8

A eso de las once, por su ventana, vio a Isabelle Hawkins, que salía del hotel con Cavanaugh para dirigirse al Palacio de Justicia y no pudo por menos de envidiarla. Su abogado no le había telefoneado aún y, en espera de una llamada, Dave no había dejado su habitación un solo instante.

Seguía junto a la ventana, sin noticias todavía, cuando regresó Isabelle, esta vez sola, después de pasar alrededor de tres cuartos de hora en el Palacio de Justicia. ¿Estuvo todo este tiempo con su hija? No hizo más que entrar y salir del hotel y con su maletita en la mano fue hacia la estación de autobuses.

Regresaba a Everton. Tal vez debiera telefonear a Musak, que lo ayudó tanto a pasar la noche del domingo al lunes y que lo acompañó en su coche a La Guardia.

¿Qué podría decirle? Le parecía que hacía una eternidad de aquello y se preguntaba si alguna vez vería de nuevo Everton.

Wilbur Lane lo llamó unos minutos más tarde. ¿Era realmente más frío que la víspera o era la impresión que daba su voz por teléfono? En cualquier caso no perdía el tiempo con frases inútiles, no preguntaba a Galloway qué tal estaba.

—Le he concertado una entrevista con su hijo en el despacho del fiscal para esta tarde a las tres. Esté unos minutos antes en la sala de pasos perdidos, donde le recogeré.

Lane colgó sin darle tiempo a hacer preguntas. Musselman era así, hasta cuando no tenía nada que hacer, para darse un aire atareado. Galloway bajó a comer al restaurante del hotel, llegó al Palacio de Justicia mucho antes de la hora, anduvo arriba y abajo, luego se puso a leer todos los anuncios administrativos en los tableros.

El abogado llegó dos minutos antes de las tres y sin detenerse le hizo señal de que lo siguiera hacia el fondo de un largo pasillo.

—La entrevista se realizará en presencia del fiscal —explicó durante el recorrido.

—¿Ha sido él quien lo ha exigido?

—No. Ha sido su hijo.

—¿Ha hablado usted con Ben?

—Durante treinta minutos esta mañana temprano, y he venido luego a asistir a su interrogatorio.

Lo que se dijo, la reacción de Ben, todo eso no debía de ser cosa suya, porque el abogado no le comunicó nada de ello.

Lane llamó a la puerta, la abrió sin aguardar respuesta y tocó su sombrero gris perla al cruzar una estancia donde trabajaban dos secretarias.

—¿Están ahí? —preguntó como familiarizado con el lugar.

Empujó la segunda puerta, y allí estaba Ben, sentado en una silla en medio de la estancia, con las piernas cruzadas y fumando un cigarrillo. El fiscal estaba instalado frente a él, al otro lado del escritorio. Era un hombre de unos cuarenta años que no debía de tener muy buena salud y de aspecto preocupado; un concienzudo, sin duda.

—Pase, señor Galloway —dijo levantándose. Ben, por su parte, exclamó, volviéndose hacia él:

—¡Hello, dad!

Lo dijo amablemente pero sin entusiasmo, como, por ejemplo, al volver de la escuela. No se acercaron el uno al otro. Molesto por la presencia de los dos hombres que fingían charlar en voz baja en un rincón, Dave no encontraba nada que decir. Quizá se habría sentido igualmente confuso si hubiera estado solo con su hijo.

Acabó murmurando:

—¿Oíste mi mensaje?

Rara vez vio a Ben con una actitud tan desenvuelta. En dos días parecía haberse desprendido de las timideces y las cortedades de la adolescencia: se comportaba con naturalidad, sin violencia.

—He de confesarte que no se nos ocurrió poner la radio, pero lo leí ayer en el avión.

No comentaba la declaración de su padre. Todo el mundo se había figurado a los fugitivos pendientes de la radio con la esperanza de burlar los planes de la policía. Como decía Ben con simplicidad, no se les había ocurrido. Y añadía con una sonrisa jocosa:

—Fue como con la carretera que tomamos. Nos buscaban por los caminos transversales cuando, salvo las dos veces que nos perdimos, circulábamos tranquilamente por la principal.

Calló. Por su parte, Dave permanecía mudo mirando con ojos ávidos a su hijo, que había vuelto un poco la cabeza y al que veía ahora de perfil. Observó que Ben se había afeitado y llevaba una camisa limpia.

—¿Sabes, dad? Más valdría que regresaras a Everton. No se puede prever aún cuándo nos juzgarán. Depende de los psiquiatras, que han de venir mañana de Nueva York.

Hablaba del jurado y de los psiquiatras sin un asomo de turbación.

—Si ves a Jimmy Van Horn, dile que lo siento mucho por él. No he sido yo quien se ha ido de la lengua.

——¿No tienes nada que decirme a mí, Ben? Mendigaba casi. Su hijo respondió:

—¿Qué querrías que te dijera? Todo lo que podría decir te causaría pena. Vuelve a Everton. No te preocupes por mí. No me arrepiento de nada y si tuviera que empezar otra vez haría exactamente lo mismo.

Se volvió hacia el fiscal.

—¿Es suficiente? —preguntó, como si solo hubiera consentido en ver a su padre por insistencia del magistrado.

El fiscal estaba incómodo y, a buen seguro, hubiera preferido que un caso del que hablaban todos los diarios de Estados Unidos no hubiera recaído sobre sus espaldas.

—Parece que no tiene nada más que decirle, señor Galloway.

Agregó, tras un instante, como para evitar echarlo a la calle demasiado brutalmente:

—Es exacto que no podremos fijar la fecha del jurado de acusación hasta que concluya la consulta de los psiquiatras.

Ben se inclinaba hacia delante para aplastar la colilla de su cigarrillo en el cenicero.

—Adiós, dad —murmuró para decidir a su padre a marcharse.

—Adiós, hijo.

Lane lo siguió fuera. Dave no recordaba haber saludado al fiscal y estuvo a punto de volver a entrar a disculparse.

—Tal como acaba de verlo, ha estado conmigo esta mañana y, después, durante todo el interrogatorio. El abogado hablaba con rencor, como si acusara a Galloway de ser responsable de ello.

—Teníamos una oportunidad, a lo sumo, de negar la premeditación, pretendiendo que la idea de atacar a un automovilista solo se le había ocurrido una vez en la carretera.

Dave no tenía la impresión de estar oyendo; se hallaba envuelto como por una zona de vacío que lo protegía.

—En cambio, él se ha emperrado en explicar al fiscal que había preparado el golpe con todo detalle tres semanas antes. Si eligió un sábado, fue porque ese día, al parecer, va usted a pasar la velada a casa de un vecino. En realidad, la marcha, fijada para el sábado anterior, tuvo que aplazarse porque usted estaba acatarrado y no había salido del piso. ¿Es cierto?

—Lo es.

—El abogado de Lilian Hawkins no lo tiene mucho más fácil con ella. Su hijo ha intentado otra vez cargar con toda la responsabilidad. Según la chica, no solo participó con él en la elaboración de los planes, sino que fue ella quien llevó la iniciativa de todo. Fue también ella, en el Oldsmobile, la que dio a entender a Ben que era hora de disparar.

Estaba de mal humor.

—Lo que no entiendo es que haya vivido usted durante dieciséis años con un chico como él sin percatarse de nada.

Dave tenía casi ganas de disculparse. ¿Qué podía hacer? Mejor que la tomasen con él, que todo el mundo la tomase con él. Era pura justicia hacerlo responsable a él.

—¿Tiene la intención de seguir su consejo?

—¿Qué consejo?

—Regresar a Everton.

Movió negativamente la cabeza. Se quedaría cerca de Ben hasta el final, aunque solo pudiera verlo de lejos y alguna que otra vez.

—Como quiera. He elegido como psiquiatra al doctor Hassberger, que estará aquí mañana por la mañana al mismo tiempo que el experto nombrado por el fiscal. Desde ahora le advierto que no espere ningún milagro.

Galloway lo veía de pie, en el claroscuro del pasillo, con su traje azul, su cabello de un blanco sedoso. Por fin, Lane le tocó el hombro con ademán protector.

—Vaya a descansar. Quédese en su habitación por si lo necesitara.

Era una habitación con dos camas. El papel de la pared presentaba un ancho rayado vertical de color verde oscuro sobre verde claro y uno de los muelles del sillón sobresalía ligeramente. Dave se pasaba la mayor parte del tiempo junto a la ventana, espiando las idas y venidas alrededor del Palacio de Justicia, pero, o bien no llevaban a Ben, o bien lo hacían entrar y salir por una puerta trasera. En cambio vio salir a Wilbur Lane, sobre las cinco, acompañado de una de las secretarias que había visto en el despacho del fiscal.

Después de cenar, de nuevo estuvo a punto de telefonear a Musak, pero no tuvo ánimo. Lane le tenía rencor, se preguntaba por qué. En cuanto al fiscal lo ponía incómodo su presencia.

Acabó por dormir. Al despertar, lo sorprendió ver que eran las ocho de la mañana. Hasta las diez estuvo esperando noticias del abogado y, no pudiendo más, lo llamó a su despacho. Lane tardó mucho en ponerse al aparato y, mientras le hablaba, parecía seguir escuchando lo que le decía un visitante.

—Le prometí llamarle si había alguna novedad. Por ahora no tengo nada que decirle… No… El doctor Hassberger ha llegado a las ocho y desde entonces está ocupado examinando a su hijo en la cárcel… Quedamos así… Le telefonearé…

A las doce aún no había llamado. Hasta la una no sonó el teléfono.

—La investigación del jurado de acusación tendrá lugar el jueves a las diez de la mañana —le espetó Lane casi brutalmente.

—Lo cual quiere decir que…

—Lo cual quiere decir que Hassberger lo encuentra sano de cuerpo y mente y responsable de sus actos en un ciento por ciento. Si nuestro experto opina así, no nos queda nada que esperar del experto de la acusación. Es probable que lo cite como testigo, en cuyo caso, quizá tengamos que hablar esta tarde.

No dio señales de vida. Dave estuvo sin noticias todo el día siguiente y, a eso de las cuatro y media, acabó por ir al bufete del abogado. No le sirvió de nada. La secretaria le anunció que Lane estaba en una conferencia telefónica y no podía recibirlo.

Galloway estaba sorprendido, no solo de no sufrir ya, sino de haberse vuelto insensible a ofensas pequeñas como aquella. Desde que no tenía nada que hacer, el tiempo no contaba; se pasaba horas en el sillón de su cuarto, o en la ventana, y la mujer de la limpieza tenía que aprovechar la hora de la comida para limpiar.

En cierto momento llamaron a la puerta y un desconocido, que tenía aspecto de policía vestido de civil, le entregó una citación para comparecer como testigo el día siguiente ante el jurado de acusación.

Llegó al Palacio de Justicia con media hora de antelación y le pareció que Wilbur Lane, que hablaba con un grupo, fingía no verlo.

Solo unas treinta personas, sobre todo mujeres, estaban ya sentadas en los bancos claros de la sala de vistas y los demás paseaban por el pasillo o charlaban por los rincones fumando cigarrillos.

Distinguió al doctor Van Horn en compañía de Jimmy, pero Van Horn estaba de espaldas y se dirigía hacia el abogado, con quien conversó familiarmente, como si lo conociera desde hacía tiempo. Isabelle Hawkins estaba allí también, en compañía de su hijo Steve esta vez, y ni ella ni él lo saludaron.

Un joven periodista le preguntó, casi alegremente:

—¿Emocionado?

No pudo sino dirigirle una sonrisa forzada. Esperaba asistir a la llegada de su hijo, ignorando que este se encontraba ya desde hacía media hora en el despacho del fiscal.

Unos segundos antes de que un ujier viniese a agitar su campanilla al pasillo, Lane pareció advertir su presencia.

—Le he hecho citar por si acaso. Le haré dos o tres preguntas anodinas. Incluso es posible que renuncie a su audición. En cualquier caso, no se impaciente.

—¿No estaré en la sala?

—No mientras no haya testificado.

¿No era adrede, para deshacerse de él durante los debates, por lo que Lane lo había mandado citar? Llamaron a los testigos y los llevaron a una estancia rodeada de bancos con respaldo donde había escupideras de cobre y una fuente con vasitos de cartón. El teniente que le estuvo haciendo preguntas el domingo por la mañana estaba allí, recién afeitado, y le dirigió un cordial saludo con la mano. Isabelle Hawkins había tomado asiento en uno de los bancos en compañía de su hijo Steve, que conversaba a media voz con Jimmy Van Horn.

Había otras personas a quienes, no conocía, en particular una mujer de unos treinta arios, vestida de negro, cuya mirada sintió a menudo fija en él.

No fue al teniente, sino a otro policía de uniforme, a quien fueron a buscar primero, seguramente el que había descubierto la furgoneta al borde de la carretera. No se podía oír lo que decían en la estancia contigua, ya que había una segunda puerta acolchada, pero se percibía a veces un murmullo de voces y, más nítidamente, el ruido del martillo del presidente sobre el pupitre.

Un segundo policía cruzó a su vez la puerta de la sala de vistas, después por fin el teniente, que permaneció más tiempo que los otros dos. Cuando ya habían prestado declaración, no se los veía volver. Tal vez se quedaban en la sala. Tal vez se marchaban. Dave ignoraba cómo se desarrollaba aquello, pues no había asistido en toda su vida a un jurado de acusación. Antes, en el pasillo, oyó decir a alguien de aspecto importante que aquello iría muy rápido, que en definitiva no era más que una formalidad, puesto que los jóvenes no negaban nada.

El cuarto testigo tenía aire de médico, probablemente el que había examinado el cuerpo de Charles Ralston.

Si Galloway lo entendía bien, estaban reconstruyendo los hechos mediante testimonios sucesivos. Fue a la mujer de luto a quien llamaron después, tras lo cual, hubo una suspensión de la vista y sonaron pisadas en el pasillo, adonde se precipitó todo el mundo para fumar. Los testigos no tenían derecho a salir y había un guardia, sentado cerca de la puerta, para impedírselo.

Cuando reapareció el ujier, Isabelle Hawkins hizo un movimiento para levantarse, pensando que era su turno, pero fue a Galloway a quien hizo una señal.

La sala era mucho más clara que la pequeña estancia que dejaba y, debido al calor, habían abierto las dos grandes ventanas que daban al parque, de modo que se oían los ruidos de fuera. De cien a ciento cincuenta personas se alineaban en los bancos y reconoció al mecánico de Everton, al peluquero y hasta a la vieja señora Pinch. Solo el mecánico le hizo un leve saludo con la mano.

Hasta que se volvió no descubrió al juez, solo en su mesa, encima de una especie de estrado a cuyo pie estaban instalados el fiscal y sus ayudantes en la misma mesa que los periodistas.

Ben se encontraba en un banco, a la izquierda, frente al jurado, en compañía de Lilian, y ambos se mostraban atentos a cuanto ocurría a su alrededor, en la sala, y se inclinaban a veces el uno hacia el otro para intercambiar un comentario cuando reconocían alguna cara nueva.

Galloway levantó la mano, repitió:

—Lo juro.

Después de lo cual lo mandaron sentarse de cara al jurado y al público y Lane avanzó hacia él.

—Querría que el testigo nos dijera primero qué edad tenía su hijo cuando la señora Galloway abandonó el domicilio conyugal. Responda.

—Seis meses.

—Desde entonces, ¿su hijo vivió siempre con usted?

—Siempre.

—¿No se planteó nunca volver a casarse?

—No, señor.

—¿No tiene alguna hermana, algún pariente, del grado que sea, que viva con usted en su casa o vaya a verlo de forma asidua?

Creía ver una sonrisa jocosa en los labios de Ben, como si este previera adónde quería ir a parar el abogado.

—¿Tampoco tiene criada? Sacudió la cabeza.

—¿Frecuentaban su casa amigos con sus esposas?

No podía seguir contestando más que negativamente y no fue Ben el único que sonrió, otros, en la sala, se divertían con su confusión.

Si estoy en lo cierto, parece que su hijo ha pasado la infancia y parte de la adolescencia sin ver a una sola mujer en casa.

Era la primera vez que aquel hecho le llamaba la atención a él mismo.

—Es verdad. Aparte de la asistenta, dos veces por semana. Rectificó:

—¡Ni eso! Se me ocurre de pronto que Ben estaba en el colegio a las horas a las que venía a trabajar. Hubo una carcajada y el juez agitó su martillo. Era un hombre de cierta edad y de aspecto insignificante.

—Eso es todo, señor Galloway —dijo Lane. Se volvió hacia el fiscal.

—Si desea contrainterrogar a mi testigo…

Temple vaciló; consultó a un joven que estaba a su izquierda.

—Una única pregunta. El sábado 7 de mayo, o sea, hizo ocho días este sábado, ¿el testigo no pudo ir a casa de su amigo, como acostumbra hacer todos los sábados, por culpa de un catarro?

—Es verdad.

—Eso es todo —murmuró el fiscal escribiendo unas palabras en un papel.

Dave no sabía qué hacer. Se preguntaba si debía salir y, viendo sitio en el primer banco, fue a sentarse allí.

Estaba justo frente a su hijo, a menos de cinco metros de él. Sin que Ben diera la impresión de hacerlo adrede, no se volvió nunca de su lado y sus miradas no se cruzaron ni una sola vez.

No era él quien contaba a los ojos de Ben, sino Lilian, a la que sonreía de vez en cuando, tal vez asimismo a la muchedumbre que lo observaba.

Todo el tiempo que duró la sesión, Dave intentó en vano atraer su atención, llegando incluso a toser tan fuerte que el presidente le lanzó una mirada de reproche.

Era importante que Ben lo mirara, porque se daría cuenta de la transformación operada en él. No estaba tenso, su mirada era serena. Había en sus labios una leve sonrisa parecida a la de su hijo. Era como un mensaje que Ben seguía sin ver.

Isabelle Hawkins había tomado asiento en la silla que Galloway acababa de dejar, con el bolso en las rodillas, y Cavanaugh se acercaba a interrogarla, mucho más sencillamente que Lane.

—¿Desde cuándo se veían regularmente su hija y Ben Galloway? Respondió en voz baja:

—Que yo sepa, hará unos tres meses.

—¡Más alto! —dijeron desde el público. Repitió con voz más fuerte:

—Que yo sepa, hará unos tres meses.

—¿Frecuentaba asiduamente su casa?

—Venía a nuestra casa mucho antes, debido a mi hijo Steve, pero no se fijaba aún en mi hija.

—¿Qué ocurrió el sábado pasado?

—Ya lo sabe usted. Se fue de casa con él.

—¿La vio salir?

—Si la hubiera visto, no la habría dejado.

—¿No llevó usted a cabo cierta gestión?

—Fui a casa del señor Galloway por miedo a que mi marido hiciera alguna locura si dejaba que fuera solo.

—¿El señor Galloway sabía que su hijo se había ido con Lilian?

—Sabía que su hijo se había ido, pero no con quién.

—¿Pareció sorprendido?

—No sabría decírselo.

Debió de haber más preguntas, pero Dave no les prestaba atención, seguía en su cara aquella especie de mensaje que trataba de comunicar en vano a su hijo.

Fue el fiscal quien preguntó durante el contrainterrogatorio:

—Cuando supo usted que su hija se había marchado de casa, ¿no hizo un segundo descubrimiento?

—La paga de mi marido ya no estaba en la caja.

Le tocó luego a Jimmy Van Horn, que buscó a su padre con los ojos en la sala y respondió invariablemente: «Sí, señoría… No, señoría… Sí, señoría…».

Un día en que Ben estaba en su casa le enseñó la pistola automática del doctor y Ben le pidió que se la vendiera.

—¿Le ofreció cinco dólares por ella?

—Sí, señoría.

—¿Se los entregó?

—No, señoría, solo tres. Tenía que darme los dos restantes la semana próxima.

Hubo más risas. En su mayor parte los miembros del jurado permanecían rígidos e inmóviles como en una foto de familia y había dos mujeres entre ellos.

Galloway no entendió enseguida por qué se levantaba el juez y se peinaba mascullando palabras ininteligibles. Ello significaba que había una nueva suspensión de la vista, de una hora esta vez, para permitir que la gente fuera a almorzar. Solo el jurado y los testigos que aún no habían desfilado ante el estrado no podían salir.

—Supongo —se acercó a decirle su abogado— que es inútil pedirle que no asista a la sesión de la tarde.

Se limitó a sacudir la cabeza. ¿Por qué no iba a estar presente, mientras quedaba una oportunidad de ver a Ben y sentarse cerca de él?

—Van a declarar los dos psiquiatras. Si no hablan mucho tiempo, es posible que el fiscal pronuncie su acusación hoy e incluso que yo haga mi defensa, en cuyo caso puede que esté todo terminado esta noche.

Dave no reaccionó. Acababa viendo cuanto pasaba en torno como si no le concerniera personalmente. Puesto que se habían llevado a su hijo de la sala, tampoco se quedó, fue a comer un sándwich a un restaurante parecido al Mack’s Lunch. Casi todos estaban allí, pero no se fijaban en él; el mecánico de Everton fue el único que le dio la mano diciendo:

—¡Vaya calor hace dentro!

Uno de los psiquiatras era mayor, con un acento extranjero, el otro de mediana edad, y Wilbur Lane se afanó mucho usando, para interrogarlos, la misma jerga que ellos, que le parecía familiar.

Dave sintió varias veces fija en él la mirada del juez: quizá fuese accidental, obligado a permanecer durante horas de cara a la multitud, a algún sitio tenía que mirar.

Se decidió una última suspensión, de unos minutos tan solo, durante la cual Ben y Lilian permanecieron en la sala. Isabelle Hawkins aprovechó para ir a hablar con su hija y el guardia hizo la vista gorda. Dave no se atrevió a acercarse a su hijo por miedo a disgustarlo. Hubiera deseado tanto que Ben lo mirase y se diese cuenta del camino que había andado…

El fiscal habló durante veinte minutos con voz monótona, tras lo cual le tocó el turno a Cavanaugh, que todavía fue más breve, y por último a Lane.

El jurado no estuvo ausente más de media hora y un poco antes de su regreso trajeron a Ben y a Lilian, que seguían pareciendo igualmente tranquilos, la joven dirigió incluso un saludo con la mano a alguien a quien reconoció en la sala.

Menos de cinco minutos más tarde todo había acabado. El jurado de acusación decidió por unanimidad inculpar a Ben Galloway por asesinato en primer grado, a Lilian Hawkins por complicidad y enviarlos a ambos al Tribunal Superior del condado.

Durante la lectura del veredicto Dave miraba con tal intensidad el rostro de su hijo que le dolían los ojos. Estuvo casi seguro de sorprender un leve estremecimiento en sus labios y nariz; al momento, Ben recobró su sonrisa y se volvió hacia Lilian, que le sonrió también.

No miró a su padre. En el alboroto que siguió, este intentó en vano colocarse en su campo de visión, lo perdió de vista, oyó una voz, la de Lane, que le decía con resentimiento:

—He hecho cuanto era humanamente posible. Ha sido él quien lo ha querido.

Galloway no le guardaba rencor. No le gustaba, como tampoco le gustaba Musselman, pero no tenía nada particular contra él.

—Se lo agradezco —dijo cortésmente al abogado. Este, sorprendido de hallarlo tan dócil, prosiguió:

—El Tribunal Superior no se reunirá antes de un mes y, tal vez, hasta entonces, descubra nuevas armas.

Dave no se dio cuenta de que, al darle la mano al abogado, le sonreía con la misma sonrisa que durante todo el día mantuvo su hijo en los labios.

Hacía sol fuera y el mecánico se llevó al peluquero y a la anciana señora Pinch en su coche.