2

Ocurre a veces que en sueños nos hallamos de pronto al borde de un paisaje a la vez extraño y familiar, angustioso como un precipicio. Nada en él se parece a lo que hemos conocido en la vida real y, sin embargo, sentimos que algo se agita en la memoria, tenemos casi la certeza de haber pasado por allí, quizá de haber vivido allí en un sueño precedente o en una vida anterior.

También Dave Galloway había vivido ya una vez la hora que estaba viviendo, con la misma sensación de hundimiento total en su cuerpo y su mente y el mismo vacío a su alrededor; la primera vez también se hallaba desplomado en aquel sillón verde, delante del sofá de igual, tono que compraron antaño a plazos su mujer y él en una tienda de Hartford con las dos mesas bajas, las dos sillas y la consola para la radio, pues aún no había televisión.

La estancia, allá, era más pequeña, la casa, como todas las otras de la colonia, era nueva; habían sido los primeros en habitarla y los árboles empezaban solo a arraigar a ambos lados de la calle recién abierta.

Fue en Waterbury, en Connecticut. Trabajaba entonces en una fábrica de relojes e instrumentos de precisión. Se acordaba de los detalles de aquella noche con tanta minucia como se acordaría seguramente más tarde de la velada que acababa de pasar en casa de Musak. Fue a casa de un compañero que trabajaba en otra sección a reparar un reloj de péndulo que databa de los tiempos de un bisabuelo.

El reloj, de origen alemán, tenía una esfera de estaño finamente grabado y todas las ruedas dentadas estaban hechas al torno. Dave se había subido a una silla, en mangas de camisa, su cabeza casi tocaba el techo y ahora se veía haciendo girar las manecillas para regular el carillón de las horas, las medias y los cuartos. Las ventanas estaban abiertas. Era también en primavera, un poco antes que ahora, y encima de la mesa había un gran tazón con fresones al lado del rye y los vasos. La mujer de su compañero se llamaba Patricia. Era morena, de origen italiano, con un cutis de una textura muy fina. Para estar con ellos, se trajo al salón su tabla de planchar y todo el rato que permaneció allí estuvo planchando pañales, excepto cuando se despertó uno de los hijos y tuvo que ir a adormecerlo. Tenía tres, de cuatro años, de dos y medio y de uno, y volvía a estar embarazada, tranquila y radiante como una hermosa fruta.

—¡A tu salud!

—¡A la tuya!

Se bebió dos ryes aquella vez también. Su amigo quiso tomarse un tercero, pero Patricia, delicadamente, lo llamó al orden.

—¿No temes que te duela la cabeza mañana por la mañana?

Se emocionaban al oír tocar el reloj, que no funcionó desde que lo heredaron. Galloway se alegraba también de haber pasado la velada con ellos y haber manejado unas hermosas piezas mecánicas. Recordaba que trataron de calcular cuánto costaría un reloj como aquel si se hiciera hoy día.

—¿Un último vaso?

¡Como Musak!

—No, gracias.

Se fue andando. Vivía a dos calles de allí. Era una noche clara. Al volver la esquina, Galloway advirtió que no había luz en su casa. Ruth se habría acostado sin esperarle. Era extraño, pues por la noche nunca tenía ganas de ir a la cama y encontraba todo tipo de excusas para rezagarse. Tal vez hizo mal en quedarse hasta tan tarde.

Apretó el paso, acompañado por el ruido de las suelas en el cemento del paseo. A veinte metros de su casa, buscaba ya la llave en el bolsillo. Y, una vez abierta la puerta, tuvo enseguida la misma sensación de vacío que lo asaltó esta noche al entrar en su domicilio. Ni siquiera encendió la luz. La luna alumbraba suficientemente las estancias de ventanas sin persianas. Se dirigió al dormitorio con un nombre en los labios:

—¡Ruth!

La cama no estaba deshecha. No había nadie. En la alfombrilla estaba tirado un viejo par de zapatos. Entonces abrió la otra puerta y se quedó inmóvil, temblando de pronto por el susto que acababa de pasar. Ruth no se había llevado al niño. Ben estaba allí, en su cuna, caliente, tranquilo, despidiendo un buen olor a pan tierno. «¿No te parece que huele a pan caliente?», le había dicho una vez a su mujer.

Ella contestó, sin mala intención, estaba seguro de ello, simplemente porque era su modo de pensar que olía a pipí, como todos los críos.

No lo sacó de la cuna para estrecharlo en sus brazos como deseaba hacer. Tan solo se inclinó para oír su respiración un buen rato, luego, de puntillas, volvió al cuarto de matrimonio, donde accionó el conmutador.

Ruth no cerró el armario y se dejó abierto un cajón del tocador, con dos horquillas negras en el fondo. La habitación seguía impregnada del perfume fuerte y vulgar que gastaba y que debió de usar al salir.

Se llevó todas sus cosas excepto un vestido de andar por casa de algodón a flores y un par de bragas rotas.

Dave no lloró ni apretó los puños. Fue a sentarse en el sillón del salón cerca del aparato de radio. Al cabo de mucho rato se dirigió a la cocina para ver si le había dejado una nota encima de la mesa. No había ninguna. No obstante, no iba del todo errado. En el cubo de la basura, cerca del fregadero, encontró cierta cantidad de papelitos que tuvo la paciencia de juntar como las piezas de un rompecabezas.

Tuvo intención de dejarle un mensaje, pero no logró redactarlo. Empezó varios con su letra irregular, con faltas de ortografía.

«Querido Dave».

Tachó «querido» para sustituirlo por «pobre» y en aquella hoja solo había un principio de frase:

«Cuando leas esta nota…».

La rompió. Usó el bloc que colgaba de la cocina y que utilizaban para apuntar los encargos al tendero que pasaba todas las mañanas. Estaría sentada a la misma mesa a la que se sentaba cada día para limpiar las verduras.

«Querido Dave:

»Sé que voy a apenarte, pero no puedo aguantar más tiempo y es preferible que sea ahora que más adelante. Muy a menudo he querido decírtelo, pero…».

Sin duda, incapaz de expresar exactamente su pensamiento, rompió también este papel. El tercero no llevaba encabezamiento:

«No estamos hechos el uno para el otro, me di cuenta desde los primeros días. Lo nuestro fue un error. Te dejo al pequeño. Suerte».

Al final, volvió a arrepentirse, pues este mensaje, como los otros, fue roto y tirado a la basura, Ruth preferiría irse sin decir nada. ¿Para qué? ¿Qué hubieran añadido las palabras? ¿No era mejor que pensara lo que quisiera?

Volvió a sentarse en su sillón convencido de que no dormiría en toda la noche, y las llamadas de Ben lo despertaron a las seis de la mañana, cuando la casa ya estaba inundada de sol. Siempre era él quien le daba el biberón mañana y noche. Desde hacía unas semanas añadían cereales y los últimos días purés de verdura. También sabía cambiarle los pañales. Fue lo primero que quiso aprender cuando Ruth y el niño volvieron del hospital.

Hacía de aquello quince años y medio y nunca volvió a ver a Ruth; la única vez que tuvo noticias indirectas de ella fue al recibir, tres años más tarde, la visita de un jurista que le hizo firmar unos papeles para que su mujer pudiera obtener el divorcio.

No dormía. Sus ojos estaban completamente abiertos, clavados en el sofá que la acompañó con el resto del ajuar cuando se marchó de Waterbury.

Fue él quien crio a Ben, él solo, pues únicamente lo dejaba a una vecina que tenía cuatro hijos durante sus horas de trabajo. Todos sus ratos libres, todas sus noches, los pasó con su hijo y no salió de noche ni una sola vez, ni puso los pies en un cine.

La guerra le impidió dejar la casa de Waterbury, como era su intención, pues fue movilizado en su taller, que trabajaba para el Departamento de Defensa. Más adelante tan solo buscó un sitio donde pudiera establecerse por su cuenta para no tener que salir más de casa. Adrede, por Ben, eligió un pueblo donde la vida era tranquila.

De repente concibió una esperanza insensata. Sonaron pasos detrás de la casa por donde no había motivo de que pasara nadie a aquellas horas y por un momento le cruzó por la cabeza la idea de que era su hijo, que volvía. Olvidaba que Ben salió con la furgoneta y antes habría oído el motor, los frenos, el portazo.

Los pasos se acercaban, no los de una sola persona, sino de dos, y su ritmo era extraño, se advertía una especie de barboteo. Alguien, abajo, puso el pie en el primer peldaño de la escalera al mismo tiempo que se oía el murmullo de una voz de mujer. Unas suelas pesadas, con aire de vacilar, se apoyaban en el segundo, en el tercer peldaño. Fue a abrir la puerta, dio la luz preguntando:

—¿Qué quieren?

No entendía nada, seguía allí, desorientado, sobre el rellano caja de la escalera, mirando a Bill Hawkins que, borracho perdido, con el bigote húmedo, el sombrero mugriento, lo contemplaba, alelado, de abajo arriba.

Isabelle Hawkins, con ropa de andar por casa, delantal, sin sombrero ni abrigo, como si hubiera tenido que salir precipitadamente de su casa, se esforzaba por pasar delante de su marido.

—No le haga caso, señor Galloway. Otra vez está como una cuba.

Los conocía, como conocía a todos los vecinos de Everton. Hawkins trabajaba de vaquero en una granja de las cercanías y, unas tres veces por semana, se emborrachaba hasta tal punto que a veces había que recogerlo de la carretera, donde podía atropellarlo un coche. Se lo veía pasar, con paso incierto, mascullando palabras indistintas entre sus bigotes rojizos que empezaban a tirar a un blanco sucio.

Vivían cerca de la vía férrea, hacia las afueras del pueblo; debían de tener ocho o nueve hijos; los dos mayores, casados, vivían en Poughkeepsie, un chica al menos iba a la escuela y se conocía sobre todo a dos mellizos de unos doce años, pelirrojos e hirsutos, de aspecto salvaje, que eran el terror del pueblo.

Hawkins, incapaz de subir más arriba, oscilante el cuerpo, las manos agarradas de la barandilla, se esforzaba por hablar y no le salían las palabras. Durante todo el trayecto, su mujer debió de intentar convencerlo de que volviera a casa. Le habría dicho:

—Quédate aquí, si te empeñas. Soy yo quien va a ir…

A pesar de su familia, aún le quedaba tiempo para ir a limpiar por las casas y, de unos meses acá, trabajaba en el Old Barn.

—Perdone que lo moleste a estas horas, señor Galloway. Déjame pasar, Bill. Arrímate a la pared.

El hombre cayó y ella trató de levantarlo mientras Galloway estaba inmóvil en lo alto de la escalera. Había en aquella escena, que alumbraba una simple bombilla amarillenta, algo grotesco y un poco irreal.

—Supongo que su hijo no ha vuelto.

No lo entendía. Era incapaz de ver una relación entre esa gente y la marcha de Ben.

—Espere que pase, para no tener que gritar. Seguramente hay gente que duerme en la casa.

La había. La mayor parte de los comerciantes que ocupaban una tienda en la planta baja vivían en la parte residencial. Una mujer vieja, una polaca, vivía al lado de Galloway; en pocos minutos vio matar a su marido, a sus tres hijos, a su yerno y a su nieta de meses. Todavía no entendía por qué la respetaron a ella; hablaba apenas inglés y vivía de pequeñas labores de costura, de arreglos, ya que no habría sido capaz de cortar un vestido. Tenía el cabello completamente blanco, la cara casi sin arrugas; miraba atentamente a la gente que le hablaba, no adivinaba más que alguna que otra palabra y sonreía con dulzura como para pedir disculpas. Al final del pasillo vivía un matrimonio cuyos hijos estaban casados en Nueva York; el marido trabajaba de mecánico en el taller de enfrente. ¿Los habrían despertado los Hawkins?

Bill Hawkins seguía esforzándose por exteriorizar su indignación, sin lograrlo sino mediante gruñidos. Su mujer llegó a lo alto de la escalera.

—He tenido que salir como iba, para correr tras él, pues no quería que viniese a verlo solo. ¿Sabe algo?

No se atrevía a hacerla pasar, debido al borracho que seguía en la escalera, y seguían de pie en el descansillo, delante de la puerta entreabierta.

Isabelle Hawkins veía muy bien que Galloway no la entendía. No estaba furiosa.

—¿Algo de qué? —preguntaba.

—De Ben y mi hija. Se han ido juntos.

Se le saltaban las lágrimas, pero se notaba que eran unas lágrimas maquinales, convencionales, que en realidad no experimentaba un dolor violento.

—Sabía que andaba tras ella. Todas las noches rondaba cerca de casa y más de una vez los sorprendí pegados el uno al otro en la oscuridad. No hacía demasiado caso. No pensaba que iba en serio. ¿Usted no lo sabía?

—No.

Exclamó, mirándolo:

—¡Ah!

Luego calló un momento, como si eso trastocara sus ideas.

—¿No le ha comunicado que se iba?

—No me ha hablado de nada.

—¿Cuándo se ha dado cuenta?

—Antes, al llegar.

Le resultaba difícil dar explicaciones sobre Ben a aquella mujer a quien conocía apenas.

—Se ha llevado el coche —dijo Isabelle Hawkins—, como si lo supiera.

—Sí.

—He oído el motor cerca de casa.

—¿A qué hora?

—A las diez quizá. No he mirado el reloj.

—¿Ha pensado que era él?

—No. Solo he oído arrancar un coche. Estaba atareada, en el cuarto de delante, cosiendo las camisas de los chicos. El coche se hallaba en el camino de atrás.

—¿Su hija estaba fuera?

—Supongo que sí. En casa, no se sabe nunca, porque todo el mundo va y viene, entra y sale sin que hagamos caso.

Su marido, abajo, levantó violentamente el brazo, como para mandarla callar, gritó algo que debía de ser:

—¡Mala pécora!

—Calla, Bill. El señor Galloway no tiene la culpa, y estoy segura de que está tan preocupado como nosotros. ¿No es así, señor Galloway?

Dijo que sí, a regañadientes, y preguntó a su vez:

—¿Está segura de que su hija se ha ido con él?

—¿Con quién, si no? Ya llevan más de dos meses saliendo; mi hija no va con ningún otro chico, ni siquiera va con sus amigas. Antes, nunca había tenido novio y hasta me preocupaba, porque no era como las otras chicas de su edad.

—¿Cómo ha tenido la certeza de que se había marchado de casa?

—Eran más de las once y media, cuando Steve, que tiene diecisiete años y también va a la escuela, ha vuelto del cine, y le he preguntado si no estaba con él su hermana. Me ha contestado que no la había visto. Primero he creído que la habría acompañado su hijo y estarían metidos aún en algún rincón oscuro. He abierto la puerta. He llamado: «¡Lilian! ¡Lilian!». Luego he callado, por miedo a despertar a los chiquillos. Al volver a entrar, me ha dicho Steve: «No está en su cuarto». Había ido a ver. «¿Seguro que no estaba en el cine?». «Seguro». «¿Tampoco has visto a Ben?». Ben y él son amigos. Precisamente así empezó lo de Lilian. Los chicos salían siempre juntos y su hijo venía muchas veces a comer un sándwich a casa. He visto que Steve estaba pensativo. Es el más formal de todos y saca las mejores notas en la escuela. «¿Ha venido Ben esta noche?», me ha preguntado. «No lo he visto». Entonces se ha precipitado por segunda vez al cuarto de su hermana. Lo he oído abrir los cajones. Ha vuelto anunciando que se había marchado de casa.

La voz no era dramática. El ritmo era monótono como una cantinela. De vez en cuando fruncía la frente con su deseo de decirlo todo, de no olvidar nada y seguía vigilando a su marido, que había acabado por sentarse en un peldaño y le daba la espalda, prosiguiendo su monólogo interior y moviendo la cabeza.

—He ido también a ver y he comprobado que Lilian se ha llevado su mejor ropa. De vuelta en la cocina, donde el padre parecía dormido en su sillón, le he hablado a Steve del coche que había oído y Steve me ha dicho: «No lo entiendo». Le he preguntado qué era lo que no entendía, teniendo en cuenta que Ben llevaba meses yendo tras su hermana. «Porque no tiene dinero», me ha contestado. «¿Cómo lo sabes?». «Ayer mismo unos chicos fueron a comer helados donde Mack, y Ben no quiso acompañarlos diciendo que no tenía dinero». «A lo mejor no era verdad». «Estoy seguro de que sí lo era». Se conocen entre ellos mejor de lo que los conocemos nosotros, ¿no es así?

Galloway dijo:

—¿No quiere entrar?

—Prefiero no dejarlo solo. Conste que no haría daño a nadie. No sé en qué momento preciso se ha despertado ni qué ha oído. Todos los sábados está así. Acababa de pasarme una idea por la cabeza y he ido a mirar en la caja donde guardamos el dinero de la semana. A las seis y media, había puesto los treinta y ocho dólares que me había traído mi marido.

Con voz neutra, sin timbre, preguntó Galloway:

—¿Ya no estaba el dinero?

—No. Aprovecharía un momento en que he salido de la cocina o que estaba de espaldas. No se lo tome como un reproche. No acuso a su hijo. Seguramente ni el uno ni el otro se dan cuenta de lo que hacen.

—¿Qué ha dicho su hijo?

—Nada. Ha comido un bocado y se ha ido a acostar.

—¿No quiere a su hermana?

—No sé. Nunca se han llevado muy bien. Ha sido mi marido el que ha salido de pronto sin decir nada, sin darme tiempo a detenerlo, y he corrido tras él a la carretera. ¿Qué piensa hacer?

—¿Qué puedo hacer?

—¿Cree que van a casarse? —preguntó Isabelle Hawkins—. Lilian no tiene más que quince años y medio. No es porque sea recia, pero con su seriedad todos la creen mayor.

Había ido alguna vez a la tienda, como todas las chicas del pueblo, a comprar baratijas, una pulsera, un collar de fantasía, una sortija, un alfiler. No la veía pelirroja como todos los Hawkins, sino más bien morenita. Se esforzaba por comprender, por verla con los ojos de Ben.

Era flaca, algo cargada de espaldas, menos formada que las otras chiquillas de su edad. Tal vez este recuerdo databa de varios meses y entre tanto había cambiado. Le había encontrado cara de pocos amigos, casi solapada.

—He leído —proseguía Isabelle Hawkins— que hay estados en el sur donde los casan a partir de los doce años. ¿Cree usted que han ido allí y que ya nos escribirán después?

No lo sabía. No sabía nada. Aquella otra noche, quince años y medio atrás, no lo perdió todo, le quedaba algo a que agarrarse, una criaturita en su cuna que a las seis de la mañana reclamaba su biberón.

Esta vez su desconsuelo era tal que casi tenía la tentación de apoyarse en aquella mujer de cuerpo deformado, a la que apenas conocía.

—¿Su hija no le ha hablado nunca de sus proyectos?

—Nunca. En el fondo, me pregunto si no se avergonzaba un poco de su familia. Somos gente pobre. Su padre no siempre está presentable y entiendo que no resulte agradable, para una joven…

—¿Cómo se comportaba mi hijo en su casa?

—Era siempre muy amable, muy educado. Una vez en que intentaba arreglar un postigo que el viento había desmantelado me cogió el martillo de las manos y lo arregló con mucha maña. Cuando bebía un vaso de leche, no se olvidaba nunca de lavar el vaso y volverlo a su sitio. Pero de nada sirve que hablemos esta noche de esas cosas. Es hora de que vaya a meter a Bill en la cama y de que se acueste usted también. Únicamente me preguntaba si debíamos avisar a la policía.

—Tiene derecho a hacerlo, si le parece.

—No quiero decir eso. Lo que me preguntaba era si teníamos obligación de hacerlo. En el lío en que se han metido, la policía tampoco podría hacer nada, ¿no es verdad?

No contestó. Pensaba en los treinta y ocho dólares, en Ben, que efectivamente no solía llevar encima más de tres o cuatro dólares y que nunca pedía dinero. Cada semana su padre le entregaba cinco dólares y Ben se los metía en el bolsillo con aire incómodo dando las gracias.

Dave pensaba también en la furgoneta, que no estaba en condiciones de hacer un trayecto largo. Hacía seis años que la tenía y la había comprado de segunda mano. Casi solo la usaba para ir a hacer trabajos a domicilio. A menudo, como su compañero de Waterbury, lo llamaban para arreglar algún reloj antiguo. También revisaba el reloj de la alcaldía, los de la escuela, la iglesia episcopaliana y la metodista. La parte trasera de la furgoneta estaba acondicionada como una especie de taller, con las herramientas colocadas como en los camiones de reparación del tendido eléctrico.

Hacía meses que debía haber cambiado los neumáticos. Además, al cabo de unos kilómetros el motor empezaba a calentarse y, si Ben no tenía cuidado en llenar con frecuencia el radiador, no recorrería cien kilómetros sin tener una avería seria.

Se acusaba, de pronto, de no haber comprado un coche nuevo, de haber dejado siempre este gasto para más tarde.

—Espero que no los detengan en la carretera —dijo aún Isabelle Hawkins con un suspiro. Añadió dirigiéndose hacia la escalera:

—¡En fin! Esperemos que todo acabe bien. No se hace lo que se quiere con los hijos y no se tienen para uno mismo. ¡Levántate, Hawkins!

Tenía bastante fuerza para levantarlo de un brazo y empujarlo hacia delante, suavemente, no fuera a resistirse ahora. Alzando la cabeza, concluyó:

—Si hay alguna novedad, ya se la comunicaré. Pero me extrañaría que la primera en escribir fuera mi hija.

Todavía la oyó, fuera, murmurar:

—Mira por dónde andas. Cógete a mí. No arrastres los pies de este modo.

La luna se había escondido y tardarían media hora, una hora quizás, en llegar a casa, parándose cada diez metros en la oscuridad de la carretera.

Sin duda Ben estaría también en la carretera, con Lilian acurrucada junto a él, y tendría la vista puesta en el haz luminoso de los faros. Estos daban poca luz, sobre todo el de la izquierda, que se apagaba a veces sin saber por qué y volvía a funcionar, como algunos aparatos de radio, cuando lo sacudían un poco. ¿Se acordaría Ben? Si lo paraban los policías para pedirle la documentación, como suele ocurrir de noche, ¿considerarían válido su carnet de conducir?

Quizá se preocupaba adrede por estos problemas menores, para no pensar en otras cosas. De nuevo se hallaba solo en el piso donde no había encendido la luz del salón y, como quince años y medio antes, no pensaba en acostarse ni en encender un cigarrillo: seguía sentado en su sillón mirando al frente.

Legalmente el carnet de conducir no era válido, por lo menos en el estado de Nueva York, donde la edad mínima era de dieciocho años. Era curioso que dos meses atrás, en marzo, Ben hubiera ido a una pequeña ciudad de Connecticut, a poco más de treinta kilómetros de Everton, a sacarse el permiso. No se lo dijo a su padre, solo le dijo que iba a dar una vuelta con un amigo que tenía un coche. Hasta al cabo de ocho días, una noche en que estaban solos en el piso, no se sacó la cartera del bolsillo y extrajo un papelito.

—¿Qué es? —preguntó Dave.

—Mira.

—¡Un carnet de conducir! Sabes que, aun así, no tienes derecho a conducir en el estado de Nueva York.

—Lo sé.

—¿Entonces?

—Entonces nada. Me he examinado para divertirme.

Estaba orgulloso de aquel papelito impreso que llevaba su nombre y que a sus ojos lo transformaba en un hombre.

—¿Has contestado a todas las preguntas?

—Fácilmente. Había estudiado el manual.

—¿Dónde has dicho que vives?

—En Waterbury. No exigen pruebas. Le pedí al tío de mi compañero un coche con matrícula de Connecticut.

Hacía por lo menos dos años que Ben sabía conducir y mucho más tiempo que estaba familiarizado con el coche. A los diez años era capaz de meter el coche en el garaje y de sacarlo y más tarde practicaba a menudo detrás de la casa.

Dave le devolvió el carnet sonriendo.

—¡Cuidado con cogerlo!

Según Isabelle Hawkins, en aquella época ya se citaba con Lilian por la noche. A veces iba a casa de sus padres, como amigo de Steve, y comía un sándwich con los otros, se ponía un vaso de leche y enjuagaba el vaso como si fuera de la familia.

Lo más difícil era imaginar a Ben cogiendo las herramientas y ofreciéndose para arreglarle el postigo a la señora Hawkins cuando en su casa nunca hacía nada, ni siquiera aprendió a hacer correctamente una cama ni a limpiarse los zapatos.

Dave se daba cuenta de repente de que estaba celoso y de que, poco antes, cuando la mujer le contó su historia, fue un espasmo de celos lo que le absorbió la sangre de la cara.

Nunca había entrado en casa de los Hawkins. La había visto pasando, una gran casucha desvencijada, de madera, que no se había pintado desde hacía años, con basuras en un solar, y con chiquillos y cachorros de perros peleándose siempre en torno a la veranda. Por miedo a atropellar a alguno, ya que se precipitaban a la carretera en el momento menos pensado, siempre tomaba la precaución de tocar la bocina.

Los dos mellizos, de cabellos de un color rojo cobrizo, eran los que corrían siempre en bicicleta por las aceras sin cogerse del manillar, lanzando gritos de indios.

Al menos durante dos meses, quizá tres, Ben estuvo viendo a esa gente todos los días y seguramente acabó considerándose un poco como de la familia.

En las conversaciones con su padre, no dejaba traslucir nada de todo aquello. En ningún momento sintió la necesidad de franquearse con él. Ya de muy pequeño, evitaba exteriorizarse. Dave se acordaba de la primera vez que lo llevó al parvulario, cuando no tenía más que cuatro años. No lloró, se limitó a lanzar una larga mirada de reproche a su padre cuando este se marchó. Dave, al volver a buscarlo, le preguntó inquieto:

—¿Cómo lo has pasado?

Imperturbable, sin sonreír, el niño contestó:

—Bien.

—¿La señorita es buena?

—Creo que sí.

—¿Tus compañeros también?

—Sí.

—¿Qué habéis hecho?

—Jugar.

—¿Nada más?

—No.

Los meses sucesivos, día tras día, Dave hizo preguntas parecidas y las respuestas fueron siempre las mismas.

—¿Te gusta la escuela?

—Sí.

—¿Te diviertes más que en casa?

—No sé.

Mucho más adelante, a fuerza de preguntar y atar cabos, Dave descubrió que había en la clase un alumno más alto y más fuerte, que le cogió ojeriza a Ben.

—¿Te pega?

—A veces.

—¿Con qué?

—Con los puños, con cualquier cosa, o me empuja para tirarme en el barro.

—¿Tú no te defiendes?

—Le ganaré cuando sea alto como él.

—¿La señorita lo deja?

—No lo ve.

Tenía las piernas cortas en aquel tiempo, y su cabeza parecía demasiado grande para su cuerpo, a menudo, cuando no se creía observado, lo sorprendía su padre murmurando gravemente frases a media voz.

—¿Qué estás diciendo, Ben?

—Nada.

—¿Con quién hablas?

—Conmigo.

—¿Y qué te estás contando a ti mismo?

—Historias.

No precisaba cuáles. Era su campo secreto. Durante mucho tiempo Dave se estuvo preguntando qué le contestaría al niño cuando le hiciera preguntas sobre su madre. Por una especie de superstición, le repugnaba la idea de fingir que había muerto. ¿Cómo explicarle que se fue de casa y que seguramente no la vería jamás?

Ahora bien, Ben no le hizo esta pregunta a ninguna edad. Tenía cerca de siete años cuando pudieron dejar Waterbury. ¿Acaso sus pequeños compañeros de clase, que oyeron hablar de aquello a sus padres, le descubrieron la verdad?

Si fue así, no lo demostró. No era un niño taciturno. Tampoco era reservado. Como todos los niños, tenía arranques de alegría bulliciosa.

—¿Eres feliz? —le preguntaba su padre con frecuencia, haciendo esfuerzos por adquirir un tono ligero.

—Sí.

—¿Estás seguro de que eres feliz?

—Seguro.

—¿No te gustaría cambiarte por otro chico?

—No.

Era un modo indirecto de saber. Una vez, cuando Ben tenía trece años y paseaban los dos por el campo, Dave murmuró:

—¿Sabes que soy tu amigo, Ben?

—Lo sé.

—Querría que me consideraras siempre como amigo, que no tuvieras reparo en decírmelo todo. Galloway no osaba insistir, pues tenía la sensación de que el chiquillo se sentía incómodo. Ben siempre había sido muy pudoroso con sus sentimientos.

—Si, algún día, tienes ganas de preguntarme algo, hazlo, y prometo contestarte con toda franqueza.

—¿Qué voy a preguntarte?

—No sé. A veces se pregunta uno por qué hace la gente tal o cual cosa, por qué se vive de tal o cual manera.

—No tengo nada que preguntarte.

Y se puso a tirar piedras a una charca.

Serían las siete de la mañana cuando sonó el timbre del teléfono en la tienda, debajo del entarimado, al que hacía vibrar. Dave volvió en sí al instante, se preguntó si le daría tiempo a bajar, a dar la vuelta al edificio y entrar en la joyería antes de que la telefonista se hubiera cansado.

No era la primera vez. De ser Ben, lo sabía y llamaría a los pocos minutos.

En la esquina del pasaje, oyó el timbre aún, pero cuando por fin hubo abierto la puerta, había callado.

El sol tenía el mismo tipo de brillo que la luna de la noche. Las calles estaban vacías. Unos pájaros daban saltitos por el césped delante del cine.

Con los miembros entumecidos, permanecía allí, esperando, con la vista puesta en el aparato, mientras la puerta abierta dejaba pasar el aire fresco de la mañana.

Pasaron uno o dos coches, gente de Nueva York o de los suburbios que iba al campo. Buscó maquinalmente sus cigarrillos en los bolsillos. Se los habría dejado arriba.

No volvían a llamar. No creyó realmente que fuera Ben el que le telefoneaba, sin saber explicarse por qué.

Transcurrió media hora. Luego otro cuarto de hora. Le apetecía un cigarrillo, una taza de café, pero no se atrevía a subir por miedo a perderse otra llamada.

Ben, que, muchas veces por la noche, quería telefonear a algún compañero, le había pedido que instalase un aparato en el piso. ¿Por qué aplazó siempre este gasto?

Debió de ser muy tarde cuando se quedó dormido. Su sueño fue a la vez pesado y revuelto, de modo que estaba más cansado que la víspera por la noche.

Estuvo a punto de telefonear a Musak. ¿Para decirle qué? ¿Para anunciarle lo que había pasado? Nunca le habló de sus asuntos personales. Dave no habló de ellos con nadie.

Permanecía acodado en el mostrador, le escocían los párpados, y seguía en la misma postura cuando bajó un coche por Main Street a toda velocidad, torció en la esquina y paró en seco frente a la tienda.

Se apearon dos hombres de uniforme de la policía del estado, ambos con semblante fresco y descansado, afeitados con esmero. Levantaron la cabeza para ver el nombre encima del escaparate y uno de ellos consultó una agenda que se sacó del bolsillo.

Sin aguardar, Galloway salió a su encuentro, sabiendo muy bien que era a él a quien buscaban.