MARI Nieves ha decidido matarse. Está en la cama, boca arriba, las manos sobre el vientre, a oscuras. Es muy tarde. Su hermano ha llegado hace un rato. Ese sí que tiene suerte, piensa. Va y viene como le da la gana. Ventajas de ser varón. Lo tiene decidido. Mañana me mato. No sé cómo, pero me mato. Una vez, de pequeñita, tuvo lombrices intestinales. Ahora se siente igual, con el bicho ese en las entrañas. Hace recuento de las personas que están al corriente de lo suyo. Los de casa, por supuesto. Aunque ni su padre ni su hermano han dicho ni pío al respecto. ¿Quién más? El cabrón del cura. ¿Cómo se habrá enterado? Ese se entera de todo. Sin duda su madre se lo ha chivado por la rejilla del confesionario. Pudiera ser que la profesora de guitarra. Por la cara que me ha puesto la muy boba, seguro. Luego Begoña. Mari Nieves no quiere creer que su amiga se haya ido de la lengua en casa. La madre de Begoña es peor que la radio. Secreto que pesca, secreto que difunde. Barrio de cotillas. Me mato. Yo así no puedo vivir. Los chavales aún no lo saben. Hay por lo menos tres que podrían tener la culpa. No puede dormir. Todo el mundo la señalará con el dedo. Es una puta. Peor que una puta, ni siquiera cobra. Enciende la lámpara. Repasa la carta de despedida. La rompe. Escribe otra. A las cinco de la mañana oye a su padre levantarse. La última vez que lo oigo. Su padre es bueno. No la ha reñido. Su madre es mala. La ha reñido y le ha pegado una bofetada. Casi se la devuelvo. Nacer para esto. ¿Para qué nacemos? ¿Para pegar y que nos peguen? Estoy segura de que no existe Dios. Es un invento. Al rato oye bisbisear a su padre y a su hermano. Toda la vida madrugando. Obreros. El pueblo trabajador vasco, como dice Julen. Y así toda la vida, deslomándose para los ricos. Hasta que llega la muerte y te llevan en una caja al cementerio.