TODOS los días laborables mi tío Vicente iba en bicicleta a la fábrica de jabones, aunque soplara un vendaval, aunque lloviera a cántaros. Como recordará usted seguramente, componía una estampa típica del barrio con su chapela, los bajos del pantalón recogidos con pinzas para protegerlos de la grasa de la cadena, la fiambrera en la parrilla y a veces un carretón, a modo de remolque, acoplado por el extremo de la barra a un gancho que había hecho soldar al cuadro de la bicicleta en el taller de un carrocero.
En el carretón solía traer a casa cada cierto tiempo, ocultos dentro de un costal, trozos de cocos de los de elaborar jabón, y como la mayoría de ellos había perdido la frescura estaban secos y amarillentos, y tenían por consiguiente un sabor rancio que producía un leve picor en la garganta.
La primera vez que los vi se me despertó la codicia de probarlos; pero no bien introduje uno en la boca los rechacé igual que los rechazaban mis parientes. Mi tía Maripuy acostumbraba dejarlos unos cuantos días en el frutero de la cocina y al final, en vista de que nadie les hacía aprecio, los tiraba al cubo de la basura.
Mi tío Vicente debía de olvidar que no nos gustaban, como, dicho sea de paso, tampoco le gustaban a él. Se conoce que, tocante a esta cuestión, también a mí me aquejaba la desmemoria, pues era el caso que, transcurrido un tiempo, les hincaba de nuevo el diente y volvía a experimentar la misma repulsión.
Cabe la posibilidad de que a mi tío, al no ver los trozos en el frutero por la mañana temprano, antes de salir a trabajar, se le figurase que los habíamos comido. Y así, por una razón o por otra, o simplemente impulsado a rachas por un instinto fuerte que tenía de alimentar a su familia, volvía de vez en cuando a casa con una nueva carga de cocos rotos.
El carretón le servía principalmente para transportar de la fábrica a casa y viceversa unas maletas de madera llenas de jaboncillos, así como los paquetes de envoltorios que a fin de obtener unos ingresos adicionales poníamos a los jaboncillos sobre la mesa del comedor. Tan sólo Julen se consideraba dispensado de dicha tarea puesto que, en su opinión, ya trabajaba suficientes horas a diario en la cervecería.
A mi tío y a Mari Nieves los vencía el mal humor siempre que tenían que envolver jaboncillos, lo cual ocurría una, dos y, según las épocas, hasta tres veces por mes. Mi tío no paraba de renegar, perdía la paciencia, rasgaba los envoltorios porque a veces venían pegados unos a otros en el paquete y él los extraía con rabia. Y así, refunfuñante y malhablado, daba rienda suelta a su insatisfacción en parte comprensible, puesto que su trabajo en casa se sumaba al de la fábrica, donde con frecuencia hacía horas extraordinarias, y también porque el dinero de los jaboncillos no le aprovechaba poco ni mucho debido a que mi tía se quedaba para los gastos familiares hasta el último centavo.
—Al infierno vas a ir con ese lenguaje —le decía ella.
—Mejor allí que en esta casa.
A vueltas con las quejas, al final mi tío Vicente conseguía que su mujer, perdida igualmente la paciencia, lo sacase de quicio con algún reproche de grueso calibre. Entonces se levantaba ofendido de la silla, haciendo gala de una autoridad, una resolución, una fortaleza de ánimo que distaba mucho de poseer; soltaba una potente blasfemia, se calaba la chapela y bajaba al bar.
Apenas había puesto un pie fuera de la vivienda, le tomaba Mari Nieves el relevo con las protestas. No tardaba en suscitarse la previsible discusión entre la madre y la hija. A todo esto mi tía, harta de quejas y malas caras, le prefijaba a Mari Nieves una cantidad de trabajo; despachada la cual, le permitía salir a la calle no sin antes motejarla de holgazana e imponerle con amenazas de castigo una hora para estar de vuelta en casa. Me faltan dedos en las manos para contar las veces que presencié escenas semejantes.
De anochecida mi tía se iba a la cocina a preparar la cena, y yo, que me acordaba de que mi madre me había encarecido que fuese dócil y ayudase en todo lo que pudiera para devolverles a mis parientes, aunque fuera en una pequeña proporción, el favor de tenerme acogido en su casa, me quedaba solo envolviendo jaboncillos hasta que venía mi tía al comedor y, compadecida de mí, me decía:
—Hala, sobrino, vete a jugar. Por hoy es suficiente.
Fuera porque yo rara vez abría la boca o porque en muchas ocasiones, por no haber sitio para mí a la mesa, me ponían a envolver jaboncillos aparte, en una banqueta y una silla que me servía de tablero, el caso es que a menudo mi presencia pasaba inadvertida a mis parientes. A tal punto que, olvidados de mí, hablaban sin recato de asuntos confidenciales y por esta vía entraban en mis oídos no pocas noticias de escándalos y desavenencias de vecinos, y algún que otro secreto de familia.
Llevaba yo cerca de diez meses viviendo en casa de mis parientes cuando supe que uno de dichos secretos afectaba a mi prima Mari Nieves, y era de modo que pasaban las semanas, no sé cuántas, pero más de las debidas, y la muchacha no menstruaba, cosa que a mi edad yo no terminaba de comprender, por lo que una noche le pregunté a mi primo Julen la razón de que su madre y su hermana se mostraran por aquellos días tan mustias y silenciosas.
Me daba a mí que de un tiempo a aquella parte nadie hablaba en la casa o lo hacía en susurros. Mi tío cenaba con la cabeza gacha; a mi tía le tomaban unos hipos y gemidos repentinos mientras fregaba o cocinaba; y, en fin, se respiraba en toda la vivienda un aire extraño, de una espesura triste, como cuando acaba de fallecer un ser querido. Y también le pregunté a mi primo con preocupación sincera si todo aquello pasaba porque yo hubiera dado algún motivo de disgusto; a lo cual respondió él desde su cama:
—Me huelo que la boba esa me va a hacer tío.
Vino mi madre del pueblo, llamada por su hermana para deliberar sobre lo que convenía hacer, y estuvo con nosotros, contagiada de la seriedad de nuestros parientes, dos días con su noche intermedia. Durmió en el suelo del comedor, sobre un colchón relleno de lana que le prestó una vecina.
Mi primo Julen no vio el colchón en la oscuridad cuando llegó a casa tarde como de costumbre y cayó con todo su corpachón encima de la dormida. Me despertó poco después muerto de risa. Acostado en su cama, se entretuvo en burlarse del acento y los navarrismos de mi madre, sin importarle que ella lo pudiera oír al otro lado de la puerta. Especial placer le producía pronunciar los números a la manera rural navarra: uno, dos, «ches», «cuacho» y así.
El día de su llegada, por la tarde, fui con mi madre a una churrería de la Parte Vieja, donde yo merendé y ella no, por moderar el gasto. Ni entonces ni cuando la despedí con mucha pena al día siguiente en la parada del autobús, que fueron las dos únicas veces en que tuvimos ocasión de hablar a solas, me reveló la razón verdadera de su venida a San Sebastián.
Dijo que le había dado de repente la cariñada de verme y abrazarme, y que quería regalarles a mis tíos una gallina viva en señal de agradecimiento, como en efecto hizo.
Pero andando los años me confesó el propósito principal de aquella visita inesperada, así como numerosos pormenores de su conversación con mi tía. Y fue de esta manera: que mi madre, al principio, era partidaria de respetar los mandamientos de la ley de Dios; lo cual, para mis tíos, supondría resignarse al regocijo malvado de los vecinos no bien la naturaleza anunciase su obra con innegable y abultada evidencia en la barriga de mi prima.
Mi tía lloraba, su hermana le pedía calma. Se calmaba mi tía y entonces era mi madre la que empezaba a llorar. Entretanto las dos se juramentaron para hallarle paliativo a la vergüenza que no tardaría en llamar a la puerta de los Barriola y, cuando no, retrasarla tanto como fuera posible.
Confiaban en que hasta el sexto o acaso el séptimo mes de embarazo la obesidad protegiera a la muchacha de comentarios y miradas recelosas, lo que alargaría notablemente el tiempo de buscar una solución a lo que ya no tenía remedio, y con dicho fin estaba mi tía dispuesta a cebar a Mari Nieves. Eran, como usted sabe, aquellos, otros tiempos.
Así las cosas, mi madre aconsejó a su hermana que revolviera Roma con Santiago para que Mari Nieves (o la tonta de Mari Nieves, como prefería llamarla mi tía por entonces) contrajese matrimonio, antes de dar a luz, con quienquiera que le hubiese encajado la criatura. De esta forma su preñez aparecería a los ojos del barrio como el descuido imprudente de una muchacha atolondrada y un novio fogoso, y no como la consecuencia natural de la conducta de una viciosa, perdida, desvergonzada, etcétera.
Ahora bien, si por hache o por be la boda no podía consumarse, mi madre ofreció nuestra casa del pueblo para esconder a Mari Nieves. Por lo visto a mi tía la opción de la boda tan sólo le inspiraba dudas, más que nada porque aún no había logrado sonsacar a su hija (a la tonta de su hija) el nombre de quien la había preñado; en cambio, la idea de ir a parir al pueblo la rechazó de plano por antojársele inútil, ya que luego la muchacha tendría que volver a San Sebastián y a nadie le pasaría inadvertido el fruto de sus instintos pecaminosos.
A todo esto, mi prima, que se hallaba presente en la conversación, trató de manifestar no sé si su parecer, su disconformidad o algún deseo. No le dio tiempo de sacarse más allá de dos o tres palabras de la boca, pues mi tía la interrumpió con uno de los numerosos bofetones que sonaron en la casa por aquellos días, y la mandó a su habitación.
Tras lo cual las dos hermanas siguieron deliberando en la cocina y por fin acordaron que la muchacha se sometiera a ciertos remedios enderezados a sacarle el pecado del vientre, dicho sea esto a la manera como ellas se expresaban. Y mi madre, por lo que me habría de contar por extenso largo tiempo después, convino en la resolución de mi tía con grandísimo cargo de conciencia, resignada a tapar una culpa con otra por no agravar la pesadumbre de su hermana, que prefería tirarse por el balcón a atravesar las calles del barrio sin atreverse a levantar la mirada del suelo.
—Y si no —me dijo que le dijo—, te la llevas al pueblo, como era tu idea, y damos el muñeco a la inclusa.
Créame, los chapoteos en la bañera los oí, de eso estoy seguro, y no un día sino varios, siempre en compañía de voces y de mucha discusión entre la madre y la hija. Y quizá por causa del ruido que armaban recuerdo una cosa tan baladí, y también, claro está, porque no dejaba de ser extraño que mi tía se pusiera a bañar a su hija metida ya en los dieciocho años, y que esta pareciese resistirse al modo de una niña rebelde de corta edad.
Por eso, cuando mi madre me reveló lo que por mi cuenta yo nunca habría podido averiguar, me acordaba del ruido aquel del agua en el cuarto de baño de mis parientes y de los gritos a veces aterradores, se lo juro, de mi prima.
Los gritos ahora los entiendo. Eran debidos a que dentro de la bañera había agua recién hervida. Que, por cierto, también me acuerdo de mi tía y mi prima llevándola en cazuelas humeantes de vapor desde la cocina al cuarto de baño.
Al parecer, para que el agua caliente obrara el efecto pretendido, Mari Nieves debía sumergirse en ella hasta la cintura y dar saltos de rana. De ahí los chapoteos, mientras que los gritos hay que atribuirlos a que la muchacha se escaldaba. Ignoro el sentido de los saltos; pero doy por hecho que usted, si considera útil mencionarlos en su novela, les otorgará alguno.
Pues como le digo, recuerdo los chapoteos; en cambio, no tuve constancia de aguja ninguna hasta que oí hablar a mi madre al respecto. Me contó que era de las largas de hacer punto y que la desinfectaban con alcohol de farmacia, y no me describió el modo de usarla ni yo se lo pregunté por cuanto hay cosas en la vida que se entienden sin explicaciones, ¿no cree?
Muy grande debía de ser la desesperación de mi tía y mi prima a juzgar por los diversos y estrambóticos métodos empleados para poner fin al embarazo, de gran parte de los cuales fue mi madre informada. Me supo enumerar unos cuantos. Por ella me enteré, por ejemplo, de que Mari Nieves durmió algunas noches con el bajo vientre atiborrado de perejil.
Y parece que se aplicaba irrigaciones vaginales de agua con jabón, lejía o sal, de pacharán y otras bebidas alcohólicas, y de no sé cuántas sustancias más.
Ahora comprendo la razón de que algunas tardes anduviera con un cubo lleno de piedras en cada mano en torno a la mesa del comedor. Se lo pregunté en su día porque me picaba la curiosidad y me dijo que estaba haciendo ejercicio para adelgazar.
Todo lo cual, a la postre, no sirvió para detener los designios de la naturaleza, que terminó saliéndose con la suya.
De nuevo le pido por favor a usted que, cuando escriba sobre estos asuntos confidenciales, introduzca los cambios, retoques y disimulos necesarios para que mis parientes no se reconozcan ni sean reconocidos en el libro.
Si desea que me extienda en alguna de las cuestiones abordadas hágamelo saber.