La cosa más sagrada

QUIZÁ no esté de más contarle que mi primo Julen no tardó en cobrarme ley, y aunque a menudo se aprovechaba de mi ingenuidad para poner en práctica su afición a las bromas, de muchas maneras me mostraba que no le causaba enojo compartir conmigo su habitación; antes al contrario, le agradaba sobremanera mi compañía, sobre todo por las noches, que era cuando más me hablaba.

Se acostumbró a referirme de cama a cama, mientras me mataba con la pestilencia de sus pies, aventuras y sucesos que le hubieran ocurrido durante el día. Era trasnochador y no se cuidaba poco ni mucho de mi descanso, sino que a horas intempestivas me sacaba del sueño para contarme cualquier menudencia, al tiempo que fumaba un cigarrillo antes de dormir.

Concluida la conversación, en la cual yo apenas intervenía, él apagaba la lámpara y muchas noches, a oscuras, se entregaba a unos rápidos meneos bajo la manta. Por esta razón solía guardar entre la pata de la mesilla y la de la cama un rollo de papel El Elefante, lijoso y nada absorbente, del cual arrancaba pedazos para enjugarse.

Tardé un tiempo en ponerme al cabo de aquella práctica; pero como él, a veces, daba en repetirla a las horas algo más claras del amanecer, terminé por comprender lo que todo muchacho, por muy torpe que sea, termina comprendiendo.

Sin que su madre se lo mandase ni yo se lo hubiera pedido, sino llevado de un arranque de generosidad, hizo un hueco espacioso para mis pertenencias en el ropero, apretando las suyas hacia un lado.

Con esta buena avenencia, unida al trato afectuoso, aunque sin extremos, que me dispensaba el resto de su familia, mi vida en casa de mis tíos transcurrió exenta de los infortunios y pesares que tan provechosos son de costumbre para la literatura novelesca, no así para la salud mental y física de quienes los padecen.

Por dicha causa pude echar pronto en el olvido el malvado recibimiento que me hizo Julen la tarde de mi llegada a San Sebastián y soportar mejor la pena de hallarme lejos de mi madre y mis hermanos.

Los primeros días Julen me miraba con ostensible menosprecio. Al pasar junto a mí gustaba de amagarme un puñetazo en la cara, lo cual no me causaba especial temor por tenerme acostumbrado a la misma broma mis hermanos y antes que ellos mi padre.

A cada rato me decía navarro puto o puto navarro, también delante de mis tíos, que se lo consentían. Hasta que una tarde, de vuelta de la fábrica de cerveza donde estaba empleado, viéndome jugar sobre las tablas del suelo a mi juego favorito, le entró capricho de sentarse a mi lado.

Jugamos, él con tanto ardor que se olvidó de acudir al encuentro de sus amigos; como perdiese, insistió en jugar de nuevo. Entonces perdí yo, y con esto y la diversión que tuvimos me tomó simpatía. Prueba de ello es que al punto me desputó, quiero decir que me dejó en navarro a secas. Más adelante dio en llamarme Txiki y desde entonces no recuerdo que me nombrase de otra forma.

El juego en cuestión era el de los ciclistas de plástico. Yo tenía gran cantidad de ellos, lo menos cincuenta o sesenta en distintas posturas y colores. Mi padre solía comprármelos sueltos o en lotes de seis unidades cuando lo acompañaba a vender quesos a Estella. No guardo otro recuerdo bueno de él.

Los ciclistas fueron el único juguete que mi madre me permitió meter en la maleta antes de salir del pueblo. Pretendió que no llevase más de una docena, ya que mi tía Maripuy le había encarecido que yo no viajase con más trastos de los imprescindibles, pues andaban justos de espacio en la vivienda. Por el mismo motivo mi madre me impidió llevar otras cosas de mi gusto que luego estuve echando en falta.

Ningún ciclista quedó en el pueblo. Todos los repartí en diversos escondites dentro de la maleta. Unos cuantos, envueltos en papel, viajaron con las gallinas.

Por imitar la realidad pegué en el lomo de cada uno un número, así como, para mejor reconocerlos, encima de la base el nombre de cada corredor, todo ello recortado del periódico que traía a diario mi tío Vicente a la vuelta de la fábrica.

Los ciclistas avanzaban por turnos tantos pasos como determinase el dado. Los listones del suelo servían de carretera y con una regla apoyada en una pila de libros escolares simulaba las cuestas de montaña. El primer ciclista en atravesar la meta obtenía un punto, el segundo dos y así todos sucesivamente, de manera que el ciclista con menos puntos era quien encabezaba la clasificación.

En fin, perdone que me explaye en minucias que seguramente carecen de interés para su libro. Lo único que yo deseaba decirle, pero ya me callo, es que durante una época mi primo, tan grandullón, tan lleno el cuerpo de pelos por todas partes, se aficionó a jugar conmigo a los ciclistas. El juego nos acercó a tal punto que, sin darme apenas cuenta, gané su confianza.

Un día estaba un ciclista suyo a tiro de tres para cruzar la meta y, justo a su rueda, el más adelantado de los míos. Julen me dijo con aire retador, seguro de su victoria:

—Si gana tu txirrindulari te enseño una cosa que es la más sagrada del mundo.

Sacó, no sé, un cuatro o un cinco, y ganó; pero como me había revelado la existencia de la cosa aquella sagrada y de todos modos tenía hecho propósito de enseñármela, tras asegurarse de que nadie nos observaba, levantó el colchón de su cama. Debajo apareció, extendida sobre el somier, una bandera vasca, la primera que vi en mi vida.

No supe lo que era.

—Txiki, no me jodas. ¿En Navarra no tenéis ikurriñas?

Le respondí que no, como así era en verdad, que yo recuerde, por aquella época.

—Ya me doy cuenta de que tienes mucho que aprender. Pero no te preocupes, que aquí está tu primo para hacer de ti un patriota vasco.

Me explicó a continuación el sentido de aquella bandera.

—¿A que es bonita?

Me pareció que debía asentir y asentí sin titubeos.

—Llegará el día en que sea la única que ondee en los mástiles de Euskadi. ¿Cuánto te apuestas?

Le pregunté si también en los mástiles de Navarra.

—Eso será más difícil —resopló—. Es que, me cagüen Dios, os habéis dejado españolizar como corderitos.

De allí en adelante se me figura que compartimos la habitación entre tres. Se había sumado a nosotros don Victoriano, al que Julen mencionaba con tanta frecuencia en sus expansiones patrióticas que me parecía entrever a todas horas la sombra del cura al costado de mi cama.

Don Victoriano era quien metía aquellas ideas de la nación vasca en la cabeza de mi primo. También en la de otros chavales del barrio en cuyas meninges barruntaba el cura que germinaría con facilidad la semilla del patriotismo, y a mí me consta, porque tampoco él lo disimulaba, que nos tenía a todos los menores de edad de su parroquia divididos entre los que eran útiles a la causa y los que no, y según esto nos daba un trato frío o afectuoso.

Especial ahínco ponía en inducir a los chavales al aprendizaje del idioma vasco, persuadido de que este se moría sin remedio. Como usted recordará, por aquellos años, en el barrio de Ibaeta, no lo hablaban con soltura sino diez o doce entre ciento, y aun esos no más allá de la puerta de sus casas.

Mi primo Julen, la espalda recostada en la cabecera de la cama, repetía algunas noches para mí, con una voz que no parecía la suya, las prédicas clandestinas del cura.

—Don Victoriano dice: vasco es el que habla euskera. Los demás son medio vascos o directamente coreanos. A estos los manda el opresor a Euskadi para que nos roben el alma vasca. ¿Entiendes la jugada? Franco es muy listo. Por eso hay que reaccionar, Txiki. Dice don Victoriano: a este paso, como no reaccionemos, llegará el día en que todos bailaremos flamenco por las calles. ¿Te imaginas un desastre mayor?

Una noche le pregunté si yo también era coreano.

—¿Cómo te apellidas?

De sobra lo sabía, pero él tenía sus puntas de bromista. Le contesté.

—Lo tuyo —dijo formando un aro con el humo de su cigarrillo— puede que tenga solución. Porque, claro, no es lo mismo ser navarro que de más abajo. Yo en tu lugar aún no me haría ilusiones, ¿eh? Primero hay que hablar con don Victoriano.

No había en nuestra vecindad un piso donde no se hablase castellano y el de mis tíos no era una excepción. Buen castellano, a decir verdad, no sonaba en boca alguna, y sí muy defectuoso y, según los casos, con muchas palabras vascas entremetidas. En cuanto a mis parientes, el único que había hablado euskera alguna vez fue mi tío Vicente siendo niño.

Por lo que llegó a mis oídos, hasta los cuatro o cinco años no se expresó en otro idioma. En las escuelas públicas del barrio de El Antiguo aprendió a leer y escribir en castellano. Luego vino la guerra. Su padre fue de los que no se quisieron rendir en Santoña; siguió con su batallón hacia Asturias y en algún lugar de los montes un avión rasante le segó la vida. Usted me dirá si quiere que otro día le amplíe la historia.

Sigo. Tras la guerra, la familia dejó de comunicarse en euskera incluso dentro de casa, de manera que mi tío Vicente y un hermano menor acabaron olvidando el idioma.

El mayor tuvo una vida ajetreada que le daría a usted para una novela de ochocientas páginas. Prisionero por haber sido militante de la CNT, fue condenado a muerte pero al final lo enrolaron en el Batallón de Trabajadores y fue uno de tantos forzados que construyó el Valle de los Caídos. También sé de él que, estando libre, lo metían en la cárcel de Ondarreta cada vez que venía Franco de vacaciones a San Sebastián, y como estaba harto y no podía prosperar emigró a Venezuela, en cuya selva murió, nunca se supo bien de qué. Decían que si del mal de los mosquitos.

A otro hermano, también mayor que mi tío, se lo llevaron las olas cuando pescaba con caña en las rocas de Mompás. Queda una hermana que se casó con un riojano, viajante de comercio; la cual se fue a vivir con el marido a Logroño y más tarde a Zaragoza, donde aún reside. En cuanto a la madre de mi tío, una casera de Hernialde que siendo joven se fue de sirvienta a San Sebastián, grande de cuerpo, de mucho carácter y pocas letras, tengo entendido que hablaba muy mal el castellano, pero así y todo, muerto el marido, fue lo que habló hasta el final de sus días.

A mí se me figura que Julen vivía como una humillación el no saber euskera, al modo de quien se siente incompleto y puede que hasta mutilado. Por dicho motivo, en sus parlamentos nocturnos lanzaba recriminaciones contra su padre, aunque yo nunca vi que discutiera con él a causa de este asunto. No lo llamaba padre ni aitá; decía «ese».

—La culpa es de ese —y señalaba con la barbilla un punto indeterminado de la pared.

Asistía dos tardes por semana a las clases de euskera que impartía una chica del barrio en el centro Ibai, adonde yo iba muchas veces a jugar con mis amigos, así como mi prima Mari Nieves a aprender guitarra y a juntarse con los chavales en los arbustos de la parte de atrás.

A Julen le gustaba que yo le tomase la lección. Con ese fin me despertaba en ocasiones a las doce, la una o las dos de la noche, cuando volvía de estar con la cuadrilla.

—De paso aprendes —decía.

Me entregaba la lista de vocabulario escrita con aquella letra suya grande y torpe, el papel arrugado, a veces sucio de manchas de aceite o de chorizo, y a la luz mortecina del flexo, muerto de sueño, yo le iba leyendo las palabras en castellano para que él las tradujera al euskera.

—Cliente.

Bezero.

—Aogarse —así como se lo escribo, señor Aramburu, sin la hache intercalada.

Ito egin.

Era feliz con los aciertos. La hora tardía no le impedía celebrarlos con patadas contra el aire, puñetazos a la almohada y gestos que traslucían un varonil y brutal alborozo, como de futbolista que acabara de meter un gol.

A veces, cuando no daba con la respuesta correcta, se impacientaba, se dirigía insultos, soltaba palabrotas. Supe por su madre que en la adolescencia había sido un pésimo colegial.

—Juez.

—Juez… Me caguen la puta, ¿cómo era? Venga, Txiki, dime la primera letra.

A menudo olvidaba palabras y locuciones que había sabido recientemente. Ponía mucho ardor en el aprendizaje, sin que sus frecuentes olvidos lo hicieran caer en el desánimo; antes bien, procuraba compensar la dureza de mollera con dientes apretados, mecágüenes en abundancia y tenacidad.

Sospecho que se llevaba las listas de vocabulario a la fábrica, donde al parecer sus tareas de obrero raso no le quitaban ocasión de memorizarlas. Yo al menos nunca se las vi repasar en casa.

Una de sus grandes pasiones era caminar con los amigos por los montes de Guipúzcoa (ahora se escribe con k, usted verá). Salían por la mañana temprano, y una vez al mes, en grupo selecto, lo hacían a la zaga de don Victoriano, quien para poder pastorear por las laderas a sus chavales favoritos dejaba las misas dominicales al cargo de un sustituto.

Durante aquellas excursiones campestres, el cura afianzaba en los jóvenes montañeros la idea de una patria vasca liberada, de paso que practicaba con ellos el fervor por el idioma, las costumbres y los paisajes de la tierra.

Cada vez que mi primo Julen iba al monte con el cura regresaba a casa poseído de viva exaltación.

Por la noche, fumando en la cama, me contaba dónde había estado, me daba detalles de la excursión y decía cosas parecidas a esta:

—Txiki, voy a pasar a la historia como el gudari que mató a Franco. Lo mataría a hostias; pero, claro, no me dejarán acercarme. Ya le he dicho esta mañana a don Victoriano: apaiza, el enano ese no muere en la cama. Yo me encargo. ¡Cómo se reía don Victoriano!

Más de una vez me preguntó si lo creía capaz de matar a Franco. En todas ellas le di la respuesta que esperaba.

—¿Y cómo lo mato, Txiki? Es que no te puedes acercar, ¿entiendes?

Yo, que a mi corta edad no sabía gran cosa de morir y mucho menos de matar, me encogía de hombros.

—Ya se me ocurrirá la manera. En verano, cuando el generalísimo de los huevos venga de vacaciones. A ver, pues. A lo mejor me voy nadando desde la playa hasta el yate con mi tubo de buceo, subo sin que me vean y empujo a Franco al agua. Así de simple. Como está viejo, se ahoga seguro, seguro.

—¿Cómo te escapas después? —le pregunté en cierta ocasión.

Me lanzó una mirada furiosa.

—¿Escapar? Un gudari no se escapa. He cumplido mi misión, he ayudado a mi pueblo, pues que me maten, ¡ahí va Dios! Prefiero eso a vivir oprimido. Que te lo diga don Victoriano.

Los domingos temprano me fascinaba verlo vestirse el atuendo de montañero, la camisa gruesa de cuadros, la chapela, las medias de lana sobre las perneras del pantalón y unas botas que solía untar con sebo.

A fin de complacerme me permitía arrollarle los cordones en torno a las cañas hasta tenerlos a punto de lazo. El nudo y el lazo, eso sí, por considerarlos tarea de experto, se los hacía él. Y cuando le tocaba el turno de custodiar la ikurriña, la sacaba de debajo del colchón para plegarla con mucho mimo, y besándola y dándomela a besar, la ocultaba en un doble fondo de la mochila, donde suponía que los guardias civiles no se la habrían de encontrar en caso de que procedieran a registrarlo, cosa que yo no sé si alguna vez le sucedió.

Mi tía, que se levantaba antes que él, ya le tenía preparado para entonces el almuerzo. Olía la casa entera, a las cinco de la mañana, a tortilla de patata. En la calle se iban juntando voces juveniles a las que no tardaba en agregarse la de mi primo. Y desde aquel momento hasta la tarde, yo me dedicaba a esperar su vuelta por cuanto siempre me traía algún regalo de los montes: un bastón tallado a navaja, por lo general de avellano, que él llamaba makila; puñados de cerezas, de nueces o castañas; guijarros de río brillantes y redondos, y un día un mochuelo por desgracia moribundo, pues lo atrapó de una pedrada y lo trajo a casa apretado en la mochila. De anochecida tratamos de revivirlo poniéndole unos cachitos de carne cruda cerca del pico; pero resultó que no tenía fuerzas para comerlos ni para abrir los ojos, y a la mañana siguiente amaneció muerto junto al rollo de papel El Elefante.