AUNQUE no exentos de brusquedad, mi tía Maripuy solía tener gestos de ternura cuando trataba a Julen o cuando me trataba a mí. Sin embargo, a su marido y no digamos a su hija les mostraba de costumbre su lado menos suave, y si alguno de ellos le reprochaba su aspereza, ella se defendía diciendo que cuando niña la hicieron trabajar en el campo como a una burra.
Sería por eso, digo yo, que un atardecer de junio dejó a Mari Nieves con dolores de parto sola en la maternidad, sin más pretexto que el de preparar la cena en casa, de lo cual tengo yo constancia porque transcurrido un tiempo mi prima se lo echó en cara con acritud delante de mí.
El caso es que aquella noche difícil para la muchacha su madre la privó de consuelo y compañía, y como mi tío, mientras cenábamos, no ocultara su inquietud, mi tía le replicó que Mari Nieves se había buscado su justo castigo por no haber sabido comportarse como una mujer decente.
Por la mañana temprano subió de nuevo a la residencia sanitaria a comprobar si ya era abuela, y lo era, en efecto, de una niña a la que, en recuerdo de mi primo, pusieron de nombre Julia.
Mi tía volvió a casa poco antes de la hora de la comida, corta de palabras, las cejas hoscas, y a mi tío, que estaba envolviendo jaboncillos conmigo en el comedor, le soltó de golpe, sin darle los buenos días:
—Mejor no te alegres.
Mi tío, que no podía entender lo que se escondía detrás de aquellas palabras, por salir de su asombro formuló una pregunta, y a su mujer le faltó tiempo para perder la paciencia.
—No me hagas dar explicaciones. Cuando la veas, entenderás.
Acto seguido, me mandó que me llegase a dar la noticia a casa de Chacho y sus parientes, advirtiéndome que no me extendiera en detalles, lo cual yo no habría podido hacer ni aunque me lo hubiese propuesto, pues quitando la noticia del nacimiento de una niña ignoraba lo que había sucedido.
Trajeron a casa otro día a la criatura envuelta en paños, no sé de qué tipo, no entiendo de ropas infantiles. En la calle, de lejos, vi a Chacho bajarse del coche delante de nuestro portal y abrir a continuación con maneras de chófer solícito la puerta a su esposa. Se apeó mi prima, ya sin la barriga de preñada, sólo con la suya de diario que todavía conserva. Llevaba en los brazos el bulto de tela y su madre, que también venía en el coche, alargó los suyos para tomárselo, pero la muchacha no se lo consintió.
Determiné acercarme a ellas confiado en que me permitieran echarle una mirada a la niña. Mis amigos me siguieron azuzados por la misma curiosidad, proclamando a voces que la Mari Nieves había tenido un hijo. A media carrera me detuve. Se me figuró que a causa del griterío se poblaban de ojos las ventanas.
Recordé que desde el nacimiento de Julia, mi tía estaba a malas con Dios, con santa Rita y con la Virgen de la urna por no haber librado ninguno de ellos a la inocente criatura de no sé qué castigo que mis parientes consideraban inmerecido y yo aún desconocía.
Mayor era el enfado de mi tía con ciertos vecinos por sospechar que murmuraban a sus espaldas y porque no se le quitaba de la cabeza que algunos de ellos se alegraban de sus preocupaciones y quebrantos. Conque debido a estas razones y por no aumentar su irritación, paré de correr en seco. Mi cautela se reveló, sin embargo, inútil, ya que mis amigos prosiguieron su carrera hasta llegar al costado de mi prima.
Ni a mí ni a ellos nos fue mostrado el bebé, sino que por hurtarlo a la vista de todos entraron mis parientes a paso raudo en el portal y yo, como miembro de la familia, los seguí.
En la escalera esperaban las vecinas encontradizas. Estas sí se asomaron al hueco entre los paños, dispuestas a alabar y felicitar; pero lo que fuera que veían les impedía el habla, y por ciertos susurros y muecas de mi tía Maripuy comprendí que el contenido de los paños no se prestaba a enhorabuenas.
Yo no olvido la cara que puso mi tío Vicente cuando vio por vez primera a su nieta. Ya usted, con sus años en el oficio literario, se la imaginará sin ayuda de mi testimonio. No obstante, me vencen las ganas de contarle que él nos miraba a unos y otros con la boca abierta, silencioso y bobalicón, como suplicando, cercano a las lágrimas, que nos dignásemos declararle el engaño de sus ojos.
En lugar de eso, su mujer le mandó que se apartara, aunque no me parece a mí que en aquel momento el pobre hombre estuviera entorpeciendo el paso.
Mari Nieves se esforzó por aliviar su desconcierto:
—Es lo que tenemos, aitá.
—Pero…
Al punto mi tía lo interrumpió.
—Hala, estate calladito.
Por fin me mostraron la criatura.
—Mírala, pero no te asustes. Y no cuentes nada por ahí.
Don Victoriano la bautizó una mañana, casi como a escondidas, en ausencia de mi tío y de Chacho, que estaban trabajando, y por supuesto de los padres de este, a quienes aquella niña infortunada que llevaba su apellido nunca interesó.
A fin de hallarme presente en la modesta ceremonia fui dispensado de acudir al colegio, lo cual, si quiere usted que le diga la verdad, me pesó puesto que yo era estudiante aplicado, además de formal. Por dicho motivo los profesores no me quitaban las ganas de aprender arreándome las tortas que descargaban a diario en las mejillas de otros alumnos más díscolos y torpes. Me detengo aquí, pues noto que estoy incurriendo en una digresión. Perdone.
No recuerdo al cabo de tantos años las palabras exactas que le dirigió el cura a mi prima en el instante de la despedida; pero el mensaje que le transmitió fue más o menos que Dios, en su infinita misericordia, le había hecho un regalo confiándole aquella niña para que la cuidara con no menos cariño y dedicación que si hubiera nacido normal, y que por medio de dicha prueba Dios le concedía una oportunidad de reformarse y así alcanzar, en premio a todos sus desvelos maternales, la gloria eterna por el atajo del sacrificio, al modo del santo Job, etcétera.
No bien perdimos de vista al cura, mi prima rompió a injuriarlo y dijo:
—Le tenía que haber pegado dos hostias.
No sentó mejor la perorata de don Victoriano a mi tía, de suerte que madre e hija recorrieron el camino de vuelta a casa despotricando contra el cura. Yo andaba en silencio a la zaga de ellas, tan admirado de verlas conformes en un asunto como asombrado de que fuera posible lanzarle tamaños denuestos a un ministro del Señor.
Con Julia en casa, ya nada fue lo mismo. Al principio mis parientes se comunicaban apenas lo necesario, reducidas sus pláticas domésticas a vocablos sueltos y medias frases que, con frecuencia, flotaban un instante en el aire sin obtener contestación. Pensaba yo que se hablaban poco para no causar molestias a la niña, en lo cual a mí me parecía bien imitarlos; pero pronto comprendí que cada uno de ellos tenía la boca obstruida de su amargura particular.
Mi tía, que antes gustaba de acompañarse con los sonidos de la radio, ahora ya no la encendía; a mi tío, absorto y mustio desde la marcha de Julen, se le congeló un gesto de apenado cansancio en el semblante, y muchas veces yo lo veía de refilón mover los labios como quien conversa sin voz consigo mismo, haciendo extraños ademanes con las manos.
En cuanto a Mari Nieves, atareada en los cuidados de su hija, partido el entrecejo por dos arrugas hoscas, parecía haberse enfadado para siempre. Tan sólo se le borraba la expresión ceñuda cuando conseguía endilgarle el trabajo a su madre y salía a pasear con su amiga Begoña. A Chacho, que seguía viviendo con sus padres, apenas lo veíamos.
Así y todo, los dos primeros meses, día arriba, día abajo, reinó en casa un ambiente tranquilo, como de espesa y silenciosa resignación, no sé si usted me entiende, y ello debido seguramente a que la pequeña Julia apenas se hacía oír. Cuando no dormía se estaba calladita e inmóvil en el fondo de un cajón donde le habían instalado la cuna. Lo confeccionó Lucio con tablas barnizadas. ¿Se acuerda usted de Lucio, apodado Cartucho, el carpintero que vivía en el 7 y tenía el taller en un costado de la villa de los Marichalar? Pues ese.
Las tablas desprendían un olor penetrante debido a la sustancia con que estaban recubiertas y también a la cola. Mi tío sugirió que aquel olor podría hacer daño a la niña. En vano esperó una respuesta. Al cabo de un rato se caló la chapela y, metidas las manos en los bolsillos, bajó al bar. Entonces mi tía, creyendo acaso que nadie la escuchaba, dijo para sí:
—¿Qué va a dañar el olor de marras que no esté ya dañado?
De vez en cuando entraba yo a escondidas en la habitación de mi prima a mirar aquella insólita criatura, y sobrecogido de fascinación y también, por qué no decirlo, de repugnancia, la veía yacer con sus ojos negros puestos en nada, pues era ciega, aunque esto al principio no lo supimos. La niña ya le digo que los primeros meses callaba y dormía, dormía y callaba, siempre con un costado de la cara apoyado sobre una pila de trapos y pañuelos. Y la razón de esta medida es que no cesaba de babear.
Cumplidos los dos meses de edad, dio de pronto en gemir sin que hubiera forma de calmarla, aquejados tal vez por algún dolor continuo sus órganos defectuosos. La infeliz se congestionaba hasta ponerse granate, dicho sea esto sin propósito de exageración, se lo juro. A causa de la excitación y el esfuerzo, los vasos sanguíneos se le hinchaban bajo la piel, particularmente los de la cabeza, de tal manera que no parecía sino que en cualquier momento habrían de reventar.
La llantina nos taladraba durante horas, tanto de día como de noche; roía el ánimo de mis parientes, volviéndolos irritables, bruscos, discutidores. Todos estábamos marcados por idéntico cerco de fatiga alrededor de la mirada.
No éramos los únicos que padecían aquel suplicio acústico. Corrían por el barrio dudas sobre si la hija de Mari Nieves recibía el trato y alimento que no debe faltarle a ningún recién nacido. A mi tía la ponían de los nervios aquellas insinuaciones de las que se enteraba por vía indirecta. No se podía defender contra ellas por ignorar quién las propagaba, aunque tenía sus sospechas.
Un día le llegaron nuevas de que en la tienda de comestibles de los Artola la criticaban. Ya no se pudo contener; hecha un basilisco, pegó desde el portal unos gritos capaces de atravesar las paredes:
—¡Pena es lo que deberíamos dar! ¡Pena!
En cierta ocasión, mi tío sacudió un manotazo al tablero de la mesa mientras cenábamos. Temblaron los vasos, algunos trozos de pan salieron despedidos del cestillo y él volvió a atribuir los padecimientos de su nieta al aire venenoso que respiraba. Sacamos mi tía y yo sin demora el armatoste al balcón para que se ventilase y tres días después lo metimos de vuelta porque la niña lloraba lo mismo con cajón que sin cajón.
A principios de octubre, la vida en casa se nos complicó un poco más con la llegada repentina de un nuevo morador. Yo estaba sentado a la mesa de la cocina, saboreando un plato de aquellas estupendas alubias de caserío que constituían una de las especialidades culinarias de mi tía, cuando sonó el timbre.
La pequeña Julia lloraba como de costumbre, sola en la habitación de mi prima. Con las puertas cerradas y una manta extendida por encima del cajón, los gemidos de la niña nos llegaban amortiguados. Por aquella época, con idea de completar la protección de nuestros oídos, el aparato de radio volvía a sonar a diario en la casa, desde el amanecer hasta la noche y a mayor volumen que en tiempos anteriores.
Pero a lo que iba. Sonó el timbre y mi tía, en previsión de mendigos, acudió con un arranque de cólera a abrir la puerta.
—¡Huy, Anselmito! ¿Adónde vas con tanta maleta?
—Que dice mi padre que venga a vivir aquí, que tenemos la casa llena y que para qué me casé.
Vi a mi tía darse la vuelta y desentenderse de él con aire de derrota, puestos los ojos en blanco, como pensando: ¡lo que faltaba!, y eso que entre los dos hacían (y siguieron haciendo) buenas migas.
Chacho se apresuró a llevar los bultos al comedor. Se conoce que los había ido juntando en el descansillo y que, cuando los hubo subido todos, pulsó el timbre. Deseoso de recibir una cordial acogida, de agradar y hacerse el bueno, nos estampó primero a mi tía y luego a mí sendos besos, en nada diferentes a si nos hubiera restregado por la mejilla un cactus. Ni se afeitaba a diario ni era aficionado a lavarse.
—¿Has comido?
—Maripuy, no se lo va usted a creer. Subía yo por la escalera preguntándome: ¿de dónde viene ese olor tan rico de las alubias? Ojalá venga de casa de la señora Maripuy. Y fíjese qué casualidad y qué suerte la mía.
En repetidas ocasiones manifestó el propósito de cubrir con una parte de su sueldo los gastos que su estancia en la casa pudiese ocasionar. El resto se lo pensaba confiar a Mari Nieves para que lo administrase según su entender. Hacía mucho tiempo que yo no veía sonreír a mi prima.
Las dos primeras noches Chacho ejerció de marido. No le faltaron consejos para que se instalase en mi habitación; pero él venía animado de ciertos impulsos carnales, los mismos que al parecer lo persuadieron a contraer matrimonio con mujer preñada de otro, y por encamarse con ella pasó dos noches en claro. A la tercera, señalado por las ojeras que hinchaban y enrojecían los párpados de toda la familia, sucumbió, y de allí en adelante durmió a metro y medio de mí, en la cama de Julen.
Con frecuencia, cuando se desvestía por las noches para ponerse el pijama, me llegaba a la nariz una vaharada de sudor rancio, de axilas e ingles poco ventiladas; olor menos agresivo desde luego que el pestífero de los pies de mi primo, pero, ¿cómo le diría yo?, más denso en su envolvimiento, más reposado y minucioso en su capacidad de aturdir y, en definitiva, igual de repulsivo. Él trataba de paliarlo con aplicaciones abundantes de colonia barata, hasta que mi tía le regaló una distinta porque estaba convencida de que la que él usaba le picaba la leche y le ponía agrios los alimentos de la fresquera.
Lo que nunca se le consintió a Chacho en casa de mis parientes, antes incluso de trasladarse a vivir con ellos, en los días en que venía a comer o a buscar a Mari Nieves para salir de paseo, eran las uñas negras de mecánico. Mi tía colocó para él un pequeño cepillo en una repisa que había sobre el lavabo. Chacho se esforzaba en llevar las uñas decorosas tanto por no contrariar a su suegra como por evitar que Mari Nieves consumase una amenaza que le tenía hecha, y era que sin manos limpias no le habría de tocar un pelo del cuerpo.
Chacho se las lavaba de continuo, en el taller, al término del trabajo, y en casa, y aun creo yo que se habría arrancado la piel de buena gana por no perder el premio a su limpieza. Nada lo complacía tanto ni lo hacía tan dócil, tan niño y tan feliz como el trato carnal con mi prima.
Lo que tenía de servicial y adulador lo tenía de parlanchín, y a diario, mientras esperaba el sueño, de cama a cama, a la manera de mi primo, aunque sin despertarme a deshoras, me abría sus pensamientos y me revelaba confidencias con desatada ingenuidad.
—Me casé con la Mari Nieves para joder. Porque yo, con lo feo que soy, ¿con quién iba a joder si no me caso?
La naturaleza lo había provisto de un miembro viril de proporciones inusitadas. Una noche que me sorprendió mirándolo anonadado, pues no era para menos, se lo aseguro, me dijo:
—Pues esto no es nada en comparación con el de mi padre. Mi padre dice que una vez se lo había metido a mi madre, y como mi madre estaba debajo con la boca abierta, él podía ver la punta de su cipote subir y bajar en la garganta de mi madre, por detrás de la campanilla. Yo a tanto no llego.
A veces intentaba entablar conversación con su suegro, tentándolo por el lado del fútbol, por el de las regatas de traineras o con cualquier asunto que le pudiese interesar; pero mi tío se había vuelto muy parco en palabras y, por regla general ensimismado, melancólico, lo despachaba con monosílabos, si no es que se hacía directamente el sordo.
Más fácil lo tenía Chacho para pegar la hebra con mi tía, con quien congeniaba. En ocasiones se ponían de acuerdo para que él acudiera a la parada del trolebús a hacerse cargo de las bolsas de la compra. No era raro ver a Chacho en casa con el delantal puesto o quitando el polvo a los muebles.
De atardecida, si la temperatura era agradable, gustaban de acodarse los dos en la ventana que se abría a la plazoleta del bar Artola y se pasaban largos ratos intercambiando chismes sobre la gente del barrio.
Yo espiaba de vez en cuando sus conversaciones.
—Mira, ahí va el tonto de Joserra. ¡Ay, no lo trago! ¿Tú crees que es el padre de Julia?
—Mucho no se parece.
—¡A quién se va a parecer semejante monstruo, con perdón!
—¿Sabe lo que le digo, Maripuy? Los hijos que yo le haga a Mari Nieves serán todos como Dios manda.
No hay duda de que Chacho se encontraba a gusto en casa de mis tíos, libre de la voz de mando y de la mano dura de su corpulento padre, libre también de otros incordios que ahora mismo no le sabría especificar a usted.
Acostumbrado a compartir con su familia numerosa un piso de tres habitaciones, Chacho no se percataba de lo apretados que vivíamos desde su llegada. Algunos días le daba por apoderarse de una balda de la nevera para colocar sus cinco o seis botellas de gaseosa. Recuerdo asimismo las veces en que se encerraba en el retrete con el periódico, mientras los demás esperábamos fuera urgidos de nuestras respectivas necesidades. Al menor reproche mi tía salía en su defensa.
Lo que es por él, estoy seguro, se habría quedado a vivir para siempre con sus suegros; pero su mujer soñaba a todas horas, y no lo ocultaba, con alquilar un piso en cualquier barrio de la ciudad que no fuera Ibaeta; lejos, en cualquier caso, de su madre. Con dicho propósito apartaba una cantidad de dinero todas las semanas, no me pregunte usted cuánto porque no lo sé. Chacho también contribuía a la caja común.
A partir de noviembre se les abrieron nuevas posibilidades de aumentar sus ahorros, ya que fue por entonces cuando a mi prima la hicieron fija en la peluquería del barrio de Gros donde había aprendido el oficio.