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Dos días después abrió la tienda a la hora acostumbrada y el sábado fue a casa de Musak; no habló de nada; miró de lejos a los jugadores de béisbol a la luz del sol poniente; luego jugó su partida de chaquete con el ebanista, que fumaba con su pipa remendada.

Los viudos, al principio, deben de tener la misma impresión que tuvo él los primeros días, cuando se volvía para hablar con Ben o cuando, a ciertas horas, miraba con impaciencia el reloj pensando que su hijo llegaba tarde; una vez al menos, por la mañana, descubrió que rompía huevos para dos en la sartén.

No obstante, eso duró poco. Ben seguía presente, no solo en su vivienda, sino en el almacén, en las calles, dondequiera que iba, y Galloway ya no tenía tanta necesidad como antes de su presencia física.

Quizás el cambio esperado en él empezó antes de la reunión del jurado de acusación o bien el sábado por la noche, por ejemplo, cuando, sentado en su sillón verde, esperaba aún a Ben sin confiar demasiado. Tal vez antes de todo aquello. Se pasó la vida espiando a su hijo y hasta el momento en que lo vio despreocupado, con una sonrisa en los labios, ante el tribunal, no lo entendió.

Una mañana colgó el letrero en la puerta acristalada y fue a casa de Musak, quien estaba en su taller. Casi sonrojándose, como si temiera traicionar su secreto más íntimo, sacó tres fotografías de un sobre.

—Querría que me hiciese un solo marco para las tres —dijo disponiéndolas en cierto orden sobre el banco—. Un marco muy sencillo, justo un listón de madera natural.

La primera era un retrato de su padre, hacia la edad de treinta y ocho años, exactamente tal como Dave lo recordaba, con unos bigotes que subrayaban su expresión algo burlona. La segunda era una de sus propias fotografías, cuando tenía veintidós años y acababa de entrar en el taller de Waterbury. Su cuello parecía más largo y más flaco que ahora. Aparecía de medio perfil y tenía el ángulo del labio ligeramente respingado.

La última foto era la de Ben, hecha por un compañero un mes atrás. También él tenía el cuello largo y era la primera vez que se retrataba fumando un cigarrillo.

Musak le llevó el marco aquel día mismo al final de la tarde y Dave lo colgó enseguida en la pared. Le pareció que aquellos tres retratos contenían la explicación de cuanto había sucedido, pero se daba cuenta de que solo él podía entenderlo y de que, si tratara de comunicar su sensación a alguien más, a un Wilbur Lane, por ejemplo, lo mirarían asustados.

¿Acaso la mirada de los tres hombres no revelaba una misma vida secreta, una vida, mejor dicho, que había tenido que replegarse en sí misma? Una mirada de tímidos, casi una mirada de resignados, mientras que el labio idénticamente respingado indicaba una rebeldía contenida.

Los tres eran de la misma raza, la raza opuesta a la de un Lane o de un Musselman o de su madre. Le parecía que en todo el mundo no había más que dos tipos de hombres: los que agachan la cabeza y los otros. Lo pensaba ya de niño en términos más descriptivos: los zurrados y los que zurran.

Su padre agachó la cabeza, arruinó su vida solicitando préstamos y le sobrevino la muerte mientras esperaba en la antesala de un banquero. ¿No le hizo sonreír en el último momento esta ironía del destino?

Solamente una vez en su vida realizó un acto que podía pasar por rebeldía y, más adelante, se lo hicieron pagar a diario: años más tarde su madre continuaba recurriendo al incidente para humillar su recuerdo diciéndole a su hijo:

—¡Nunca serás más que un Galloway!

Fue antes de que Dave naciera. Salvo su padre nadie sabía qué ocurrió exactamente. La noche de un 4 de julio no regresó a casa, nada más. Su madre telefoneó a su club, a varios amigos, sin obtener noticias y no volvió hasta el día siguiente a las ocho de la mañana. En vano intentó llegar hasta su habitación sin que le vieran, igual que intentó borrar las manchas de pintalabios en el cuello de la camisa.

Toda su vida le echaron en cara aquella calaverada y, cada vez, agachaba la cabeza. No por ello estaba Dave menos convencido de que se alegraba de haberla llevado a cabo. A veces, cuando su mujer le hablaba con dureza, su padre le hacía un guiño al chiquillo, como si este pudiera entender ya.

¿No era por el mismo motivo por el que se bebía diariamente cierta cantidad de vasos de bourbon, nunca tantos como para emborracharse, pero sí los suficientes para desfigurar un poco la realidad?

Dave no bebió nunca. Construyó su vida a su medida, que conocía bien, pero también tuvo su rebeldía, más violenta que la de su padre. Cuando se casó con Ruth, lanzó un reto, no sabía exactamente a qué ni a quién, al mundo, a todos los Musselman; a todos los Lane del planeta.

La eligió adrede tal como era y si se hubiera encontrado a una en el arroyo, seguramente la hubiera preferido.

Podría contar un día a Ben la rebeldía de su padre en Virginia, pero por desgracia no podría contarle aquella. Quién sabe. Tal vez su hijo llegara a entenderlo por sí mismo.

Lo que buscaba Dave en su mirada cuando Ben era aún un niño era quizás una huella, un signo de aquella rebeldía. Eso lo asustaba entonces. Casi hubiera deseado que su hijo fuera de la otra raza.

Pero Ben tenía su mirada, la de su padre y la suya, la de quienes se les parecían. Algunos podían impedir que emergiera a la superficie su rebeldía. En otros, estalla.

Los dos psiquiatras discutieron sobre Ben sin saber que su abuelo, una vez en la vida, pasó la noche fuera y que su padre se casó con una hembra a la que poseyeron todos sus compañeros. En cuanto a Ben, a los dieciséis años, experimentó la necesidad de acabar de una vez.

No sin motivo puso Dave las tres fotos en un mismo marco. Los tres hombres eran solidarios. Cada uno en cierto modo no era sino como una etapa de una misma evolución.

Ya antes, era raro que Dave pasara un día entero sin pensar en su padre. Ahora aquel estaba casi tan presente como Ben en la casa.

Su madre no le escribió; no fue a verlo. Con seguridad leyó las noticias en los diarios. Debía de decirle a Musselman: «¡Siempre vaticiné que eso acabaría mal!».

Era verdad. Lane también auguró enseguida que Ben sería inculpado y enviado ante el Tribunal Superior. De forma invariable, esa gente tiene razón.

Desde ahora era algo así como si el ciclo se hubiera cerrado. Dave trabajaba como de costumbre, abría y cerraba la tienda con los mismos movimientos meticulosos, guardaba los relojes y las alhajas del escaparate en la caja fuerte para la noche, hacía la compra en el First National Store y subía a preparar sus comidas.

Los vecinos del pueblo no le miraban ya con curiosidad. Era él quien los sorprendía a veces, quien quizá los escandalizaba hablándoles de Ben como si no hubiera pasado nada. Ben estaba con él, en él, todo el día, adondequiera que fuera.

Transcurrió el mes sin caer una gota de lluvia y los hombres se quitaron la chaqueta. Los policías le trajeron su furgoneta, que usaba cuando era preciso.

Wilbur Lane pasó un día entero en Everton, interrogando a profesores, a compañeros de Ben, a comerciantes, pero solo vio a Dave brevemente.

—El proceso está fijado para el martes próximo.

—¿Cómo está Ben?

Al abogado se le ensombreció la frente.

—¡Siempre igual, por desgracia!

Esta vez era mucho más importante que la primera, y la vista duró tres días, durante los cuales Dave tuvo la misma habitación en el hotel, la de rayas color verde claro y verde oscuro. El hotel estaba lleno. Asistió gran número de periodistas de Nueva York y de otras partes, no solo con fotógrafos, sino con operadores de cine y televisión. Ya en la primera sesión, el juez decretó que no se admitiría ningún aparato en la sala de vistas pero se veían por todas partes: en la sala de pasos perdidos, en los pasillos y hasta en el vestíbulo del hotel, donde se alojó la mayoría de los testigos.

Ben no se adelgazó, parecía incluso menos anguloso. A lo largo de todo el primer día, su padre permaneció encerrado como la primera vez en la sala de los testigos. Se prometió a sí mismo que, si se daba la ocasión, trataría de explicar su descubrimiento, aunque solo fuese por Ben. No necesariamente todo, pero sí lo esencial, y se guardó de decirle nada a Lane.

El abogado recelaba sin duda de él, pues no le hizo más que unas pocas preguntas anodinas, quitándole la palabra en cuanto amenazaba extenderse.

Todo lo que consiguió decir fue, a hurtadillas, al ir a abandonar el estrado de los testigos:

—Mi hijo y yo somos solidarios.

No hubo quien lo entendiera. Hasta se llevó la impresión de que sus palabras creaban malestar, como si acabara de cometer una incorrección.

Cuando miró a Ben un poco más tarde, tuvo el convencimiento de que este tampoco lo entendió. Varias veces, durante el proceso, su hijo le lanzó miradas de curiosidad. Ya no estaba al lado de Lilian como la primera vez, pues los separaban un guardia y una celadora. Los debates se desarrollaban en una sala más amplia, con más solemnidad, pero durante las suspensiones la gente se precipitaba de igual modo fuera para ir a fumar o beber una Coca-Cola.

El último día reconoció a más de treinta personas de Everton que fueron en autocar; y dejaron la puerta abierta para permitir que los espectadores apiñados en los pasillos pudieran escuchar.

Le guardaban el sitio, siempre el mismo, en la segunda fila, entre un joven abogado de Poughkeepsie y la mujer de uno de los magistrados. Wilbur Lane habló durante dos horas y media y el jurado se retiró para deliberar un poco antes de las cinco de la tarde.

Todo el mundo, o casi, abandonó la sala. A las seis, a las siete, la escalera de piedra, al pie de las columnas blancas del Palacio de Justicia, estaba atestada aún de gente y algunos hombres que volvían de un bar cercano olían a alcohol.

Unos le hacían un breve signo amistoso al pasar cerca de él. A otros debía de extrañarles verlo tan tranquilo. Sabía que no se atreverían a matar a su hijo. Más tarde, como le estaba permitido, iría a verlo a la cárcel y ya lograría poco a poco, sin tratar de correr demasiado, hacerle comprender que no formaban más que un solo ser. ¿No tardó él años en descubrirlo?

Las farolas se encendieron todas a un tiempo en el crepúsculo, los anuncios de neón brillaron a cada lado de Main Street, empezaron a revolotear mosquitos alrededor de las cabezas. Algunos, que estaban al tanto e iban a veces por noticias, volvían a anunciar a los otros:

—Siguen sin lograr ponerse de acuerdo, en particular sobre el caso de la chica. Han mandado llamar al presidente del tribunal.

Por fin, a las diez y media se produjo un revuelo entre el gentío y todo el mundo convergió hacia la sala de vistas. Esta, con la luz artificial, recordaba más bien una iglesia metodista o una sala de conferencias.

Los asientos de Ben y Lilian permanecieron vacíos aún durante cerca de un cuarto de hora y, cuando los trajeron, Dave les encontró a ambos el rostro demacrado, debido, tal vez en parte, al alumbrado.

Entró el tribunal, luego el jurado. El presidente del jurado se levantó en medio de un silencio absoluto, con un papel en la mano, para leer el veredicto.

Los llamados Ben Galloway, de dieciséis años, y Lilian Hawkins, de quince años y medio, vecinos ambos de Everton, en el estado de Nueva York, eran convictos de asesinato en primer grado y condenados a muerte. No obstante, considerando su edad, el jurado recomendaba que la pena fuera conmutada por la de cadena perpetua.

Alguien, entre los bancos, dejó escapar un sollozo que parecía un grito. Era Isabelle Hawkins, a quien acompañaba su marido, sobrio por una vez, trajeado como para una boda.

¿Era a su padre a quien Ben buscaba con los ojos en el instante en que se disponían a llevárselo? En cualquier caso, se cruzaron sus miradas y el labio de Ben acusó un temblor, se dobló hacia arriba por un solo lado, como en las tres fotografías.

Dave se esforzó por poner en sus ojos todo cuanto había en él, por trasvasarse en su hijo, que acabó desapareciendo por una puertecita barnizada.

No le dio tiempo a observar a Lilian.

Los diarios y la radio anunciaron unos días después que Ben Galloway fue recluido en Sing-Sing mientras que a la muchacha la enviaron a una penitenciaría de mujeres.

Luego recibió una carta de Wilbur Lane que le comunicaba el montante de sus honorarios y de las costas y le anunciaba que tenía derecho a escribir cada dos semanas una carta a su hijo y a visitarlo una vez al mes si la conducta de este era buena.

Estaba muy cerca, apenas a treinta y cinco kilómetros, a orillas del Hudson. Pagó a Lane y no le quedó casi nada de sus ahorros. No le daba importancia. Hasta era mejor así. ¿Qué podría hacer con el dinero?

La primera visita fue la más árida, porque Ben no se amansaba, seguía mirando a su padre como si no fueran los dos de la misma especie.

Dave emplearía el tiempo que hiciera falta para hacerle entender que cada uno de los tres tuvo su rebeldía, que cada uno de los tres era responsable y que, fuera de la prisión, pagaba el mismo precio que su hijo.

¿Acaso no se imaginaron los tres que iban a liberarse?

—¿Comes mucho? —preguntaba.

—Bastante.

—¿La comida no es muy mala?

No eran las palabras las que contaban. Estas, como los yes, sir, del negro bajo el sol de Virginia, no eran en cierto modo más que fórmulas mágicas.

—¿El trabajo es duro?

Colocaron a Ben en un taller de encuadernación y tenía los dedos llenos de pinchazos, algunos de los cuales parecían infectarse.

A finales del segundo mes, los periodistas volvieron a hablar bruscamente del caso para anunciar que Lilian Hawkins estaba embarazada y que, llegado el momento, sería trasladada a otra penitenciaría, donde podría conservar al hijo.

Cuando Dave vio de nuevo a su hijo, este no le dijo nada, pero más que nunca tenía la mirada resignada y melancólica de los Galloway, con una llavecita secreta en alguna parte, para los que sabían ver.

Quién sabe. Ahora que estaba conjurada la suerte, tal vez se iniciara un nuevo ciclo.

A menudo, en su piso, en su tienda y hasta en la calle, Dave hablaba a media voz con su padre y con su hijo, que lo acompañaban por doquier. Pronto, hablaría también con su nieto para revelarle el secreto de los hombres.

Shadow Rock Farm, Lakeville (Connecticut),

24 de marzo de 1954