ME viene al recuerdo aquella escena de que le hablé, sucedida en el verano de 1970, durante mis vacaciones escolares. Como sabe, me aficioné por entonces a pescar en el puerto, en compañía de dos chavales de mi edad, amigos del barrio. Y era así que varias veces por semana íbamos andando los tres de Ibaeta a la ciudad por ahorrar el gasto del trolebús, y con gusanos (chicharis les decíamos) comprados en una tienda de la Parte Vieja cebábamos los anzuelos. En lugar de caña yo usaba un palo de avellano. El aparejo solía ponérmelo a punto mi tío Vicente, quien, según contaba, de joven había ido muchas veces a pescar a las rocas de Igueldo.
Una tarde de sol nos colocamos mis amigos y yo en el espigón exterior, el que da a la bahía, y en un momento en que me di la vuelta, ignoro ahora con qué motivo, divisé o me pareció divisar al otro lado del puerto, por la zona de las casas, a mi primo Julen sin barba.
Se puede usted imaginar mi sorpresa y alborozo. Le lancé sin malicia, pero con mucha fuerza, un grito y él, o la persona que yo creía que era él, se metió con cierta celeridad en los soportales, de forma que desapareció por completo de mi vista. Pensando en que no me había podido oír por causa de la distancia, eché a correr espigón adelante, y dando la vuelta entera al puerto, me llegué sin aliento al sitio donde yo esperaba encontrar a mi primo, pero allí no estaba.
—Sobrino —me dijo mi tía por la noche con una sonrisa triste y más o menos estas palabras—, ¿tú crees que le dejarían pasar la frontera así como así? ¡Buenos son los policías! Lo mandarían de cabeza a la cárcel.
Tres días después, al término de otra tarde de pesca con mis amigos, encontré a mi primo en casa, cenando a hora temprana con la voracidad de quien llevase más tiempo de la cuenta sin ingerir alimentos. Al verme se levantó para estrecharme entre sus brazos. A juzgar por la intensidad del estrujamiento, no hay duda de que me había echado en falta y me quería.
Dijo lo primero de todo que acababa de venir de Francia, así que no le hallé sentido a contarle que esa misma semana me había parecido reconocerlo en el puerto.
Luego, reanudando la cena, agregó en son de broma:
—Txiki, ¿a que no sabes por qué he vuelto? Pues porque se me perdió el ciclista que me diste. A ver si me regalas uno que no se pierda y me dé más suerte.
Sentado junto a él, mi tío Vicente lo escrutaba con ojos olvidados de pestañear, la sonrisa alelada, los rasgos faciales aquietados en una expresión de orgullo, felicidad… Usted ya me entiende.
Cuando no le ofrecía más vino, le ofrecía pan o le acercaba el salero o lo animaba a seguir comiendo.
—Hijo —le decía de repente, sin añadir más, y acto seguido le daba con vacilante y torpe ternura, como temeroso de hacerle daño, una palmada de aprobación en la espalda.
Le preguntó en dos o tres ocasiones si había vuelto para quedarse.
—Que sí, aitá. ¿Cuántas veces quieres que lo repita?
Lo mismo que a mis tíos, tampoco a mí, muchacho de corta edad, dejaba de sorprenderme el regreso inesperado de Julen.
Por esos días se oía hablar a menudo de registros, de malos tratos en los cuartelillos y comisarías, de detenidos y fugados, y fíjese usted en que, a pesar de la marea represiva, de la numerosa presencia policial en las calles y del miedo colectivo, mi primo decide interrumpir su exilio o como se le quiera llamar a lo suyo; llega a casa en plena luz del día; bromea y se pone a cenar tan campante, como si hubiera estado fuera de casa unas horas en lugar de un año y cinco meses.
—¿Seguro que te quedas?
—Que sí, aitá.
—Oye, ya está bien —intervino mi tía—. Vas a hacer que se le corte la digestión.
La primera noche durmió en el comedor, acostado sobre un colchón de lana que le prestaron en la vecindad. Mi tía trató de organizar un nuevo reparto de las habitaciones, a su estilo: tú aquí, tú allá; pero mi primo se opuso. No le parecía bien que por su causa hubiéramos de poner la casa patas arriba; juzgó aún peor que yo, que ya me había acostado, tuviera que levantarme para cederle la cama. Se me figura, además, que le repelía la idea de pernoctar cerca de Chacho, a quien no profesaba ninguna estima.
Un día después, Chacho se ofreció a mudarse a casa de sus padres. Mi prima lo atajó:
—Tú no vas a ninguna parte.
Por entonces la pequeña Julia no lloraba con tanta frecuencia como algunos meses antes, y cuando lo hacía sus gemidos eran, con algunas excepciones, menos intensos y también duraban menos. De manera que por dicho motivo, así como por no ser imposible consolarla con trucos maternales, Mari Nieves se acostumbró a ponerla junto a su cama por las noches, sin sacarla del cajón, antes incluso del regreso de su hermano.
Había otro motivo para no dejarla demasiado tiempo sola. El médico encareció a mi prima que estuviese atenta a las babas de la niña, pues al ser tan abundantes existía riesgo de que la asfixiaran.
Total, que hubo acuerdo familiar para que Chacho se instalara con su ropa y sus cachivaches en la habitación de Mari Nieves y mi primo compartiera de nuevo la suya conmigo.
Desde el principio, Julen se esforzó por aparentar normalidad. Como en tiempos pasados, me daba conversación hasta horas avanzadas de la noche, fumaba en la cama el último cigarrillo del día y, apagada la luz, se entregaba en silencio a sus dos o tres minutos de concupiscencia bajo la manta. Con su llegada recobré la costumbre de arrebujarme hasta los ojos para no sucumbir a las hediondas emanaciones de sus calcetines y sus pies.
A primera vista se dijera que nada había cambiado y sin embargo, señor Aramburu, mi primo ya no era el mismo. Yo se lo notaba sobre todo cuando trataba de reproducir los viejos hábitos. Mostraba entonces un comportamiento artificial, que vaya usted a saber si no nacía, como creo ahora, del empeño desesperado, quizá inconsciente, por negar el abismo que lo separaba de los días anteriores a su fuga a Francia.
A mí, desde la perspectiva que dan los muchos años transcurridos, mi primo Julen me recuerda el corcho de mi caña posado en el agua del mar, arrastrado de aquí para allá por fuerzas superiores a él; fuerzas que lo llevaban y traían a su antojo, sin que él pudiera determinar el rumbo de sus propios movimientos.
Varias veces prometió:
—Mañana te acompaño a pescar.
Nunca lo hizo.
Una tarde, viendo que me disponía a emprender una carrera de ciclistas por las tablas del suelo, me retó, jovial, fanfarrón, a una partida. No se concentraba. A los pocos minutos, perdido el interés por el juego, se tumbó en la cama a escuchar la radio, su principal ocupación de aquella época, además de irse por ahí sin revelar a nadie adónde. En busca de trabajo, le oí decir en una ocasión.
Mi tío desconfiaba.
—¿No te estarás metiendo en política otra vez, eh?
—Que no, aitá. ¿Te crees que soy tonto?
A mí me contaba por las noches muchas cosas de su vida, de cama a cama, pero todas o casi todas, se lo aseguro, de poco espesor confidencial, y ninguna, salvo bagatelas deportivas, culinarias, meteorológicas, sobre su estancia de año y pico en Francia.
Nunca le oí mencionar el nombre de ETA. Los compañeros, decía. Alguna vez, con la voz enturbiada de solemnidad: la organización. Cuando rozaba el asunto de su militancia, se extendía de ordinario en pormenores relativos a peripecias personales.
—¡El puto frío que pasé en invierno! —era una de sus frases más repetidas.
Las cuestiones referentes a su época en Francia las despachaba con rapidez. Él prefería otros asuntos que le permitieran mostrarse socarrón. Quizá no se fiaba de mí o, simplemente, me consideraba demasiado joven para entender todo lo que callaba.
En cambio, le tiraba mucho hablar de pelota, de la Real Sociedad, de bebidas y comidas, apenas de chicas y sólo de vez en cuando de su sobrina. Una noche en que la pequeña no nos dejaba dormir con sus quejidos, perdida la paciencia, dijo, no sé si en broma o en serio, una cosa que me causó estupor:
—Eso lo arreglaba yo para siempre en diez segundos y no se entera nadie. ¿No piensas tú lo mismo, Txiki?
—No sé.
Me viene al recuerdo una tarde veraniega de esas típicas de San Sebastián; tarde de cielo azul, de temperatura agradable, con aquella brisa maravillosa que a menudo, al traerme hasta el olfato el olor del mar, me producía una especie de euforia, de ganas de henchirme de aire aromático y elevarme por encima de los árboles; una tarde en que, de camino al puerto con mis amigos, mi palo de avellano y la bolsa donde llevaba la merienda y los aparejos, vi a Julen en los jardines de Alderdi Eder.
Estaba a bastante distancia, no lo llamé. A la vuelta, pasadas tres o cuatro horas, seguía en el mismo sitio y en la misma postura, fumando un cigarrillo a la sombra de un tamarindo, cerca de donde jugaban los niños, frente al Ayuntamiento, no haciendo nada salvo mirar a la gente o al menos eso es lo que a mí me pareció.
Tiempo después, un domingo, a la salida de misa en capuchinos, adonde íbamos ahora mi tía y yo porque decía ella que o perdía de vista a don Victoriano o lo descrismaba de un garrotazo, encontramos a mi primo junto al estanque de los cisnes de la plaza de Guipúzcoa. Su madre le preguntó qué hacía allí. Él contestó que estaba esperando a un amigo. Se notaba que no le apetecía conversar. Tras despedirnos, no pude resistir la tentación de volver la mirada. Mi primo componía en aquellos momentos una imagen bastante lastimosa, la de un hombre solitario y sin oficio, y por primera vez en mi vida, yo, que lo tenía tan divinizado, sentí por él una violenta punzada de compasión.
El verano transcurrió sin novedades dignas de recuerdo. Mis parientes se habituaron lo mismo que yo a la vida ociosa de mi primo, a sus extrañas idas y venidas, sus largas horas tumbado en la cama con la radio puesta y a su soledad, pues era notorio que sus amigos no venían a buscarlo ni él iba a buscarlos a ellos.
Por octubre o noviembre, ya no me acuerdo bien, pero en cualquier caso por los días lluviosos del otoño, ocurrieron algunos incidentes por los cuales asomaron a nuestro conocimiento los primeros indicios de que mi primo se hallaba metido en asuntos turbios.
Y fue de este modo: que entrando mi tía una mañana en la tienda de los Artola, saludó y unas mujeres que había dentro no le respondieron, y lo mismo le sucedió días más tarde en el trolebús con una conocida del portal de al lado. Ella lo atribuyó a la envidia, a intrigas vecinales, a la maledicencia; en fin, a bobadas que pensaba aclarar, según decía y repetía arreándose golpes en la pechera del delantal con la mano abierta, tan pronto como fuera posible.
No dio al caso mayor importancia, hasta que otro día, al cruzarse con la madre de Peio Garmendia por la calle, esta le dijo unas palabras ofensivas. No me pregunte usted cuáles porque nunca las he sabido. Se las tendrá usted que imaginar cuando escriba su novela.
Despotricaba mi tía en la cocina:
—¡Qué habrá pensado la idiota esa!
Mi tío la escuchaba en silencio, y como su mujer lo requiriese para que manifestara su opinión, entonces, con voz temblorosa, el pobre hombre reveló que el sábado anterior, en la sociedad gastronómica, el padre de Peio Garmendia le había dirigido similares insultos y acusaciones. Pensó que Garmendia había bebido más de la cuenta y que, como otras veces en situación parecida, le tomaba el pelo.
Al fin los rumores alcanzaron a los niños, y hubo uno, tan bajito como avieso, de los de las casas que decíamos de adelante, las más cercanas a la carretera, que a raíz de un balonazo que le di en la cara sin querer se resarció declarando delante de todos que mi primo Julen era un mal vasco y seguro que yo también. Lleno de rabia, me eché hacia él por derribarlo; pero los que estaban a su alrededor me contuvieron y, diciéndome algunos de ellos que ya no querían jugar nunca más conmigo, me tuve que retirar.
Salí humillado de la explanada, junto al río, donde estábamos jugando no menos de treinta chavales, sin que ninguno de los que formaban mi equipo me acompañara. Eso me dolió. Callé el suceso en casa por no empeorar el mal ambiente que teníamos.
La parte peor del odio se la llevó mi primo, a tal punto que en breve tiempo se vio obligado a abandonar Ibaeta. Y fue así: que volviendo a casa una noche, procedente de donde nadie sino él sabía, le salieron varios mozos al camino, como que ya lo estaban esperando, y sin decirle palabra, medio tapados para que no los reconociera, lo agredieron con los puños y los pies, y si no lo baldaron para toda la vida fue porque él rompió a pedir socorro. Con los gritos empezaron a encenderse las ventanas. Entonces a sus agresores les pareció conveniente que nadie los viese, conque dando uno de ellos la voz de retirada, se escabulleron a toda prisa en la oscuridad.
Julen entró con sigilo en casa para no despertar a su familia. La espalda recostada en los barrotes de la cama, fumó su cigarrillo de costumbre a la luz amarillenta de la lámpara, manchándose el pijama con la sangre que le salía de una ceja.
Sonreía, no sé por qué, contándome lo que le habían hecho. Y de pronto empezó a decirme cosas que yo no entendía y otras que sí, de las cuales recuerdo con exactitud algunas:
—Aprende mucho en el colegio, Txiki. Tú aprende y aprende. No pares. Si no aprendes estás perdido, hazme caso.
Nunca se franqueó conmigo ni con sus familiares acerca de lo que le había ocurrido en Francia. No lo hizo entonces, mientras estuvo en casa, ni más tarde, cuando, libre y lejano, ¿ya qué trabas podían impedir su sinceridad? Ni siquiera se molestó en inventar una versión honrosa que confortara a sus padres y desmintiera o contrarrestase la mala fama que le pusieron en el barrio.
Por lo demás, qué quiere usted que le diga, tampoco mis tíos mostraron empeño en emprender averiguaciones sobre un asunto del cual, por el mal olor que desprendía, prefirieron no saber nada o saber lo menos posible.
Amigos desde la niñez, Peio Garmendia y Julen se malquistaron quizá por política, como pensaba mi tío («la puta política», decía), quizá a consecuencia de alguna nadería cotidiana, pues si en algo se parecían los dos como un grano de uva a otro era en su propensión a discutir. Tan rápidos eran entablando controversias como reconciliándose, sin que las divergencias de opinión ni las palabras gruesas, a veces muy gruesas, llegaran jamás a desunirlos.
Pero se conoce que un día, en Francia, castigados por la nostalgia, el miedo, los recelos, las incomodidades, en fin, por cuanto se sufre de ordinario cuando uno está forzado a vivir lejos de su casa y de su gente, no atinaron a encontrar el camino por el que, al término de las discusiones, solían volver a la armonía, y entonces su amistad de tantos años se rompió como se rompe una vasija, que luego no hay quien junte los pedazos.
Peor situado que Peio Garmendia en la organización, sin los amigos, ni el carácter fuerte, ni el prestigio combativo de aquel, mi primo, un pobre diablo a fin de cuentas, salió perdiendo. Los compañeros, quizá incitados por Peio Garmendia, se pusieron de acuerdo para hacerle el vacío. Dejó, no sé si obligado o por su propio pie, el piso que compartía con algunos de ellos. De pronto se encontró en penosa situación, arrastrando su desesperación y su soledad por las calles de Bayona. Parece ser que acudió al cura que se ocupaba de los refugiados. Si el cura lo ayudó, lo ignoro. Se contaba, se decía, se rumoreaba que había sido visto varias veces hablando con unos tipos raros y que no mucho tiempo después estaba en San Sebastián. Saque usted sus propias conclusiones.
A primeros de diciembre, Julen abandonó la casa de sus padres. Su marcha del barrio, no del todo repentina, pues llevaba varias semanas dándole vueltas a la idea de instalarse en otra parte, la determinó un incidente que tuvo con don Victoriano, con quien se topó una mañana en el cruce de Zapatari.
Mi primo venía andando de El Antiguo a casa; al llegar a la altura del taller de carrocería de Sorrondegui, vio bajar al cura por la cuesta del asilo. En lugar de doblar la esquina hacia la carretera general, juzgó lo más razonable del mundo esperar al cura para saludarlo. A su vuelta de Francia, una de las primeras cosas que hizo fue mantener con él una larga y por lo visto grata conversación en la oficina del centro Ibai. Desde entonces no se habían vuelto a ver.
Julen se quedó parado junto a la entrada del taller con su sonrisa y sus ganas de charlar un rato con el cura, a quien profesaba un respeto rayano en la veneración. ¿Qué hace don Victoriano? Negándose ostensiblemente a contestar al saludo de Julen, pasa de largo por el borde opuesto de la carretera. A duras penas lograba mi primo contener las lágrimas en casa, cuando nos refirió la escena.
Dolido en lo más hondo, dio alcance al cura y, colocándose a su costado, le suplicó que le dijese por qué no quería hablarle, a lo que don Victoriano, sin detener el paso ni volver la cabeza, le replicó con sequedad una frase en euskera que mi primo no comprendió.
Intuyó, no obstante, que aquellas palabras entrañaban una sentencia condenatoria. Durante varios días no supimos nada de él, hasta que mi tía vino un sábado de la compra y dijo:
—Vive en Rentería y está bien.
Mi tío quiso averiguar más detalles.
—Trabaja en Pasajes, en el puerto.
—¿Y en qué trabaja?
—Vete y se lo preguntas.
Julen nos visitó unas cuantas veces aprovechando que por aquellos días oscurecía temprano. Llegaba al atardecer, cuando el cielo ya estaba negro y la gente recogida. Cenábamos todos juntos, no sin que él nos moviera a risa con sus bromas, y hacia las diez o diez y media de la noche, después de darnos un beso a su madre y a mí, se marchaba.
Mi tía no le permitía salir de la vivienda sin antes haberse cerciorado de que no había vecinos en la escalera. A modo de despedida, Julen solía arrearle a su padre una afectuosa palmada en el hombro. A Mari Nieves, como mucho, le hacía un gesto, y a Chacho ni lo miraba. Ahora que lo pienso, me cuesta recordar a mis primos unidos en una conversación, y no porque se llevaran mal, se lo aseguro; es que desde pequeños se habían acostumbrado a mantener una relación similar a la de dos árboles que crecen uno al lado del otro.
Julen acudió por última vez a casa de sus padres el día de Navidad del año 70. Después ya no quiso volver debido a una pena muy grande que le dio cuando supo por su madre que a media tarde el coro del Olentzero, al que él había pertenecido antes de escaparse a Francia, no se había detenido como el año anterior, hallándose él ausente, bajo el balcón de casa a cantarle con don Victoriano de director. Por las rendijas de la persiana, mi tía y yo vimos al grupo de mozos ataviados con sus blusas, sus chapelas y abarcas de caseros pasar de largo en dirección al edificio donde vivían los Garmendia, bajo cuyo balcón cantaron varias piezas, intercaladas con goras a Peio y otras exclamaciones de aliento y adhesión.
Cerca de dos meses estuvo mi primo Julen trabajando de operario en el puerto de Pasajes. Lo vi poco durante ese tiempo. Mi tía le lavaba la ropa, le fregaba los suelos, le dejaba la comida preparada, y dos o tres veces me preguntó si quería acompañarla y la acompañé.
A mi primo no le iba bien, no tenía amigos, se le había parado en el semblante una expresión de fatiga. La última vez que fui a su piso de alquiler nos contó que andaban buscando sustituto a un marinero hospitalizado por causa de un accidente. Le pedían una respuesta rápida puesto que el barco estaba a punto de partir. Que qué nos parecía.
—Tú sabrás —le dijo su madre, y ahí terminó la conversación.
Se conoce que mi tía le leyó los pensamientos a través de la frente. Nada más llegar a casa le dijo a su marido que fuera a Rentería a despedirse del hijo sin falta.
—¿Pues?
—Ese se nos marcha para siempre.
Esto fue un lunes. El viernes 20 de febrero Julen se embarcó con mar movida en el Juan María Artaza, una motonave mercante de casco negro que salió cargada de potasa con rumbo a La Coruña. Nos citó a su madre y a mí a la entrada del puerto con la excusa de que yo le llevase uno de mis ciclistas como amuleto.
—Aprende mucho, estudia —fue lo último que me dijo.
Su madre le preguntó cuándo estaría de vuelta.
—Eso depende del barco —respondió al tiempo que se miraba la punta de las botas.
Transcurridos más de cuatro meses desde su partida, nos llegó una carta suya sellada en Paranaguá. Estaba muy contento, había encontrado trabajo, conocido a una chica, etcétera. Le pedí a mi tía el sello para mi colección. Ella me regaló el sobre; la carta la llevó consigo a la tienda de los Artola como prueba de que Julen se había quedado a vivir en el Brasil. El mismo día, por la tarde, la gente del barrio empezó a saludarnos de nuevo.