Llegaron más; cinco, le pareció, cada uno acompañado de un fotógrafo, y uno de ellos había llevado a su mujer, que esperaba abajo en un coche descubierto. Por una razón u otra, había más de cinco coches, algunos con el nombre del periódico pintado en la carrocería, que aparcaban de cualquier modo delante de la casa y la gente subía y bajaba sin cesar la escalera, la puerta permanecía abierta casi todo el tiempo. Uno de los fotógrafos, a quien molestaba el humo en su trabajo, fue a abrir la ventana y la corriente de aire hizo estremecer las cortinas, el papel del bloc. Hablaban, se agitaban, fumaban por todos los rincones.
Cada uno hacía más o menos las mismas preguntas y Dave respondía de forma maquinal, sin tratar de reflexionar, con la impresión de que aquello carecía ya de importancia. Le temblaban las rodillas de cansancio, pero no se resignaba a tomar asiento, seguía de pie en medio de todos, volviéndose ya a un lado ya a otro.
En la calle, pasaban lentamente grupos por la acera de enfrente, bordeando el césped, parejas cogidas del brazo, familias con niños que iban delante o a los que arrastraban de la mano y todo el mundo alzaba la cabeza para intentar ver algo por la ventana, había quien se paraba del todo. En cuanto a los chicos y chicas que, por lo general, se reunían frente al establecimiento de Mack, habían instalado su cuartel general en torno a los coches de la prensa.
Por dos veces, Dave divisó de lejos al policía de la mañana, uno de los dos de uniforme, el que se quedó en el pueblo y que parecía atareado.
Sin darse cuenta fumaba un cigarrillo tras otro, porque los que lo interrogaban le tendían su paquete; no buscaban ya el cenicero: tiraban las colillas al suelo y las aplastaban con el tacón.
A las seis se nubló el cielo: el tiempo se hizo bochornoso, como si se preparara una tormenta, y a veces un brusco vendaval sacudía el follaje de los árboles de enfrente.
Acabaron marchándose unos tras otros. En un momento dado todos pasaban por la casa de los Hawkins, donde debía de reinar el mismo desorden. Para dictar su artículo por teléfono algunos se dirigían hacia el Old Barn.
En el instante en que Galloway se creía por fin solo y cuando iba a desplomarse en su sillón, llamaron una vez más a la puerta y fue a abrir; vio a un hombre con una maleta que parecía muy pesada.
—¿Se han ido todos? —se asombró. Dejó la maleta y se secó el sudor.
—Represento a la cadena más importante de radio. Hace un rato, para nuestro boletín informativo, nos han comunicado el llamamiento que ha dirigido usted a su hijo. Mis jefes y yo hemos pensado que habría más posibilidades de impresionarlo si oyera su propia voz.
Lo que Dave tomó por una maleta era un aparato para grabar que el enviado de la radio instalaba en una de las mesas. Buscaba un enchufe.
—¿Permite que cierre un instante la ventana?
Fue laborioso redactar el mensaje de Galloway. Como Ruth, quince años y medio antes, rompió varios borradores. Entonces estaba solo en el piso con el periodista, que se parecía a un profesor, y este se mantuvo discretamente a distancia todo el tiempo que estuvo escribiendo, sin hacerle una sola sugerencia.
Ninguna de las fórmulas que probaba le daba la sensación de entrar en contacto con su hijo. «Tu padre te llama…».
No había manera. Sentía lo que quería decir, pero eran las palabras las que le fallaban. Como siempre estuvieron juntos, Ben y él, nunca tuvieron ocasión de escribirse más que notitas que uno de ellos dejaba en la mesa de la cocina.
«Volveré dentro de una hora. Come de todos modos. Hay carne fría en el frigorífico».
Le habría gustado que fuera así de sencillo. «Te lo ruego, Ben», escribió… Le importaba poco que los demás se burlaran de él o no lo entendieran.
Se dirigía únicamente a su hijo. «Te lo ruego, Ben, entrégate».
Estuvo a punto de tender el papel sin añadir nada; luego lo volvió a coger para garrapatear: «No te guardo rencor». Firmó: Dad.
El representante de la Associated Press lo leyó, alzó la vista hacia Galloway, quien lo observaba y esperaba una crítica.
—¿Puedo decir eso?
Le parecía que iba a hacerle suprimir la última palabra de la frase.
Pues bien, casi solemne, su interlocutor dobló la nota y la introdujo en su cartera.
—¡Claro que puede!
Tenía una voz curiosa al decir eso y le estrechó la mano antes de salir. A continuación, Dave le preguntó al hombre de la radio:
—¿Quiere que pronuncie las mismas frases?
—Las mismas u otras, como le parezca.
Puso el aparato en funcionamiento, lo probó, empezó su introducción con la entonación de un locutor profesional.
—Ahora, señoras y caballeros, interrumpimos la emisión unos segundos para dar cabida a un mensaje que el señor Galloway, desde su piso de Everton va a dirigir por vía de las ondas a su hijo. Lo único que podemos desear, como cada uno de ustedes, es que este se halle a la escucha.
Tendió el micro y le hizo señas a Galloway de que hablara.
—Aquí dad, Ben…
Justo entonces se le hincharon de agua los párpados y el micro se hizo borroso ante sus ojos, veía confusamente el gesto de su interlocutor que le mandaba seguir.
—Es mejor que te entregues… Sí… Creo que es mejor… Estaré siempre contigo, pase lo que pase… Se le ahogó la voz y apenas pudo concluir:
—No te guardo rencor…
El reportero cortó el contacto.
—Muy bien. Perfecto. ¿Quiere oírse?
Movió la cabeza. El Oldsmobile azul llevaba radio. Era probable que Ben y Lilian oyeran cada boletín de noticias.
—¿A qué hora lo pasarán? —tuvo ánimo de preguntar cuando su visitante se dirigió hacia la puerta.
—Seguramente en la emisión de las nueve.
No era para oír su propia voz sino para estar cerca de Ben con el pensamiento a aquella hora.
Antes de sentarse, fue a abrir de nuevo la ventana, indiferente al desfile de la calle, a la curiosidad que despertaba en el pueblo y en todas partes.
A partir de las siete y media, las nubes eran tan oscuras y bajas que tuvo que dar la luz y fue entonces cuando recibió otra visita, la de un agente del FBI, que no tenía más allá de unos treinta años y a quien le parecía haber visto ya.
—Le ruego que me disculpe por importunarlo después del día que acaba de pasar, pero créame, señor Galloway, no le molestaría si no fuera imprescindible.
Le tendió un papel oficial al que Dave echó solo un vistazo. Era una orden de registro.
—Querría examinar las pertenencias de su hijo. ¿Su habitación es la de la izquierda?
Dave no le preguntó lo que buscaba, se dio cuenta de que eran sobre todo los papeles de Ben, cartas, cuadernos, lo que interesaba a su visitante.
—Luego le pediré una lista lo más completa posible de los amigos de su hijo, incluidos los que pueden haber dejado la región. ¿Tiene usted familia en el sur y en el oeste, señor Galloway?
—Tías, en Virginia… si aún viven. No las he visto desde la edad de seis años y nunca he tenido noticias de ellas.
—¿No ha ido nunca al Medio Oeste con su hijo?
—No hemos ido juntos más que a Cape Cod y a Nueva York.
—Mire, no es frecuente que alguien se lance a la carretera, como ha hecho él, sin un objetivo determinado. Si conociéramos dicho objetivo, ello reduciría naturalmente el campo de nuestras pesquisas.
Le hablaba como si tuviera la certeza de que Dave estaba de su parte.
—La idea de ir a un lugar y no a otro puede tener distintas razones, a veces una lectura o una película o incluso una conversación con un amigo.
Ben poseía pocos libros aparte de los de texto. Llenaban justo dos estantes de una librería bastante pequeña y la mayoría eran obras sobre los animales que le interesaban cuatro años atrás.
¿Por qué sintió Dave la necesidad de decir, como si lo acusaran o como si quisiera quedar bien?:
—¿Sabe? No fue aquí donde encontró el arma. Nunca tuve ninguna. Ya lo dijo por la mañana. Lo repetía.
—Hemos descubierto la procedencia de la automática. Mientras hojeaba los libros, el agente explicaba:
—Supongo que conoce al doctor Van Horn.
—Mucho. Es nuestro médico. Su hijo Jimmy ha venido a jugar a este cuarto durante años.
Era sobre todo un poco antes de que Ben ingresara en la escuela. Jimmy Van Horn, en aquellos años, era bajo y delgado, de una vivacidad sorprendente. Luego, repentinamente, haría dos años, empezó a estirarse y ahora les pasaba media cabeza a todos sus compañeros; parecía molestarle su estatura y su voz, que comenzó a mudar muy tarde.
—¿Lo ha visto últimamente?
—No ha venido por casa, si es lo que quiere decir, pero todo me lleva a creer que Ben lo veía a menudo.
—El doctor Van Horn se compró una automática hará cosa de doce años, cuando vivía aún en Albany y lo llamaban con frecuencia de noche a las afueras. Fue esta arma, casi olvidada en un cajón, la que Jimmy vendió a su hijo por cinco dólares. Lo ha confesado esta tarde a un agente de la policía del estado. La venta tuvo lugar hace quince días.
Dave no hizo ningún comentario. Los Van Horn pasaban por ricos, poseían la casa más bella de Everton, rodeada de un verdadero parque. Las hijas tenían su caballo cada una. La señora Van Horn era la heredera de un fabricante de productos químicos cuya marca era conocida de costa a costa.
—¿Fue usted quien compró este folleto?
Le enseñaba un almanaque que no recordaba haber visto en casa. En el apartado «Informaciones» se alineaban los nombres de los antiguos presidentes de Estados Unidos, el número de habitantes de las grandes ciudades, estadísticas, la velocidad permitida en las carreteras de los diferentes estados.
En otra página el hombre del FBI encontró casi enseguida, como si las buscara, dos cruces trazadas a lápiz.
En la primera columna de esta página figuraban los nombres de los estados por orden alfabético, en las columnas siguientes la edad mínima requerida para una licencia de matrimonio, la de los hombres primero, la de las mujeres después, y por último los plazos de rigor.
—Me veo obligado a llevarme este folleto.
—¿Me permite que lo vea?
Los dos estados marcados con una cruz eran Illinois y Mississippi. En Illinois, la edad mínima para los chicos era de dieciocho años, para las chicas, dieciséis, mientras que en Mississippi esas cifras eran, respectivamente, catorce y doce. Ninguno de los dos estados preveía plazo alguno, de modo que bastaba con parar ante cualquier juzgado de paz para casarse en unos cuantos minutos. Ben aparentaba dieciocho años.
—Creo que ya no me hacen falta los nombres que le pedí antes. Eso me parece responder a la pregunta.
—¿Cree que se encaminan a uno de estos estados? Con lo sencillo que hubiera sido… Calló. No era él quien debía dar la impresión de no entender.
—Estoy seguro —rectificó— de que cuando nos explique…
Su interlocutor lo miró con interés, como si acabara de decir una enormidad.
—Debiera intentar descansar, señor Galloway. Sin duda mañana será un día agobiante.
También le tendió la mano. Dave casi tuvo la tentación de retenerlo, asustado, de pronto, ante la idea de quedarse solo. Ya no sabía dónde meterse en el piso que tanta gente había invadido y que ya no tenía más intimidad que la sala de espera de una estación. Las mismas lámparas parecían alumbrar menos que de costumbre.
Acaso debió asegurarse, antes del registro, de que no había en la habitación de Ben nada que pudiera constituir una pista. Le parecía que había faltado a su hijo por no tener perspicacia y sentía ganas de pedirle perdón. Quién sabe. Quizás hizo mal también en redactar su mensaje, en dirigir su llamamiento por radio. Seguro que alguno se figuraría que era para ponerse de parte de la ley.
¡Sobre todo que no lo piense Ben, Dios mío! A Dave no se le había ocurrido hasta ahora. La idea lo sorprendía de pronto y tenía remordimientos; habría querido recuperar el mensaje que había escrito y repetido ingenuamente después ante la máquina grabadora.
¡No era verdad! No trataba de quedar bien, ni de eludir su responsabilidad. Ben era él, estaba dispuesto a ser juzgado en su lugar y a sufrir el castigo.
¿Sería lo que comprendería Ben cuando oyese que no le guardaba rencor?
No encontró otras palabras de buenas a primeras. Fueron las únicas que le acudieron a los labios. Solo ahora empezaba a darse cuenta de que implicaban como una acusación.
No acusaba, tampoco explicaba. Más adelante habría que intentar explicar.
Ben era su hijo y Ben no podía haber cambiado de la noche a la mañana. Incluso cuando pensaba en Charles Ralston tendido junto a la carretera y en la escena que se había desarrollado en el coche, no conseguía tenerle rencor. Estaba simplemente aterrado, como se está aterrado ante un cataclismo.
Lo agotaba pensar. Hubiera querido parar las ruedecillas de su cerebro como se para el mecanismo de un reloj. Fuera caían gruesas gotas de agua cada vez más precipitadas pero no tronaba; no se veía ningún relámpago. Dave iba y venía. Su mente también iba y venía. No eran más que las ocho y cuarto y su mensaje no sería emitido por radio antes de las nueve.
Estuvo a punto de salir de casa con la cabeza descubierta para que la lluvia fría lo refrescase, y fue un alivio esta vez oír pasos en la escalera.
Subían haciendo el menor ruido posible, luego había alguien al otro lado de la puerta, sin llamar, sin decir nada, mientras él, dentro, aguardaba, en suspenso.
Transcurrió un largo minuto antes de que notase un ligero roce en el suelo. Estaban introduciendo un papel por debajo de la puerta y resultaba tan misterioso que dudó cierto tiempo en cogerlo.
Con un grueso lápiz como los que usan los carpinteros, alguien había escrito:
SI NO LE APETECE VERME, NO ABRA. DEJARE UN PAQUETITO EN EL DESCANSILLO
Iba firmado «Frank», el nombre de pila de Musak, que no usaba nunca. Este esperaba y cuando Dave abrió la puerta lo encontró de pie en la semioscuridad, con un paquete en la mano.
—He pensado que tal vez no quisiera ver a nadie o estuviera durmiendo.
—Pase, Musak.
En todo el día fue el primero que se limpió los pies en el felpudo y Galloway, que recordase, lo vio quitarse la gorra por primera vez.
Con los años que llevaban relacionándose, jugando al chaquete todos los sábados, Musak nunca subió a su piso, pues, cuando tenía algo que decirle a su amigo, lo hacía siempre en los comercios.
—He traído eso —dijo quitando el papel que envolvía una botella de rye.
Se acordó de lo que Dave le dijo un día: que, debido a Ben, nunca tenía alcohol en casa, a la vez como ejemplo y para evitar tentarlo.
—Cuando quiera que me vaya, no tiene más que decirlo.
Parecía aún más ancho y más rudo allí que en su casa y eso que se movía sin hacer ruido, sin desplazar casi aire, como lo habría hecho en la habitación de un enfermo. Encontró los vasos en el armario de la cocina, sacó cubitos del frigorífico.
—¿Ha comido?
Dave hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—¿Qué?
—Un sándwich.
—¿Cuándo?
—No sé. Aún no había terminado al partido de béisbol.
Se acordaba de los clamores en el campo mientras tenía el sándwich en la mano. Musak le tendió uno de los dos vasos que no se atrevió a rechazar.
—Ya es hora de que coma algo más sólido. Siéntese. Déjeme hacer.
Hablaba con su voz gruñona, menos fuerte que de costumbre, volvió a la cocina y abrió otra vez el frigorífico donde encontró dos buenos filetes.
Todos los sábados Dave compraba dos gruesos filetes para almorzar con su hijo el domingo. Y esta tradición se remontaba a más de diez años. Fue solo al ver la carne en un plato cuando se acordó de que la víspera fue sábado y, de que, a eso de las diez de la mañana, como tantas otras veces, cerró la tienda para ir a la compra al First National Store.
El letrero, en la puerta, decía:
VUELVO DENTRO DE UN CUARTO DE HORA.
Por la tarde, sobre las cinco, estaba trabajando en un reloj de mujer cuando entró Ben en la tienda. Aunque Dave estaba de espaldas, sabía que era su hijo por su modo de abrir la puerta.
—¿Te molesta que no vaya a cenar, dad?
Dave no se volvió, siguió inclinado, con la lupa en el ojo, sobre el mecanismo del reloj. Debió de decir:
—No vuelvas demasiado tarde. Era su frase acostumbrada.
—¿Vas a casa de Musak? —preguntó Ben.
Eso no le pareció extraño. Quizá Ben le preguntó lo mismo otros sábados.
—Sí. Estaré aquí hacia las once y media.
—Adiós, dad.
Galloway llamó de pronto:
—¡Musak!
—¿Qué?
—Soy incapaz de comer.
El filete, no obstante, siguió chisporroteando en la sartén.
—Me han pedido que hiciera un llamamiento por radio para que se entregue. El ebanista le echó una mirada curiosa desde la cocina y se limitó a decir:
—Ya.
—He aceptado. Lo han grabado. Musak no hacía ningún comentario.
—Ahora me pregunto si he hecho bien.
Llovía de firme. La lluvia crepitaba en el tejado. Fue a cerrar la ventana pues empezaba a formarse un charco en el suelo.
—He tenido miedo de que lo mataran.
—Siéntese aquí.
Musak puso el cubierto sobre una servilleta, no sabiendo dónde guardaban los manteles, y sentado frente a Galloway, con ambos codos en la mesa, esperaba, como cuando se quiere hacer comer a un niño.
—He escuchado la radio toda la tarde —gruñó.
—¿Qué dicen?
—Repiten más o menos las mismas frases todas las horas. Su idea, ahora, es que el coche se dirige hacia Chicago. Sin embargo, hay quien pretende que lo ha visto por las carreteras de Carolina del Sur.
Casi sin darse cuenta, Dave empezó a comer y Musak, por su parte, se echó un segundo vaso de whisky.
—Un policía del estado se ha pasado el día interrogando a los vecinos del pueblo. Ha ido también a mi casa.
—¿Para asegurarse de que estábamos juntos anoche? —Sí. También quedan dos periodistas, que han parado en el Old Barn.
Era la primera vez desde la mañana que Galloway se relajaba, sin advertirlo. La presencia de Musak era apaciguadora. Reconfortaba oír su voz, ver su gruesa cara familiar.
—¿Tomará tarta de manzana? He visto que hay en el frigorífico.
La tarta de manzana formaba parte también del menú de los domingos.
—¿Comerá usted?
—He cenado.
Se contentó con encender su pipa, aquella que había remendado con un trozo de alambre, y, por un instante, debido al olor acre del tabaco, Dave se creyó en la casa amarilla del final del pasaje.
—¿Tiene intención de escuchar la radio a las nueve?
Galloway hizo señal de que sí y Musak miró la hora en su viejo reloj de plata, que nunca necesitó reparación.
—Tenemos tiempo. Faltan doce minutos.
Galloway quiso llevar la vajilla a la cocina, pero se lo impidió.
—Luego lo haremos.
Le señalaba su sillón como si conociese sus costumbres.
—¿Café?
Sin aguardar la respuesta, fue a hacerlo, enorme y sigiloso, y no se oyó ningún ruido de platos.
Dave consultaba su reloj y se ponía más nervioso conforme se acercaba el momento. A las nueve menos cinco fue a buscar la radio a la habitación de Ben, la enchufó en el salón y dio vuelta al botón para que el aparato tuviera tiempo de calentarse.
Musak también se sirvió café. Sonaba el final de una sinfonía. Luego, tras un espacio publicitario, dieron las últimas noticias del día.
No hablaron enseguida de Ben, sino de una declaración del presidente sobre tarifas aduaneras a raíz de un incidente fronterizo entre Líbano y Palestina.
El locutor hablaba rápido, con elocución entrecortada, sin hacer ninguna pausa al pasar de un tema a otro.
—Información local: la policía de seis estados, a la que se ha unido el FBI, prosigue la búsqueda del asesino de dieciséis años, Ben Galloway. Este, acompañado de su amiga, Lilian Hawkins, de solo quince años y medio de edad, abandonó Everton, en el estado de Nueva York, al atardecer del sábado, al volante de la furgoneta de su padre. Tras matar de un disparo de pistola automática a un tal Charles Ralston, de cincuenta y cuatro años, domiciliado en Long-Eddy, en la frontera de Pensilvania, la pareja se apoderó del Oldsmobile azul de la víctima y prosiguió su ruta en dirección al suroeste.
Los dos hombres, inmóviles, evitaban mirarse. Contrariamente a lo que esperaba, Dave estaba más impaciente que emocionado, como si el suceso, así relatado, no concerniese ya ni a él ni a su hijo.
—El coche, con matrícula tres, eme, dos, cuatro, tres, siete ha sido localizado sucesivamente en Pensilvania, en Virginia y, según las últimas noticias, en Ohio. No obstante es difícil determinar el itinerario seguido por los fugitivos a causa de la cantidad de informaciones contradictorias que llegan a la policía.
Otra voz se adueñó del micro.
—Y ahora, señoras y caballeros, interrumpimos un instante nuestro boletín de noticias para emitir un llamamiento que el señor Dave Galloway lanza a su hijo.
Era la voz del periodista que había ido antes, pero a Galloway le parecía que el texto no era exactamente el mismo.
Hubo una pausa, luego un balbuceo, y con una resonancia extraña, como si se pronunciaran en el vacío sonoro de una catedral, sonaron unas palabras que le eran familiares pero que de pronto le causaron vergüenza.
—Aquí dad, Ben… Es mejor que te entregues…
Las pausas, entre los fragmentos de frases, parecían interminables.
—Sí… Creo que es mejor… Estaré siempre contigo, pase lo que pase…
Se le oía respirar muy fuerte, con aire de pedirle permiso a alguien para seguir, antes de acabar:
—No te guardo rencor…
—Y ahora, señoras y caballeros, damos lectura al último boletín meteorológico…
Tendió la mano para apagar la radio. Musak no decía nada. Galloway tampoco tenía ganas de hablar y deseaba ahora que Ben no estuviera a la escucha.
Si lo oía, en alguna parte de la carretera, con la mirada fija en el haz de los faros, ¿no habría apagado la radio él también?
—He creído… —empezó a decir Dave.
Creyó hacer bien. Se imaginó que iba a ponerse en contacto con Ben. Los recibió a todos cortésmente. Contestó a sus preguntas. Aceptó sus cigarrillos.
Traicionó a su hijo; solo ahora se daba cuenta. Parecía disculparse, pedir ayuda.
¿Comprendía Musak lo que experimentaba? Callado, se bebía un sorbo de ye y se secaba la boca. Retumbó un trueno, tan violento que diríase que el rayo había caído en uno de los árboles de enfrente de la casa o en el campanario de la iglesia católica. No le siguió ningún otro. Durante unos minutos, arreció la lluvia, produjo un verdadero estrépito en el tejado, tras lo cual cesó de repente, como por arte de magia, y reinó el silencio.
Dave inclinó un poco la cabeza sobre el pecho pero, por más cansado que estuviera, no se dormía, no se amodorraba, seguía haciéndose reproches. Cuando vio levantarse a Musak, no le prestó atención, ni al ruido del grifo en la cocina.
«La policía de seis estados»… Y ellos eran dos críos en el automóvil, espiando con angustia los coches que los adelantaban o que se cruzaban con ellos, escrutando con la vista la oscuridad de la noche esperando ver surgir a cada paso un cordón policial.
El hombre del FBI se había llevado el almanaque donde dos cruces señalaban Illinois y Mississippi.
¿Corrían en pos del mismo objetivo escabulléndose a ciegas por entre emboscadas? ¿No proseguían aquella escapada insensata más que para, cruzada cierta frontera, precipitarse ante un juez de paz y exigirle, jadeantes, que los casara?
De no dar excesivos rodeos podían alcanzar Illinois aquella misma noche; estar ya allí quizá. No era inverosímil que, en algún pueblo perdido, despertaran a un viejo juez que no hubiera oído la radio en todo el día.
¿Tenían que atravesar también tormentas allá en las llanuras del Medio Oeste? Se reprochaba no haber oído las previsiones meteorológicas, empezaba a agitarse, deseaba que Musak volviera a sentarse frente a él para impedirle pensar. Él también estaba en la carretera, con el ruido monótono de los limpiaparabrisas, que parecían contar los segundos.
La policía de seis estados… Más el FBI.
Se levantó de pronto para servirse un trago de whisky; miró la radio calculando que había que esperar aún treinta y cinco minutos para la emisión de las diez. Le parecía que esta vez tendría noticias.
—No debió fregar los platos, Musak.
Este se encogió de hombros, se sirvió bebida y se acomodó en un sillón.
—No olvide que me marcharé cuando se harte.
Dave negó con la cabeza. No quería que se fuera. No se atrevía a imaginar qué habría sido aquella velada si no hubiera ido Musak a deslizar humildemente un papelito por debajo de la puerta.
—La gente no sabe, no puede saber —dijo Galloway, como hablando consigo mismo. Y Musak murmuró como si él también hablara solo:
—Cuando se fue mi hija, pasé un año y medio sin recibir noticias.
Era la primera vez que aludía a su vida privada y era sin duda para ayudar a su amigo.
—Por último me escribieron de un hospital de Baltimore adonde había ido a parar sin dinero y donde esperaba un hijo.
—¿Usted qué hizo?
—Fui. Se negó a verme. Dejé dinero en el secretariado y me volví.
No dijo más y Dave no osó preguntarle si volvió a verla más adelante y si era aquella hija la que le escribía de vez en cuando de California y le enviaba instantáneas de sus hijos.
—Me pregunto qué piensan…
Seguía recordando a la pareja en el coche.
—Cada cual piensa de modo distinto —suspiró Musak.
Tras un momento durante el cual se oyó el silbido de su pipa, agregó:
—Cada cual se figura que tiene razón.
Galloway miraba la hora en su reloj, ansioso de poner la radio.
—Debería sentarse.
—Ya sé. Casi todo el día he estado de pie. No puedo hacer otra cosa.
Cada vez que se sentaba, le entraba un temblor en las piernas, le subía una angustia nerviosa por todo el cuerpo. De pronto dijo:
—El doctor Van Horn estará muy disgustado.
No explicó por qué; aunque comprendiera por la expresión de Musak que este no estaba enterado de la historia de la pistola automática.
—En breve, oirán nuestro último boletín informativo. Daban primero los anuncios publicitarios.
Nos llega al instante la noticia de que Ben Galloway, el asesino de dieciséis años, a quien su padre ha lanzado un llamamiento en el transcurso de nuestra anterior emisión —contenían el aliento— se ha presentado con su compañera, aproximadamente a la hora de dicha llamada, en el domicilio de un juez de paz de Brownstown, en la frontera entre Indiana e Illinois, pidiéndole que los casara de inmediato. El juez, que, casualmente, había oído poco antes por radio la descripción de la pareja, ha salido de la estancia con el pretexto de ir a buscar los papeles necesarios y ha corrido al teléfono.
»Antes de que haya podido obtener la conferencia con el sheriff un ruido de motor le ha advertido de que los jóvenes, sospechando sin duda su intención, acababan de emprender la huida.
»De todos modos eso circunscribe las pesquisas. Eso indica también que el Oldsmobile azul ha recorrido, en las últimas veinticuatro horas, mucha más distancia de la que se había supuesto hasta ahora y que Ben Galloway no ha dejado prácticamente el volante.
»La policía de Illinois vigila todos los nudos de comunicación y no parece descartar una detención inminente.
¿Lo advirtió Musak? En un momento dado, durante la emisión, Galloway no pudo impedir que una sonrisa muy leve, apenas perceptible, asomara a sus labios. No era una sonrisa de contento ni de ironía. No significaba nada preciso. Solo una especie de contacto con Ben allá lejos. Cerró los ojos para revivir esta impresión pero, como un soplo de brisa, ya había pasado, sutil, impalpable.
Solo quedaban dos hombres sentados en sus sillones.