4

Al principio no lo hizo adrede, no tuvo conciencia de nada. Si permanecía inmóvil, era por cansancio, porque no tenía ánimo para moverse, ni motivo alguno para hacerlo. Poco a poco, iba adueñándose de sus miembros, de todo su cuerpo, un embotamiento parecido al de la fiebre y le parecía que su mente, al amodorrarse, adquiría una vida más intensa, pero en un plano distinto. En parte —no lo hubiera dicho a nadie por miedo a que se le rieran— era como si accediese a una realidad superior, en la que todas las cosas cobraban una significación más viva.

Aquello le ocurrió a menudo cuando era niño. Se acordaba sobre todo de una vez, cuando tenía cinco años, en Virginia. Quizá duró una hora, quizá tan solo unos minutos, pues pasaba con ese estado como con los sueños que dan la impresión de durar mucho precisamente porque se anula el tiempo. En cualquier caso, era su recuerdo más intenso y bastaba por sí solo para resumir su infancia.

También estaba echado, no boca abajo aquella vez, como ahora en la cama de Ben, sino al aire libre, boca arriba y, con la cara expuesta al sol, mantenía los ojos cerrados mientras unas chispas de color rojo y dorado le traspasaban los párpados.

En aquella época perdía sus dientes de leche y, sin darse cuenta, con la punta de la lengua zarandeaba uno que se movía. No le dolía. Por el contrario, le procuraba una sensación tan deliciosa, que se expandía en oleadas como un fluido por todo su ser, que no podía creer que no fuese un pecado y que más adelante le causaba siempre vergüenza.

En lo sucesivo, nunca volvió a sentir de modo tan vivo cómo se mezclaban su propia vida y la del universo, cómo le latía el corazón con el ritmo de la tierra misma, de las hierbas que lo rodeaban, del follaje de los árboles que susurraba por encima de su cabeza. Su pulso se convertía en el pulso del mundo y estaba atento a todo: a los movimientos de los saltamontes, al frescor de la tierra que le penetraba por la espalda y a los rayos del sol que le quemaban la piel; también los ruidos, generalmente confusos, se destacaban unos de otros con una nitidez maravillosa, el cacareo de las gallinas en el corral, el zumbido del tractor en la colina, las voces en la veranda, sobre todo la de su padre quien, sin dejar de beber a pequeños sorbos su vaso de bourbon, daba instrucciones al capataz negro.

No lo veía y sin embargo estaba seguro de que la imagen que de él guardaba era la de aquel día, en la sombra violeta, con sus bigotes de un rubio rojizo que se secaba con el dedo índice después de cada trago.

Las sílabas se destacaban perfectamente y no trataba de entender su significado, pues lo que las palabras querían decir carecía de toda importancia, lo que contaba era que sonase la voz de su padre, serena y tranquilizadora, con los demás ruidos de la tierra componiendo una especie de acompañamiento.

A veces, el negro subrayaba una frase con un: «Yes, Sir».

Y su voz también era distinta de las que había oído después, venía del fondo del pecho, pesada y blanda, como una fruta madura. «Yes, Sir».

El acento del sur prolongaba mucho tiempo el Sir, al final del cual desaparecía la erre, y se transformaba en una invocación mágica.

Fue en la casa en que nació su padre. La tierra era de un rojo oscuro, los árboles de un verde más verde que en otro lugar cualquiera y el sol de verano tenía el color y la consistencia de la miel.

¿No fue aquella vez cuando juró parecerse a su padre? Cuando su madre lo llevaba con la furgoneta al colegio en la pequeña ciudad vecina y alguien exclamaba que se parecía a ella, se pasaba días espiándose en el espejo y sintiéndose desgraciado.

El polvo era rojo también en la ciudad. Las casas de madera estaban pintadas del mismo amarillo empalagoso que la de Musak. ¿No habría vivido Musak en Virginia?

Everton despertaba del sopor de mediodía, Dave lo sabía. Sabía dónde estaba, no olvidaba nada. Pero era capaz, sin embrollarse, de mezclar el pasado y el presente, de hacer con ello un todo, porque probablemente no era más que un todo en definitiva.

Abajo una voz de mujer dijo:

—¿Crees que estará en casa?

Cuando respondió el marido, reconoció su voz. Era el empleado de Correos, el que desfilaba el 4 de julio a la cabeza del cortejo llevando la bandera. Murmuraba, tirando a su mujer del brazo seguramente:

—Parece que lo han traído hace un rato. Ven. Por más que hablaban en voz baja, lo oía todo.

—¡Pobre hombre!

Se dirigían al campo de béisbol. Pasaban otros. Sonaban pasos, cada vez más numerosos, por el suelo polvoriento de las aceras. No paraba todo el mundo, pero todos debían de alzar la cabeza para echar una ojeada a sus ventanas.

Se sabía. Por la radio, sin duda. Por la mañana temprano se había dado el aviso por las emisoras de onda ultracorta de la policía, luego se habían decidido a comunicar la noticia al público en el boletín informativo de las doce de la radio.

Tenía un aparatito junto a él en la mesilla de noche, no necesitaba mirar para saberlo. Era la radio de Ben; se la regaló cuando cumplió doce años, en la época en que cada noche con la mirada fija oía el programa de los vaqueros.

¿No era curioso que, a estas horas, Ben estuviese quizás en aquella Virginia, de la que Dave le había hablado tan a menudo pero en la que el muchacho nunca había puesto anteriormente los pies?

—¿De verdad que la tierra es roja? —preguntaba, incrédulo, todavía unos años atrás.

—No roja como la sangre. Pero es roja. No veo otra palabra.

¿Pudieron detenerse para comer algo en un autocine o comprar sándwiches al lado de la carretera? Alguien, un chiquillo sin duda, al pasar, dio dos o tres golpecitos en la luna de la joyería. Luego, como una orquesta de teatro, estallaron los gritos en el campo deportivo, hubo pitidos, el tumulto de cada domingo, con los espectadores levantándose en las graderías y gesticulando.

Un día, poco después del mediodía, cuando la cosecha ya estaba madura, no fue su madre a buscarlo al colegio, sino uno de los negros de la granja y, al llegar a casa, Dave no encontró a sus padres, sino a las criadas sollozando, que lo miraban compadecidas.

Nunca volvió a ver a su padre. Murió a eso de la una en la antesala de un banquero de Culpeper del que esperaba conseguir otro préstamo. Avisaron por teléfono a su madre y el cuerpo fue trasladado directamente a un tanatorio.

Su padre tenía cuarenta años. Desde entonces arraigó en él la convicción de que, ya que se parecía a él, moriría también a los cuarenta años. Aquella idea era tan fuerte, que aún ahora, a los cuarenta y tres, se asombraba a veces de estar vivo.

¿Acaso Ben se imaginó igualmente que se le parecía? ¿Que su existencia seguiría una curva similar? No se atrevió a preguntárselo nunca. Dudaba en hacerle preguntas directas. Muchas veces lo observaba a hurtadillas y se esforzaba por adivinar.

¿Tuvo su padre esas curiosidades, esos temores respecto a él? ¿Pasa lo mismo con todos los padres y todos los hijos? Muy a menudo evitó comportarse de tal o cual manera debido al recuerdo de su padre y a los diecisiete años se dejó el bigote durante varios meses para parecérsele más.

Si había guardado un recuerdo tan exaltado de él, tal vez se debiera a que su madre volvió a casarse al cabo de dos años. No estaba seguro. A menudo pensaba en estas cosas, precisamente a causa de Ben, cuando le asaltaban dudas respecto a él.

Apenas dos semanas después del entierro vendieron la granja de Virginia y se fueron a vivir a una ciudad cuyo recuerdo odiaba, Newark, en Nueva Jersey. Nunca supo por qué eligió su madre aquella ciudad.

—Estábamos arruinados —le explicó más adelante, sin convencerlo—. Yo tenía que ganarme la vida y no podía ponerme a trabajar en un lugar donde todo el mundo conocía a mi familia.

Era una Truesdell y un antepasado suyo desempeñó un papel en la Confederación. Pero la familia Galloway, que dio un gobernador y un historiador, no era menos conocida.

En Newark no tenían servicio, vivían en el tercer piso de una casa de ladrillos oscuros, con una escalera de hierro exterior para casos de incendio, que pasaba por delante de su ventana y se detenía a la altura del primer piso.

Su madre trabajaba en un despacho. A menudo salía de noche, y una chica a la que pagaba para ello cuidaba de Dave en esas ocasiones.

—Si eres bueno, pronto volveremos a vivir en el campo, en una casa grande.

—¿En Virginia?

—No. No lejos de Nueva York.

Se trataba de White-Plain donde, en efecto, estaban instalados cuando su madre se casó con Musselman.

Si ponía la radio, tal vez oyera hablar de Ben. Trató de hacerlo dos o tres veces, pero no tenía ánimo para salir de su entumecimiento, para encontrarse de pronto con la cruda realidad. Ahora bien, si aventuraba el menor gesto, sabía lo que ocurriría, que se levantaría, echaría a andar, iría a abrir la ventana, pues empezaba a hacer calor en el piso. Sin duda comería incluso. Empezaba a sentir punzadas en el pecho.

Más tarde sería hora de hacerlo. Mientras se hallaba en aquel estado, como el chiquillo de Virginia, le parecía que estaba más cerca de Ben.

Quizá su hijo no deseara parecérsele. Una vez que estaba jugando con otros chicos en la acera, enfrente de la tienda, oyó a uno de ellos, al hijo del mecánico, asegurar:

—Mi padre es más fuerte que el tuyo. Podría tumbarlo de un puñetazo.

Era verdad. El mecánico era un coloso y Dave no hizo nunca mucho deporte. Se quedó en suspenso, esperando la reacción de Ben, que no dijo nada.

Aquello lo apenó. Era absurdo. No significaba nada.

No por ello dejó de encogérsele el corazón y aún se acordaba al cabo de siete años.

Lo que más lo turbaba era que su hijo, sin creerse observado, lo miraba en silencio. En tales momentos, su rostro era grave, pensativo. Parecía muy lejano. ¿Se estaba formando una imagen de él como se formó Dave una de su padre?

Hubiera querido conocer aquella imagen, preguntar: «¿No sientes demasiada vergüenza de mí?». Cuántas veces tuvo que morderse los labios para no preguntárselo, y era entonces cuando, con un rodeo, le preguntaba si era feliz.

Su madre no le hizo nunca esta pregunta. De habérsela hecho, ¿habría tenido valor para contestarle que no?

Porque no lo era. La simple vista de Musselman, que era un hombre bastante importante en el campo de los seguros y que necesitaba probárselo a sí mismo todo el día, bastaba para hacerle intolerable la casa de White-Plain. A causa de Musselman, a causa de su madre, al salir de la escuela, ingresó en una escuela de relojería, con objeto de ganarse pronto la vida y no vivir más con ellos…

La víspera, por la noche, Ben se marchó también. En el cuarto, un armario, amplio como un aposento, aún estaba abarrotado con sus juguetes: coches mecánicos, tractores, una granja con sus animales, cinturones y sombreros vaqueros, espuelas y pistolas. Había al menos veinte pistolas de todos los modelos, rotas todas.

Ben no tiraba nada. Era él quien guardaba sus viejos juguetes en el armario y un día, no hacía mucho tiempo aún, lo sorprendió su padre intentando seriamente tocar una canción con una flauta de diez centavos que databa de cuando tenía nueve o diez años.

Un altavoz allá en el campo iba transmitiendo el comentario del partido y la gente, en el graderío, estaría hablando de él. ¿Escuchó Musak la radio? ¿O fue alguien a comunicarle la noticia? No por ello dejaría de estar en su veranda, fumando con la pipa remendada que emitía silbidos.

Paró un coche frente a la tienda, bajaron dos personas, dos hombres a juzgar por sus pisadas, que se acercaron al escaparate y miraron dentro.

—¿No hay timbre? —preguntó uno de ellos.

—No lo veo.

Dieron unos golpecitos en la luna de la puerta. Dave no se movió. Luego uno de los hombres retrocedió hasta el centro de la calzada para ver las ventanas del primer piso.

La vieja polaca debía de estar acodada en la suya, pues le gritaron de abajo:

—¿El señor Galloway, por favor?

—La ventana de al lado.

—¿Está en casa?

Mitad en inglés mitad en su idioma intentó explicarles que había que dar la vuelta a la casa, entrar por la puerta pequeña entre los garajes y subir la escalera. Debieron de entenderla, pues terminaron por desaparecer.

Dave sabía que iban a llamar a su puerta de un momento a otro y ni tan siguiera se preguntaba quiénes eran.

De todos modos, ya era hora de que saliera de su modorra. Poco a poco se fue disipando y al final tuvo que mantenerla artificialmente. Era un truco, cierta forma de tensar sus músculos aplastándose contra el colchón. No aguardó a oír pasos en la escalera para levantar la cabeza y abrir los ojos y resultaba extraño encontrar el decorado de todos los días, los objetos con su forma precisa, el cuadrado claro de la ventana, un rincón del salón que veía por la puerta entreabierta.

Llamaban y, sin contestar, se sentó al borde de la cama, con la cabeza aún vacía, sin haber recobrado plenamente conciencia del drama que se estaba desarrollando.

—¡Señor Galloway!

Llamaban más fuerte. En el descansillo la vecina les hablaba con locuacidad.

—Lo he oído entrar hacia la una y estoy segura de que no ha vuelto a salir. Lo curioso es que, desde entonces, no he oído ningún ruido en el piso.

—¿Lo cree capaz de suicidarse? —preguntó otra voz. Frunció el entrecejo, estupefacto, pues esta idea no le había pasado ni un instante por la cabeza.

—¡Señor Galloway! ¿Me oye?

Resignado, se levantó, se dirigió hacia la puerta y dio vuelta a la llave en la cerradura.

—¿Qué? —dijo.

No eran policías. Uno de los dos llevaba una bolsa de piel terciada y una gran cámara fotográfica en la mano.

El más grueso mencionó el nombre de un periódico de Nueva York, como si no hubiera necesidad de más explicaciones.

—Saca la foto de todos modos, Johnny. Explicó a modo de excusa:

—Así llegará a tiempo para la edición de esta noche. No esperaban su permiso. Hubo un fogonazo lívido, un clic.

—¡Un momento! ¿Dónde estaba cuando hemos llegado? Respondió sin pensar, porque no estaba acostumbrado a mentir:

—En el cuarto de mi hijo.

Lo lamentó enseguida, demasiado tarde.

—¿Es ese? ¿Le molestaría volver a entrar un instante? Así, eso es. Quédese de pie delante de la cama.

Paró otro coche ante la casa, sonó un portazo, se oían pasos precipitados por la acera.

—¡Date prisa! ¿Ya está? Corre al diario. No te ocupes de mí. Ya me las arreglaré para volver. Dispénsenos, señor Galloway, pero hemos sido los primeros y no hay motivo para no beneficiamos de ello.

Otros dos entraron en el piso cuya puerta ya no estaba cerrada con llave. Los cuatro se conocían; hablaban entre sí examinando la casa.

—Por lo que nos han dicho, lo ha traído el coche de la policía a eso de la una y no había comido. ¿No ha tomado nada después?

Dijo que no. Se sentía impotente frente a su energía. ¡Parecían tantísimo más fuertes que él, tan seguros de sí mismos!

—¿No tiene hambre?

Ya no lo sabía. Aquel ruido, aquellas idas y venidas, aquellas luces que destellaban de minuto en minuto lo aturdían.

—¿Era usted el que preparaba las comidas para su hijo y usted? Ahora sí tenía ganas de llorar, no de pena, sino de cansancio.

—No sé —contestó—. No sé ni qué me están preguntando.

—¿Tiene una foto de él?

Estuvo a punto de traicionarse; dijo que no, furiosamente, decidido a defenderse esta vez. Era una mentira. Había un álbum lleno de fotos de Ben en un cajón de su cuarto. En modo alguno tenían que saberlo.

—Debería comer un bocado.

—Quizá.

—¿Quiere que le preparemos un sándwich?

Prefería hacerlo él mismo y otra vez lo retrataron delante del frigorífico abierto.

—¿Sigue sin saberse dónde está? —preguntó a su vez, tímidamente, pronto a echarse atrás.

—¿No ha puesto la radio?

Le daba vergüenza confesarlo, como si hubiera faltado a su deber de padre.

—A partir de ahora la policía desconfía de las informaciones que recibe, pues se localiza el Oldsmobile azul en cinco o seis puntos a la vez. Hay quienes pretenden haberlo visto hace una hora cerca de Larrisburg, en Pensilvania, lo cual significaría que se están volviendo atrás. En cambio, el dueño de un restaurante de Union-Bridge, en Virginia, afirma que les ha servido el almuerzo antes de oír su descripción por la radio. Hasta precisa el menú que han pedido: gambas y pollo frito.

Se esforzó en mantener un semblante neutro. Era el menú favorito de Ben cuando alguna vez comían en un restaurante.

—Supongo que será su pistola automática la que se ha llevado. Protestó, aliviado por este cambio de tema.

—Nunca he tenido armas.

—¿Sabía que él sí tenía?

Tomaban notas. Galloway, de pie, hacía esfuerzos por comerse el sándwich bebiendo un vaso de leche.

—Solo le he visto pistolas de juguete. Era un chico pacífico.

Era por Ben por quien aguantaba aquello. Quería evitar que los periódicos se ensañaran con él y se mostraba paciente con los reporteros, se esforzaba en complacerlos.

—¿Ha jugado mucho con pistolas?

—No más que los otros niños.

—¿Hasta qué edad?

—No sé. Doce años quizá.

—Y después, ¿cuáles han sido sus juegos?

Era incapaz, así, de golpe y porrazo, de acordarse, y eso le hacía sentirse incómodo. La parecía que debía acordarse de todo lo referente a su hijo. ¿No fue cuando se hizo fanático del fútbol? No. El fútbol fue al menos un año más tarde. Hubo un periodo intermedio.

—¡Los animales! —exclamó.

—¿Qué animales?

—De todo tipo. Todo lo que podía encontrar. Había criado ratones blancos, conejos pequeños que cogía en el campo y que morían a los pocos días…

No parecía interesarles esto.

—¿Su madre murió cuando era muy pequeño?

—Preferiría no hablar de esto.

—Mire usted, señor Galloway, si no hablamos nosotros, otros lo harán.

»Dentro de una hora, seguro que habrán llegado más compañeros. Y, lo que no les diga usted, lo sabrán por otros conductos.

Era verdad. Más valía ayudarles.

—No ha muerto.

—¿Divorcio?

Murmuró a disgusto, como si les entregase un poco de su vida secreta.

—Se marchó de casa.

—¿Qué edad tenía el niño?

—Seis meses. Pero, preferiría tanto que…

—No tema que carezcamos de tacto.

Hacían su trabajo, Dave lo entendía y no les guardaba rencor. Como todo el mundo, leyó relatos de este tipo en los periódicos, pero nunca se le ocurrió ponerse en el sitio de sus protagonistas. Aquello parecía suceder en un mundo aparte.

—¿Estaba enterado de sus relaciones con Lilian Hawkins? Dijo que no, porque era la verdad.

—¿La conocía?

—De vista. Ha ido dos o tres veces a mi tienda.

—Supongo que usted era muy amigo de su hijo.

¿Qué podía responderles? Decía que sí. Era su convicción. Lo fue por lo menos hasta la noche pasada y no admitía renunciar aún a ella. Uno de sus interlocutores, alto y flaco, tenía más aire de un joven profesor de Harvard que de un reportero y molestaba a Dave sentir su mirada fija en él. Aquel no le había preguntado todavía nada y cuando tomó la palabra, fue para decir:

—En resumidas cuentas, ha hecho de padre y de madre para su hijo.

—He hecho lo que he podido.

—¿No ha pensado nunca que, volviendo a casarse, le procuraría una vida más normal? Se sonrojó, sintió que se sonrojaba y eso lo hizo más desgraciado. Sin pensar, balbuceó:

—No.

Como si desarrollara un razonamiento preciso, el periodista proseguía, implacable:

—¿Le tenía celos?

—¿Celos? —repitió Dave.

—Si le hubiera pedido permiso para casarse con Lilian Hawkins, ¿cómo habría reaccionado?

—No lo sé.

—¿Se lo habría dado?

—Supongo que sí.

—¿De buen grado?

El otro, el gordo, que había llegado primero, dio un leve codazo a su compañero, que se retractó.

—Dispense si he insistido, pero, entiéndalo, me interesa el aspecto humano.

El equipo de Everton debía de haber conseguido un borne run, pues pudo oírse un clamor que duró varios minutos.

—¿Cómo supo la noticia?

—Por la policía. Primero han intentado telefonearme. El aparato está abajo, en la tienda.

No le importaba darles detalles sobre este aspecto. Eso lo relajaba. Les explicaba, con exceso de palabras, cómo debía dar la vuelta al edificio para ir a su tienda y cómo dos agentes de la policía, de uniforme, habían surgido de su coche y habían leído su nombre en el escaparate, luego habían consultado su agenda.

—¿Usted no sospechaba nada?

Hablaron a media voz. Tras lo cual, el fotógrafo preguntó:

—¿Le molestaría posar un instante en su tienda?

Aceptó, también por Ben. Le avergonzaba un poco el papel que le hacían desempeñar pero habría hecho lo que fuera para ganarse su benevolencia.

Bajaron en fila india y Dave, que había olvidado la llave de la tienda, tuvo que subir de nuevo a cogerla. El piso, donde todo el mundo había estado fumando, no olía igual y había perdido intimidad.

Fue solo en aquel momento, mientras buscaba con los ojos la llave por encima de los muebles, cuando comprendió que había concluido definitivamente cierta forma de vida y que, pasara lo que pasara, la existencia que había llevado con Ben entre aquellas paredes no se repetiría ya nunca más.

Aquella no era ya su casa, la casa de ambos. Los objetos eran anónimos y la cama de Ben, en la que él, Dave, estaba echado hacía poco rato, era ya tan solo una cama cualquiera que guardaba la marca de un cuerpo.

En el patio, hablaban de él a media voz. Debía de darles lástima. El que se parecía a un profesor le hirió sin querer con sus preguntas, pues dijo cosas que, en lo sucesivo, lo inquietarían. Sin duda alguna se le hubieran ocurrido espontáneamente. Ya se le habían ocurrido, antes de que sucediera nada, pero no del mismo modo. Expresada de cierta manera, la verdad resultaba incómoda, sórdida, como las fotografías de mujeres en ciertas posturas que los jóvenes se enseñan a escondidas.

Le preguntaron desde abajo:

—¿La ha encontrado?

Llevaba la llave en la mano y bajaba; luego echaron a andar juntos.

—¿Es su garaje?

—Sí.

—Después sacas una foto, Dick. Probablemente tendremos que llenar las dos páginas centrales.

Dos mujeres, sentadas en la hierba, charlaban mientras vigilaban a unos niños que jugaban en torno y, de lejos, miraban entrar al grupo en la joyería. Una de ellas, la más joven, estaba embarazada.

—¿Para qué sirven estos ganchos?

—Durante el día cuelgo los relojes que están en reparación. Se tarda varios días en poner un reloj a la hora.

—¿Trabaja delante de esta mesa? ¿Dónde están los relojes?

—En la caja fuerte.

Le pidieron que los colocara en su sitio, que se pusiera su bata blanca y que fijara en su ojo derecho la lupa circundada de negro.

—¿No podría llevar una herramienta en la mano?… Sí… así… No se mueva más… Hizo como que trabajaba.

—Un momento aún. Saco otra.

Hubiera necesitado a alguien que lo protegiera y pensó en su padre. No tenía ánimos para resistírseles, hacía dócilmente cuanto le decían, hasta tal punto que les sorprendía su colaboración.

¿Tendría derecho a encerrarse en su casa y no ver a nadie? Antes, si no les hubiera abierto, seguro que hubieran llamado a un cerrajero o hubieran hundido la puerta, por miedo a que se hubiera ahorcado.

—¿No ha encontrado fotos de la chica entre las cosas de su hijo?

—No he registrado sus cosas.

—¿No piensa hacerlo?

—¡Claro que no!

Nunca abrió la cartera de Ben, ni la vez en que, cuando tenía once años, desapareció un dólar de la caja. Fue, que él supiese, la única vez que ocurrió. Se lo contó a su hijo sin insistir. Dos frases tan solo, con una voz entristecida.

Su madre, cuando él era joven, solía registrarle los bolsillos y los cajones y nunca se lo había perdonado.

—¿No ha investigado la policía? Los miró, despavorido.

—¿Creen que lo hará?

—Es más que probable. Me extraña mucho que no lo haya hecho todavía.

¿Qué importancia tenía aquello al fin y al cabo? Tras la muerte de su padre, amontonaron una parte de los muebles en la veranda que rodeaba toda la casa, otra sobre el césped, y fue gente de lejos a examinarlos y a husmear por los rincones. La venta tuvo lugar un sábado y la interrumpieron para servir soda y hot dogs a todos los presentes. Se vendió todo, hasta los marcos que aún contenían fotografías.

No le permitieron ver a su padre en el ataúd, por miedo a impresionarlo, pero nadie pensó en impedir que presenciara aquella carnicería.

Lo que estaba ocurriendo venía a ser algo parecido, en definitiva. Toda la vida privada de padre e hijo iba a salir a la luz, se expondría su intimidad, su pasado, sus costumbres, se discutirían sus menores hechos y milagros.

Lo que no sabían era que, mientras lo interrogaban así y le hacían tomar poses para las fotografías, él estaba más con Ben que con ellos. Toda la tarde tuvo en la retina, como en una sobreimpresión, la tierra roja de Virginia, los árboles más grandes, más majestuosos, de follaje más oscuro que los de allí, y estuvo pensando en el coche azul que se lanzaba por los atajos.

En algún sitio tendrían que parar. ¿Se arriesgarían a pernoctar en un motel o conducirían el coche a algún bosque y dormirían en él?

No tenían mucho dinero. Dave había sacado la cuenta maquinalmente, por la mañana, cuando el teniente habló de los doce o catorce dólares que contenía la cartera de Charles Ralston. Con los treinta y cinco sustraídos por Lilian de la cocina de sus padres sumaban una cincuentena de dólares. Aunque por su parte Ben hubiera ahorrado una decena…

Tenían que comer, poner gasolina varias veces al día. Fue en aquel instante cuando el periodista que lo había turbado con sus preguntas dijo:

—Oiga, señor Galloway, ¿ha pensado que tal vez pudiera enviarle un mensaje? Lo miró, sorprendido, sin entender.

—Represento a la Associated Press. Su mensaje sería mandado por teletipo a todos los diarios de Estados Unidos y estoy seguro de que todos lo publicarían. Por otra parte es probable que su hijo tenga curiosidad por saber hacia dónde se orientan las pesquisas.

Había comprendido que Dave vacilaba y tal vez ya había penetrado más en su pensamiento. Si no, ¿por qué habría añadido?:

—Quizás eso fuera mejor para él, ¿no cree?

Galloway se acordaba de la advertencia que se leía casi siempre en las fichas de criminales expuestas en las oficinas de Correos: ATENCIÓN: VA ARMADO. Ben también iba armado. De modo que la policía, antes que correr riesgos, tendría la tentación de disparar la primera.

¿Era eso lo que le proponía el reportero? ¿Que aconsejase a su hijo que se entregara?

—Subamos a su piso, ¿quiere?

Era mejor así, pues el partido de béisbol acababa de terminar y comenzaban a pasar los primeros coches. La multitud seguiría, como un rebaño, como a la salida de misa o del cine. Dave, preocupado con la nueva idea que acababan de meterle en la cabeza, por poco se olvidó de quitar la manija de la cerradura.

El reportero gordo, el primero en llegar, se paró, vacilante, en la esquina del callejón.

—¿Por dónde se va a casa de los Hawkins?

—Tuerza a la izquierda, pasado el taller del mecánico, luego tire por el primer camino a la derecha. Considerando que había sacado de Galloway cuanto podía sacar, se marchaba para ir a interrogarlos a ellos. El otro no parecía interesarse por Lilian, sino solo por Ben y su padre. Era frío y comprensivo a la vez. El fotógrafo también los dejaba, esperaba que pasara la muchedumbre para fotografiarla delante de la joyería.

En el piso, el representante de la Associated Press dijo en tono indiferente:

—La policía sabe tan bien como usted cuánto dinero lleva su hijo encima. Es fácil contar lo que les cuesta circular por las carreteras. Se calcula que mañana por la noche estarán al cabo de sus posibles.

—¿Se lo ha dicho el teniente?

—No. El FBI, que participa en las pesquisas ahora que los fugitivos han cruzado la frontera de uno o de varios estados con el coche robado. Le ruego que me disculpe…

—No es nada.

—Tal vez si su hijo leyera en el periódico que usted le suplica que se entregue…

—Ya entiendo.

—Tómese todo el tiempo que quiera antes de decidirse. No quiero que se lo reproche más tarde. No es como si tuviera la esperanza de poder llegar a un país extranjero. Y aun en este caso no dejaría de estar sujeto a la extradición, tanto en Canadá como en México.

El periodista había ido a plantarse ante la ventana y miraba los árboles de enfrente, los niños que habían dejado el campo de béisbol y que corrían por la hierba.

La policía dispararía la primera, Dave estaba convencido de ello. Su interlocutor no intentaba cogerlo a traición. Sabía, sin duda, sobre los planes del FBI más de lo que tenía derecho a decir.

Se sentía tentado, hasta el extremo de sufrir una especie de vértigo. Y no era tan solo por la idea de impedir que mataran a su hijo. Sin razón precisa, solo por intuición, no creía en esta posibilidad. Era teórico. Parecía lógico, casi inevitable. No obstante, habría jurado que no ocurriría así.

Era imposible que no volviera a ver con vida a Ben.

Su compañero seguía dándole la espalda como para evitar influir en él. Dave se sacó el pañuelo del bolsillo, se secó la frente, la palma de las manos. Dos veces, antes de hablar, abrió la boca.

—Lo haré —dijo al fin.

Y le temblaban los dedos ante la idea de que, en cierto modo, iba a ponerse en contacto con Ben.