FRENTE a la ermita de Larraitz, en el aparcamiento, se detiene la furgoneta (Fontanería Igarzábal Hnos.) y bajan el cura vestido como un montañero más y los once chavales que venían apretados en el interior, y no llueve pero está el suelo mojado y son, no sé, las seis o las siete de la mañana aproximadamente. No una hora justa. Y cuarto o menos cinco, a fin de apuntalar la verosimilitud.
Breve y fría descripción del Txindoki (¡nada de incurrir en la típica estampa rural-sentimentaloide) visto desde abajo:
La ladera se alarga hacia lo alto cada vez más escarpada, formando un plano triangular arbolado de color verde oscuro hasta la cima. Una cresta de rocas separa esta ladera de otra más ancha y clara, pelada de árboles, en cuya parte baja pasta un rebaño de ovejas. Hay al otro lado del monte, en dirección a la muga de Navarra, una tercera ladera (¡y dale con las laderas!) que no se ve desde Larraitz y que seguramente no es tan empinada porque detrás se prolonga en otras elevaciones de la sierra de Aralar. Los tres (¿No son cuatro?) planos confluyen en un pico de roca desnuda que se recorta en el cielo nublado de la mañana.
Estas pocas pinceladas de literatura convencional, convenientemente adobadas de prosa más o menos pinturera, serán suficientes.
A partir de una altura determinada el Txindoki presenta la forma de una pirámide. El problema literario que el puñetero monte me plantea es su carácter emblemático. Es demasiado conocido y por tanto previsible. Quizá lo cambie por otro. Ya veré.