansancio por el libro de Quevedo.

Mi tío, a quien sospecho que no le era posible dormir, salió al encuentro de Mari Nieves.

—¿Qué te han dicho?

Hablaban en voz baja, a oscuras; pero, con la oreja pegada a la rendija de la puerta, yo no tenía dificultad para entender sus susurros.

—Muerta, aitá. Ya os lo había dicho.

—Cago en diez, qué mala suerte…

Ni mi tía ni Chacho salieron de sus respectivas habitaciones. La última en hablar fue Mari Nieves.

—Vete a la cama, aitá. Ya no hay remedio.

Siguieron al entierro de la pequeña Julia días grises en los que apenas se conversaba en casa. El mutismo general lo aprovechaba Chacho para ejercer sin continencia su propensión al parloteo. Durante largo tiempo madre e hija dejaron de discutir, aunque esta quizá sea una percepción mía que no se ajusta del todo a la verdad. La verdad es que rara vez se dirigían la palabra. Puede, no estoy seguro, que se evitasen mutuamente.

El más afectado me parece a mí que fue mi tío Vicente. Más o menos hecho a la idea de que su hijo residiera en un país remoto, tras la muerte de la pequeña Julia volvió a recluirse en sus silencios impenetrables. Le hablaban, no respondía. Estaba allí cerca de nosotros y era como si no estuviera. Comía poco, sin apetito, y algunas noches llegaba a casa tan cargado de alcohol que no se podía tener de pie, soltaba un gruñido a modo de saludo y, barbotando incoherencias, se metía en la cama sin cenar.

Semanas después del entierro, un sábado, ocurrió aquel incidente, escándalo, hecho vergonzoso o como quiera usted llamarlo, del que tanto se habló en el barrio sin que los chismosos, que eran muchedumbre, entendiesen las razones del suceso que yo le voy a contar a usted ahora en cumplimiento de la promesa que le hice.

Y fue de este modo y no de otro: que volvía yo con mi tía a media mañana del mercado de San Martín, adonde solía acompañarla algún que otro sábado cuando ella así me lo pedía por no poder contar con la ayuda de Chacho. Al bajarnos del trolebús nos dimos de manos a boca con don Victoriano, que nos estaba esperando detrás de un árbol.

Mi tía me susurró con disimulo:

—Sígueme, no le mires.

Y sin pararse a hablar con el cura ni dirigirle la mirada, sino imitando el desprecio que meses antes le había hecho él a su hijo, echó a caminar con sus bolsas de la compra hacia casa y yo con las mías a su lado, encogido de vergüenza. «Que Dios nos perdone», dije entre mí.

A todo esto, el cura le habló a mi tía por detrás requiriéndola a detenerse. Mi tía, por toda respuesta, apretó el paso.

Él se acercó y a corta distancia, caminando a nuestra zaga, dijo muy serio y con no muy santas intenciones:

—Rezo mucho por ti, Maripuy. Quiero creer que Dios se llevó a tu nieta y no que tú se la llevaste a él.

Al oír esto último, mi tía se paró de golpe. Sin perder la calma, pero visiblemente ofendida, depositó las bolsas en el suelo, se dio la vuelta y recorrió con pasos decididos los dos o tres metros que la separaban del cura.

Mi tía era baja y corpulenta, y el cura, mediano y delgado, maestro en la parsimonia gestual melosa y dolorida.

Al pronto pensé que entablarían conversación; pero mi tía no estaba con deseos de intercambiar palabras, sino que plantándose ante aquel hombre cincuentón vestido de sotana, que gobernaba las almas del barrio con poderosa y astuta dulzura, le sacudió un bofetón descomunal que produjo un restallido de carne maltratada.

Don Victoriano se tambaleó, rojo de bochorno, demudado de ira. Le faltó un tanto así para caerse al suelo. Vuelto en su postura natural, no pudo ver de su agresora sino la espalda que se alejaba.

Mi tía agarró sus bolsas y, diciendo como si tal cosa: «Vamos, sobrino, aquí hemos terminado», arrancó a caminar hacia casa y yo a su lado, cohibido, seguro de estar condenados los dos para toda la eternidad a la misma caldera del infierno.

Ya bien sabe usted que mi tía fue relacionada durante años, y puede que hoy todavía lo siga siendo entre los últimos viejos de Ibaeta, con el tortazo aquel que le arreó al cura en plena calle.

Sea por favor discreto con cuanto le he contado por escrito en estas hojas y con lo que me falta por contarle, que ya es poco.

Una sospecha me arde por dentro desde aquella época lejana. Pequeña al principio, se me agrandó al descubrir que también don Victoriano la profesaba. El otro día se la declaré a mi madre, cuando fui a pedirle datos para la novela que usted proyecta, por si ella me podía sacar de dudas.

Le referí que mi tía me mandó a comprar vinagre la tarde en que la pequeña Julia murió, y que cuando abandoné la casa la niña lloraba y a la vuelta ya no se la oía gemir.

Mi madre abriga el convencimiento de que la niña murió ahogada en sus babas, quizá mientras yo hacía el recado, y para demostrarme la veracidad de su versión alegó que así como me la contaba a mí se la había contado a ella su hermana.

—¿Por qué piensas mal, hijo mío? —me preguntó.

—Porque recuerdo muy bien lo que cenamos aquella noche.

—¿Y qué tiene que ver una cosa con otra?

Respondí más o menos con estas palabras:

—Pues que en ninguno de los alimentos, ni en las rodajas de tomate con ajo, ni en la sopa de fideos, ni en el pescado rebozado hizo falta el vinagre que yo tuve que ir a comprar a toda prisa.

A mi madre la incomoda el tema y a ruego suyo lo dejamos. También yo dejo en este punto mi crónica, no sin antes contarle para terminar que mi prima Mari Nieves aguantó por así decir hasta finales del 71 en casa de sus padres. Para entonces ella y Chacho ganaban lo suficiente como para irse a vivir por su cuenta. Alquilaron un piso de tres habitaciones en Lasarte, donde residieron por espacio de varios años, hasta la disolución del matrimonio.

En 1972 mi prima dio a luz un niño, Aitor, el único de los cuatro suyos concebido por Chacho. Sobre esta cuestión no hay lugar a dudas. Basta con mirarle al muchacho el labio colgante y las orejas de soplillo. En cuanto a mí, continué viviendo en casa de mis parientes hasta después de la muerte de Franco, porque decía mi tía que no me había de mover de San Sebastián en tanto no hubiese terminado el bachillerato. Mi tía me profesó en todo aquel tiempo un gran cariño que yo he procurado agradecérselo de mayor por la vía de correspondérselo tantas veces como me ha sido posible. Con frecuencia afirmaba que me tenía por hijo y que por nada del mundo me quería ver en la Misericordia como a mis hermanos.

En 1977 regresé a Navarra resignado a aprender un oficio manual. El destino, sin embargo, me deparó una sorpresa que habría de cambiar el rumbo de mi vida, y fue que por entonces mi primo Julen estuvo de improviso en San Sebastián. Tan corta y secreta fue su visita que no lo pudimos ver. Nos enteramos de ella porque nos lo dijo mi tía por teléfono cuando él ya se había marchado.

También nos dijo que Julen había dejado una suma cuantiosa de dinero con una nota dirigida a mí. La nota, que aún conservo, dice: «Gracias por el ciclista, Txiki. Este sí que me ha dado suerte. El dinero es para que estudies en una universidad lo que a ti te guste. Tu primo que no te olvida, Julen».

Mi madre consideró que aquella cantidad debía repartirse entre los hermanos y poco faltó para que consumara el propósito. A mi tía Maripuy le entró tal sofocón cuando lo supo que viajó sin demora al pueblo dispuesta a que se cumpliera la voluntad de su hijo.

Al año siguiente me establecí en Pamplona, en cuya universidad estudié. Y aquí me tiene, señor Aramburu, después de tantos años, con mi bata blanca, mi farmacia, mi mujer, que es una santa, y mis hijos, no tan santos, a los que quiero más que a mi vida.

¡Quién lo hubiera dicho conociendo mis orígenes humildes!

A mis hermanos no les hizo ninguna gracia la generosidad con que me favoreció nuestro primo Julen; pero esa es otra historia que no tiene cabida en la novela de usted si es que finalmente se decide a escribirla.