—Mucho me temo, señor Galloway, que todos, sin excepción, somos los últimos en conocer a nuestros hijos.
El inspector, en este momento, cargaba su pipa con movimientos lentos y minuciosos, y, como para dejar patente que no se consideraba aparte, fijó un instante la mirada en la fotografía puesta en la mesa.
Dave no protestaba, porque toda su vida albergó un respeto instintivo por cuanto representaba la autoridad. Lo que el inspector acababa de decir era además seguramente cierto para algunos padres, para los padres corrientes, pero no para él.
¿Para qué tratar de explicar su vida, la de Ben y la suya, el carácter de sus relaciones, que no eran simplemente las relaciones de un padre y un hijo?
—Ignoro —prosiguió su interlocutor restregándose en su silla— lo que decidirán respecto a él. Nuestro papel, aquí, ha concluido. Supongo que su abogado, si no el fiscal mismo, pedirá que lo examine uno o varios psiquiatras.
Galloway estuvo a punto de sonreír, tan ridículo le parecía pensar que Ben pudiese no gozar de toda su razón. Si él no era normal, tampoco lo era su padre. Ahora bien, Dave no habría llegado a los cuarenta y tres años sin que la gente lo advirtiera.
—Lo he tenido aquí desde las doce de la noche hasta hace unos minutos y le confieso que no he sido capaz de hacerme una idea de él.
—Ben no se exterioriza fácilmente —se apresuró a decir su padre. El inspector pareció sorprendido.
—En cualquier caso —replicó—, no ha dado la menor prueba de timidez, si es eso lo que quiere decir. Rara vez he visto a alguien de esa edad que sea tan desenvuelto en circunstancias semejantes. Los trajeron juntos a mi despacho a él y a su amiga y se habría jurado que se sentían felices aquí, como si a pesar de todo hubieran logrado sus objetivos. Cuando les quitaron las esposas, se acercaron el uno al otro y se cogieron de la mano.
»Por más sucios y cansados que estuvieran, sus ojos eran claros. Se complacían en mirarse mutuamente con una especie de júbilo, como si compartieran un secreto maravilloso.
»Les dije que podían sentarse y su hijo respondió con desparpajo: “¡Bastante sentados hemos estado durante el viaje!”. Juraría que me observaba irónicamente. “¿Es ahora cuando va a someternos al tercer grado?”, me espetó con una sonrisa algo nerviosa pese a todo. “Si lo que desea son confesiones, lo confieso todo: el asesinato del viejo Fulano en la carretera, el robo del coche, las amenazas al granjero y a su mujer y los disparos a la policía. Supongo que no me acusan de nada más”. “No se trata de interrogarlo ahora”, le respondí. “¡Si no puede más de sueño!”. Eso pareció desconcertarlo, como si yo no aplicara la regla del juego.
»“Todavía soy capaz de pasar la noche en vela si es preciso. Respecto a Lilian, puede soltarla. No ha hecho nada. No estaba enterada de mis proyectos. Solo le dije que íbamos a Illinois o a Mississippi a casarnos y no sabía que iba armado”.
»La chiquilla lo interrumpió: “¡No es verdad!”. Y él: “Debe creerme, inspector. Cuando dejamos la granja, insistía para que me entregara sin disparar”. “Miente. Lo que hicimos, lo hicimos juntos. El juez de paz, en Illinois no nos casó pero, con todo, desde anoche, soy su mujer”.
Galloway se encerró en sí mismo, sin que se transparentara nada de lo que sentía.
—Creía que iban a pelearse uno y otro y les mandé que se acostaran. Su hijo ha dormido en un catre de tijeras en el despacho contiguo y Lilian Hawkins ha pasado la noche en otro despacho vigilada por una celadora.
»La chica ha tenido un sueño agitado. En cuanto al muchacho, ha dormido tan bien como en su propia cama y no ha sido fácil despertarlo.
—Siempre ha dormido como un tronco.
—Es verdad que no tenía intención de someterlos a un verdadero interrogatorio, pues eso incumbe al fiscal, en Liberty, la capital del condado donde se cometió el crimen. Solo está a unos setenta y cinco kilómetros de su pueblo, si no me equivoco. ¿Conoce a alguien en Liberty, señor Galloway?
—A nadie.
—Allí serán juzgados su hijo y su amiga si los psiquiatras deciden que han de serlo. Esta mañana he mandado subirles café y panecillos, y han comido con apetito. Mientras hacía algunas llamadas por teléfono, los observaba. Estaban sentados ahí…
Señalaba un sofá de piel oscura arrimado a la pared.
—… se cogían de la mano, como la noche anterior, susurraban, se miraban a los ojos con éxtasis. Alguien desprevenido que hubiera entrado en aquel instante los habría tomado por la pareja más feliz de la tierra. Cuando me han anunciado su llegada, le he dicho a su hijo: «Su padre está aquí».
»No quiero apenarlo, señor Galloway, pero creo que es importante que sepa la verdad. Se ha vuelto hacia su amiga, con frente ensombrecida, y ha mascullado entre dientes: “¡Joder!”.
»Yo he proseguido: “Lo autorizo a verlo unos minutos, a solas si así lo desea”. “¡Si es que no quiero verlo de ningún modo!”, ha exclamado. “No tengo nada que decirle. ¿Es absolutamente indispensable que lo haga pasar?”. “No puedo obligarle a verlo”. “¡Entonces, no!”. Otros se encargarán del resto y le confieso que, personalmente, prefiero no tener que tomar una decisión al respecto.
—No está loco —repitió Dave con convicción.
—Sin embargo, es la única posibilidad que tiene de salir bien parado, me pregunto si se da usted cuenta. Ahora, si me promete no hacer nada que pueda provocar un incidente, si se cree capaz de ver pasar a su hijo cerca de usted sin precipitarse hacia él…
—Se lo prometo.
—Voy a darle una información que es aún confidencial. A las doce cuarenta y cinco, su hijo y Lilian Hawkins estarán en el aeropuerto, con un policía y una celadora, para tomar el avión para Nueva York. No harán más que cruzar el vestíbulo, donde con toda seguridad se hallarán algunos periodistas y uno o dos fotógrafos. Si usted se encuentra en su camino…
—¿Viajan en un avión normal?
El inspector hizo un signo afirmativo.
—¿Tengo derecho a tomar el mismo avión?
—Si quedan plazas…
Tenía una hora y media por delante, pero le daba tanto miedo llegar tarde que abandonó rápidamente el edificio del gobierno y se precipitó a su hotel.
—Tengo que marcharme en el avión de las doce cuarenta y cinco —anunció—. Vengo a recoger la maleta. ¿Qué le debo?
—Nada, señor Galloway, ya que no ha utilizado la habitación.
Recorrió de nuevo en taxi el mismo trayecto de la mañana, corrió enseguida a la taquilla.
—¿Le quedan plazas en el avión de las doce cuarenta y cinco para Nueva York?
—¿Cuántas personas?
—Una sola.
—Un momento.
Hacía mucho calor. La joven tenía gotas de sudor encima del labio superior, círculos húmedos bajo los brazos, y su olor recordaba al de Ruth. Telefoneó a otra sección.
—¿Qué nombre? —preguntó después preparándose a rellenar un billete.
—Galloway.
Lo miró, sorprendida, vaciló.
—¿Sabe usted que en el mismo avión…?
—¿Estará mi hijo? Sí.
Almorzó en el restaurante del aeropuerto. Todavía no lo turbaba lo que le había contado el inspector del FBI, tal vez porque seguía viviendo con el impulso adquirido. Solo se le encogió el corazón cuando le hablaron de Lilian y de lo que esta proclamó.
Si Ben se negó a verlo fue, con toda seguridad, porque se sentía incómodo en su presencia. Él también estaba muy nervioso. Era preciso darle tiempo para que se calmara.
A las doce y cuarto Galloway estaba en la puerta del aeropuerto vigilando los coches que llegaban y preguntó a dos empleados diferentes si estaban seguros de que no había otra entrada. Vio llegar a unos fotógrafos con sus cámaras y los tres hombres que se juntaron con ellos seguramente eran periodistas. Formaban un grupo en medio del vestíbulo y uno de ellos lo localizó, frunció las cejas, habló con los otros, fue a preguntar a la joven de la taquilla, que hizo una señal afirmativa.
Lo habían reconocido. Le daba igual. Se le acercaban todos juntos.
—¿El señor Galloway? Dijo que sí.
—¿Ha visto a su hijo esta mañana?
Estuvo a punto de mentir, por lo penoso que le resultaba confesar que había hecho el viaje en balde.
—No he podido verlo.
—¿Le han negado la autorización?
Estuvo tentado de decir que sí, pero su respuesta sería publicada en los diarios y probablemente el inspector del FBI lo desmentiría.
—Ha sido mi hijo quien no ha querido verme —confesó, esforzándose en sonreír, como si hablara de una chiquillada—. Tiene que comprender su reacción…
—¿Va a viajar con él?
—En el mismo avión, sí.
—¿El proceso se celebrará en Liberty?
—Es lo que me han asegurado hace una hora.
—¿Ha elegido un abogado?
—No. Tomaré el mejor, tengo dinero.
De pronto se avergonzó de sí mismo, dándose cuenta de que se comportaba de un modo ridículo.
—¿Permite? —le preguntaron—. Acérquese un poco. ¡Gracias!
Lo fotografiaban. Y fue entonces cuando vio salir a su hijo de un coche, con la muñeca esposada a la de un policía de civil, que era joven y parecía su hermano mayor. Ben llevaba su impermeable beige. Iba con la cabeza descubierta, Lilian Hawkins lo seguía acompañada de una mujer corpulenta, ceñida en un traje chaqueta oscuro que recordaba un uniforme.
Había dos anchos ventanales acristalados abiertos.
¿Reconoció Ben, de lejos, a su padre bajo los fogonazos de los fotógrafos? Estos se precipitaron hacia la puerta, los periodistas también y la muchedumbre, que no tardó en entender lo que pasaba, formó un pasillo como en presencia de un personaje oficial.
Dave avanzaba dando codazos, se colaba a primera fila y, cuando su hijo no estuvo más que a unos metros de la salida, se cruzaron sus miradas. Ben frunció las cejas siguiendo su camino; se volvió un poco más tarde, no para mirarlo de nuevo, sino para decir unas palabras a Lilian.
La chica estaba algo más pálida que él, sin duda por el cansancio, y con su abrigo barato que cubría un vestido de algodón floreado tenía el aire de una chiquilla enfermiza junto a la celadora.
Ben no hizo el menor ademán en dirección a su padre, y Dave empezaba a entender ahora lo que intentó decirle el inspector. Era como si dieciséis años de vida en común y de intimidad cotidiana hubieran dejado de existir repentinamente. No hubo ningún destello en los ojos de su hijo, ninguna emoción en su rostro. Tan solo un fruncimiento de cejas, como cuando topa uno con algo desagradable a su paso.
—¡Mi padre! —le diría a la muchacha volviéndose hacia atrás.
Desaparecieron por fin en la pista, donde los hacían subir al avión antes de abrir la valla a los demás pasajeros.
—¿Lo ha visto? —le preguntó uno de los reporteros.
—Creo que sí. Agregó:
—No estoy seguro.
Siguió la cola y subió de los últimos al aparato, donde la azafata le indicó uno de los asientos del fondo. Ben y Lilian, por el contrario, estaban en primera fila, él a la izquierda con el policía, ella a la derecha con la mujer que la acompañaba, y solo los separaba el pasillo.
Incorporándose en su asiento, Dave podía verlos. Solo descubría su cabeza y su nuca, y únicamente cuando no se echaban atrás, pero era bastante para que se diera cuenta de que continuamente se volvían el uno hacia el otro. A veces se inclinaban e intercambiaban observaciones y sus guardianes no decían nada. Un poco más tarde, la azafata fue a ofrecerles, como a los otros, té y sándwiches, que no aceptaron.
¿Era posible que ni el uno ni el otro se percataran de su situación? Pudiera habérseles creído de vacaciones, dichosos de hacer un viaje en avión, y Dave veía muy bien que los demás pasajeros estaban tan sorprendidos de su comportamiento como él.
Al cabo de una hora aproximada de vuelo, la cabeza de Lilian se fue deslizando progresivamente a un lado y debió de dormir casi todo el resto del trayecto. En cuanto a Ben, tras charlar un rato en voz baja con el policía, se dedicó a leer el diario que este le prestó.
Todo aquello no era más que un malentendido. Galloway estaba seguro de ello. Las acciones de los otros nos parecen siempre extrañas porque no conocemos sus verdaderos motivos. Al casarse con Ruth, en otro tiempo, todo el mundo, en el taller, lo miró con una sorpresa mezclada de conmiseración y él les puso más o menos la misma cara que Ben le ponía a la gente.
Sabía lo que hacía casándose con Ruth. Era el único en saberlo.
Lo compadecían. Imaginaban que se dejó embaucar, que cedió a un arrebato pasajero, sin sospechar que era el único tipo de mujer con la que podía desear casarse. Quién sabe. ¿No supondrían algunos que momentáneamente estaba mal de la cabeza?
Él también cogía de la mano a su mujer en público, mirando con desafío a la gente. Y, cuando Ruth estuvo embarazada, paseaba con ella ufano por el centro de la ciudad.
Casi todos sus compañeros la poseyeron. Pese a lo cual, no se permitió tocarla antes de la boda, lo que, curiosamente, la conmovió tanto que hasta lloró y le dio las gracias. Era cierto que bebieron aquella noche. Bebían todas las noches.
Todo el mundo hubiera predicho que sería desgraciado con ella y ocurrió lo contrario. Dave estaba empeñado en vivir en una de las casas nuevas de la colonia, como la mayoría de los matrimonios jóvenes, en comprar los mismos muebles, los mismos cachivaches. Su madre no asistió a la boda, ya que él no se la anunció hasta un mes más tarde, de pasada, al final de una carta, como si fuera una noticia sin importancia. Durante la primavera siguiente, los visitó de sorpresa con Musselman, y Dave tuvo la certeza de que en su vida se asombró tanto. Ignoraba qué esperó encontrar; desde luego, no a Ruth ni la pequeña vivienda que tenía ante los ojos.
—¿Eres feliz? —le preguntó estando los dos solos un momento en un cuarto.
Dave se limitó a sonreírle y ella no creyó en aquella sonrisa. Nunca creyó en él. Nunca creyó tampoco en su padre. ¿Creía en Musselman?
—¡Muy bien, hijos! Tenemos que irnos.
No aceptó comer con ellos.
—¡Que tengáis suerte! —les espetó, ya en la acera.
Deseaba al matrimonio todas las catástrofes posibles. Por eso Dave no le escribió cuando Ruth se fue de casa. Estuvo cerca de dos años sin contestar a sus cartas, por lo demás escasas.
¿Fue eso lo que el inspector trató de hacerle entender por la mañana? Precisamente, la diferencia estaba en que él confiaba en Ben. Eran de la misma raza. Era realmente su hijo. Aquella noche, mañana, tendrían una conversación y todo se explicaría. Lo imprescindible era que Ben supiera que su padre comprendía de antemano. Esto iba implícito en su mensaje.
«Estaré contigo pase lo que pase».
Añadió, para insistir más: «¡No te guardo rencor, Ben!».
No se trataba de guardarle rencor en el sentido estricto de la palabra. Era algo más amplio. Probablemente Ben no oyó su mensaje por radio. Aproximadamente a la hora a la que se transmitió, se presentaba él en la casa de un juez de paz de un pueblo de Illinois.
¿Fue él, más tarde, el que paró el coche, pese a que la policía andaba mordiéndoles los talones, y propuso a Lilian que fueran el uno del otro? ¿Fue idea de Lilian? Prefería no pensar en ello, no tratar de adivinar tampoco lo que se estaban diciendo ahora que la chica acababa de despertarse.
Volaban sobre Nueva York, de la que se veían sus rascacielos dorados al sol, y el aparato iba perdiendo altura. Apagaron los cigarrillos, se abrocharon los cinturones de seguridad. Dave juró quedarse en su sitio hasta que saliera su hijo, de modo que se viera obligado a pasar junto a él y hasta a rozarlo, pero la azafata hizo bajar a todos los pasajeros, sin exceptuarlo a él.
Tuvo que seguir a los demás entre las vallas y, cuando llegó a la sala de espera y se volvió, descubrió que se llevaban a Ben y a Lilian hacia otra parte del aeropuerto.
—¿Adónde van? —le preguntó a un empleado. Este miró hacia donde le indicaba.
—Seguramente a tomar otro avión —respondió con indiferencia.
—¿Qué línea hay allí?
—Syracuse.
—¿El avión para en Liberty?
—Probablemente.
Intentó tomarlo en vano. Mientras descubría el mostrador correspondiente, despegaba el avión.
—Dentro de una hora tiene otro que hace escala en Liberty. Siempre llegará antes que con el tren.
Ya no se impacientaba, empezaba a acostumbrarse a que todo sucediera de modo distinto a como hubiera deseado, y no se desanimaba, convencido de que sería él quien dijese la última palabra.
Eran las cinco cuando llegó a la capital del condado, que solo había cruzado en coche. La última vez, la víspera, en un coche de la policía, y todo estaba cenado porque era domingo. Apenas se tomó el tiempo de dejar la maleta en el hotel, esta vez sin subir a su habitación, y se precipitó hacia el Palacio de Justicia, que no estaba lejos.
Por unos minutos llegaba demasiado tarde. Un grupo de curiosos y un fotógrafo estaban aún parados en las escaleras de piedra.
—¿Ben Galloway está en el edificio? —preguntó.
—Acaban de llevárselo ahora mismo.
—¿Adónde?
—A la cárcel del condado.
—¿Ha visto al fiscal?
—Los han llevado a los dos a su despacho, pero solo han estado unos minutos.
No lo reconocieron. Intentaba abrir la puerta acristalada y esta se resistía. Dentro, un empleado con gorra de galones, al que le faltaba un brazo, le hacía señales de no insistir.
—No le abrirá —le dijo un señor de cierta edad—. A las cinco en punto cierra las puertas y ya no hay quien entre.
—¿Está todavía el fiscal en su despacho?
—Es probable. Yo no lo he visto salir. Tampoco le recibirá él, pasada la hora.
El anciano, cuya dentadura no era muy sólida, lo miró sonriendo con aire pícaro.
—Usted es el padre, ¿verdad?
Y como Galloway hiciese una señal afirmativa, añadió con voz de falsete:
—¡Pues vaya hijo tiene! ¡Como para estar orgulloso!
Era la primera maldad gratuita que tenía que soportar por causa de Ben y desconcertado, sin entender, siguió con la mirada al viejecillo que se alejaba con risa sarcástica.
Todo lo hizo mal desde un principio. Debió hacer caso al teniente, que le aconsejó que tomara enseguida un buen abogado. ¿Acaso conocía él los formulismos exigidos para visitar a un preso? Seguro que tenía derechos, pero no los conocía. Ben necesitaba protección. No se podía dejar que siguiera hablando y actuando como un niño.
Volvió al hotel, por no saber adónde dirigirse.
—¿Podría ver al gerente?
Sin dejarlo esperar, lo hicieron pasar a un pequeño despacho cerca de la recepción. El gerente iba sin chaqueta, con la camisa arremangada.
—Sid Nicholson —se presentó.
—Dave Galloway. Supongo que sabe por qué estoy aquí.
—Lo sé, sí, señor Galloway.
—Vengo a preguntarle si puede indicarme el mejor abogado del condado. —Añadió con una fanfarronería inútil—: No importa que sea caro. Tengo con qué pagar.
—Debería intentar obtener los servicios de Wilbur Lane.
—¿Es el mejor?
—No solo es el mejor en Liberty, sino que ejerce cada semana en Nueva York y en Albany y es amigo personal del gobernador. ¿Querría verlo esta misma tarde?
—Si es posible.
—En este caso, es mejor que le telefonee enseguida pues, si sale de su despacho, será para ir al campo de golf y no habrá modo de verlo…
—Tenga la bondad.
—Póngame con Wilbur Lane, Jane.
Al otro lado de la línea le respondió una secretaria a la que llamó, asimismo, por su nombre de pila.
—¿Está aún el jefe? Aquí, Sid Nicholson. Querría decirle un par de palabras. Es urgente… ¡Oiga!
¿Wilbur? Disculpa que te moleste. ¿Te disponías a salir?… Tengo aquí a alguien que necesita tus servicios… ¿No lo adivinas?… Es él, sí… Está en mi despacho… ¿Puedes recibirlo?… Te lo envío… Hasta luego…
—¿Dónde es? —preguntó Galloway, que lo había escuchado todo.
—Siga calle abajo hasta que vea, a su derecha, una pequeña iglesia metodista. Justo enfrente hay una gran casa blanca de estilo colonial y, en una placa, los apellidos: LANE, PEPPER AND DURKIN. Jed Pepper solo se ocupa de cuestiones fiscales y sucesiones. En cuanto a Durkin, murió hace seis meses.
Las oficinas estaban cerradas desde las cinco, pero la secretaria lo espiaba sin duda por una de las ventanas, pues le abrió la puerta en el momento en que subía las gradas de la escalinata.
—El señor Lane lo espera. Por aquí, tenga la bondad.
Un hombre de pelo cano, cara aún joven, que superaba a Galloway por una cabeza de altura y que tenía la complexión de un jugador de rugby, se levantó para estrecharle la mano.
No me atreveré a afirmar que lo esperaba, lo que sería fatuo de mi parte, pero no me ha sorprendido la llamada de mi amigo Sid. Siéntese, señor Galloway. Acabo de leer en un diario de la tarde que ha ido inútilmente a Indianápolis.
—Mi hijo está aquí.
—Lo sé. Hace un momento me he puesto en contacto con George Temple, el fiscal, que es un viejo condiscípulo. Él también ha entendido enseguida de qué se trataba.
—Le ruego que tenga la bondad de asumir la defensa de mi hijo. No soy rico, pero tengo ahorrados alrededor de siete mil dólares y…
—Trataremos este asunto más adelante. ¿Con quién ha hablado, en Indianápolis?
—Con alguien que allí parece estar al frente del FBI. No me ha dado su nombre.
—¿Qué le ha dicho usted?
—Que estoy convencido de que todo se aclarará cuando tenga una conversación con Ben.
—Y su hijo se ha negado a verle.
Ante la sorpresa de Galloway, explicó:
—Ya viene en el diario. Mire, es importante que desde ahora se abstenga de hablar del caso con quien sea y con mayor razón con los periodistas. Aunque le hagan preguntas en apariencia anodinas sobre su hijo, no responda. Temple no ha querido aprovecharse de la situación e interrogar a la pareja al bajar del avión. Así que no han pasado más que unos minutos en su despacho para las formalidades corrientes y los ha mandado enseguida a la cárcel. Mañana, ya que desea que me encargue de la defensa de su hijo, estaré presente cuando se someta a su primer interrogatorio. Probablemente tendré incluso ocasión de entrevistarme antes con él.
Preguntó de sopetón introduciendo un puro en una boquilla con un aro de oro:
—¿Cómo es?
Dave se sonrojó, pues no comprendía el sentido exacto de la pregunta y tenía miedo de equivocarse una vez más.
—Siempre ha sido un muchacho tranquilo, reflexivo —dijo—. En dieciséis años no me ha dado un solo disgusto.
—¿Cómo estaba cuando lo ha visto usted en Indianápolis? El diario cuenta que se han hallado cara a cara en el vestíbulo del aeropuerto.
—No del todo cara a cara. Yo estaba entre la gente.
—¿Lo ha visto él?
—Sí.
—¿Ha parecido confuso?
—No. Es difícil de explicar. Supongo que estaba molesto por verme allí.
—¿Vive aún su madre?
—Supongo.
—¿No sabe dónde está?
—Me abandonó hace quince años y medio, dejándome al niño, que tenía seis meses. Tres años después, vino alguien a hacerme firmar unos papeles para que le concediera el divorcio.
—¿Taras por esa parte?
—¿Qué quiere decir?
—Le pregunto si, por parte de la madre, algunos antecedentes pudieran explicar lo que ha sucedido.
—Que yo sepa, nunca estuvo enferma.
No esperaba este tipo de preguntas y lo desconcertaron, sobre todo porque el abogado apuntaba sus respuestas. Llevaba las manos muy cuidadas, las uñas con manicura. Vestía un traje azul cruzado, de un corte admirable. Desde hacía rato, Dave se preguntaba a quién le recordaba.
—Yo tampoco he tenido ninguna enfermedad grave.
—¿Su padre?
—Murió a los cuarenta años de un ataque cardiaco.
—¿Su madre?
—Se volvió a casar y está bien.
—¿Ni tías o tíos, primos o primas a quienes, en algún momento dado, haya habido que internar? Comprendió adónde quería ir a parar su interlocutor y protestó:
—¡Ben no está loco!
—No lo diga demasiado alto, pues es posible que sea nuestra única posibilidad de salvarle la piel. Mire, cuando he leído lo que los diarios decían de su actitud, he pensado al principio que hacía todo lo que estaba en su poder para ir a la silla eléctrica. Dispense que hable con crudeza. Se trata de ver la realidad cara a cara. Luego, pensándolo más detenidamente, me he preguntado, y me sigo preguntando, si no es más pillo de lo que se cree y no ha elegido la mejor táctica.
—No lo entiendo.
—No llora, no pide perdón, no se derrumba, tampoco se encierra en un mutismo sospechoso. Habla y actúa, por el contrario, como si le encantara haber matado a un hombre a sangre fría; haberle robado el coche y más tarde haber abierto fuego y disparado hasta que su automática quedara vacía.
»Es difícil, señor mío, imaginar a un muchacho inteligente, que ha cumplido dieciséis años y ha sido educado normalmente en la clase media de la sociedad, es difícil, digo, imaginarlo actuando de este modo sin estar mal de la cabeza.
»La palabra locura lo asusta como a todo el mundo y carece por otra parte de precisión. Los psiquiatras emplearán términos más precisos para fijar primero el grado de discernimiento de su hijo, luego su capacidad de reacción a un impulso bueno o malo.
»Este dictamen pericial es lo primero que le pediré mañana al fiscal y es más que probable que recurra a un especialista de Nueva York.
¿Iba a empeñarse Dave en repetir que su hijo no estaba loco? No lo escuchaban. Le daban a entender que aquello ya no le concernía, que la defensa de Ben ya no estaba en sus manos.
—Supongo que tiene intención de quedarse en Liberto hasta la investigación del jurado. A no ser que el dictamen pericial del que acabo de hablarle dure más de lo que pienso, dentro de dos o tres días se reunirá al jurado.
»No quiero impedir que se quede pero es mejor que se le vea lo menos posible y, sobre todo, que evite hablar. Hay teléfono en todas las habitaciones del hotel. Prometo mantenerlo al corriente. Si juzgo deseable que tenga una entrevista con su hijo, me las arreglaré para conseguirlo del fiscal.
»Mientras tanto puede serme útil y ocupar la mente tratando de acordarse de todos los pequeños incidentes más o menos raros de la vida de su hijo. No me diga que no hay ninguno. Le sorprenderá lo mucho que va a descubrir.
Miró su reloj y se levantó. Acaso se dijera que aún la daba tiempo a ir a jugar su partido de golf. Al darle la mano, Dave descubrió de repente a quién le recordaba.
Era a Musselman, el segundo marido de su madre.
Era demasiado tarde para cambiar de idea. Además, Musselman era eficiente en su profesión. Sin duda, también este lo era.
Lo apartaban, le pedían que callase, casi que se escondiese, ¡y era el abogado quien decidiría si era o no deseable una entrevista entre padre e hijo!
Andaba por la calle y había transeúntes que se volvían para mirarlo. Cuando empujó la puerta giratoria del hotel, vio, en un rincón del vestíbulo, a Isabelle Hawkins, que llevaba su vestido y su sombrero de los días festivos. Hablaba con alguien a quien no reconoció de inmediato porque le daba la espalda.
Era Evan Cavanaugh, el abogado de Everton. Debieron de llegar juntos un poco antes. Ni una sola vez pensó Dave en los Hawkins y menos aún en que también Lilian necesitaría un abogado. Eso le hizo un extraño efecto.
Isabelle Hawkins lo vio. Se miraron los dos. En vez de saludarlo, de dirigirle un signo amistoso, apretaba los labios y sus ojillos pequeños se volvían duros.
Dave casi se alegró de comprobar que eran enemigos.