Dado azul

JUGÁBAMOS a fútbol en una hondonada que había junto al río. Eran partidos sin árbitro que enfrentaban durante varias horas a dos muchedumbres de chiquillos; partidos que se alargaban, perdida la cuenta de los goles, hasta que la oscuridad del anochecer hacía invisible la pelota o se consumaba una deserción masiva de jugadores llamados a cenar por sus madres asomadas a las ventanas.

Con frecuencia el balón caía al río y, para recuperarlo, había que llegarse hasta la trasera del centro Ibai, a unos cincuenta metros de distancia, donde el agua se remansaba detenida por un grueso tronco atravesado en la corriente.

Una tarde de aquellas me tocó ir a buscarlo porque decía el que lo había tirado que lo había tirado yo, y eso no era verdad, pero como lo repetían unos amigos suyos y, al fin, me pareció que había un interés general por que yo fuera a buscar el balón, fui.

De vuelta, entre los arbustos de la orilla, oí que me chistaban, y al alzar la vista vi que me llamaban por señas, desde lo alto del ribazo, dos chavales mayores, amigos de Julen; uno de los cuales, señalando un Seat 600 aparcado en una fila de automóviles, frente al portal de la casa de mis tíos, me dijo con mucho misterio:

—En aquel coche hay dos secretas. Dile a tu primo que lo andan vigilando.

Yo así lo hice por la noche, cuando Julen vino a dormir. No dio muestras de que el aviso lo inquietase; ni siquiera le interesó saber quién me había pedido que se lo transmitiera. Todo lo que dijo, degustando en la cama el último cigarrillo de la jornada, fue más o menos esto que a continuación transcribo:

—Será porque no respondo a una carta que me han mandado. Pero yo no voy a hacer la mili. A mí no me da la gana de ponerme firmes en el ejército de Franco. Si yo empuño un arma será por Euskadi, la única patria que reconozco.

La presencia del 600 se prolongó durante varias tardes seguidas. No estaba claro que tuviera que ver directamente con mi primo, ya que a veces los dos hombres sentados en su interior se apostaban cerca de otros portales.

Una noche, cenábamos todos juntos, mi tío le dijo de pronto a Julen:

—Tú no andarás en política otra vez, ¿eh? Que no me entere yo.

—Y si te enteras, ¿qué?

—Bueno, tú no te metas.

A comienzos del año 69 aún regía en la provincia de Guipúzcoa el estado de excepción, pronto extendido a toda España. Hasta mis oídos habían llegado en repetidas ocasiones aquellas palabras cuyo significado exacto desconocía. No obstante, uno de los frailes del colegio, preguntado por los alumnos, nos proporcionó ciertas explicaciones no del todo adaptadas al entendimiento infantil, de las que yo tan sólo había sacado en claro una conclusión: que había que tener cuidado con la policía.

Mi tío Vicente me lo confirmó por la noche en casa:

—Mira, sobrino, eso es que la policía puede hacer lo que le salga de los cojones. O sea, como siempre pero aún más.

Por entonces ponía intranquilos a mis parientes la posibilidad de que Julen volviera a ser detenido. En todas partes se hablaba de registros domiciliarios, de redadas, de palizas en los sótanos de las comisarías. No sé usted, pero a mí me entraba un estremecimiento de miedo cuando veía pasar por las calles de San Sebastián hileras de vehículos de la Guardia Civil o de la Policía Armada.

Aquellos bigotes, ¿se acuerda? Aquellas miradas duras, las porras y los cascos, las armas que a mi imaginación adolescente le costaba concebir fuera de las películas de indios y vaqueros. Este pensamiento se lo declaré a mi tía a la vista de varios furgones policiales, saliendo ella y yo un sábado por la mañana del mercado de San Martín.

—Pues hazte cargo —me respondió— de que nosotros somos los indios, y esos señores de uniforme, los vaqueros.

Mis tíos, no le quepa la menor duda, ignoraban las actividades en que su hijo estaba implicado; pero, ojo, no eran tontos, tenían sus barruntos y presentían que Julen, en compañía de Peio Garmendia y de otros amigos y compinches, hacía algo que podría acarrearle serios problemas con las autoridades del régimen.

Recuerdo a mi tío Vicente en la cocina, taciturno, abstraído, meneando de vez en cuando la cabeza al modo de quien se muestra disconforme con alguna cosa oída en sus cavilaciones.

Podía suceder que preguntase de repente:

—¿Y el hijo?

—No ha venido —le respondía su mujer fingiéndose tranquila.

La cabeza gacha, las manos callosas de obrero fabril, mi tío se quedaba mirando fijamente el plato como si buscara señales de Julen entre los fideos.

—Vicente —le decía mi tía—, ¿no comes?

—¿Eh?

—Que se te va a enfriar la sopa.

—El caso es que no tengo ni gorda de hambre.

—No te estarás poniendo enfermo, ¿eh?

—Pues igual.

Y ella, consciente de lo que preocupaba a su marido, por levantarle el ánimo le decía:

—Bueno, bueno, ya vendrá.

Por aquella época, Julen pasaba muchas noches fuera de casa, también en los días laborables, sin que su familia supiera por dónde andaba ni con quién, y cuando por fin reaparecía, ojeroso, desaliñado, muerto de sueño, se apresuraba a mostrar mediante movimientos displicentes de la mano que no pensaba responder a preguntas sobre su vida privada. Su madre, siguiéndolo hasta la habitación, insistía.

—Por lo menos habrás ido a trabajar.

—Puede.

Lo cierto es que mis tíos no sabían nada de las correrías de su hijo ni daban con el modo de sonsacarle información. Me percaté de que Julen, por las noches, acostado en su cama, aunque todavía gustaba de entablar conversación conmigo, eludía revelarme pormenores de sus actos.

Ya no se jactaba como antes de haber bebido tantas y cuantas copas, ni de haberle ganado una apuesta a fulano o una partida de pelota a mengano.

De pronto se arrancaba con frases enigmáticas del tipo:

—Acción-represión-acción. Dime, Txiki, ¿tú sabes lo que es eso?

—No.

—No te preocupes —sonreía guiñándome un ojo—. Algún día lo sabrás.

O estas otras, que al punto atribuí a su talante bromista:

—Tarde o temprano habrá en esta ciudad una calle con mi nombre. Ya estoy viendo la placa: Julen Barriola kalea. Y si me apuras hasta una estatua en la plaza de Guipúzcoa, junto al estanque de los patos: Al héroe Julen Barriola. ¿Cómo se dice héroe en euskera?

Me encogí de hombros.

—Menudo primo te ha tocado, ¿eh? La gente te parará por la calle para felicitarte, ya lo vas a ver.

Cierta noche, a principios de aquel año, nos sacó a todos de la cama, y fue de esta manera: que entró en casa a horas indispuestas dando trompicones, pero no borracho; profiriendo gemidos y llamando con voz entrecortada a su madre. Y salimos todos, uno tras otro, alarmados, descalzos y en ropa de dormir al comedor, y vimos que traía la mano derecha envuelta en unas tiras sanguinolentas de su propia zamarra.

Justo él que venía lloroso y lastimero mandó que no hiciéramos ruido para no llamar la atención de la vecindad y, entre mecagüendioses, putas hostias y otras blasfemias por el estilo, la cara contraída de dolor, le rogó a su madre que lo curase.

Mi tía y Mari Nieves, que por esos días no se hablaban o solamente lo hacían para levantarse la voz, estuvieron de acuerdo en que convenía despertar a algún conocido del barrio que tuviese coche y pudiera llevar a Julen sin falta al hospital. Mi primo replicó irritado que si alguien, fuera de nosotros, se enteraba de lo que le había ocurrido, él se tendría que ausentar por fuerza de casa durante una larga temporada o para siempre. A este punto, incluso yo, a mi corta edad, deduje que Julen debía de haberse puesto a malas con la ley.

Mari Nieves, por orden de su madre, fue a llenar una palangana con agua caliente y después a limpiar las posibles manchas de sangre que hubiese en las escaleras del edificio. Mi tía retiró entretanto las tiras de tela. Al descubierto quedó una desgarradura que tenía mi primo en el pulpejo de la mano, debajo del dedo pulgar, por la que asomaba la carne viva. Mi tío dijo nada más ver la herida:

—A ti te han pegado un tiro.

Julen se apresuró a negar mediante una sacudida vehemente de la cabeza.

—Pues si no te han pegado un tiro, te lo has pegado tú enredando con un arma.

A Julen le sobrevino una arcada. Mi tía intercedió:

—Vicente, no empeores las cosas. Vete a la cama.

Mi tío se volvió obediente a su habitación. Por el trayecto dijo:

—Este anda con pistolas.

Una vez que hubo lavado la herida, mi tía procedió a desinfectarla con alcohol de farmacia, y para ello vertió el contenido de una botella de medio litro en un cuenco, dentro del cual sumergió a continuación la mano maltrecha de mi primo. Este apretaba los dientes tratando de ahogar las quejas. Pasados unos instantes, se conoce que ya no era capaz de resistir el dolor. Intentó entonces sacar la mano del líquido mordiente, pero su madre se la mantuvo apretada sin compasión contra el fondo del recipiente.

—Lo que tarde en rezar dos avemarías has de tener la mano en remojo.

—¡Amá, hostia!

—Que no se diga, Julen. ¡A tu edad estos remilgos!

Los ojos de mi tía repararon de pronto en mí, que estaba observando la escena desde un rincón.

—¿Qué haces levantado a estas horas?

Mandó que me acostara de inmediato. Al cuarto de hora, sobre poco más o menos, sentí llegar a Julen y tumbarse encima de su cama sin encender la luz, desvestirse ni apartar la colcha. No fumó; tampoco me dirigió la palabra ni se dedicó a sus ejercicios masturbatorios bajo la manta, quizá por no tener en condiciones la mano de darse gusto.

Un rato después lo oí hablar dormido, a la manera de los que deliran. Picado por una intensa curiosidad, presté atención a sus rumores y balbuceos en la esperanza de que delatasen lo que le había sucedido aquella noche; pero me fue imposible discernir nada semejante a una palabra entre los ruidos confusos que salían de su boca.

De amanecida se fue a trabajar con la mano vendada, y por la noche, durante la cena, sin que ninguno de mis parientes se lo hubiera preguntado contó que de víspera, subiendo en moto con un amigo al barrio de Ayete, habían tenido un accidente y a él se le había incrustado una piedra en la mano. Sus padres escucharon el episodio sin decir nada. Tan sólo mi tío le preguntó al final si su amigo se había hecho daño.

—No, ese ha tenido suerte.

—¿Cómo se llama tu amigo?

—¿Qué más te da, aitá, si no lo conoces?

Terminada la cena, Julen salió a la calle como acostumbraba. No bien se apagó el ruido de sus pasos en las escaleras, oí a mi tío decir:

—Una piedra, sí, sí. Este anda con pistolas, Maripuy. Si lo sabré yo.

—¿Tú qué coño vas a saber?

—Cualquier día tendremos un disgusto.

—Hala, cállate, que estás más guapo.

Y ahora sí, ahora ha llegado el momento de relatarle el episodio (supongo que fue la comidilla del barrio cuando se produjo) que usted dijo conocer a medias la última vez que nos vimos y por el cual me confesó que experimenta un vivo interés.

Corría el 1 de marzo de 1969, un sábado de nubes y claros, de tiempo fresco, tirando a frío. Se celebra en tal día la fiesta anual del Ángel de la Guarda. Yo había subido hasta la ermita a primera hora de la tarde para comprar por encargo de mi tía media docena de rosquillas blancas en uno de los puestos de la pequeña feria.

Gracias a que por cumplir aquel mandado me acerqué al lugar, supe más tarde encontrar a Julen con rapidez, pues lo había visto junto a sus amigos y unas chicas para mí desconocidas, compartiendo todos una bota de vino y bailando a la manera tradicional delante del tablado sobre el que un hombre tocaba el acordeón y otro ponía la voz y lo acompañaba con una pandereta.

Una ráfaga de timbrazos rompió la paz de casa pasadas las cinco de la tarde. A dicha hora tan sólo mi tía y yo estábamos en la vivienda. Sentada a la mesa del comedor, ella confeccionaba una de tantas prendas de punto para el nieto venidero, mientras escuchaba la radio (algunas zonas de España habían sido sacudidas de víspera por un terremoto sin graves consecuencias). Ajeno de preocupaciones y de tareas escolares, yo jugaba a los ciclistas en el suelo de mi habitación.

Nuestra vecina del piso de enfrente había visto por la ventana que varios furgones de la Policía Armada se habían detenido delante del portal y, recelando que los agentes venían a registrar nuestra casa, como así era en verdad, se apresuró a ponernos sobre aviso.

—Maripuy, los grises. Mira si te da tiempo de esconder alguna cosa mala de tu hijo.

Dicho lo cual, se volvió a su casa, y transcurridos seis o siete largos minutos, sonaron gritos conminatorios en el descansillo y, en vez del timbre, unos recios manotazos contra la puerta.

Mientras esperábamos la llegada de los policías, mi tía aprovechó para colocar aquí y allá diversos objetos religiosos, así como una banderita de España con su pequeño legionario y su mástil sujetos a una base de escayola. Nunca antes había visto yo el patriótico chirimbolo. Imagino que lo compró a escondidas en previsión de que aconteciera lo que finalmente aconteció.

¿Por qué le costó a la policía tanto tiempo subir al piso de mis tíos? La tardanza, como después supimos, se debió a un fallo grotesco que cometieron los agentes, y fue de este modo: que llamaron por equivocación al segundo derecha, justo debajo de nosotros, donde, para más inri, vivía un matrimonio mayor con el cual mis tíos no se hablaban. Total, que en aquellos momentos los inquilinos se hallaban ausentes, lo cual fue interpretado por los policías como señal de que no les querían abrir la puerta y, en consecuencia, después de unos cuantos gritos y amenazas, la derribaron.

Cuando sonó el estruendo, mi tía se encontraba a mi lado.

—¡Tratar de esta manera a la gente humilde! —murmuró.

Su cara traslucía una especie de serenidad enojada. Admito que no sé expresar esto con precisión; pero, fuera como fuese, yo no la dejaba de mirar por cuanto algo que emanaba de sus facciones (¿dignidad, temple, contención?) y, sobre todo, de sus ojos, me preservaba del miedo.

De pronto apretó contra la palma de mi mano mil trescientas pesetas en billetes enrollados y, mandándomelos esconder en el bolsillo del pantalón, me dijo que a la menor oportunidad saliera en busca de Julen y no volviese a casa sin haberle entregado antes aquel dinero. Me preguntó si la había entendido; respondí que sí. No me dio mayores explicaciones ni me pidió que le transmitiera mensaje alguno a su hijo.

Un rato después la casa se llenó de policías.

—¿Adónde va este niño?

—No vive aquí.

—¿Cómo que no vive aquí?

—Es el hijo de una vecina.

El policía me clavó una mirada feroz.

—Esfúmate, chaval, no sea que me empiece a disgustar la cara de mono que tienes.

Dos o tres metros más allá me cerró el paso otro policía.

—¿Adónde cohone creej que vaj, eh?

Y el anterior le contestó:

—Déjelo, Gutiérrez. No vive en esta pocilga.

Salí a la calle sin prenda de abrigo y con las zapatillas de casa, y a todo lo más correr que pude, pisando por medio de los huertos con pensamiento de hacer el camino más corto, me llegué monte arriba hasta la ermita del Ángel de la Guarda.

Enseguida divisé a Julen con su cuadrilla de amigos, atentos todos a un duelo jocoso de bersolaris. Viéndome llegar apurado, y quizá por otras señales de mi cara, comprendió que le traía malas noticias. Tras llevarse un dedo a los labios en demanda de silencio, me indicó que lo siguiera hasta detrás de una meta de heno, en el borde de la carretera, donde sin que nadie me pudiese escuchar, jadeante y con el corazón alocado, le conté lo que pasaba en casa y le di el dinero.

Visiblemente nervioso me susurró al oído que hiciera venir a Peio Garmendia. No sé qué hablaron los dos detrás de la meta, no volví a ver a mi primo sino transcurrido un largo tiempo, y lo último que me dijo, después de estrecharme entre sus brazos y antes de perderse de vista por la cuesta abajo en compañía de Peio Garmendia, fue:

—Txiki, eres un buen gudari. —Y, volviéndose a su amigo, agregó—: ¿A que sí?

Pero Peio Garmendia no estaba con ánimo de emociones y despedidas.

—Déjate de hostias y vámonos.

Entre temblar de frío o temblar de miedo, escogí la primera opción, y por dicho motivo no regresé a casa de mis parientes sino cuando ya el cielo era más negro que morado. Tuve la prudencia de comprobar de lejos que no quedaban furgones de la policía delante del portal.

Me encogió el corazón encontrar a mi tío llorando en la cocina, con la cabeza entre las manos. Lloraba, se lo juro, con unos gemidos roncos de niño grande. Por primera vez, que yo sepa, salvo en las contadas ocasiones en que se lo hubiera impedido algún problema de salud, no acudió como todos los sábados a su sociedad gastronómica.

A mi llegada todavía reinaba el desorden en la vivienda: cajones volcados, ropa desparramada, camas deshechas. Mi tía por un lado y Mari Nieves por otro se atareaban por restituir cada cosa a su sitio.

Al verme, mi tía me preguntó con sequedad:

—¿Has hecho lo que te he pedido?

Mi respuesta no bastó para desenojar sus cejas; pero sé, porque no podía ser de otro modo, que la esperaba y le debió de procurar alivio.

No quiero robarle a usted tiempo ni fatigar su paciencia haciéndole una descripción pormenorizada del desorden y los destrozos que encontré en mi habitación. Créame, habría sido necesario un terremoto de notable magnitud para dejarla como la dejó la policía.

Hasta el día siguiente, con la claridad de la mañana, no pude llevar a cabo el recuento de mis ciclistas: seis rotos, supuse que pisoteados; uno del equipo de Eddy Merckx descabezado y algunos torcidos que mal que bien conseguí enderezar.

El dado, un dado azul celeste con los puntos dorados, por el que yo sentía especial apego, no lo encontré, ni ese día ni nunca, y no será porque no mirase y remirase debajo de los muebles, en todos los recovecos y, en fin, por toda la casa.

Ya sé que la pérdida de un juguete es la cosa menos parecida a un acontecimiento histórico, que no vale nada frente al sufrimiento de tantas personas durante la dictadura aquella que tuvimos y que a usted no le puede interesar para su libro. Pero, mire, a mí me dolió sobremanera, dejándome dentro de la boca un sabor seco, arenoso, a injusticia que no he olvidado.

Por aquel entonces, cuando veía policías por las calles, los miraba con la secreta, con la candorosa esperanza de adivinar cuál de ellos se habría apoderado de mi dado azul, y soñaba que al pasar cerca de mí se le caía al suelo sin darse cuenta y yo lo recuperaba.

Seis años después, cuando murió el Generalísimo, le pedí a Dios muy seriamente, en el curso de una de las últimas misas a las que recuerdo haber asistido, que lo primero de todo le pidiera cuentas a aquel señor, jefe de todos los policías de España, por el hurto de mi dado.

Nunca sabré si fue atendida mi petición.