En busca de un yerno

TAMPOCO fui testigo de todos los hechos que me propongo relatarle en este tramo de recuerdos, sino que de algunos ocurridos sin que yo hubiese tenido ocasión de presenciarlos recibí noticia más tarde, oyendo a mis parientes hablar de ellos, tanto si me notaban a su lado como si no, ya que con frecuencia no se recataban de conversar sobre asuntos privados delante de mí.

Hace poco averigüé detalles nuevos de boca de mi madre, a quien mi tía Maripuy nunca dejó de mantener al tanto de sus cuitas. Se me hace que mi madre, sin salir del pueblo, conocía mejor que yo las intimidades de nuestros parientes.

Generosa como es, accedió a desvelarme numerosos secretos cuando le dije que tenía garantías del escritor a quien deseaba trasladarlos, de hacer irreconocibles y cambiarles los nombres a las personas trasuntadas. Para mayor seguridad, me pidió que lo persuadiera a usted a colocar la historia en Bilbao o en otro sitio que no fuera San Sebastián.

En fin, le escribo esto antes de entrar en materia para que se fíe usted de mí, señor Aramburu, pues nada de lo que pienso referirle a continuación es inventado, aunque quizá la verdad carezca de importancia cuando se escribe con propósito novelesco. Por eso, y por otras cosillas que no hacen al caso, a mí, que he leído tantos libros científicos y de mi especialidad, no me gusta mucho la literatura, ya lo sabe usted.

Como le referí en otro lugar, los diversos intentos por impedir que la naturaleza consumara su obra en el vientre de mi prima no condujeron al resultado apetecido. Hubo que poner freno a nuevas tentativas tan pronto como don Victoriano averiguó el mal paso de la muchacha. Mi tía Maripuy no se lo supo ocultar y después anduvo arrepentida, presintiendo con razón que el cura no dejaría escapar la oportunidad de inmiscuirse en vidas ajenas.

Celebramos unas fiestas navideñas de caras largas, de poca conversación y ninguna alegría, y por Nochevieja mi madre vino a San Sebastián a comer doce uvas con sabor a tristeza. Me trajo un obsequio de Reyes modesto y se pasó la mayor parte del tiempo echando lagrimitas mano a mano con su hermana, de paso que le ayudaba a limpiar a fondo el piso.

Tras la visita de mi madre, a mi tía Maripuy se le desvanecieron las pocas dudas que abrigaba acerca de la conveniencia de encontrar al fecundador de su hija. Había jurado delante de la Virgen de la urna que llevaría a toda velocidad «al espabilado y a la tonta» ante el altar más cercano, lo uno para que «el canalla» apechase con las consecuencias pecuniarias de su lascivia, lo otro para paliar tanto como fuera posible la vergüenza de un nieto nacido fuera de las convenciones sociales y religiosas de la época. Ya se habrá figurado usted que ella lo explicaba con palabras distintas, propias de su condición humilde.

Recuerdo que a veces estaba sola en la cocina, ocupada en sus tareas domésticas, y yo, desde el comedor, la oía murmurar de repente para sí:

—¡Qué vergüenza!

Envolvíamos jaboncillos los dos en silencio, y a ella le salía por la boca, sin poderlo evitar, una punta sonora de sus cavilaciones:

—Me muero de vergüenza.

Con su hija apenas hablaba por aquellos días; pero se conoce que de vez en cuando no lograba contenerse y le decía al pasar, con lacrimosa y brusca amargura:

—Por tu culpa no salgo de casa.

En cierta ocasión me hallaba cenando en compañía de mi tío y de mi primo, y mientras sorbíamos la sopa, cada cual con la mirada fija en su plato, nos llegaron de la habitación de Mari Nieves las chillonas reconvenciones de su madre. En esto, percibimos el sonido inconfundible que emiten las caras humanas, sobre todo las carnosas, cuando son golpeadas con la palma de la mano.

Julen se encaró entonces con su padre.

—Joder, igual que la policía. Vete a pararla.

—¿Yo? Allá cuidados.

—Pues entonces voy yo.

—Vete.

Pero en lugar de acudir en socorro de su hermana, mi primo dijo algo entre dientes y siguió tomando cucharadas de sopa con buen apetito.

A principios del 69 aún no sabían mis parientes a quién atribuir la paternidad del futuro miembro de la familia, y mi tía vociferaba y amenazaba, o bien, sacudida por súbitas ráfagas de emoción, proponía tratos con voz endulzada y hacía promesas y solicitaba milagros con la cara vuelta hacia el techo, sin que Mari Nieves, encastillada en largo y despechado mutismo, harta de que su madre la llamara puta, se dignase pronunciar el nombre que le reclamaban. Creían todos erróneamente, yo también, que callaba por tozudez, hasta que supimos que callaba porque no tenía respuesta.

Una tarde de aquellas, estando yo en la calle con amigos de mi edad, vino a casa don Victoriano a ruego de mi tía. Lo vi entrar en el portal, vestido de negro con sotana y bonete, acaso para impresionar a la muchacha dándole a entender que la visitaba en cumplimiento de sus atribuciones eclesiásticas.

Ni yo ni mi madre sabemos qué le dijo ni qué le dejó de decir; pero es el caso que no le faltó a don Victoriano ingenio ni autoridad para sonsacarle a Mari Nieves los nombres de sus inseminadores, de forma que cuando mi tía se hubo enterado de que no eran menos de tres se desplomó y el propio cura la tuvo que socorrer acercándole la botella de vinagre a la nariz.

—Pues con uno de esos te has de casar —le dijo mi tía, el cuello tieso, la voz autoritaria, a su hija por la noche—. Me da igual con cuál. Por mí como si lo echas a los dados.

Y volviéndose hacia su marido:

—Vicente, díselo tú a esta pendona.

—¿Qué quieres que le diga?

—Lo que un padre debería decir a su hija en una desgracia como esta.

Entonces mi tío, con aire de cansancio, le dijo a Mari Nieves que preguntara a alguno de aquellos chavales, al que más le gustase, si haría el favor de casarse con ella.

Mari Nieves, tomada de un llanto violento, no pudo responder. Mi tío le acarició el dorso de una mano, casi a punto de llorar, y le dijo en conclusión, compadecido:

—Haz caso a tu madre y así acabamos antes.

Una semana de plazo le concedió mi tía a Mari Nieves para que eligiera marido. Transcurrida la cual, la muchacha contó que ninguno de los posibles padres de su futuro hijo aceptaba unirse a ella en matrimonio.

—¿Y eso?

—Dicen que por gorda y fea.

—Ya será —le replicó su madre— porque te arrimas a cualquiera y no se fían. Pero no te preocupes, que esto lo arreglo yo. Hoy mismo te traigo un marido.

Mi tía acudió con pasos enérgicos a casa de los tres chavales que habían gozado de la tonta, como ella decía. Y en las tres casas dio rienda suelta a su desesperación, hizo reclamaciones que fueron rechazadas, escuchó historias relativas a su hija que confirmaron sus peores recelos y al fin no logró sino malquistarse con unos y con otros y contribuir a que el barrio entero se enterara de que Mari Nieves Barriola estaba preñada de no se sabía quién. Malas lenguas echaron a volar el bulo de que había tenido tratos carnales con un gitano.

Agria por demás fue la discusión en casa de Joserra, cuyo padre, un hombre de malas pulgas y ofensivo vocabulario, se insolentó con mi tía. La cubrió de injurias y acusaciones, y faltó poco para que le sentara la mano. Mi madre no conoce por desgracia más detalles. Créame que lo siento.

Por aquellos días, mi tía le dijo a su marido en mi presencia, con mueca despectiva:

—¡Vaya hombre, que no protege a su mujer!

A lo que él, rascándose la cabeza por debajo de la chapela, no le quiso contestar; pero como ella insistiera, él, por último, le dijo:

—Tienes razón. Si yo sería hombre no me levantaría a las cinco de la mañana para ir a trabajar.

—Y entonces ¿qué ibas a hacer?

—Quedarme en la cama. Que para lo que visto y jamo no hace falta trabajar todos los días ocho ni diez horas.

Mi tía Maripuy no era mujer propensa al desánimo. Perseveró en la obstinación de procurarse un yerno a toda costa, y en esas idas y venidas contó con el visto bueno del cura, a quien logró convencer para que actuara en su nombre por las casas donde ella había fracasado.

Don Victoriano pulsó timbres. No me cuesta imaginar que repartió bendiciones, abogó, expuso y peroró arguyendo con palabras untuosas, locuciones enfáticas y citas de la Biblia en favor del sacramento matrimonial.

Aunque dudo que nadie se atreviese a alzarle la voz o le amagara un tortazo como a mi tía, terminó la ronda de visitas sin obtener otro provecho que lo que le hubieran dado de comer o de beber en cada una de las tres viviendas.

Se lo oí susurrar un sábado a la salida de misa en estos o parecidos términos:

—Maripuy, comprende que tu hija es mal partido.

—Mi hija trabaja y está sana.

—Sí, pero dista mucho de parecerse a la Venus de Milo.

—Mire, padre, yo no sé quién es esa señora ni me importa. Pero ayúdeme, por lo que más quiera, a arreglar el estropicio. Hágalo por la criatura, para que no la apadrine el demonio, que la tonta ya se apañará.

—Uf, el demonio a quien se va a llevar es a Mari Nieves.

—Por mí, cuanto antes. Vamos, que si quiere se la envuelvo en papel de regalo.

—¡Por favor, Maripuy, para ya de ofender al Señor!

Mi tía no cejó en su propósito hasta conseguir la ansiada recompensa. Hubo, pues, novio, compromiso matrimonial y boda, y fue de esta manera (y usted trence como considere oportuno los hilos del relato): que cuando llegaba yo una tarde del colegio y subía las escaleras de la casa vi salir del piso de mis tíos a Txomin Ezeizabarrena, que como sabe usted era un electricista de automóviles, vecino del barrio, hombre alto y fornido, buen tokalari, padre de familia numerosa y casado con una pobre mujer a la que una parálisis facial le había dejado el morro, con perdón, torcido.

Y otro día en que llovía a cántaros y soplaba un ventarrón de cuidado, mi tía me apremió a que dejara de envolver jaboncillos y me fuera a jugar a la calle. Yo quise decirle que prefería quedarme en casa, pero no me dejó hablar.

Por ser pronto, el centro Ibai se hallaba cerrado. Conque corrí a refugiarme de la lluvia bajo el saliente de un balcón, y estando allí, solo y expuesto al frío, vi entrar a Txomin Ezeizabarrena en el portal de casa de mis parientes y salir de él al cabo de veinte o treinta minutos.

Que yo sepa, hubo por aquellos días una tercera visita de la misma naturaleza. En todas coincidió que mi tía estaba sola en casa y Txomin Ezeizabarrena la fue a ver sin su caja de herramientas. Piense usted lo que se le antoje, que es lo mismo que me dijo mi madre a mí cuando se lo conté.

Mi tío Vicente no debía de estar del todo ignorante de las conversaciones de su mujer con aquel vecino. Lo digo porque una noche, durante la cena, preguntó:

—¿Qué te ha dicho Txomin?

Y mi tía, sin mover una pestaña, le respondió:

—Está de acuerdo.

Este Txomin Ezeizabarrena tenía varios hijos, y uno de ellos, de la edad de mi primo, era de cortos alcances, por no decir directamente que padecía retraso intelectual, aunque a primera vista no se le notara. Aprendía el oficio de electricista con su padre en un taller de coches. Se llamaba Anselmo, pero casi todo el mundo le decía Chacho. Me consta que no tenía imaginación ni para figurarse una mujer desnuda y desde luego, con mi prima, que lo detestaba como sólo se puede detestar a un animal repelente, no había intercambiado jamás una palabra. Chacho tenía las mejillas punteadas de acné, el labio inferior colgante, las orejas de soplillo, las uñas negras y el pelo ralo y grasiento, y cuando Mari Nieves se enteró de que la querían casar con aquel chaval poco agraciado del que muchos, en el barrio de Ibaeta, empezando por Julen, se burlaban, amenazó con escaparse de casa.

Mi tía se apresuró a mostrarle la puerta abierta.

—¡San Dios! —le dijo—. ¿A qué esperas?

La cosa estaba decidida, contaba con la aprobación del cura y de nada le valió a mi prima llorar y protestar. La vi un día de rodillas en la cocina, suplicándole a su madre, con los ojos arrasados en lágrimas:

—No me hagas esto, amá. Con cualquiera menos con Chacho. Que es muy feo, que la gente se va a reír de mí.

—¿Y tú eres guapa?

—Amá, que es medio tonto.

—Pues por eso. ¿O te crees que uno más listo habría de cargar con lo que llevas en la barriga?

Mi prima se puso de pie profiriendo tales gritos que debieron de oírse en toda la vecindad. Se tiraba con fuerza del pelo y dijo:

—Nunca seré feliz. ¡Nunca! ¿Es eso lo que quieres?

—Lo que yo quiero —le replicó mi tía con aspereza— es que seas decente.