3

De pie en el umbral, parpadeando a causa del sol mañanero que le daba de frente, entreabrió los labios para preguntar:

—¿Mi hijo ha tenido un accidente?

No habría sabido decir qué lo contuvo, si fue su intuición o algo en la actitud de los dos hombres. Parecían sorprendidos de encontrarlo allí, cruzaban miradas como para interrogarse. ¿Se extrañaban de su cara sin afeitar, de su ropa arrugada por las horas pasadas en el sillón?

Había una comisaría del estado en Radley, casi enfrente de la escuela y Galloway conocía al menos de vista a los seis hombres que la integraban; dos de ellos solían parar su coche delante de la tienda cuando tenían que arreglarse el reloj.

Estos dos no eran de Radley. Vendrían de Poughkeepsie o de más lejos.

Seguramente hubiera acabado preguntándoselo de todos modos, aunque solo fuera por despistar, si el más bajo no hubiera dicho:

—¿Se llama Dave Clifford Galloway?

—Soy yo.

Consultando su agenda, prosiguió el policía:

—¿Es el propietario de una furgoneta Ford con matrícula tres, eme, dos, cuatro, tres, siete? Asintió con la cabeza. Ahora estaba a la defensiva.

Su instinto le advertía que tenía que proteger a Ben. Dijo en tono neutro, como sin darle importancia:

—¿Ha habido una colisión?

Se miraron de modo extraño antes de que uno de los dos contestara:

—No. No se trata de una colisión.

No debía hablar más. En adelante se limitaría a responder a las preguntas. Como intentaban mirar por encima de su hombro al interior de la tienda, se apartó para dejarles entrar.

—¿Estaba trabajando un domingo a las ocho de la mañana?

Eso, sin duda, quería ser irónico, puesto que el escaparate estaba vacío y los relojes por reparar no colgaban de los ganchos encima del banco.

—No estaba trabajando. Vivo en el piso de arriba. Hará cosa de media hora, he oído el timbre del teléfono a través del entarimado. He bajado. He tenido que dar la vuelta al edificio y, al llegar aquí, ya no había nadie en el aparato. Me he quedado, pensando que tal vez volvieran a llamar.

—Hemos llamado nosotros.

Por sus caras de confusión Dave habría jurado que esperaban otra cosa. No tenían aire amenazador. Más bien incómodo.

—¿Condujo su camioneta la noche pasada?

—No.

—¿Está en su garaje?

—Ya no está. Desapareció anoche.

—¿Cuándo se dio cuenta?

—Entre once y media y doce, al volver de casa de un amigo con quien había pasado la velada.

—¿Puede darme su nombre?

—Frank Musak. Vive en el primer pasadizo a la derecha después de la oficina de Correos.

El que llevaba la agenda anotó el nombre y la dirección.

Galloway no perdía la sangre fría. No estaba asustado. El que lo interrogaran así dos policías de uniforme casi le daba conciencia de no ser del todo un ciudadano como los otros. Fuera pasaba a veces gente, sobre todo chicas, niños endomingados, que se dirigían a la iglesia católica y echaban una ojeada de curiosidad a la tienda abierta y a los dos policías.

—¿Descubrió que su coche no estaba en el garaje al volver a casa?

—Exacto.

—¿No salió más en toda la noche?

—No.

No mentía, pero aun así los engañaba y temía sonrojarse. Una vez más, se hicieron una señal y se apartaron a un rincón del almacén donde conversaron a media voz. Galloway, maquinalmente, se colocó detrás del mostrador como cuando atendía a un cliente, y no intentaba escuchar lo que se decían.

—¿Me permite utilizar el teléfono? No tema: la conferencia correrá de nuestra cuenta. El hombre llamó a la telefonista.

—¡Oiga! Policía del estado. ¿Quiere ponerme con la comisaría de Hortonville?… Sí… Gracias.

El tiempo era radiante. Las campanas empezaban a repicar y el césped, enfrente, sobre el que proyectaban sombras azules los árboles, estaba esmaltado de flores amarillas.

—¿Eres tú, Fred? Aquí, Dan. ¿Puedes ponerme con el teniente?

Solo tuvo que esperar un instante. Habló a media voz, casi en voz baja, con la mano en torno de la boca.

—Hemos llegado, teniente. Está aquí… ¡Oiga!… Sí… Lo hemos encontrado en su tienda… No… Por lo visto, no hacía nada… Vive en el primer piso y ha oído el timbre del teléfono… Es difícil explicárselo… La disposición del local es tal que ha de salir de su casa y dar la vuelta al edificio, que es bastante largo… Sí… Sí… Al parecer, la furgoneta desapareció anoche antes de las once y media…

Se oía la voz del teniente, que hacía vibrar la placa sensible, pero no se podía entender lo que decía. El agente, con el teléfono en la mano, parecía tan perplejo como antes.

—Sí… Sí… Por supuesto… Hay algo curioso… Mientras tanto, seguía observando a Galloway con una curiosidad exenta de antipatía.

—Quizá sea mejor, sí… Dentro de una hora aproximadamente… Un poco más… Colgó, encendió un cigarrillo.

—El teniente desea que venga conmigo para reconocer formalmente su vehículo.

—¿Puedo subir a cerrar las puertas?

—Como quiera.

Dave retiró la manilla de la cerradura y ambos lo siguieron al otro lado del edificio. Uno de los agentes distinguió enseguida la hendidura reciente en la puerta del garaje.

—¿Es el suyo?

—Sí.

Empujó la hoja de la puerta para echar un vistazo al interior, donde no había sino una mancha de aceite negro sobre el cemento en el emplazamiento de la furgoneta.

Dave subió la escalera y el más bajo de los policías fue tras él, como si, de nuevo con una señal, se hubiesen puesto de acuerdo.

—Supongo que no me dará tiempo a prepararme una taza de café.

—Será más rápido si paramos en un restaurante de la carretera.

El hombre miraba en torno suyo, con el mismo aire de sorpresa, como quien teme haberse equivocado de puerta. Mientras Dave se pasaba el peine y se echaba agua fresca en la cara, fue a mirar a los dos cuartos.

—¡No tiene aspecto de haberse acostado! —observó. Y luego, como Galloway buscara una respuesta, se apresuró a añadir:

—Eso no me atañe. No hace falta que me diga nada. Un poco después, en el mismo tono de indiferencia, preguntó aún:

—¿No está casado?

Dave se preguntó qué había en el piso que le hiciera pensar eso. Se había esforzado, por Ben, en evitar que el piso se pareciese a una vivienda de hombres solos. En casa de Musak, por ejemplo, siempre le llamó la atención eso. No había quien pudiera equivocarse. El mismo olor revelaba que no había mujer en la casa.

—Estuve casado hace años —se limitó a responder.

Se comportaba en parte como ciertos enfermos que temen tanto provocar un ataque que viven a ritmo lento, con movimientos prudentes, no hablando más que con voz apagada.

En el fondo no le sorprendió la vista de los dos policías. Tampoco creyó en serio que Ben hubiera sufrido un accidente. Además, si se tratara de un accidente, se lo hubieran dicho enseguida. Desde que volvió la noche anterior al piso vacío, sabía que era más grave y encogía los hombros para sustraerse al destino.

Poco importaba lo que hubiera sucedido, tenía que proteger a su hijo. Nunca experimentó tan neta, tan carnalmente, el lazo que existía entre ellos. No era otra persona la que corría peligro en algún sitio, Dios sabe dónde: era una parte de sí mismo.

Se comportaba como un hombre honrado, respetuoso con las leyes, algo timorato, pero sin nada que reprocharse.

—Supongo que no tendrá importancia que vaya sin afeitar.

Era pelirrojo, no como los Hawkins, de tono agresivo. Sus cabellos muy finos comenzaban a hacerse escasos y el sol ponía reflejos dorados en sus mejillas. ¿Por qué fue a la cocina a ver si estaba encendida la estufa eléctrica? Por hábito. Cerró su puerta con llave, encontró abajo al segundo policía, a quien su compañero iba a decir unas palabras.

—¿Viene?

Quiso ponerse detrás en el coche pero le hicieron señal de sentarse delante y con sorpresa vio subir solo al más bajo de los hombres, que se sentó al volante mientras el otro permanecía de pie en la acera y los miraba partir.

—Siempre nos tocan asuntos como estos los domingos por la mañana —le decía su acompañante en el tono en que habría hablado a alguien en un bar—. ¡La gente no puede estarse quieta los sábados por la noche!

Era realmente domingo a lo largo de la carretera. En cada pueblo, se veían iglesias blancas con puertas abiertas, mujeres que llevaban guantes blancos y, en algunas partes, iban niñas en fila, llevando cada una en la mano un ramillete de flores.

—No olvide mi taza de café —se permitió decir Dave con sonrisa forzada.

—Encontraremos un buen sitio a la salida de Poughkeepsie.

Cruzaron la ciudad sin parar, atravesaron el puente sobre el Hudson, que espejeaba al sol y por el que precisamente pasaba un barco de excursionistas…

El coche se metía por los primeros contrafuertes de las Castkills y la carretera, sinuosa, subía y bajaba, se hundía en un bosque oscuro y fresco, bordeando un lago, a veces algunas granjas y prados en una meseta. Delante de un autocine levantado al borde de la carretera, abigarrado de publicidad de marcas de sodas, el agente paró el coche, pidió a una chica que se acercaba:

—Dos cafés.

—¿Solos?

—Para mí solo —dijo Dave—. Con dos terrones de azúcar.

—Para mí lo mismo.

Para la mayor parte de la gente, era un domingo suntuoso. Más lejos, cruzaron un campo de golf donde estaban esparcidos pequeños grupos, con bolsas al hombro, y casi todos los hombres llevaban una gorra blanca, muchas mujeres iban ya con pantalón corto y gafas de sol.

A juzgar por la llamada telefónica y las frases que Dave había oído, lo llevaban a Hortonville. Ya había pasado por allí. Era un pueblo situado en el límite del estado de Nueva York con Pensilvania. Le parecía recordar una comisaría de ladrillo, sin piso, al borde de la carretera. De Everton a Hortonville había unos setenta y cinco kilómetros y solo tardaron un poco más de hora y cuarto en recorrerlos.

Se esforzaba en callar, en no hacer ninguna pregunta, y eso le producía humedad en las manos y sudor encima del labio superior.

—¿No fuma?

—Me he dejado los cigarrillos en casa.

El policía le tendió su paquete, le señaló el encendedor eléctrico. Acababan de cruzar una pequeña ciudad dormida aún, Liberty seguramente, luego habían distinguido un lago bastante amplio en el que multitud de barcas parecían inmóviles. De nuevo se penetraba en un bosque y Dave, de pronto, estuvo a punto de hacer parar a su acompañante e inició un movimiento para ponerle la mano en el brazo.

Al lado de la carretera le pareció reconocer su furgoneta marrón con las ruedas de la derecha en la hierba y le dio tiempo a ver la figura de un policía en la sombra.

Su movimiento no pasó inadvertido a su acompañante.

—¿Es la suya?… —preguntó este como sin darle importancia.

—Me parece… Sí…

—Vamos primero a buscar al teniente a tres kilómetros de aquí y seguramente volveremos luego.

Los ladrillos de la comisaría eran de un rosa tierno y había un parterre de flores a cada lado de la puerta. Por contraste con la luz de fuera, el interior parecía oscuro y Galloway tuvo casi frío, quizás en parte debido a su tensión nerviosa. Cuando lo dejaron solo en el pasillo, le entró incluso un verdadero escalofrío.

—¿Quiere venir por aquí?

El teniente era joven, atlético. Dave se sorprendió de que le tendiera una mano vigorosa.

—Le pido disculpas por haberlo molestado, señor Galloway, pero me era difícil hacer otra cosa.

¿Qué le descubrió el teniente al policía que lo trajo y con el que acababa de tener una conversación bastante larga? Este no lo miraba ya exactamente de la misma manera. Daba la impresión de que había mucha más simpatía en su mirada y hasta respeto.

—¿Ha visto su furgoneta al pasar?

—Creo haberla reconocido.

—Haríamos bien empezando por ella. No nos llevará más de unos minutos.

Descolgó su gorra de galones, con la que se cubrió, y se dirigió hacia el coche haciéndole al otro agente señal de que los acompañara.

—¿Así que anoche no tuvo suerte en el chaquete?

Habían interrogado a Musak. No trataban de ocultárselo. Era como un modo de demostrarle que su juego con él era franco.

—No nos guarde rencor, señor Galloway. Ha de saber que nuestro oficio consiste en controlarlo todo. Llegaban ya donde estaba la furgoneta y la primera mirada de Dave fue para los neumáticos, ninguno de los cuales había reventado; la palma de sus manos estaba ahora realmente mojada y, cuando bajó del coche, se preguntó por un instante si sería capaz de andar.

—¿Reconoce el vehículo?

—Desde luego.

—¿Son útiles de relojero lo que lleva detrás?

—Sí.

—Me han intrigado por un momento, pues no conseguía adivinar a qué profesión pertenecían. ¿Quiere echar un vistazo dentro?

Le abrieron la portezuela y lo que miró maquinalmente enseguida fue el asiento en el que Ben estuvo sentado. Hasta pasó la mano por él furtivamente, como si la molesquina hubiera podido guardar algo del calor de su chico. Cerca del pedal de embrague, aquello blanco, arrugado, era un pañuelo de mujer que olía a colonia.

—Una patrulla nuestra ha descubierto el vehículo sobre las dos de la madrugada, pero debía de llevar aquí cierto tiempo, pues el motor ya estaba frío. Los faros estaban apagados.

Galloway no pudo por menos de preguntar:

—¿Funciona?

—Es precisamente lo que ha intrigado a mis hombres. El motor funciona. No se trataba, pues, de una avería.

—Llamó al que montaba guardia.

—Puedes llevarla a Poughkeepsie —dijo.

Dave estuvo a punto de protestar, de preguntar por qué no le devolvían su vehículo.

—¿Viene, señor Galloway?

Callaba conduciendo y no pronunció una palabra hasta que estuvieron en su despacho, adonde los siguió el policía que había ido a Everton.

—Cierra la puerta, Dan.

El teniente estaba grave, confuso.

—¿Un cigarrillo?

—No, gracias. No me ha dado tiempo a desayunar y…

—Ya sé. No ha dormido mucho la noche pasada. No se acostó siquiera.

¿Hacía Galloway todo lo posible? ¿Hacía cuanto estaba en su poder para proteger a Ben? Su miedo era no estar a la altura de las circunstancias. No estaba acostumbrado a trapacear.

Le parecía que el teniente leía su pensamiento en su cara. ¿Por qué era tan solícito con él, que no era más que un pobre relojero de pueblo, un hombre sin importancia?

Su interlocutor se decidió de pronto a sentarse y se pasó la mano por los cabellos, que eran recios, y que llevaba cortos.

—Desde que ha salido de Everton, señor Galloway, hemos recibido noticias de fuentes diversas y mi deber es ponerlo al corriente. Hemos sabido, por ejemplo, que los Hawkins lo visitaron durante la noche.

No se movió, no pestañeó, pero era como si su corazón hubiera dejado de latir pues, ahora, fatalmente, saldría Ben.

—Uno de los hijos de los Hawkins, pasando en bicicleta, ha visto hombres de uniforme en su tienda y ha corrido a decírselo a su madre. Esta se ha precipitado, esperando que podríamos darle noticias de su hija.

El teniente debía de tener las manos húmedas a su vez, pues se sacó el pañuelo del bolsillo y lo estuvo manoseando.

—¿Conoce bien a su hijo, señor Galloway?

Ya estaba. Dave había esperado que ese momento no llegara jamás, se había esforzado en esperarlo, contra toda posibilidad, contra toda lógica. Sus pupilas se pusieron ardientes, su nuez de Adán subió y bajó y el teniente desvió la mirada, por delicadeza, como para permitirle manifestar libremente sus sentimientos.

¿Era la voz de Dave la que hablada?

—Creo conocerlo, sí.

—Su hijo no volvió a casa en toda la noche. La hija de Hawkins… Echó una ojeada a sus notas, precisó:

—… Lilian Hawkins abandonó la casa de sus padres anoche llevándose todas sus cosas. Dejó pasar cerca de medio minuto.

—¿Sabía que se habían marchado los dos con su furgoneta?

¿Para qué negar? Era a él, y no a Ben, a quien acusaban.

—Fue lo que pensé después de la visita de los Hawkins.

—¿No se le ocurrió avisar a la policía? Dijo francamente:

—No.

—¿No ha tenido nunca preocupaciones con su hijo? Sosteniendo la mirada del teniente, respondió con firmeza:

—No.

No era del todo cierto, pero sus preocupaciones no eran de aquellas a las que aludía el teniente. Ni un padre podía entenderlo.

—¿Nunca le ha causado problemas?

—No. Es un chico tranquilo, más bien estudioso.

—Ya me han dicho que el curso pasado fue uno de los tres mejores alumnos de su clase.

—Es exacto.

—Este curso, sus notas han variado…

Iba a explicar que los chicos no son iguales todos los cursos, que se interesan ya por una cosa, ya por otra, que necesitan, en unos pocos años, recorrer un ciclo completo. Fue la compasión que vio en los ojos del teniente lo que le impidió hablar y, entonces, muy bajo, con la barbilla en el pecho, como si abandonara la partida, balbució:

—¿Qué ha hecho?

—¿Quiere leer usted mismo el informe?

Empujaba por el escritorio varias hojas de gran formato. Dave dijo que no moviendo la cabeza. Hubiera sido incapaz de leer.

—A poco más de un kilómetro de aquí, en dirección a Pensilvania, pero aún en el estado de Nueva York, un conductor ha divisado esta mañana una forma humana tendida en el arcén de la carretera. Eran las cinco y media y el día empezaba a despuntar apenas. Primero el hombre ha seguido su ruta, luego, presa de remordimientos, diciéndose que acaso se tratara de un herido, ha dado media vuelta.

El teniente hablaba despacio, con voz monótona, como se lee un informe, pero no paraba de echar algún que otro vistazo a los papeles que había acercado a él.

—Unos minutos más tarde, ha entrado aquí ese hombre para dar cuenta de que acababa de descubrir un cadáver. Casi, al instante de recibir el aviso había reemprendido yo mi servicio y he llegado al lugar del suceso poco después que los agentes de la comisaría.

¿Oía Dave? Hubiera jurado que las palabras ya no eran palabras sino imágenes que desfilaban ante sus ojos como una película en colores. No podría haber repetido una sola de las frases pronunciadas y sin embargo tenía la impresión de haber seguido a cada uno de los personajes citados en sus idas y venidas.

Mientras ocurría todo aquello él dormía en su sillón verde, frente a la ventana detrás de la cual salía el sol en tanto que los pájaros empezaban a saltar por el césped.

—Por la documentación hallada en los bolsillos del muerto hemos averiguado que se trataba de un tal Charles Ralston, de Long-Eddy, a unos quince kilómetros de aquí. He telefoneado a su domicilio, donde su mujer me ha contestado que ayer por la noche su marido había ido a cenar a casa de su hija, que está casada y vive en las afueras de Poughkeepsie. Como no estaba muy bien desde hace varias semanas, no pudo acompañarlo y se fue temprano a la cama. Cuando, al despertarse en plena noche, no vio a su marido junto a ella, no se preocupó, pensó que habría decidido dormir en casa de su hija, cosa que hacía a veces, sobre todo cuando había bebido más de la cuenta. Charles Ralston era representante en la región de una gran marca de frigoríficos y tenía cincuenta y cuatro años.

Hizo una pausa, y agregó:

—Murió de un disparo a bocajarro en la nuca yendo seguramente al volante de su coche. Luego lo arrastraron al borde del camino, como confirma el estado del suelo, su cartera fue registrada, y el dinero que contenía desapareció. Según su mujer, llevaría encima entre doce y catorce dólares.

Hubo un silencio fúnebre, como reina a veces en las audiencias durante la lectura del veredicto. El primero en hacer un movimiento fue Galloway, y fue para separar las piernas que le dolían cruzadas.

—¿Puedo seguir? —preguntó el teniente.

Asintió con la cabeza. Mejor acabar cuanto antes.

—La bala, del calibre treinta y ocho, fue disparada con un arma automática. En el momento de despedirse de su hija y de su yerno, Ralston conducía un Oldsmobile, modelo sedán, de color azul, con matrícula del estado de Nueva York.

Echó un vistazo a su reloj de pulsera.

—Hace exactamente tres horas que las características de este coche han sido difundidas por radio en todas las direcciones, especialmente en Pensilvania, hacia donde parece que se dirigió. Un poco antes de llegar usted, me ha llamado la policía de Gagleton para comunicarme que, la noche pasada, sobre las dos, los ocupantes de un coche que respondía a las particularidades indicadas pararon ante una gasolinera, y despertaron al dueño para llenar el depósito.

Dave tenía la boca seca, las papilas ardientes y era incapaz de segregar saliva, su nuez de Adán, bloqueada, le producía una sensación de estrangulamiento.

—El Oldsmobile azul iba conducido por un joven de estatura mediana, tez clara, que llevaba un impermeable beige. Un chica muy joven, que estaba dentro, bajó el cristal para pedir cigarrillos. Para no tener que abrir el despacho donde se hallaba la distribuidora automática, el hombre de la gasolinera le dio su paquete empezado. El joven pagó con un billete de diez dólares cuyo número conoceremos dentro de poco.

Eso fue todo. ¿Qué más podía decir? El teniente aguardó, sin mirar a Galloway, acabó por levantarse y hacerle señas al agente de que lo siguiese fuera. Dave no se movió, no se dio cuenta del tiempo que pasaba y dos veces aún se percató de que soñaba que acompañaba a un niño al colegio. No eran sino unas imágenes que desfilaban muy rápidas por su retina. No pensaba. Sonaba el teléfono y él no se fijaba. De prestar atención, pudiera haber oído lo que decían por el aparato instalado en el otro despacho.

No había llorado. Ya estaba seguro de que no iba a llorar ahora, de que había doblado el cabo de las lágrimas.

Cuando mucho más tarde alzó la vista, se sorprendió de estar solo, lo cual lo puso incómodo y estuvo a punto de llamar, no atreviéndose a salir del despacho por iniciativa propia.

Tal vez lo espiaban, tal vez lo habían oído moverse. El teniente, en cualquier caso, apareció en el vano de la puerta.

—Supongo que tendrá ganas de irse a casa.

Dijo que sí con la cabeza, extrañado de que no lo guardaran preso. No habría protestado. Le hubiera parecido natural.

—Tengo que pedirle que firme ese atestado. Lo puede leer. Es simplemente una declaración por la que reconoce su vehículo.

¿No constituía eso una traición para con Ben?

—¿Es preciso que firme?

El otro parpadeó, y él firmó dócilmente.

—Entre nosotros, puedo decirle que han corrido mucho desde anoche y que ya han salido de Pensilvania. El último lugar en donde los han visto ha sido en el condado de Jefferson, en Virginia.

¿Acaso Ben, que circulaba desde la noche anterior, no tendría que detenerse a dormir?

—No toman las carreteras importantes, dan rodeos por caminos pequeños y carreteras secundarias, lo que dificulta las pesquisas.

Galloway estaba de pie y el teniente le puso la mano en el hombro.

—En su caso, y le hablo como hombre, no como policía, buscaría enseguida un buen abogado para su hijo.

El muchacho, ya lo sabe usted, tiene derecho a no hablar sin su presencia, y eso, a veces, lo cambia todo.

El muchacho era Ben, por increíble que pareciese, Ben, del que se hablaba de pronto como de una persona mayor responsable de sus actos. Estuvo a punto de protestar por lo monstruoso que le parecía aquello. Sentía la tentación de exclamar: «Si solo es un niño».

Él le había dado el biberón. A los cuatro años, Ben mojaba aún su cama y por la mañana estaba completamente confuso. Aquello lo había mortificado durante más de un año.

¿Cuántas semanas transcurrieron desde la última vez en que su padre le preguntó?:

—¿Feliz, Ben?

Respondió sin dudar, con su voz que solo de dos años a esta parte se había vuelto curiosamente grave.

—Sí, dad.

No hacía grandes frases. No era muy comunicativo. Pero Dave, que había pasado dieciséis años de su vida espiándolo, ¿no lo conocía mejor que nadie?

—¿Acompañas al señor Galloway?

—¿Me traigo a Dan?

—No. Ha recibido instrucciones por teléfono.

Una ancha mano musculosa se tendió de nuevo, insistió un poco más que la primera vez.

—Adiós, señor Galloway. A menos que el caso salga de mi jurisdicción, lo cual es posible, lo tendré al corriente.

Añadió tras un vistazo a su despacho:

—Tengo su número de teléfono… Sí…

Dave tuvo que cerrar completamente los ojos, deslumbrado por el sol, y vibraba el aire a su alrededor, zumbaban moscas por entre las flores de los parterres. Se encontró sentado en el coche donde una voz decía:

—Quizás haría bien en bajar todos los cristales.

Un brazo pasó por delante de él para accionar la manivela y se estremeció.

—¡Perdone! A propósito, sin duda se habría tomado de buena gana otra taza de café. En la comisaría no se me ha ocurrido ofrecerle.

Contestó maquinalmente:

—No importa.

—El teniente es un buen hombre. Tiene tres hijos. El último ha nacido hace una semana tan solo, estando él de servicio como hoy.

El policía tendió la mano, movió un botón, y, tras un chisporroteo, se empezó a oír una voz nasal que repetía un número, el de la matrícula del coche. Hasta que su compañero, precipitadamente, como si acabara de cometer involuntariamente una indelicadeza, cortó el contacto, Galloway no comprendió que se trataba del Oldsmobile azul.

El hombre de uniforme intentó hablar dos o tres veces aún, observando a hurtadillas al relojero, y acabó por resignarse al silencio. Desfilaban los mismos bosques, el mismo golf, los mismos pueblos, con más coches por las carreteras y a la puerta de los restaurantes. Ben había pasado por allí unas horas antes, con Lilian que se estrechaba contra él. ¿Habría servido para algo, ahora, que Dave gritara con todas sus fuerzas, como si una voz humana pudiera oírse a través de todos los estados de Norteamérica, como si no existiera la distancia?

—¡Ben!

Tenía tales ganas que apretaba los dientes y se clavaba las uñas en la carne de las manos. Ni siquiera reconoció Poughkeepsie, no advirtió que cruzaban una ciudad y sus suburbios.

Y cuando el coche pasó por delante del letrero que anunciaba la entrada de su propio pueblo, no tuvo la impresión de regresar a casa, miró el Old Barn, luego el First National Store, por último el césped, las tiendas, la suya, la de la señora Pinch, la peluquería, como si ya no fueran más que la cáscara vacía de lo que fuera su pueblo.

No sabía qué hora era. Había perdido la noción del tiempo. El tiempo había dejado de existir, lo mismo que el espacio. ¿Cómo creer, por ejemplo, que Ben circulaba ahora por las carreteras de Virginia, quizás hasta por las de Ohio o de Kentucky?

Dave nunca había ido tan lejos y Ben no era sino un niño. No por ello, decenas, centenas de hombres, en pleno vigor, entrenados para este tipo de caza, con un equipamiento perfeccionado, dejaban de perseguirlo o de intentar acorralarlo.

No era posible. Ni que esta noche, que mañana, todos los diarios de Estados Unidos publicaran su foto en primera plana como la de un peligroso asesino.

—¿Lo dejo detrás del edificio?

Ningún domingo había nadie por las aceras a mediodía. Concluidos los oficios, las calles se vaciaban, se hacían más sonoras y no se reanudaría la animación hasta más tarde para el partido de béisbol.

El policía dio la vuelta al coche para abrirle la portezuela y fue Galloway quien le tendió la mano y le dijo cortésmente:

—Le estoy muy agradecido.

Una tira de cinta aislante con un sello de lacre a cada extremo precintaba la puerta del garaje y habían puesto papel engomado sobre la hendidura para protegerla. Subió la escalera sin encontrar a nadie y le parecía estar viendo aún al viejo Hawkins desplomado sobre el tercer peldaño, hablando solo y meneando la cabeza.

Quizás en aquel instante todo había acabado. Era casi seguro. No quería pensarlo con demasiada precisión. Y, en el descansillo, Isabelle Hawkins le hablaba de su hija y de los treinta y ocho dólares que habían desaparecido de la caja de la cocina.

Oyó pasos detrás de la puerta de la anciana polaca, que iba todo el día en zapatillas debido a sus piernas hinchadas. Esto producía un sonido furtivo, un extraño deslizamiento, como el de un animal invisible en el bosque.

Abrió su puerta y era la hora en que el sol iluminaba un tercio del salón, incluido el rincón del sofá verde. Ben tenía la costumbre de echarse en él por la noche y sostener su libro por encima de la cara.

—¿Te parece cómoda esta postura? Respondía:

—Estoy bien.

Galloway no sabía dónde ponerse. No se había quitado el sombrero. Ya no pensaba en hacerse café ni en comer. Esperaba que de un momento a otro estallasen los gritos que anunciaban el comienzo del partido de béisbol. Por el tragaluz del cuarto de baño, si uno se subía a un taburete, podía distinguirse una parte del campo.

¿Qué fue a hacer a la cocina? Nada. No tenía nada que hacer allí. Volvió al salón, vio sus cigarrillos sobre el aparato de radio, no los cogió. No tenía ganas de fumar. Sus rodillas acusaban un temblor angustioso, pero no se sentaba.

La ventana estaba cerrada. Hacía calor. Al secarse el sudor se dio cuenta de que llevaba el sombrero puesto y se lo quitó.

Entonces, de repente, como si fuera eso lo que había ido a hacer en el piso, se dirigió al cuarto de Ben y se tendió cuan largo era, boca abajo, en la cama de su hijo, apretando la almohada con las manos, y luego dejó de moverse.