LAS velas, como eran delgadas, se consumían con rapidez, y por dicho motivo mi tía Maripuy decidió sustituirlas por un cirio que le proporcionó don Victoriano. El cirio permanecía encendido día y noche, apoyado, para evitar accidentes, sobre una sartén ancha que cumplía la función de palmatoria. Ni el cirio ni la sartén tenían nada de particular, así que no hace falta que se los describa.
Cierta tarde, poco antes de la boda de Mari Nieves, al volver a casa encontramos el cirio apagado. El hecho se repitió a los pocos días, sin que tanto en una como en otra ocasión las ventanas cerradas dejaran entrar un hilo de corriente. A mi tía le vinieron unos ahogos de angustia pensando que a Julen se le habría torcido la suerte durante las horas en que le había faltado la protección de santa Rita.
El episodio del cirio desató en mi tía malos presagios. Por entonces, un encuentro casual con la madre de Peio Garmendia acabó con los últimos restos de su entereza. De hacerse la fuerte, la tranquila, la que confiaba en que Julen se valiera por sí solo, pasó de golpe a mostrar alarma y temor, a tal punto que una noche mi tío, estando todos cenando a la mesa de la cocina, harto de palabras aciagas (mi tía llegó a insinuar que a su hijo lo podrían haber matado), la mandó callar.
No era ella mujer propensa a admitir órdenes ni reconvenciones, y menos de su marido; con todo, guardó silencio, un silencio grave, tenso y un punto ofendido, y al rato vi que a escondidas se enjugaba una lágrima con el borde del delantal.
Huelga decir que al día siguiente reanudó sus funestos vaticinios en voz alta; pero noté que se esforzaba por comedirse en presencia del marido, no porque le tuviese miedo y ni siquiera respeto; antes, creo yo, por no darle ocasión de sumirse en uno de sus accesos habituales de melancolía.
Recuerdo a mi tío Vicente sentado algunas tardes en el sillón del comedor, escrutándose durante largo rato los pies embutidos en unas zapatillas de felpa.
Todos los días, a la vuelta de la fábrica, preguntaba si se sabía algo de Julen. Al escuchar la respuesta negativa soltaba una palabrota que, con el transcurrir de las semanas, se fue haciendo cada vez menos rotunda. Aquellas manifestaciones diarias de decepción y enfado fueron debilitándose hasta quedar reducidas a un resignado arqueo de las cejas, y otro tanto vino a ocurrir con la pregunta, que terminó semejando un brusco chasquido.
—¿Qué?
—Nada.
Una tarde de tantas lo vi sentado en una silla junto a la puerta del bar Artola. Sus amigos jugaban al bote cerca de él, formando un corro alegre, y mientras lanzaban las fichas, disputaban, intercambiaban bromas y reían, mi tío, con gesto petrificado, pelaba cacahuetes y se los llevaba lentamente a la boca. Se me ha quedado grabada en la memoria aquella imagen del hombre entristecido que comía cacahuetes (cascagüeses, decía él) con la solemnidad de un comulgante y hacía una figura solitaria al lado de sus amigos parlanchines.
En cierta ocasión, su pregunta lacónica de costumbre fue correspondida por unos bisbiseos misteriosos de mi tía. Los dos se encerraron con unas extrañas prisas en su habitación y, tras hablar a solas durante varios minutos, volvieron a salir.
Observé que mi tío Vicente mostraba una expresión aliviada, ligeramente risueña, mientras que a su mujer se le advertía el alborozo por todos los salientes y recovecos del semblante. Al fin, tras largas semanas de inquietud, les habían transmitido noticias de Julen, pocas pero tranquilizadoras.
Y fue de esta manera: que todos los años, por mayo, mi tía asistía a la novena de santa Rita en la capilla del colegio de los agustinos en El Antiguo. Profesaba grandísima devoción a la abogada de los imposibles, ya se lo he contado a usted. El 22, por la tarde, llevó un buen mazo de rosas a bendecir. Las rosas no eran suyas sino de una familia acomodada del barrio, de apellido Marichalar, con villa y jardín enfrente del centro Ibai. A la vuelta del oficio religioso, mi tía solía devolver una parte de las flores bendecidas a los Marichalar; ella conservaba unas cuantas, con las cuales adornaba una especie de altar casero montado en honor de su santa predilecta, y el resto lo repartía en el vecindario a razón de una rosa por familia. Perdone estos detalles tal vez superfluos.
Acudió, como le digo, con las rosas a la capilla referida; hizo sus ruegos y oraciones, y con tanto fervor imploró en sus adentros un milagro a santa Rita que logró conmoverla. El milagro, según nos contó más tarde con jubiloso convencimiento, ocurrió pasados diez minutos de su salida de la capilla, en el camino de vuelta a casa.
Y fue que, a la altura de la fábrica Suchard, un Seat 600 se detuvo a su costado. Viajaban dentro dos jóvenes de estas y las otras características (usted se las puede imaginar); el más cercano a la acera bajó la ventanilla para preguntarle a mi tía, medio susurrando, si era la madre de Peio Garmendia.
Ella, que no se fiaba, replicó con otra pregunta:
—¿Quién sois?
Se persuadió, por las palabras y por no sé qué señas de los dos desconocidos, que estos la habían buscado de parte del amigo de su hijo. Al parecer no era la primera vez que le seguían los pasos. Llevada de la esperanza de recibir noticias de Julen y con permiso de santa Rita para mentir, según nos contó, les dijo que sí, que era la madre de Peio, que lo echaba mucho en falta, etcétera.
Le contaron que Peio estaba sano y salvo en un lugar de Francia que no le podían revelar; agregaron que por favor no cometiera la imprudencia de ir a buscarlo ni de emprender indagaciones por su cuenta, que tan pronto como fuera posible su hijo le mandaría aviso con un intermediario de confianza sobre la hora y el sitio donde ella lo pudiera visitar sin riesgo de que la policía española se enterase.
Por último le rogaron que transmitiese a la familia de Julen Barriola las mismas noticias. Deseosa de averiguar pormenores del presunto amigo de su hijo, mi tía formuló algunas preguntas sobre él, simulando contención para no delatarse como madre; pero los jóvenes, cada vez más impacientes por dar término a la conversación, no le dijeron sino que el mensaje que les habían encargado comunicar era que los tales Peio Garmendia y Julen Barriola se encontraban a buen recaudo en Francia, y fuera de eso ellos no sabían nada.
Mi tía trató de convencerlos para que llevasen sendas rosas bendecidas a los dos refugiados. Le contestaron que, sintiéndolo mucho, no podían hacerle aquel favor ya que no tenían previsto dirigirse a Francia; ella insistió con tales extremos que al fin, supongo que por perderla de vista, los jóvenes aceptaron las rosas y se despidieron.
Por lo que nos contó después en casa, a mi tía, cuando se quedó sola, le sobrevino una emoción tan fuerte que tuvo que sentarse en el pretil, junto al río de aguas negras. Hasta tal punto le temblaban las rodillas que temió caerse al suelo si seguía de pie, o al menos eso es lo que nos dijo. Estuvo allí sentada un rato largo agradeciendo a santa Rita el milagro que acababa de concederle y derramando lágrimas de alegría con la cara escondida tras el mazo de rosas para que ningún transeúnte la viera llorar.
Pasó otro mes, llegó el calor. Se me hace que todo el mundo iba a la playa menos nosotros. A mi tía Maripuy, que no salía más que lo justo a la calle, segura de que la espiaban, le entró la obsesión de bajar cada dos por tres al portal a echar un vistazo dentro del buzón, creyendo ingenuamente que una posible carta de su hijo escaparía al control policial.
A veces, mientras preparaba la comida o hacía labor de punto, me llamaba a su lado y me decía:
—Sobrino, vete a mirar si hay algún papel en el buzón.
A finales de junio seguíamos sin noticias de Julen. Mis tíos no se lo podían explicar. En mis recuerdos de aquellos días resuena la palabra raro, que a todas horas asomaba a los labios de unos y otros.
—¡Qué raro! —decía mi tía.
También mi tío, como hablando para sí:
—Pues sí que es raro.
Llegaba mi prima a casa y, puesta al corriente de la falta de novedades, sentenciaba:
—Amá, esto es muy raro.
E incluso algunas vecinas:
—Ay, mujer, me parece rarísimo.
Con frecuencia, mi tía y la madre de Peio Garmendia se juntaban para hablar a solas en casa de una u otra. Cuando así sucedía sabíamos de antemano que por la noche la cena tendría un fuerte regusto a temor, a rumores desalentadores, a malos presentimientos. Mi tío se acostumbró a escuchar las peroratas agoreras de su mujer sin menear un músculo de la cara.
Junto a la estampa de santa Rita, secos dentro de una fuente los pétalos de las rosas bendecidas, no cesaban de arder y consumirse, uno tras otro, los gruesos cirios. Mi tía los compraba ahora en una tienda de ornamentos religiosos, cerca de la catedral del Buen Pastor, pues descubrió que allá los vendían por menos dinero que «el ladrón del cura», como ella a veces motejaba a don Victoriano.
En julio se produjo la ansiada novedad. No hubo carta, ni papelito, ni encuentro con intermediarios a tres o cuatro millas de la costa, ni lances novelescos a medianoche del tipo de los que he oído contar alguna vez, referidos a otros refugiados; sino que la madre de Peio Garmendia se llegó a casa de mis parientes con instrucciones encaminadas a facilitarles un encuentro con su hijo en un bar de Bayona. No me pregunte usted de dónde había sacado aquella señora la información porque no le puedo contestar.
Tiempo después, mis tíos tomaron a primera hora de la mañana el tren de Francia. Como no estaba previsto que volvieran antes del anochecer, mi tía nos dejó a Mari Nieves y a mí la comida preparada. Mi prima, que un mes antes había dado a luz, aprovechó la ausencia de sus padres para endilgarle el bebé al bueno de Chacho y marcharse al monte con su cuadrilla. La escapada le salió mal; pero quizá en consideración a su condición de madre y mujer casada, o por lo tristes que estaban sus padres, tanto ella como los oídos de los vecinos se libraron de los gritos habituales.
En torno a la una de la tarde mis tíos volvieron de improviso a casa. No les había sido posible reunirse con Julen porque los guardias civiles de la aduana les impidieron cruzar la frontera. Nada más bajarse del tren para someterse a los controles de rigor, mi tía, según contaba, le susurró una plegaria a su santa protectora.
Estaba convencida de que no le había faltado ayuda del cielo, puesto que a ella el guardia le hizo la señal de que podía continuar, mientras que a su marido, en castigo porque nunca pisaba la iglesia salvo para asistir a funerales, Dios lo desamparó.
—¿Qué quieres —protestaba él—, que me colgaría un rosario del cuello?
Uno de los guardias civiles encargados de registrar el equipaje de los pasajeros se retiró con el pasaporte de mi tío al despacho donde presumiblemente pidió informes por teléfono y, a la vuelta, sin darle explicaciones, lo mandó para atrás y a mi tía, al percatarse de que iba con él, también.
Al día siguiente, más tranquilos y resignados, se pusieron de acuerdo en que había sido un fallo emprender el viaje con dos maletas cada uno, atiborradas de ropa, alimentos y numerosos utensilios. Abiertas las maletas sobre el mostrador de la aduana, a la vista de los embutidos, los botes de conserva y demás provisiones, así como de diverso calzado y prendas de vestir (algunas, al parecer, de invierno), les preguntaron con ostensible suspicacia adónde iban con todo aquello.
Mis tíos, ya se lo imaginará usted, contestaron con la poca malicia que tenían. Les siguieron preguntando, ellos siguieron mintiendo torpemente y al fin los guardias, recelosos y bruscos, los obligaron a retroceder.
Transcurrieron dos o tres semanas hasta que pudieron concertar otra cita, de nuevo por mediación de la madre de Peio Garmendia, que por entonces pasaba a Francia con cierta regularidad. Chacho se ofreció a llevarlos en el coche de su padre. En esta ocasión, escarmentados, cruzaron la frontera sin apenas equipaje.
Si la primera vez volvieron tristes por no haber podido ver a su hijo, la segunda volvieron igual, si no más desolados, por haberlo visto. Lo encontraron tan desmejorado, sucio y alicaído que les daba picor de ojos sostenerle la mirada.
Ya le adelanté, señor Aramburu, en el curso de nuestra anterior conversación, que Julen lo pasó muy mal en Francia. De forma que si usted necesita para su libro la historia de un militante aventurero, emprendedor, protagonista de innumerables lances más o menos heroicos, le advierto que la de mi primo no le va a servir a menos que usted la exagere.
La cosa cambiaría si estuviera usted interesado en las pesadillas de un pobre chaval, que es lo que en realidad era mi primo, aunque yo entonces, propenso a idolatrarlo, no me daba cuenta; un pobre y sumiso chaval sin cultura, más apto seguramente como objeto de estudio psiquiátrico que para sostener con sus vulgares y anodinas peripecias la trama de una novela.
A mi primo le tocó padecer las duras condiciones de vida de todos o casi todos los refugiados de entonces, agravadas en su caso por la soledad en que lo dejaron sus compañeros por razones que no están del todo claras. Esta soledad suya quizá habría podido él mitigarla relacionándose con la gente del lugar, pero es que Julen no hablaba una palabra de francés ni dominaba el euskera como Peio Garmendia, que en casa, con sus padres y sus hermanos, no se comunicaba en otro idioma.
Huidos a Francia los dos amigos, el cura que se ocupaba de acoger a los refugiados les entregó un vale e intervino para que se alojaran de forma provisional en una vivienda de las afueras de Bayona, donde coincidieron con otros jóvenes de su misma condición.
Sé que, por los días en que sus respectivas madres los visitaban a menudo, aún residían en la susodicha ciudad, aunque en otro alojamiento, y que entretenidos en trabajos ocasionales, haciendo vida austera, se sostenían mal que bien.
No era fácil seguirle el rastro a mi primo mientras estuvo exiliado. La cautela y secretismo propios de la gente clandestina, las reiteradas mudanzas de domicilio, los lapsos a veces prolongados en que no recibíamos noticias suyas e ignorábamos, por tanto, dónde paraba y qué hacía, abrían en mi imaginación infantil un hueco oscuro que yo trataba en vano de alumbrar con suposiciones y fantasías.
Mis parientes hablaban poco de Julen, al menos en mi presencia, y siempre en voz baja, como con miedo a que hubiese un policía acechando detrás de las paredes.
Me consta que, pasados unos meses desde su llegada a Francia, Julen y Peio Garmendia se apuntaron a la vendimia en una región próxima al Mediterráneo; que de modo temporal Peio Garmendia formó parte de la tripulación de un barco pesquero y Julen fue peón en una serrería, y que los dos, acabando el año, presenciaron la boda del jefe de ETA Txomin Iturbe, oficiada por el mismo cura que los había acogido a ellos a su llegada a Francia, el cual por lo visto ejercía una gran influencia sobre los refugiados.
No hay duda de que, entrado el año 70, a Julen se le terminó de torcer la suerte a raíz de una discusión con su mejor amigo por causas que no han llegado a mi conocimiento. Lo que sí sé con bastante seguridad es que, como consecuencia de la pelea, los dos amigos dejaron de serlo. Mi primo, que apenas se relacionaba con nadie que no fuera aquel chaval de su barrio o que tuviera que ver directamente con él, se hundió sin remedio en la soledad y la melancolía.
Al parecer algunos empezaron a retirarle el saludo y él a desesperarse, y fue presumiblemente inducido por aquel estado de desesperación y tristeza como fue gestando en sus cavilaciones la idea obsesiva de volver a casa a cualquier precio.
Lo visité una vez en compañía de mi tía, a finales de febrero de aquel año. Él solía preguntar por mí, por Txiki, como gustaba de llamarme, y yo le pedí en una ocasión a mi tía que le llevase de mi parte un ciclista de plástico que había sido de los de su equipo cuando jugaba conmigo. Mandó a su madre que me transmitiera su agradecimiento, convencido de que el ciclista le daría suerte, pero no se la dio.
A ruego suyo, mi tía me llevó un domingo a verlo. Nos bajamos en la estación de Bayona y allí estaba él, mustio, demacrado, con una barba espesa que me impidió reconocerlo a la primera. Me estrechó entre sus brazos con tanta fuerza que al pronto pensé que me agredía. Enseguida, sin soltarme, rompió a llorar y, como sollozaba ruidosamente, mi tía le ordenó refrenarse porque llamaba mucho la atención.
Mi primo olía raro; no mal, raro. Y me parecía muy cambiado. Incluso su voz no sonaba como de costumbre.
También lloró cuando nos despedimos. Quiso decirme algo, pero le entró tal hipo que no pudo articular una palabra. En el tren de vuelta a San Sebastián, poco antes de llegar a la frontera, mi tía se volvió de pronto a mí para decirme:
—Si sé que le iba a afectar tanto no te traigo.