MI prima Mari Nieves, por los tiempos de estos recuerdos míos, era una muchacha de diecisiete años, poco agraciada de rasgos, de cuerpo sano, bastante rollizo, aunque no tan hinchado como ahora; de carácter fuerte, tirando a mandón, en lo cual no ha cambiado y se parece a su madre, con quien disputaba a todas horas.
La naturaleza cometió la crueldad de imponerle un apetito sensual desapoderado. Le sobraban ocasiones y desenvoltura para saciarlo por las distintas vías de que el ser humano dispone para ello, no sólo la sexual. Sin embargo, me da a mí que ella sufría más que gozaba por causa de aquella ansiedad incesante, y sus parientes, con su madre a la cabeza, no digamos.
El dicho apetito o furor, que quizá no fuera tal, pero yo no sé expresarme de otro modo, determinaba sus actos, probablemente también sus pensamientos y sus sueños. Bien pudiera ocurrir, no obstante, que estas no sean sino figuraciones mías. Por si acaso no las tome usted demasiado en serio.
Para que me entienda, yo he visto a mi prima comer en la cocina de su casa, creyéndose a salvo de miradas, un racimo de moscatel con la delectación de quien se entrega a un placer erótico, lujurioso o como quiera usted llamarlo. Y fue así: que estando yo una tarde en el comedor me pareció de pronto que Mari Nieves tenía grandes dificultades para respirar y me alarmé pensando que se ahogaba, y cuando me hube llegado a ella con ánimo de ayudarla la sorprendí introduciéndose con los ojos en blanco un puñado de uva dentro de la boca.
Era por demás procaz. Sacó del cajón de la mesa las tijeras de cocina y, haciéndolas chiscar en el aire, me dijo con mal disimulada irritación, los labios húmedos de mosto:
—A que te corto la pilila.
Y a continuación, sonriendo al borde de la carcajada:
—No serías el primero.
Estas anécdotas que le cuento a usted por escrito tienen mucha densidad confidencial. Le ruego que trate con respeto a mi prima Mari Nieves en su novela y que, en cumplimiento de la promesa que me hizo, le asigne un nombre ficticio, no importa cuál con tal de que sus parientes, sus vecinos y ella misma no puedan identificar a la persona nombrada.
Iba para dos o tres semanas que me había instalado en casa de mis tíos cuando tuve la primera noticia de los devaneos que mantenía Mari Nieves con los chavales del barrio y, aunque al principio tenía yo poco desarrollada la malicia, no tardé en alimentar sospechas a partir de conjeturas, rumores y señales, y en penetrar el sentido de lo que por casualidad escuché decir a media voz al cura del barrio.
Y fue de esta manera: que los sábados por la tarde mi tía me mandaba acompañarla a un asilo de ancianos perteneciente a la fundación José Matía Calvo, al otro lado de la carretera general. En el mismo edificio se albergaba la parroquia, como usted no ignora, por lo que evitaré excederme en los detalles.
La misa era oficiada casi toda en euskera debido al empeño que ponía don Victoriano en fomentar dicho idioma. Sobre este sacerdote yo podría contarle muchas cosas y algunas cosillas siempre que lo considerase usted útil para su novela. Es dudoso que pueda dejar de lado a tan singular personaje si, como me dijo, aspira a relatar con veracidad los hechos de una familia de Ibaeta por los tiempos de su niñez. Porque así como afirman los creyentes que a Dios pertenecen las almas humanas, yo afirmo sin temor a equivocarme que aquel cura era el propietario de las vidas privadas de muchas personas. Tampoco creo que haga falta encarecerle a usted la importancia de asignarle otro nombre a don Victoriano si se decide a sacarlo en su novela, ya que andan por ahí con vida algunos parientes suyos que podrían quejarse, no así él, pues tengo entendido que ya murió. De donde se deduce que si ha ido al cielo no habrá santo ni ángel que a estas horas no practique el euskera, todos y Dios con ellos temerosos de no aprobar el examen, y si cayó aquel cura en el infierno, como vaticinaba mi tía, estarán estudiando gramática vasca, por la cuenta que les trae, el demonio y todos los condenados.
Perdone la broma. Continúo. Ni mi tía ni yo entendíamos una palabra de euskera; pero ella, versada en el ritual, se las componía para aliñarse su liturgia castellana en la cabeza. Se me figura que habría seguido cumpliendo con el precepto el mismo día de la semana y a la misma hora si la misa hubiera sido dicha en ruso o japonés, puesto que lo que de verdad le interesaba, tanto como asegurarse una localidad de privilegio en la presencia del Señor, era que le quedase el domingo libre.
Yo recuerdo a don Victoriano vestido con casulla de color chillón, hierático el perfil, los ademanes pausados, los ojos transidos de santidad levantados hacia el techo y un rictus indescifrable en la boca como si, en medio de su fervorosa quietud, le costara trabajo ocultar algún dolor físico.
Llegaba el instante de la comunión. Don Victoriano bajaba la escalinata que precedía al altar y se detenía sobre el peldaño inferior, desde donde hacía un gesto de llamada hacia las filas de bancos reservados a las mujeres. Estas formaban una hilera silenciosa en el pasillo, delante de él; recogían el pan eucarístico en la bandejita rosada de sus lenguas y regresaban a sus asientos. Les tocaba después el turno a los varones, y allá iba cada quien llevado por su propia voluntad como no fuera yo, que lo hacía mayormente por la de mi tía Maripuy.
El segundo o tercer sábado me percaté de que, en el momento de comulgar, don Victoriano le dirigió la palabra en voz baja a mi tía, la cual le respondió con un claro gesto afirmativo.
Terminada la misa, mi tía me llamó a su lado para ordenarme que la esperara fuera porque tenía que hablar con el cura. Salí a la calle. Había empezado a oscurecer. Los fieles enfilaron el camino de vuelta al barrio. No tardé en quedarme solo. Para entretener la espera, me dediqué a contar las siluetas de ancianos que cruzaban tras las ventanas encendidas, hasta que, contadas diez o doce, salieron el cura y mi tía, aquel vestido de calle. Como empezaba a faltar la luz y estaban los dos absortos en la conversación, no se percataron de mi llegada, de forma que parado junto a ellos oí que decían más o menos con estas palabras:
—Por el amor de Dios, Maripuy, la tienes que vigilar. Yo es lo único que te aconsejo y te pido.
—Pero si ya lo hago, padre.
—Hazme caso. La situación es grave. Es muy grave.
—Más severa que soy con ella no se puede ser.
—Se puede, Maripuy, ¡huy si se puede!
A este punto, don Victoriano reparó en mí y dijo:
—Supongo que este chavalín que nos está espiando es tu sobrino.
—Ya le conté que tenemos en casa al hijo menor de mi hermana. No da problemas. Es un pedazo de pan.
—Y un Aranzábal, ¿no es cierto?
—Sí, y de primero Mendioroz.
Escuchó mis apellidos con visible complacencia, pasándome la mano por la cabeza a la manera de quien acaricia el cogote de un perro. Acto seguido me dirigió una pregunta en euskera. Mi tía le contestó por mí:
—No habla el vasco, padre. Viene de Navarra.
—En Navarra también lo hablan.
—No en mi pueblo.
Don Victoriano retiró la mano con la misma prontitud que si hubiera sentido en ella una quemadura.
Mi tía fue todo el camino de vuelta a casa despotricando contra él. Y la razón de su malhumorado soliloquio, como supe más tarde, era que don Victoriano no respetaba el sigilo sacramental, sino que los pecados que algunos habían cometido en compañía de mi prima o, para ser más exactos, encima de ella, luego él se los había revelado a mi tía.
—¿Tanto le cuesta meterse la lengua en el culo? —le dijo a mi tío Vicente esa noche mientras esperaban a Mari Nieves para echarle una bronca que por lo visto haría temblar los tabiques—. Yo, en adelante, me confesaré en otro lado. ¿Quién me asegura que el Victoriano de marras no va contando por ahí lo que yo le cuento en el confesionario?
Mi tío se alarmó:
—De mí no le hablarás, ¿eh?
—Si me haces pecar…
—A mí déjame fuera de tus pecados y tus hostias.
Mari Nieves se retrasó. Cansado de esperarla, mi tío Vicente se bajó a echar la partida al bar Artola. Entonces mi tía tuvo que encargarse de remover ella sola los cimientos del edificio con sus gritos, tarea para la cual disponía de dotes y vocación en abundancia.
A todo esto, Mari Nieves anunció su llegada desde las escaleras con un silbido similar al de su hermano. Mi tía se arrancó el delantal del cuerpo. «La mato», dijo para sí mordiendo las palabras. Yo, que ya me veía salpicado de sangre, salí de la cocina y me acosté. La cama me ofrecía el cobijo más seguro en aquella casa.
Dejé, con todo, la puerta entornada para no privarme de escuchar. Mi tía ni siquiera le dio tiempo a Mari Nieves a quitarse los zapatos, sino que según entraba por la puerta, tras preguntarle de dónde venía y responder la muchacha que de casa de Begoña, la llamó puta, perra, zorra, y le dedicó a voz en cuello otras lindezas por el estilo. Y como Mari Nieves hiciese amago de replicarle, se expandió por toda la casa el restallido de un bofetón.
No hubo más. Lloraba la hija en su habitación; lloraba la madre con similares gemidos en la cocina, y yo las oía a las dos acurrucadas en la cama, mientras empezaba a comprender la causa de tantos gritos y vituperios.
A este respecto me terminó de abrir los ojos días más tarde uno de los numerosos amigos que hice en el barrio, donde vivía, como usted sabe, por aquellos años propicios a la multiplicación de la especie humana, una muchedumbre de niños.
Y por no ser largo me limitaré a contarle que el referido amigo, muchacho de mi edad, estaba por un hermano suyo al corriente de las andanzas y atrevimientos de mi prima y su amiga Begoña. De vez en cuando, si el tiempo lo permitía, se reunían las dos y un puñado de chicos en el monte con achaque de merendar juntos, lo cual era verdad pero no toda la verdad.
Mi amigo me preguntó con un gesto prometedor de aventuras:
—¿Quieres que vayamos a verles el culo y las tetas?
No me negué y fuimos, después que él me garantizara que no nos descubrirían. Seguí a mi amigo por el camino del monte hasta el borde de una pendiente desde donde se divisaba, distante unos cincuenta metros, un arroyo a la sombra de una tupida arboleda. A la orilla de un remanso se abría un claro de hierba en la espesura.
Sentados en el suelo, los allí reunidos jugaban a dar vueltas a una botella. Y era de esta manera: que a quien señalaba el gollete cuando la botella se paraba debía despojarse de una prenda. Al poco rato terminaban todos riendo y en cueros. Se conoce que en otras ocasiones se distraían con otros regocijos, pero el resultado no variaba.
Toda la carne desnuda que vi aquella tarde desde nuestro escondite fue la espalda pálida de mi prima. Sentí que me apretaba la vergüenza, no quise ver más y me marché.
Sin que hubiera transcurrido mucho tiempo ya no tuve dudas sobre las aficiones y pecados de mi prima. Entendí por qué don Victoriano recomendaba que la metieran en cintura y la razón por la que su madre la castigaba cada dos por tres sin salir de casa. Mi tía atribuía el comportamiento de Mari Nieves a los malos influjos de su amiga Begoña, cuyos padres supongo que dirigían idéntico reproche a mi prima.
No quiero acabar este tramo de mis recuerdos sin referirle el episodio de las nueces, pues aunque ahora lo tengo por una chiquillada, y sin duda lo es, entonces me impresionó. Pero sobre todo porque conociendo la clase de libros que me han dicho que usted escribe, no me extrañaría que al leerlo sienta tentaciones de sacar provecho literario al suceso.
Y fue que por su demasiada afición a los chicos, cierta tarde de ya no recuerdo qué mes a Mari Nieves le prohibieron bajar a la calle. Ella aprendía por entonces su oficio actual en una peluquería del barrio de Gros, con no muchas ganas por cierto, pues lo que de veras le habría gustado era estudiar en una universidad y convertirse en persona de categoría; pero tropezó con la oposición de su madre, recelosa de que la muchacha se echase a perder lejos de casa, y supongo yo que con la falta de medios económicos de la familia.
Como siempre que le imponía el castigo de encierro, mi tía Maripuy salió a buscarla a la parada del trolebús para impedir que Mari Nieves, al volver del trabajo, se entretuviera por las calles del barrio. A media tarde llegaron la madre y la hija juntas a casa, y esta se retiró sin pérdida de tiempo a su habitación, cuya ventana se abría a un pequeño terreno de hierba lindante con el río, del cual lo separaba un seto con varios huecos por los que se podía acceder al talud. Perdone estas minucias descriptivas, pero ya va a ver como no carecen de sentido.
En el terreno había un banco donde gustaban de sentarse las vecinas los días de sol. Aquella tarde lo ocuparon Begoña y cinco chavales con los que Mari Nieves se comunicaba a escondidas de su madre desde la ventana. Yo los espiaba subido a la taza del retrete, la cara oculta detrás de una maceta colocada en el alféizar del ventanuco. No podía ver a mi prima, pero sí escucharla a poca distancia. Y a los de abajo los podía ver y escuchar a mi salvo sin que me notaran.
Comían nueces de una caja de cartón, robadas en una tienda de ultramarinos. Ellos mismos lo proclamaban jactándose del hurto. Con las nueces hacían bromas y a mi prima le tiraron unas cuantas hasta su ventana del tercer piso. Mi prima empleaba las nueces para llevar a cabo no sé qué suerte de picardías; piense usted aquí lo que considere oportuno.
En cualquier caso, era de modo que los de abajo no paraban de reír y se disputaban las nueces como si lloviera dinero cuando Mari Nieves las arrojaba de vuelta a la calle. Quienes las cogían se las llevaban a la nariz y fingían desmayarse y hacían otras muchas gansadas y muecas sicalípticas. Supongo que usted me entiende.
En pleno jolgorio dobló la esquina mi tío, que venía de trabajar con su chapela, su fiambrera y su jersey sobre los hombros anudado por las mangas delante del pecho. No bien lo vio, uno de los chavales, subido al banco, le dijo:
—Visentico, ¿cuándo vas a dejar salir a la Mari Nieves?
—¿Quién, yo?
—Te damos diez nueces si le quitas el castigo.
Mi tío siguió su camino sin detenerse.
—¿Para qué quiero yo nueces?
—Están cojonudas y frescas porque las acabamos de robar.
A punto de meterse en el portal, volvieron a preguntarle:
—¿Qué, la dejas salir, sí o no?
—Hablar con la madre.
—¿No puedes hablar tú, que vas a casa?
—A mí dejarme de problemas.
Sucedió que cuando ya iba oscureciendo se les ocurrió a los chavales un juego que yo no comprendí, pero otro día lo supe todo y por eso lo puedo contar ahora como si lo hubiera comprendido desde el principio.
Y fue de esta manera: que cada uno de ellos, con el acuerdo de Mari Nieves, vació una nuez sin destrozar la cáscara, para lo cual se sirvieron de una navaja que iban pasando de mano en mano. No hubo conversación ni planes, sino que me parece a mí que estaban todos por demás puestos en la malicia.
Sacado el fruto, los chavales se fueron retirando de uno en uno al talud, detrás del seto, donde con la asistencia de Begoña llenaron las cáscaras con la lechada, según ellos llamaban al semen en su jerga particular; recomponían la nuez y con gomas del pelo de la muchacha la cerraban. Tras esto se las echaron a Mari Nieves. Alguna hubo que echarle dos o tres veces hasta que las cogió todas menos una que se estrelló contra la pared.
Yo tuve constancia del contenido de las nueces unos pocos días después. Y fue que como mi tía le prolongase el castigo a Mari Nieves, una tarde, volviendo del colegio, me salió al paso uno de los amigos de mi prima y me entregó un trozo de papel enrollado y una nuez envuelta en celofán, con encargo de que se lo diera a ella a escondidas. Yo le dije que sí y, para recompensarme, él me prometió un cigarrillo. No bien lo perdí de vista me venció la curiosidad. Desenrollé el papelito: «Me gusto tuyo, Joserra», ponía. Acto seguido cometí el error de abrir la nuez.