PUES sepa usted que en las ocasiones especiales mi tía acostumbraba asar un pollo de caserío, y como no le gustaba que le diesen a elegir entre pocos y acaso viejos, en lugar de comprarlos en los puestos del mercado lo hacía en un caserío de las proximidades de Ibaeta, llamado Errotaburu.
Me ofreció acompañarla unas cuantas veces y por distraerme acepté. En el corral del caserío la veía discutir el precio con la casera, la una más tozuda que la otra, y no he olvidado el día en que nos marchamos sin el pollo porque entre las dos no llegaban a un acuerdo. Cuando casi habíamos terminado de bajar la cuesta, oímos que la casera nos llamaba desde arriba agitando el pollo en el aire y diciendo a gritos, en castellano defectuoso, que aceptaba la oferta de mi tía.
Los pollos los llevábamos a casa atados por las patas. Yo jugaba con ellos haciéndolos correr por el balcón. La víspera de cocinarlos mi tía les rebanaba el pescuezo en el fregadero y, cuando se habían desangrado, me dejaba desplumarlos. Esto entonces era normal y yo ni siquiera lo sentía como cruel; pero prefiero que mis hijos no lo sepan.
Traigo lo del pollo a colación debido a que mi tía decidió asar uno el domingo en que Chacho fue invitado a comer a la mesa de mis parientes en calidad de prometido de Mari Nieves.
No era la primera vez que ponía los pies en casa. Convenida la boda con mi prima, al chaval le había dado por hacerse el encontradizo en la parada del trolebús, donde esperaba a mi tía para llevarle las bolsas de la compra, y de esta manera se esforzaba por reunir méritos y caer bien.
Le decía mi tía a su hija, estando las dos solas y yo cerca:
—Te saldrá buen marido, alégrate. Lo mismo que carga a gusto con mis bolsas cargará con la criatura y con todo lo que le eches.
Chacho, en aquellas ocasiones, apenas permanecía unos minutos en la cocina. Mi tía le daba de beber (era un apasionado de la gaseosa) y, enumerándole los quehaceres que tenía pendientes, lo apremiaba a apurar el vaso y marcharse. Mari Nieves, a menos que su madre la llamara, no salía de su habitación para saludar al hombre con quien se casó poco tiempo después.
Pero a lo que iba. Aquel domingo del pollo asado fue el de la presentación formal de Chacho como futuro miembro de la familia. Yo ayudé a poner el mantel, la vajilla y las servilletas sobre la mesa del comedor. A Mari Nieves le tocó quitar el polvo a los muebles, lo que hizo de mala gana, y a mi tío Vicente traer unos pasteles encargados en una pastelería del barrio de El Antiguo. Por el camino se le aplastaron; pero nadie se lo recriminó por no agrandarle la pena que lo corroía desde la desaparición de Julen, de quien llevábamos dos semanas sin recibir noticias. Ignorábamos su paradero, si lo habrían detenido, si estaría bien de salud, si vivía. Con el fin de procurarle protección divina, ardía en la habitación de mis tíos, encima de la cómoda, una vela colocada junto a una estampa de santa Rita.
Chacho llegó puntual, enfundado en un traje de su padre, el pantalón demasiado largo; la americana demasiado grande, además de gastada; la corbata rugosa, con el nudo mal hecho. En el momento de servir el café, mi tía descubrió que se le había picado la leche. Meses después aún atribuía el percance a la excesiva agua de colonia que se había puesto el invitado.
Se notaba que recientemente un peluquero apenas celoso en el cumplimiento de su oficio le había o bien achicado la cabeza, o bien agrandado las orejas. Mostraba, además, en las mejillas punteadas de acné y en el cuello salpicado de barrillos unas cuantas desolladuras debidas a su impericia en el manejo de la cuchilla de afeitar. En su favor diré que se había lavado más de lo que solía: ni se le veían las uñas negras ni grasiento el poco pelo que le había dejado el peluquero.
Entregó a Mari Nieves, sin atreverse a mirarla a los ojos, un paquete de regalo cuyo contenido no llegué a conocer. Ella se lo agradeció con sequedad; tras darle vueltas entre los dedos durante la breve y embarazosa conversación, lo depositó, sin tomarse la molestia de abrirlo, encima de la carbonera, donde seguía intacto al día siguiente.
No se estrecharon la mano, no se besaron, no los vi en ningún momento hablar a solas como es normal que se hablen los novios cuando se apartan para intercambiar intimidades.
Pronto cometió Chacho la primera torpeza, y fue de este modo: que no se le ocurrió sino tomar asiento junto a mi tío Vicente sin esperar a que le fuera asignado un sitio. ¿Lo apretaría tanto el hambre que olvidó guardar ciertas formas de educación también cultivadas en hogares humildes? Quizá quiso tan sólo mostrarle a su futuro suegro simpatía y complicidad entre varones colocándose a su lado. El caso es que plantó sus carnosas posaderas en la silla que habitualmente ocupaba Julen.
A mi tío le faltó tiempo para clavar sus ojos desconcertados en los de su mujer, como suplicándole con la mirada que pusiera fin a la profanación. Mi tía, que así lo debió de entender, valiéndose de una sencilla astucia logró que el chaval se levantara.
Y fue que le preguntó si no le parecía bien desprenderse de la americana para evitar que se le ensuciase durante la comida. A lo cual Chacho contestó, entre bobalicón y campechano, que no le preocupaban las manchas, pues la americana era una prenda vieja de su padre. Y como prueba de sus palabras, mostró un remiendo en el forro.
Mi tía insistió con el tono de voz levemente más tenso y la sonrisa levemente menos amable. Entonces Chacho, sin percatarse seguramente de aquellos matices, como era dócil y de no muy agudas entendederas, se avino a cumplir la orden disfrazada de consejo.
Habiéndose apartado algunos pasos de la mesa, mi tía me urgió por señas a que tomara asiento en la silla de mi primo; pero como yo al pronto no comprendiese lo que me pedía, me acerqué a su lado con el fin de que pudiera traducirme sus gestos en voz baja. No hizo ella esto sino que, agarrándome por los hombros, de un recio empujón me obligó a sentarme en la silla que no debía ocupar el invitado.
A Chacho mi tío Vicente lo llamaba Anselmo.
—Hala, Anselmo, come.
Mi tía prefería decirle Anselmito.
—Anselmito, para ti es la última alcachofa. Cógela, que así me llevo el plato.
Él agradecía adulador:
—Están buenísimas. En esta casa se come mejor que en la mía.
Para mí, como para todos los chavales del barrio, incluida mi prima, que aquel domingo no dirigió la palabra a su prometido sino impelida por las miradas conminatorias de su madre, y puede que por algún que otro puntapié debajo de la mesa, él era simplemente Chacho.
Mi tío hizo ademán de servirle vino; él declinó el ofrecimiento con una violenta sacudida de cabeza que hizo temblar su labio colgante. Se conformaba, según dijo, con la gaseosa y, antes del plato principal, ya se había trincado una botella.
No era voraz, se lo aseguro, aunque tampoco comedido; era, sí, rápido y certero al lanzar la mano para apoderarse de los mejores trozos de comida, instinto que yo supongo perfeccionado en la práctica diaria de la rivalidad con sus cuatro hermanos.
De repente, creyendo tal vez que ya pertenecía a la familia de sus anfitriones, se adueñó sin miramientos de los muslos del pollo asado. No de uno, señor Aramburu; de los dos, créame. Los cuales, desde mi llegada a la casa, al igual que los ojos del pescado, solían corresponder en justo reparto a Mari Nieves y a quien esto escribe.
Mi prima volvió la mirada hacia mí, yo volví la mía hacia ella y, sin decirnos nada, miramos los dos a un tiempo a Chacho, que para entonces ya había empezado a saborear con calma aquellas partes blandas, jugosas y doradas de aceite que tanto nos apetecían, y aun se me figura que también los muslos nos miraban a nosotros con lástima de no estar en nuestras manos y pronto en nuestras bocas y al fin dentro de nuestros cuerpos.
Durante la comida, mi tía estrechó a Chacho a preguntas sobre su padre y su madre, sobre su casa y sus hermanos, así como sobre un sinfín de minucias domésticas, y de vez en cuando mi tío metía baza en la conversación para preguntarle sobre su trabajo en el taller de automóviles.
El bueno de Chacho, que tenía menos malicia que un cordero lechal, a todo respondía con abundancia de detalles, sorprendiéndonos a menudo con confidencias que no se le habían solicitado.
—Anselmito —le dijo mi tía, señalando a Mari Nieves—, espero que cuando seas el marido de esta la cuides bien y la hagas feliz.
—Lo prometo —se apresuró a responder él con la boca llena de pollo.
—No lo dirás por decir, ¿eh?
—Lo juro por Dios.
—Y con nosotros, tus suegros, ¿serás amable?
—Eso también lo prometo.
A este punto mi tía se volvió hacia Mari Nieves para preguntarle qué le parecían las palabras de su novio.
—Bien.
Se conoce que a mi tía la habría complacido una respuesta menos lacónica.
—¿Eso es todo lo que se te ocurre decir?
A mi tío Vicente se le enfadaron las cejas:
—¿Qué más quieres que diga? Ha dicho bien, pues bien.
Terminada la comida, retirados los platos, tomamos el postre y, quien quiso, café. Se produjo entonces un pequeño incidente sin mayores consecuencias, que puede darle a usted idea del tipo de matrimonio que habrían de formar Chacho y Mari Nieves.
Y fue que en el montón de pasteles informes había uno entero, apenas manchado por la nata y la crema de los otros, hacia el cual, desde lados opuestos de la mesa, alargaron los novios la mano al mismo tiempo.
Le repito que Chacho, en contraste con la parsimonia de sus gestos y palabras, podía lanzar con mucha rapidez la mano, que no parecía sino que la tenía hecha lengua de camaleón. Aunque por poco, logró tomarle la delantera a su futura esposa.
Percatándose esta de que su prometido se disponía a arrebatarle el pastel como le había arrebatado un rato antes el muslo de pollo, le tiró un grito repentino:
—¡Chacho!
El aludido retiró la mano con no menos ligereza que si la hubiera puesto en una brasa; dio un respingo y se quedó paralizado, al tiempo que Mari Nieves, con triunfal tranquilidad, retiró de la bandeja de cartón el pastel que codiciaba. Ya para entonces estaba claro a cuál de los dos habría de corresponder la jefatura matrimonial.
Los casó don Victoriano un domingo azul de mayo. La fecha de la boda se pospuso en varias ocasiones a petición de mis tíos, movidos por la ingenua esperanza de que Julen pudiera asistir al enlace de su hermana; pero la proximidad del parto y la impaciencia cada vez mayor de Txomin Ezeizabarrena, que llegó a insinuar un ultimátum, obligaron a tomar una decisión.
Debido a la obesidad agravada por el embarazo, mi prima estaba tan impedida de esforzarse que sin ayuda no habría podido subir las escaleras de la parroquia. Mis hermanos no conocían al novio. El mayor, cuando lo vio apearse del coche de su padre, no pudo resistir la tentación de proferir un «¡Vivan los gordos!» en voz lo suficientemente alta como para que la oyera mi tía, que estuvo en un tris de arrearle una bofetada.
A media mañana, mientras se vestía de novia, mi prima lloraba y daba voces en su habitación diciendo que no quería casarse; mi tío lloraba en la suya con sollozos no menos aparatosos porque su hijo ausente no podía asistir a la boda. Mi madre iba de uno a otro con palabras de consuelo y por el camino se cruzaba con mi tía, que hacía el mismo recorrido en dirección contraria regañando y metiendo prisa.
Mi tía salió a la calle muy estirada de cuello y como retando con miradas de refilón a los vecinos asomados a las ventanas. Algunos jalearon a Mari Nieves. Ella agradeció las felicitaciones con mohín risueño, agitando blandamente su ramo de novia a modo de saludo.
El vestido se lo había confeccionado su madre con tela blanca comprada en una tienda del Bulevar llamada Sederías de Oriente, adonde la acompañé. Se lo hizo holgado para tapar (con poco éxito, la verdad sea dicha) la hinchazón del vientre, y le puso unas puntillas la mar de aparentes en el borde del escote y en las mangas. Es posible que mi madre guarde alguna foto; si tiene usted interés, se lo preguntaré.
Fui con mis hermanos andando a la iglesia. Se supone que debía enseñarles el camino; pero, no sé por qué, se retrasaban aposta y yo los tenía que esperar. Estando así parado, echaban a correr muertos de risa hasta adelantarse cincuenta, cien metros, y cuando les daba alcance se hablaban al oído, hacían muecas de burla, quizá parodiando la expresión de mi cara, y no tardaban en separarse nuevamente de mí.
No bien perdimos de vista a nuestros parientes, me pisaron los zapatos recién estrenados. Estaban los dos de acuerdo en que el charol era cosa de niñas y maricas, y en que si me dejaba acicalar conforme al gusto de nuestra tía acabaría convirtiéndome en un hombre llorón como el tío Vicente. Más adelante, junto a la villa de Tres Forcas, se empeñaron en derribar un nido a pedradas.
Mi tía echó en cara a mi madre que no los hubiera vestido para la ocasión. Vestían y calzaban, es verdad, con evidente pobreza que a juicio de mi tía se habría podido disimular. Mis hermanos desprendían, además, un olor a madera seca que me hacía harto difícil reconocerlos. Estaban flacos, pálidos, ojerosos, y no paraban de mofarse de mí, de ponerme apodos y pellizcarme. En fin, no me explayo en estos recuerdos tristes porque ya sé que a usted le interesan otros asuntos.
Por la parte nuestra éramos ocho, incluyendo a Begoña, amiga íntima de mi prima. De la familia de mi tío no vino nadie porque nadie fue invitado; de los de Navarra, sólo mi madre y mis hermanos con un permiso especial de la Casa de Misericordia.
Le aseguro, por si juzga conveniente relatar una boda multitudinaria, que podíamos habernos juntado ciento y la madre. Que no ocurriera así no significa que la boda se hubiese celebrado en secreto. Toda la parentela fue a su debido tiempo informada del porqué y del cómo del acontecimiento.
Sucedió lo de costumbre entre parientes, que unos se enfadaron, otros se mostraron más o menos comprensivos y a otros les dio igual. Hubo quien envió al domicilio de mis tíos un regalo para la novia pese a no haber recibido invitación y quien, además de no enviar nada, se resarció excluyendo a mis tíos de sus celebraciones. A mi padre no se le mandó aviso por motivos que no vienen al caso.
Los invitados del novio formaban una tropa de casi cuarenta personas, algunas venidas del interior de la provincia (de Azpeitia y por ahí), gente robusta, muy vasca, de semblantes colorados y orejas de soplillo. Es poco lo que le puedo contar al respecto puesto que tanto en la iglesia como después, durante la comida, apenas nos rozamos con ellos. Mi tía Maripuy no paraba de decir que zampaban como bueyes. Oí primero a uno y más tarde a otro dar a Chacho la enhorabuena, medio en broma, medio en serio, por la tripa que le había hecho a la novia, de donde deduje que la verdad no debía de haber llegado hasta sus pueblos.
Por poco se me olvida contarle que el banquete tuvo lugar en un asador del barrio de Igara. Dicho asador se albergaba en una especie de caserío remozado que todavía conservaba la cuadra con vacas y desde cuyo balcón, por encima de las copas de los árboles, se divisaban los tejados de la fábrica de leche Gurelesa. Cada familia apechó con los gastos de sus invitados. No estoy seguro, pero es probable que la actuación del acordeonista y el plato del cura fueran costeados a medias.
Como detalle anecdótico puedo referirle que en el momento de cortar la tarta, los circunstantes reclamaron a los novios, uniendo sus voces a coro según se estila en tales ocasiones, que se besasen. Más tarde supe que era la primera vez que Chacho y Mari Nieves juntaban los labios. A Chacho le dedicaron algunas burlas por lo rojos que se le pusieron los mofletes. De pronto se envalentonó y repitió la acción. Mi prima se sometió al rito con visible repugnancia.
Mustio y silencioso, mi tío Vicente apenas levantó la mirada del plato durante toda la comida. A los primeros compases del acordeón, mi tía se acercó a echarle la bronca porque se negaba a bailar con su hija. Mi madre contribuyó a persuadirlo con palabras más suaves. Luego, en medio de la improvisada pista de baile, padre e hija, enlazados y sin apenas moverse, rompieron a llorar a lágrima viva y todo el mundo preguntaba qué les pasaba. Mi madre fue de corrillo en corrillo diciendo en castellano de Navarra que seguramente les habría dado la cariñadica.
En un momento dado, oí que don Victoriano trataba de consolar a mi tío.
—Tu hijo volverá, Visentico. No te preocupes.
A Chacho un pariente suyo le cortó la corbata para vendérsela en trozos a los invitados. Otro le aplastó un trozo de tarta en la frente, ignoro si en cumplimiento de alguna tradición. Y hacia las seis de la tarde, cuando algunos ya se habían despedido y otros se agarraban a sus copas y vasos para no caerse, el novio entró en el local con los pantalones empapados, ya que al parecer dos primos suyos lo habían metido en un abrevadero.
Terminada la fiesta, como estuviera la tarde buena, nos fuimos todos andando a casa. Poco después llegó Mari Nieves, a quien su madre, con ostensible suspicacia, preguntó si se había despedido de su marido.
—¿Y a ti qué te importa? —le replicó—. ¿No pensarás meterte en mis asuntos matrimoniales?
Tras quitarse el vestido y los zapatos de novia, se puso su ropa habitual y se marchó, apoyándose en un brazo de Begoña, a la calle.
En cuanto a Chacho, al día siguiente tenía que trabajar y se fue a dormir a casa de sus padres.
Los recién casados no hicieron viaje de luna de miel. Hablaban de ir un fin de semana a Zaragoza, incluso Txomin Ezeizabarrena se ofreció a llevarlos en su coche si aceptaban desplazarse más cerca, a Pamplona o Vitoria; pero al final no fueron a ninguna parte, decía el cándido de Chacho que para evitar que a Mari Nieves le «entraran ganas de parir lejos de casa».