6

Aquella noche fue algo así como una noche en tren, ya dormitando, ya durmiendo con un sueño agobiante a través del cual se tiene conciencia, no obstante, del ruido rítmico de las ruedas, de la estaciones en que para con un silbido de vapor, del hombre del farol que da golpes con un martillo en los ejes mientras unas voces desconocidas se interpelan de un andén a otro.

Por ejemplo, cuando Musak le tocó el hombro, sabía que estaba en su sillón y no en su cama, y que lo despertaba para las noticias de las doce. Se preguntó si Musak también se habría adormilado, pero no se atrevió a preguntárselo; se frotó los ojos; vio que el nivel de la botella de whisky había bajado. Las lámparas de la radio ya estaban calientes; salían voces del silencio; se hacían tan vibrantes que había que bajar el volumen del aparato.

Era el final de una emisión dramática. Una mujer y un hombre decidían reparar, mal que bien, su vida juntos. No se dio cuenta de los anuncios comerciales.

—Señoras y caballeros, tal como les hemos anunciado hace un cuarto de hora en un boletín especial… Ni Musak ni él pensaron que podía haber un comunicado especial y se limitaron a poner la radio a las horas habituales.

—… la caza del asesino de dieciséis años, Ben Galloway, que venía durando ya cerca de veinticuatro horas, ha terminado por fin esta noche, un poco antes de las once, en una granja de Indiana, donde la pareja fugitiva ha buscado refugio con la amenaza de una pistola automática. Ha habido intercambio de disparos con la policía y un sargento ha sido alcanzado por una bala en la cadera. Ben Galloway y su compañera de quince años y medio, ambos ilesos, han sido conducidos a Indianápolis. Para más información, lean mañana por la mañana su diario habitual.

Quizá Musak quedó algo sorprendido por la reacción de su amigo. Galloway lanzó un suspiro que parecía de alivio, sus nervios se relajaron de golpe y se levantó, se restregó los ojos mirando a su alrededor con aire de asco, como mareado por el ambiente en que se hallaba sumido desde la mañana.

Aquello había concluido. Ya no era preciso esperar, quedarse allí como en suspenso. Su primera idea fue que antes de irse debía tomar un baño y afeitarse, pues tenía la impresión de oler a sudor.

—Bajo a la tienda a telefonear al aeropuerto —anunció.

Eso le parecía natural. Iba a ver a Ben, le hablaría, Ben le explicaría, le diría toda la verdad pues, que él supiera, su hijo no le mintió jamás.

Le irritó que Musak bajara con él. Ya no necesitaba a nadie. Era muy sencillo ahora: tomaría el primer avión para Indianápolis y vería a Ben.

En la joyería, Musak, se le anticipó en descolgar el receptor del aparato, diciendo:

—Es preferible que telefonee yo.

Dave no entendió por qué. Luego, mirando los ganchos vacíos, pensó que, si se ausentaba unos días, seguramente irían clientes a buscar su reloj. No podía hacer nada. Tendrían que entenderlo.

—¿Qué hora dice, señorita?… ¿Las seis diecisiete?…

¿Quiere reservar una plaza a nombre de Musak?… Frank Musak…

Ahora, Dave sabía por qué su amigo quiso telefonear: fue para evitarle un nuevo asalto de los periodistas y los fotógrafos en el aeropuerto.

—Gracias… No… Solo ida…

Musak no le preguntó su intención. Más tarde, se encontró fuera con él. Había salido la luna. Unas nubes bajas, oscuras por el centro y brillantes por los bordes, se deslizaban como sobre un remanso tranquilo. Durante dos o tres minutos, no dijeron nada, de pie en la acera donde la lluvia se secaba a trechos, escuchando el silencio.

—Igual podríamos ir a buscar mi coche ahora.

Entendió eso también. Dave no tenía su furgoneta, que se quedaron los policías. Musak tenía intención de acompañarlo a La Guardia. No protestó y ambos echaron a andar por Main Street donde no había nadie. Ya no se veían luces salvo en la taberna del Old Barn, donde hacían noche dos periodistas.

Cuando torcieron por el paseo, el césped, después de la lluvia, olía bien.

—Saco el coche —manifestó Musak dirigiéndose hacia su garaje.

Ben, allá, debía de relajarse también. ¡Con tal que lo dejen dormir al menos! Siempre necesitó dormir mucho y, por la mañana, cuando su padre lo despertaba, tardaba en salir de su amodorramiento; incluso a veces, al dirigirse, descalzo, en pijama, hacia el cuarto de baño, tropezaba con el marco de la puerta porque no tenía los ojos bien abiertos.

Era la hora en que estaba gruñón. No recobraba su humor normal hasta después de bañarse y sobre todo después de empezar a desayunar.

Por primera vez Galloway subía en el coche de Musak y encontraba en él el mismo olor que en la casa del ebanista.

—No hay ni dos horas de aquí a La Guardia. Contando media hora para prepararse y comer un bocado, le quedan casi tres horas para dormir.

Estuvo a punto de protestar; pero se le cerraban los párpados y le costaba mantener la cabeza levantada. Por poco, se habría dormido en el coche.

Se preguntó si Musak, por su parte, tenía intención de dormir en la cama de Ben. Eso lo habría disgustado. Pero Musak, una vez en el piso, no pareció querer desnudarse: se acomodó como para pasar el resto de la noche en el sofá.

Dave fue a desnudarse; se sintió algo incómodo mostrándose en pijama.

—¿No me despertará más tarde de las tres y cuarto?

—Digamos a las tres y media —dijo Musak, dándole cuerda al despertador, por precaución—. Duerma.

A los dos minutos Dave se había sumido en el sueño, pero habría jurado que todo el tiempo había sido consciente de la presencia de su amigo, el cual había cogido un libro y fumaba con su pipa bebiendo rye. Tampoco perdía de vista que había de tomar el avión en La Guardia a las seis diecisiete ni que el billete iba a nombre de Musak. Dos o tres veces, se volvió en bloque como para hundirse más profundamente en el colchón, y cuando de nuevo le tocaron el hombro, se sentó instantáneamente. No había oído el despertador. El piso olía a café recién hecho.

—Vaya a bañarse.

Nunca se había levantado a estas horas, salvo cuando Ben estaba enfermo, particularmente cuando tuvo unas anginas malignas y hubo que darle un medicamento cada dos horas. En cierto momento, en la segunda mitad de la noche, miró a su padre con aire asustado gritando:

—¿Qué quieres?

—Es la hora del comprimido, Ben.

¿Oía? ¿Entendía? Con las cejas fruncidas, la frente arrugada, seguía mirando a su padre como si lo viera por primera vez y sus ojos eran duros.

—¿No puedes dejarme en paz? ¿No? —decía con una voz pastosa, por la fiebre.

Dave creyó notar resentimiento. Ben tomó el comprimido y bebió un trago de agua, se durmió de nuevo y por la mañana, cuando su padre se lo dijo, no pareció acordarse de ello. Galloway, no obstante, nunca estuvo del todo seguro de que su hijo no fuese dueño de sus sentidos en aquel momento. Evitaba pensar en ello. Hubo tres o cuatro incidentes como este en su vida en común que prefería olvidar.

Era demasiado susceptible, estaba demasiado atento a las menores reacciones de Ben. Todos los niños, igual que los mayores, tienen arranques de mal humor, incluso de rencor instintivo.

El olor a beicon le llegaba hasta el cuarto de baño y era el del piso de otras mañanas. Se afeitaba minuciosamente, elegía su mejor ropa, como si eso tuviera importancia. A Ben le gustaba que fuese bien vestido. Al principio de su traslado a Everton, cuando Dave llevaba batas de color gris hierro para trabajar, en vez de las de tela cruda que adoptó después, su hijo dijo una vez:

—Pareces un viejo enfermo.

Era tal vez en este tema en el que era más sensible. No se resignaba a parecer viejo a los ojos de su hijo. En su presencia era menos amable con los clientes por miedo a parecerle servil.

—¿Ha descansado?

—Se ha tomado demasiadas molestias —observó él mirando la mesa puesta, los huevos con beicon en una gran fuente, las tostadas en el tostador.

Sabía que aquello había sido un placer para Musak, como lo era para él hacer cuanto hacía para su hijo.

Alrededor de ellos reinaba una calma absoluta en el pueblo y, al arrancar, casi se avergonzaron por el estrépito que producían.

—¿Ha estado en Indianápolis? —preguntó Musak, cuando llegaban a la carretera general.

—Nunca.

—Yo, sí.

No dijo nada más, dejó dormitar a su compañero, conservando en la boca su pipa apagada, que chupaba maquinalmente y que emitía su ruido familiar. En los quioscos de prensa anunciaban algunos titulares:

UN ASESINO DE DIECISÉIS AÑOS.

Pues, debido al domingo, los diarios no podían relatar aún los sucesos de la noche anterior. Galloway fruncía las cejas descubriendo la foto de su hijo al que apenas reconocía. No se acordaba de aquella fotografía. Ben parecía más joven, con una curiosa mirada vaga y una especie de rictus en la comisura de los labios. Hubo de acercarse para comprender que la cabeza fue recortada de una foto de grupo sacada en la escuela. Probablemente uno de los compañeros de Ben proporcionó la copia a los periodistas.

También se publicaba un retrato de Lilian en el que no aparentaba más de doce años.

Un pie de foto decía:

TRAS VEINTICUATRO HORAS DE PERSECUCIÓN TERMINA EL ACOSO AL JOVEN ASESINO CON UN TIROTEO EN UNA GRANJA DE INDIANA.

Compró tres diarios distintos mientras Musak lo miraba sin decir palabra con aire descontento. En la página central figuraba su propia foto, de pie ante la cama de Ben, de la que no se veía más que una parte, y otra en la que fingía trabajar en un reloj dentro de su tienda.

Todo aquello era gris y triste. Dormía gente en los bancos. Los que tenían los ojos abiertos miraban delante de ellos con aire sombrío. Una pareja se besaba, la mujer lloraba, se agarraba a su compañero como si se dejaran para siempre.

Anunciaron su avión. Se dirigió hacia la puerta indicada por el altavoz y nadie pareció fijarse en él. Un empleado llamaba a los pasajeros por sus apellidos.

—Musak —murmuró él al pasar.

Le estrechó la mano al ebanista diciendo simplemente:

—Gracias. Ahora todo irá bien.

Estaba convencido de ello. No ojeó los diarios hasta que desataron los cinturones de seguridad y fue directo a los últimos párrafos, aquellos que hacían referencia a lo ocurrido en la granja:

«Mientras la policía de Illinois esperaba a los fugitivos en todos los cruces de carreteras, estos daban media vuelta y entraban de nuevo en Indiana. ¿Estaba exhausto Ben Galloway al cabo de veintitrés horas de no dejar el volante o no se atrevía a correr el riesgo de pararse a llenar el depósito de gasolina? El caso es que un poco más tarde el coche se detenía ante una granja aislada, a unos treinta kilómetros de la frontera.

»Eran cerca de las diez de la noche. El granjero, Hans Putman, de unos cincuenta años de edad, estaba aún de pie, lo mismo que su esposa, y ambos permanecían en una estancia de la planta baja.

»Cuando Putman respondió a los golpes dados a la puerta, se halló en presencia de Galloway, quien lo encañonaba con su pistola automática y ordenaba a la chica que cortara los hilos del teléfono.

»Parecía agotado. Le temblaban las manos de cansancio. “Denos de comer y que nadie intente salir de la casa”.

»En aquel momento, Putman hijo, que se hallaba en el primer piso cuando la llegada del coche, ya se había deslizado fuera por una puerta trasera y corría en bicicleta hacia la casa más cercana, de modo que a los diez minutos estaba avisado el sheriff y tres coches de la policía convergían pronto hacia la granja».

Otros pasajeros leían el mismo artículo que él y vieron su fotografía, pero nadie pareció reconocerlo.

«Rodeada la casa, el sheriff y uno de sus hombres se dirigieron hacia la puerta y lo que pasó entonces es aún bastante confuso. Galloway y su compañera intentaron huir por el patio. La investigación confirmará quién disparó primero. Hubo un tiroteo y uno de los policías fue alcanzado por una bala en la cadera.

»Por último, el joven gritó, formando bocina con las manos: “No disparen más, me rindo”.

»Su automática estaba vacía.

»Mientras lo llevaban a Jasonville, donde unos agentes del FBI debían hacerse cargo de él para conducirlo a Indianápolis, no manifestó el menor arrepentimiento por sus actos. “¡De no haber sido por un chico de mi edad, no me hubieran cogido!”, observó, refiriéndose al hijo de Putman, quien, efectivamente, tiene también dieciséis años.

»Acabó durmiéndose en el coche mientras que su compañera mantenía los ojos completamente abiertos como para velar por él».

Sin duda, no era del todo cierto, pues es imposible referir los hechos y dichos de alguien con toda exactitud. Con todo, la frase de Ben debía de ser auténtica: «De no haber sido por un chico de mi edad…».

Y también, quizás, el que Lilian permaneciera despierta durante el trayecto para velar por él. Este rasgo turbaba a Galloway, lo ponía de mal humor. Sin ser capaz de explicárselo le parecía que por culpa de ella las cosas iban a ser menos sencillas de lo que pensó.

Durmió, con un sueño más ligero que en el piso, entrecortado en tres o cuatro ocasiones en que se despertó. Una vez vio a una mujer con un niño en brazos que lo miraba de un modo intenso. Estaba abierto un diario en el asiento contiguo. Debió de reconocerlo. Cuando él sostuvo su mirada y echó maquinalmente un vistazo al niño, la mujer tuvo un escalofrío, como si su mente estableciera Dios sabe qué relación, y estrechó más fuertemente al niño contra sí.

Cuando se quedó solo con él, Ben no era mucho mayor que aquel niño. Galloway, en realidad, no sufrió con la marcha de su mujer. Dijérase que se lo esperaba desde siempre. Quién sabe. Pasado el primer golpe, tal vez fue un alivio que desapareciera de la vida de padre e hijo.

No le gustaba acordarse de Ruth ni de aquel periodo. Hasta la edad de veinticinco años, nunca le pasó por la cabeza la idea de casarse y solo iba con mujeres en la medida de lo necesario: tenía más de veinte años cuando vivió sus primeras relaciones sexuales con una de ellas.

En Waterbury, Ruth trabajaba en el mismo taller que él. Sabía que salía casi todas las noches con uno u otro y frecuentaba las tabernas en las que, después del segundo vaso, se volvía vulgar y escandalosa.

No tenía veinte años, pero se marchó de la granja de sus padres, en Ohio, cuando apenas tenía dieciséis y vivió en Nueva York, en Albany, quizás en otras partes aún antes de ir a parar, sabe Dios cómo, a Waterbury.

No se preocupaba ni del mañana ni de lo que la gente pensaba de ella. La estuvo observando durante meses, convencido de que albergaba respecto a él una especie de desprecio, porque no se divertía como los demás. Lo atraía y lo asustaba al mismo tiempo. Era una hembra más que una mujer y el simple movimiento de sus caderas bastaba para turbarlo.

Una tarde en que salía del taller e iba a dirigirse al autobús se la encontró, de pie, a su lado, en la acera. Nunca supo si lo estaba esperando.

—¿Le doy miedo? —le preguntó ella ante su mirada de confusión.

Él respondió que no. Ella tenía la voz ronca. Se acercaba mucho a los hombres con los que hablaba.

—¿Espera a alguien?

Se rio, como si Dave hubiera dicho algo gracioso y, sonrojado, estuvo a punto de marcharse. Aún ahora ignoraba qué lo detuvo.

—¿Qué hay en mí de divertido?

—Su manera de mirarme.

—¿Quiere que cenemos juntos?

En realidad, llevaba mucho tiempo deseándolo, pero hasta entonces no lo creía posible. Toda la velada se sintió incómodo por su modo de comportarse en el restaurante primero y luego en los dos o tres bares a los que lo arrastró y en los que al final bebía whisky puro.

Pudo haber pasado la noche con ella. La sorprendió que la dejase en su puerta. Al día siguiente, en el taller, no dejó de observarlo, como si procurara entender y él la trató con frialdad.

Durante una semana no le dirigió prácticamente la palabra, pero una noche en que la vio subir al coche de un compañero tardó al menos dos horas en dormirse. Al día siguiente le preguntó:

—¿Está libre esta noche?

—¡Hombre! ¿Volvemos a las andadas?

La miró de tal modo que se quedó impresionada.

—Si tanto se empeña, espéreme a la salida.

Repitieron el mismo programa de la vez primera. Él estuvo huraño y expresamente bebió más de lo corriente. Al ir a dejarla, en el umbral de su puerta, le preguntó, mirándola de la misma manera dura, aviesa, que por la mañana:

—¿Quiere casarse conmigo?

—¿Yo?

Se rio, luego dejó de hacerlo. Lo examinaba con más atención y su semblante delataba a la vez asombro y cierta inquietud.

—¿Qué le pasa? ¿Es el whisky?

—Sabe muy bien que no. Y era verdad que lo sabía.

—Hablaremos de eso otra vez —murmuró ella volviéndose hacia la puerta. Dave le cogió la muñeca.

—No. Esta noche.

No lo invitó a entrar. Le daba verdadero miedo.

—¡Demos un paseo!

Durante cerca de dos horas estuvieron yendo y viniendo por la acera, entre las mismas farolas, y no se cogían del brazo, no se paraban para besarse.

—¿Por qué quiere casarse conmigo? Testarudo, Dave respondió:

—¡Porque sí!

—¿Y si pudiera alcanzar de otro modo lo que desea?

—Me casaría igualmente con usted.

—No es el tipo de hombre que puede vivir con una mujer como yo.

¿Por qué era en ella en quien pensaba de pronto en su duermevela después de ver a un niño en brazos de su madre? Durante años rechazó aquel recuerdo.

—¿Se figura que será feliz conmigo?

No contestó. No se trataba de felicidad. No hubiera podido explicarse y además era algo demasiado turbio para ser expresado. Lo que importaba era que había tomado una decisión y la mantenía.

—¿Es que sí?

—Le daré la respuesta mañana.

—No. Ahora mismo.

Se casaron a las dos semanas, sin tener relaciones antes, y, de la noche a la mañana, Dave le prohibió trabajar.

Era la madre de Ben. Se fue de casa una noche, veinte meses más tarde, sin la tentación de llevarse al niño. No le guardó rencor por marcharse de casa. Lo que experimentó la primera noche en la casa vacía fue despecho, como si acabara de sufrir un fracaso. Sabía qué significaba. Tarde o temprano hubiera sufrido aquel fracaso, porque venía de mucho antes, de cosas que llevaba ya en sí de niño.

Aquello no le importaba a nadie. No tenía que pensar más en ello. Le quedaba Ben y era lo único importante.

Algún día, mucho más adelante, cuando Ben se hubiera convertido del todo en un hombre, tal vez pudieran hablar y Dave le diría la verdad.

La idea de que quizá no hubiera un más adelante, de que no le dejaran a su hijo tiempo para hacerse hombre, no le pasaba por la cabeza y en Indianápolis estuvo a punto de correr al Palacio de Justicia sin perder tiempo yendo a dejar la maleta al hotel. Cambió de idea durante el trayecto en el taxi.

—Déjeme primero en cualquier hotel —dijo.

—¿En el centro de la ciudad?

—Lo más cerca posible del Palacio de Justicia. Ahora que estaba tan cerca de su hijo, se sentía febril. Descubrió una inmensa plaza rodeada de edificios de piedra, reconoció lo que debía de ser el Capitolio y luego, más lejos, Correos, con una cúpula sostenida por columnas blancas.

El taxista bajó la bandera delante de un hotel que parecía lujoso.

—Prefiero que me espere.

—¡Ahí está el Palacio de Justicia! —le respondió el taxista señalándole un edificio.

Pasó la puerta giratoria detrás de un botones que llevaba su maleta y lo acompañó a la recepción.

—¿Ha reservado por teléfono?

—No. Quisiera una habitación.

El recepcionista le tendió un bloc de fichas y Galloway escribió su nombre verdadero, que el empleado leía del revés. Quizá porque supo de inmediato a qué venía, no le preguntó cuántos días pensaba quedarse.

—Acompaña al señor Galloway a la seiscientos sesenta y dos.

No tenía ganas de subir a su cuarto pero no se atrevió a protestar. Ya que estaba arriba, lo aprovechó para lavarse las manos, mojarse la cara y pasarse el peine.

Esperaba que no se hubieran precipitado en interrogar a Ben enseguida y que lo hubieran dejado dormir. ¿Le habrían permitido lavarse y mudarse?

Cuando cruzó el vestíbulo, varias personas lo siguieron con la mirada. No le hacía ningún efecto; no le causaba el menor apuro.

Eran las diez de la mañana. En el Palacio de Justicia, abogados, jueces, ujieres iban de una puerta a otra, atareados, con legajos en la mano, y, sintiéndose de pronto perdido, se agarró al empleado de uniforme que permanecía cerca de la puerta.

—¿Sabe si Ben Galloway está en el edificio? —preguntó.

—¿Quién?

—Ben Galloway. El que…

—¡Ah, sí!

El hombre miró a su interlocutor con más atención. Habría visto su retrato en el diario.

—No está aquí —dijo entonces con voz distinta—. Sé que esta mañana ha habido discusiones entre estos señores en el despacho del fiscal. Ya han venido periodistas tres o cuatro veces. Si quiere saber mi opinión, es en el FBI donde más probabilidades tiene de encontrarlo.

—¿Dónde están las oficinas del FBI?

—En el edificio del gobierno, encima de Correos. ¿Sabe dónde está Correos?

—Lo he visto al pasar.

Se paraba gente a mirarlo. Alguien, le pareció, tuvo intención de acercarse a hablarle, cambió de idea en el último instante. Sería alguien oficial, quizás uno de los ayudantes del fiscal o un abogado que quería ofrecerle sus servicios.

El sol era deslumbrante; el día calentaba ya; las mujeres llevaban vestidos claros y muchos hombres se habían puesto sombrero de paja. Andaba aprisa. Dentro de pocos minutos iba a saber, tal vez a encontrarse en presencia de Ben.

El edificio del gobierno tenía interiores claros, con anchos pasillos enlosados de mármol, puertas de caoba señaladas cada una con un número de cobre. Llamó a la que le habían indicado. Le gritaron que pasara y una mujer de cierta edad, de cabello gris, cesó por un momento de escribir a máquina.

—¿Qué desea?

—Ver a mi hijo. Soy Dave Galloway, el padre de Ben.

No era la frase que se había preparado. Iba a lo más urgente: miraba una puerta entreabierta a su izquierda, otra, a la derecha, que estaba cerrada.

—Siéntese.

—¿Puede decirme si está aquí mi hijo?

Sin contestar, la mujer alzó el receptor del teléfono y dijo por el aparato:

—El señor Dave Galloway está en la antesala. Escuchaba a su vez, puntuando las frases de su interlocutor con:

—Sí… Sí… Bien… Entendido…

Le obedeció maquinalmente cuando le dijo que se sentara, pero ahora estaba ya de pie.

—¿Voy a verlo? —preguntó.

—El inspector está ocupado en este momento. Lo verá luego.

—¿Está autorizada a decirme si mi hijo está aquí? ¿Sí o no? Incómoda, murmuró, volviendo a escribir a máquina:

—No me han dado instrucciones.

Las persianas, bajadas, dejaban pasar rayos regulares de sol que se reflejaban en las paredes y el techo. Un ventilador giraba casi sin oírse.

Resignado a permanecer sentado, con el sombrero en las rodillas, seguía con la mirada el carro de la máquina, luego el movimiento del segundero en el reloj eléctrico empotrado en uno de los tabiques.

Un hombre bastante joven salió del despacho de la izquierda, con papeles en la mano, le echó una ojeada, frunció las cejas, lo miró de nuevo con más atención mientras abría los cajones metálicos de un archivador. Cuando encontró lo que buscaba y escribió unas notas en un documento, se inclinó hacia la secretaria y le habló en voz baja.

Era de Galloway de quien se trataba. Pero no le dirigieron la palabra y el hombre desapareció por donde había entrado.

Dave espiaba los ruidos. Aparte del tictac de la máquina, no oía sino pasos por el amplio corredor, golpes con los nudillos de vez en cuando en una puerta. Sonó el teléfono, la mujer contestó:

—Un momento, por favor. No cuelgue. Pulsó unos botones.

—Albany al aparato.

Otra vez estuvo a punto de levantarse. Albany, sin duda alguna, tenía que ver con Ben. ¡Mientras él esperaba, impotente, en una antesala, estaban discutiendo el destino de su hijo!

No había previsto eso, esa imposibilidad, no solo de ver a su hijo, nada más llegar, sino de hablar con alguien, fuera quien fuera, alguien que pudiese informarlo.

Transcurrió media hora, la más larga, la más penosa de su vida. Dos veces más sonó el teléfono. Transmitieron las llamadas al inspector misterioso que se hallaba en uno de los despachos, fuera del alcance de las miradas. Una vez, la mujer anunció simplemente:

—El gobernador.

Comprendía, a lo sumo, que no pudieran recibirlo de inmediato. Pero podrían haberle dicho al menos si Ben estaba o no allí. Era su padre. Tenía derecho a verlo, a hablarle.

—Oiga, señora…

—Tenga paciencia, señor Galloway. Ya no puede tardar mucho.

¡Ella sabía qué pasaba! Dave intentaba adivinar algo por las expresiones de su fisonomía, pero la mujer no le hacía caso, seguía escribiendo a máquina con una rapidez vertiginosa.

Hubo un momento en que se abrió una puerta en el pasillo al lado mismo, quizá la puerta cercana, y, si hubiera obedecido a su instinto, se habría precipitado para ir a ver. No se atrevió, excesivamente impresionado, temiendo una reprimenda de la señora de pelo gris. Casi al momento, la puerta de la derecha, la que había permanecido cerrada hasta entonces, se abrió a su vez, un hombre más o menos de su edad apareció en el marco, se volvió hacia él.

—¿Quiere pasar, señor Galloway?

Había las mismas persianas en las ventanas, los mismos reflejos temblorosos en las paredes claras. El hombre le indicó una silla, él mismo se sentó detrás de un amplio escritorio en el que, en un marco, Dave observó la fotografía de una mujer y de dos niños.

Abrió la boca para hacer la pregunta a la que, por fin, iba a recibir una respuesta, cuando su interlocutor habló primero, con voz sosegada, algo fría, en la que creyó discernir, no obstante, simpatía o compasión.

—Supongo que habrá llegado en el primer avión.

—Sí… Yo…

—Mire, no debió salir antes de recibir noticias nuestras. Desgraciadamente ha hecho un viaje inútil. Sintió que se le enfriaban los miembros.

—¿Mi hijo no está aquí?

—Va a ser trasladado a Nueva York, y de allí a Libera en el transcurso del día. Dave no lo entendía, miraba a su interlocutor haciendo un esfuerzo.

—El primer crimen, cometido en el estado de Nueva York, es más importante que los hechos violentos que han tenido lugar aquí. Se trataba de saber si su hijo sería inculpado aquí primero por haber disparado contra la policía y herido a un agente, o si sería juzgado directamente en el estado de Nueva York. Los gobernadores de los dos estados han hablado por teléfono esta mañana y se han puesto de acuerdo.

—¡No habrá salido ya! —protestó Dave.

El hombre miró un reloj exactamente igual al que había en la antesala.

—No. En este momento, probablemente están comiendo.

—¿Dónde?

—Siento no poder informarlo, señor Galloway. Con objeto de evitar toda publicidad inútil e incidentes posibles, hemos actuado de tal modo que hasta los mismos periodistas ignoran que han pasado la noche aquí y los están esperando a la puerta de la cárcel.

—¿Ben estaba aquí?

Con el dedo señalaba la estancia en que se hallaban y el otro hizo una señal afirmativa con la cabeza.

—Estaba aún cuando he llegado, ¿verdad? El inspector hizo la misma señal afirmativa.

—¿Y me han hecho esperar adrede en la antesala para impedir que lo viera? —exclamó por último, incapaz de controlarse por más tiempo.

—Cálmese, señor Galloway. No he sido yo quien ha impedido que lo llevaran en presencia de su hijo.

—¿Quién ha sido?

—Ha sido él quien se ha negado a verlo.