Hasta las doce, es más, hasta la una de la madrugada, se abandonó a la rutina de todas las noches o, más exactamente, a la de los sábados, que eran algo distintos de los otros días.
¿Habría vivido aquella velada de modo distinto o se habría esforzado por aprovecharla más, si hubiera previsto que era su última noche como hombre feliz? A esta pregunta, y a muchas más, como a la de si fue feliz alguna vez, debería intentar responder más adelante.
Aún no tenía ni idea, se contentaba con vivir, sin prisa, sin problemas, sin ser siquiera plenamente consciente de vivir unas horas tan iguales a otras que pudiera haber creído que las había vivido ya.
Rara vez cerraba la tienda a las seis en punto. Casi siempre, dejaba pasar unos minutos antes de levantarse de su mesa de trabajo, ante la cual colgaban de unos ganchitos los relojes en reparación, y retirar de su ojo derecho la lupa rodeada de ebonita negra que llevaba casi todo el día como un monóculo. Quién sabe si conservaba aún al cabo de los años la impresión de trabajar para un dueño y temía dar la impresión de escatimar el tiempo.
La señora Pinch, que tenía, al lado, la agencia de venta y alquiler de viviendas, cerraba a las cinco en punto. El peluquero, por su parte, temiendo acabar demasiado tarde, empezaba a no admitir clientes a partir de las cinco y media, y Galloway, en el instante de abrir su escaparate, lo veía casi siempre subir en su coche para regresar a su casa. El peluquero tenía una bonita casa en el barrio residencial por la zona de la colina y tres chiquillos en el colegio.
Durante unos minutos, con movimientos precisos, algo lentos, de hombre acostumbrado a manejar cosas delicadas y valiosas, Dave Galloway vaciaba el escaparate de relojes y alhajas y los guardaba en la caja fuerte al fondo de la tienda.
Su reloj más caro no llegaba a los cien dólares y solo tenía uno de este precio. Los otros eran mucho más baratos. Todas las joyas eran chapadas, con imitaciones de piedras preciosas. Al principio había intentado vender sortijas de pedida adornadas con un diamante auténtico, un diamante de medio quilate aproximadamente, pero para este tipo de compras la gente de Everton prefería ir a Poughkeepsie o incluso a Nueva York, quizá porque le hubiera resultado violento comprar a plazos a un conocido la sortija de pedida.
Encerró la recaudación en un compartimento de la caja fuerte, se quitó la bata de tela cruda, la colgó de su gancho detrás de la puerta del armario, se puso la chaqueta y lanzó una ojeada para asegurarse de que todo estaba en orden.
Era mayo: el sol estaba aún bastante alto en el cielo de un azul muy suave y el aire había estado inmóvil todo el día.
Cuando hubo retirado la manija de la cerradura y salió a la calle, echó maquinalmente un vistazo hacia el cine, el Colonial Theatre cuyo rótulo de neón acababa de iluminarse, aunque todavía era de día. Lo hacían todos los sábados por la sesión de las siete. Había césped delante del teatro, algunos tilos cuyo follaje apenas se agitaba.
En el umbral de su puerta, Galloway encendió un cigarrillo, uno de los cinco o seis que se fumaba al día, luego dio lentamente la vuelta al largo edificio cuya planta baja estaba ocupada por comercios.
Vivía en el primer piso, justo encima de su tienda, pero no había ninguna comunicación entre esta y su vivienda, por lo que había de torcer a la izquierda después de la peluquería y pasar por detrás, donde se hallaba la entrada a los pisos.
Como casi todos los sábados, su hijo fue por la tarde a comunicarle que no cenaría en casa. Seguramente comería un hot dog o un sándwich en algún sitio, probablemente en el Mack’s Lunch.
Galloway subió la escalera, accionó la llave en la cerradura y fue enseguida a abrir la ventana desde la que tenía más o menos la misma vista que desde su banco de trabajo, con los mismos árboles y el rótulo del cine, cuyas luces a pleno sol resultaban absurdas, casi inquietantes.
Ya no se daba cuenta de que cada día ejecutaba los mismos gestos, en el mismo orden, y eso era quizá lo que le daba un aspecto tan apacible y tranquilizador. No había et menor desorden en la cocina, donde siempre fregaba los platos de la comida antes de salir. Sabía qué fiambre iba a encontrar en el frigorífico, en qué sitio exacto, y manejaba los objetos como por arte de magia, su mesa estaba puesta enseguida, con el vaso de agua, el pan, la mantequilla, el café que empezaba a hervir en la cafetera.
Cuando estaba solo, leía comiendo, pero ello no le impedía oír los pájaros en los árboles, ni el ruido de un coche que arrancaba y que conocía. Desde su sitio, podía ver a los chiquillos que empezaban a dirigirse hacia el cine, donde no entrarían hasta el último minuto.
Se bebió el café a pequeños sorbos, fregó los cacharros, recogió las migajas de pan. Con relación a su vida acostumbrada no pasó nada anormal y poco antes de las siete se halló en la calle, saludó al mecánico, que se dirigía con su mujer al cine.
Distinguió de lejos a jóvenes de ambos sexos, no vio a Ben, no trató de encontrárselo, sabiendo que al chico no le gustaba que diese la impresión de vigilarlo.
Por lo demás, no se trataba de vigilarlo. Ben lo sabía. Si alguna vez su padre se las arreglaba para verlo, no era para controlar su vida y milagros, sino únicamente por el gusto de establecer un contacto, aunque lejano. Un chico de dieciséis años no puede entender eso. Era natural que, cuando estaba con amigos o amigas, Ben prefiriera que no estuviera mirándolo su padre. Nunca habían hablado de eso entre ellos. Simplemente Galloway lo notaba y no insistía.
El edificio donde tenía el almacén y la vivienda hacía casi esquina con Main Street; torció por allí, pasó junto al drugstore, que estaba abierto hasta las nueve, luego junto a Correos con sus columnas blancas, junto al quiosco de periódicos. Desfilaban coches, que frenaban apenas, algunos no frenaban en absoluto, como si no vieran que estaban cruzando un pueblo.
Pasada la gasolinera, apenas a medio kilómetro de su casa, torció a la derecha por una calle bordeada de árboles donde las casas blancas estaban rodeadas de césped. Aquella calle no iba a ninguna parte y solo se veían los coches de los vecinos. Todas las ventanas estaban abiertas, algunos niños aún jugaban fuera, algunos hombres sin chaqueta, con la camisa arremangada, empujaban cortacéspedes de motor.
Cada año traía los mismos atardeceres de aquella templanza casi sofocante y el zumbido de los cortacéspedes, como cada otoño el ruido de los rastrillos entre las hojas secas y el olor de estas mismas hojas que se quemaban por la noche delante de las casas y más adelante aún había el crujido de las palas en la nieve endurecida.
De vez en cuando respondía a un saludo con la mano o de viva voz.
Los martes salía también para asistir en la alcaldía a la reunión del comité escolar del que era secretario.
Los demás días, salvo los sábados, se quedaba casi siempre en casa, leyendo o viendo la televisión.
Los sábados había la velada de Musak, que ya estaría esperándolo en una de las mecedoras de la veranda.
Su casa, de madera, como las otras de la vecindad, era la última de la calle y estaba adosada a un talud, de modo que lo que por un lado era el primer piso se convertía en la planta baja por el otro. En vez de estar pintada de blanco, ofrecía un matiz amarillo gamuza; y a menos de cincuenta metros se extendía un solar donde la gente acostumbraba tirar las cosas de las que quería desprenderse, camas plegables, cochecitos de niños desvencijados, cubas de hierro desfondadas.
Desde la terraza se dominaba el campo municipal de deportes donde, todas las noches de verano, se entrenaba el equipo de béisbol.
Los dos hombres no gastaban cumplidos. Galloway no recordaba haberle estrechado la mano a Musak, quien, a su llegada, se limitaba a emitir un gruñido y señalarle con la mano la segunda mecedora.
Aquella tarde fue como todos los sábados. Seguían, de lejos, los uniformes blancos de los jugadores sobre el verde cada vez más oscuro del terreno y oían sus gritos, los pitidos del entrenador, que era muy gordo y trabajaba, durante el día, tras un mostrador de la ferretería.
—¡Una buena tarde! —había dicho simplemente Galloway, una vez acomodado. Un poco después, Musak había mascullado:
—Como no se decidan a cambiar su maldito pitcher, volveremos a quedar últimos al final de la temporada.
Musak, dijera lo que dijera, hablaba con voz gruñona, y era raro que sonriera. Lo que sí hacía, era soltar alguna risotada estrepitosa que debía de asustar a quienes no lo conocían.
En el pueblo ya no se asustaban de Musak, porque se habían acostumbrado a él. En otras partes, se exponía a que lo tomasen por uno de esos viejos convictos evadidos de presidio cuyas fotos de frente y de perfil se ven en las oficinas de Correos encima de la frase: BUSCADO POR EL FBI.
Galloway, que desconocía su edad, no habría pensado nunca en preguntársela, como tampoco le preguntó de qué país de Europa vino cuando no era más que un niño. Solo sabía que hizo la travesía a bordo de un barco de emigrantes con su padre, su madre y cinco o seis hermanos y que primero vivieron en una barriada de Filadelfia. ¿Qué fue de sus hermanos? Nunca hablaron de eso entre ellos ni de lo que hizo Musak antes de instalarse en Everton, solo, unos veinte años atrás.
Debió de estar casado, pues tenía una hija en algún sitio del sur de California, que le escribía de vez en cuando y le mandaba fotografiar de sus hijos. Nunca fue a verlo. Tampoco él fue nunca allá.
¿Estaba Musak divorciado? ¿Era viudo?
En cierta época de su vida trabajó en una fábrica de pianos, eso era cuanto Galloway sabía, y al llegar a Everton, poseía dinero bastante como para comprarse una casa.
Era probable que tuviese sesenta años o más. Algunos decían que pasaba de los setenta, lo cual tampoco era imposible.
Seguía trabajando, de la mañana a la noche, en el taller situado en la trasera de la casa, en el lado en que el primer piso pasaba a ser planta baja, de modo que aquel taller comunicaba directamente con el dormitorio. Era allí donde se reunían a menudo en invierno, cuando no se podía estar en la veranda. Musak terminaba algún trabajo, siempre delicado, con unas manazas tan grandes que se las hubiera tenido por torpes. Había una estufa de hierro colado en medio de la estancia atestada de bancos de trabajo, de cola que se calentaba al baño María, de virutas por el suelo.
Su especialidad consistía en aquellos trabajos que exigen suma paciencia: reparar muebles antiguos o viejas cajas de relojes, o también confeccionar pequeños muebles complicados, cofrecillos con incrustaciones de caoba o madera de las islas.
Podían pasar mucho rato sin hablar ni el uno ni el otro, satisfechos de estar allí, mirando de lejos a los jugadores que se agitaban mientras desaparecía el sol lentamente por detrás de los árboles y el aire se volvía poco a poco del mismo color azul que el cielo.
Para Dave Galloway, lo que caracterizaba las veladas del invierno en el taller era el olor de las virutas mezclado con el de la cola fuerte.
En los atardeceres de verano, en la terraza, había otro olor, igualmente reconocible: el de la pipa en que Musak fumaba dando pequeñas chupadas. Debía de fumar un tabaco especial, que tenía un olor acre aunque no desagradable. Llegaba a Galloway en oleadas al mismo tiempo que el de la hierba cortada en los jardines de los alrededores. La ropa de Musak estaba impregnada de él; hubiérase jurado que su mismo cuerpo olería a pipa, como el salón de su casa.
¿Por qué él, tan mañoso, tan minucioso en todo, se había contentado con reparar su pipa predilecta con un trozo de alambre? Con cada aspiración pasaba por la fisura un poco de aire y eso producía un ruido extraño, como la respiración de ciertos enfermos.
—¿Contra quién juegan mañana?
—Radley.
—Se llevarán una gran paliza.
Cada domingo se disputaba un partido de béisbol y Galloway lo presenciaba desde las gradas mientras que el viejo Musak se contentaba con verlo desde su veranda. Tenía una vista asombrosa. A pesar de la distancia reconocía a cada jugador y el domingo por la noche pudiera haber dado la lista de todos los habitantes que asistieron a la competición.
Los movimientos en el terreno se hacían más lentos, las voces menos agudas, las pitadas del árbitro más escasas. En el claroscuro podían distinguir apenas la pelota y empezaba a reinar cierto frescor; diríase que el aire, inmóvil hasta entonces, se despertaba al acercarse la noche.
Quizá los dos hombres tenían prisa por entrar y entregarse a su diversión de la noche de los sábados, pero, como por mutuo acuerdo, esperaban la señal: ninguno de los dos se movía antes de que todas las figuras uniformadas se juntasen en un ángulo del campo para escuchar los comentarios del entrenador.
La oscuridad era casi completa en aquel momento. Las radios se hacían más chillonas en las casas cercanas, se iluminaban algunas ventanas, otras permanecían oscuras debido a la televisión.
Tan solo entonces se miraban y uno de ellos parecía decir:
—¿Vamos?
La suya era una amistad extraña. Ni Galloway ni Musak pudieran haber dicho cómo empezó y no parecían percatarse de los veinte años que los separaban.
—Si mal no recuerdo, tengo una revancha que tomar.
Era el único defecto del ebanista, no le gustaba perder. No se enfadaba, no aporreaba nunca la mesa con el puño. La mayoría de las veces, no decía nada, pero se le ponía una cara enfurruñada como a un niño y a veces, tras una velada en que sufrió una cruel derrota, pasaba dos o tres días sin parecer ver a Galloway cuando se lo encontraba por la calle.
Daba vuelta al conmutador y penetraban en otro ambiente más tranquilo aún, más seductor que el que acababan de dejar. El salón era confortable, estaba tan bien arreglado como por cualquier mujer, con bonitos muebles esmeradamente abrillantados, y Galloway nunca observó allí el menor desorden.
El chaquete estaba preparado en una mesa baja, siempre en el mismo sitio, entre las mismas butacas, con una lámpara de pie que lo alumbraba, y les gustaba dejar en la penumbra el resto de la estancia donde solo alentaban reflejos.
La botella de rye estaba igualmente preparada, y los vasos, y antes de empezar la partida no había más que ir por hielo a la cocina.
—A su salud.
—A la suya.
Galloway bebía poco, dos vasos a lo sumo durante la velada, mientras que Musak se servía cinco o seis sin que ello le hiciera el menor efecto visible.
Cada uno lanzaba un dado.
—¡Seis! Empiezo yo.
Durante cerca de dos horas su vida estaba ritmada por la caída de los dados y el ruido de las fichas amarillas y negras. La pipa emitía su silbido. El olor acre envolvía poco a poco a Galloway. De tarde en tarde uno de los dos soltaba una frase como: «John Duncan se ha comprado un nuevo coche». O: «Se asegura que la señora Pinch ha vendido Meadow Farm por cincuenta mil dólares».
Eso no pedía respuesta. Eso no provocaba ni preguntas ni comentarios.
Jugaron hasta las once y media, lo cual era más o menos su límite. Musak perdió la primera partida, ganó otras tres, lo que suponía la media en relación con la vez pasada.
—¡Le he anunciado que lo pelaría! Solo pierdo cuando no tengo ánimos para concentrar la atención.
¿Un último vaso?
—No, gracias.
El ebanista se sirvió uno, y este lo bebía siempre seco. Siempre también hacia el final de la partida su respiración se hacía ruidosa, su nariz emitía más o menos el mismo ruido que la pipa. De noche, debía de roncar, lo que no molestaba a nadie ya que vivía solo en la casa.
¿Lavaba los vasos antes de acostarse?
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—¿Contento como siempre con su hijo?
—Muy contento.
Galloway se sentía molesto siempre que Musak le preguntaba así por Ben. Estaba convencido de que su amigo no era malicioso ni menos aún cruel y no había razón alguna de que lo envidiara. ¿No serían imaginaciones suyas? Diríase que a Musak lo fastidiaba que Ben fuese un muchacho pacífico del que su padre no tuvo nunca queja.
¿Tuvo antes problemas con su hija? ¿O era que sentía no tener también un hijo? Había algo distinto en su voz, en su mirada, cuando tocaba este tema. Parecía decir: «¡Bien! ¡Bien! ¡Ya veremos cuánto dura!».
¿O acaso se imaginaba que Galloway se hacía ilusiones respecto a su hijo?
—¿Ya no juega al béisbol?
—Este curso no.
El curso pasado, Ben fue uno de los mejores jugadores del equipo de la escuela. Este curso, de pronto, decidió no jugar. No dijo por qué motivo. Su padre no insistió. ¿No pasaba igual con todos los chicos? Un curso están locos por un juego o un deporte y al año siguiente no hablan más de él. Durante meses se ven a diario con el mismo grupo de compañeros del que se separan un buen día sin causa aparente para formar parte de otro grupo.
Galloway, por descontado, hubiera preferido lo contrario. Sintió mucha pena cuando Ben dejó el béisbol, pues su mayor distracción era ir a los partidos de la escuela, incluso cuando el equipo se desplazaba para jugar a cuarenta o cincuenta kilómetros de allí.
—Seguro que es un buen chico —dijo Musak.
¿Por qué decía esto con aire de cerrar un debate, de poner punto final a la conversación? ¿Qué significaba exactamente esta frase?
¿No sería Galloway demasiado puntilloso tratándose de Ben? A la gente le resulta natural preguntar:
«¿Qué tal su hijo?», o: «Hace tiempo que no veo a Ben».
Él tenía tendencia a buscar un significado especial a esas cortas frases. «No puedo quejarme», contestaba casi siempre.
Y era verdad. No tenía de qué quejarse. Ben nunca le causó preocupaciones. Nunca discutían. Galloway rara vez tenía que reñir a su hijo y, cuando ocurría, lo hacía con calma, de hombre a hombre.
—Buenas noches.
—Buenas noches.
—Hasta el sábado.
—Hasta el sábado.
Se veían diez veces a lo largo de la semana, sobre todo en la oficina de Correos, adonde acudían casi diariamente a recoger la correspondencia. Galloway tenía un letrero que colgaba de su puerta siempre que tenía que salir o subir al piso: VUELVO ENSEGUIDA.
Se encontraban asimismo en el taller del mecánico y en el quiosco. No por ello, cuando se despedían los sábados por la noche, dejaban de decir invariablemente:
—Hasta el sábado.
El acre olor a tabaco siguió a Galloway unos diez metros y cuando pasó por el callejón en dirección a Main Street, donde casi todas las luces estaban apagadas, oyó en dos casas tan solo los ecos del mismo combate de boxeo.
¿Tardaba seis minutos en llegar a casa? Apenas. Lo único abierto, al final del pueblo, era la taberna del Old Barn, con sus luces rojas y verdes que, incluso de lejos, recordaban marcas de cerveza y de whisky.
Dio la vuelta a su casa y solo al desaparecer por el pasadizo, después de la peluquería, se dio cuenta de que no había visto luz en su ventana.
Tampoco recordaba haber levantado la cabeza, pero estaba seguro de haberlo hecho pues lo hacía siempre con un movimiento maquinal cuando regresaba por la noche. Estaba tan acostumbrado a ver la ventana iluminada que ya no pensaba en ello.
Pues ahora, al dirigirse a la escalera, habría jurado que la ventana estaba a oscuras. No había baile aquella noche, ningún party, nada especial que pudiera retener a Ben fuera.
Empezó a subir la escalera y a los pocos peldaños supo sin error posible que no había luz en el piso pues habría visto un hilillo claro por debajo de la puerta.
¿Habría vuelto Ben pronto y se habría acostado? Quién sabe. ¿Acaso se habría encontrado mal? Dio vuelta a la llave en la cerradura, llamó abriendo la puerta:
—¡Ben!
El sonido de su propia voz en las habitaciones le decía que no había nadie pero se negó a admitirlo, dio la luz del salón y fue al cuarto de su hijo repitiendo en el tono más normal posible:
—¡Ben!
No había que manifestar ansiedad pues, si estaba Ben, si realmente se había acostado, ¿no lo miraría con sorpresa de fastidio preguntando: «Qué pasa»?
No pasaba nada, por supuesto. No podía pasar nada. Nunca se deben dejar ver los propios temores, sobre todo a un muchacho que se está haciendo un hombre.
—¿Estás ahí?
Se esforzaba en sonreír de antemano como si su hijo lo estuviera mirando.
Pero Ben no estaba allí. La habitación estaba vacía. La cama no estaba deshecha.
¿No habría dejado una nota en la mesa como otras veces?
No había nada. El rótulo del cine, enfrente, estaba apagado. La segunda sesión había acabado hacía más de media hora y los últimos coches se habían ido. Al volver de la casa de Musak, Dave Galloway no había encontrado ni un alma.
Tan solo en dos ocasiones había regresado Ben pasadas las doce sin haber avisado a su padre. Ambas veces, este lo esperó sentado en su sillón, incapaz de leer o escuchar la radio. Solo al oír los pasos de su hijo en la escalera cogió precipitadamente una revista.
—Me he retrasado. Dispensa.
Hablaba ligeramente, para quitarle importancia a la cosa. ¿Se temió recriminaciones, una escena? Dave se limitó a decir:
—Estaba intranquilo.
—¿Qué podía pasarme? Iba en el coche de Chris Gillispie y hemos tenido una avería.
—¿Por qué no has telefoneado?
—No había casas por los alrededores y hemos tenido que repararlo nosotros mismos.
Aquella vez, fue a comienzos de invierno. La segunda, entre Navidad y Año Nuevo. Ben subió la escalera con paso más ruidoso que de costumbre y, una vez en la estancia, desvió claramente la mirada, evitó acercarse a su padre.
—… Perdóname… Me ha entretenido un amigo… ¿Por qué no te has acostado?… ¿Qué temes?
No era su voz. Por primera vez había algo distinto en él, casi agresivo. Su actitud, sus ademanes eran los de un extraño. Galloway, no obstante, fingió no advertir nada. El domingo por la mañana Ben durmió hasta muy tarde, con un sueño penoso y cuando entró en la cocina, su tez era terrosa. Su padre dejó que desayunara, esforzándose en mostrarse lo más despreocupado posible y solo al final murmuró:
—Bebiste, ¿verdad?
Nunca había sucedido antes. Dave vivía lo bastante íntimamente con su hijo como para tener la seguridad de que hasta entonces nunca tomó un vaso de alcohol.
—No me hagas reproches, dad.
Y, tras una pausa, con voz sorda:
—No tengas miedo. No me quedan ganas de empezar otra vez. Quise hacer como los otros. Me horroriza.
—¿Seguro?
Ben sonrió, para repetir mirándolo a los ojos:
—Seguro.
Desde entonces, o sea desde diciembre, no llegó una sola vez más tarde de las once. Por lo general, a su vuelta de casa de Musak, Galloway se lo encontraba delante del televisor, viendo la emisión de boxeo de la que poco antes oyó el eco al pasar por el callejón. A veces veían el final uno al lado del otro.
—¿No tienes hambre?
El padre iba a la cocina, preparaba unos sándwiches y volvía con dos vasos de leche helada.
Con la ventana abierta, para oír los pasos de Ben desde muy lejos, se sentó en el mismo sitio que las otras dos veces que lo esperó. El aire que venía de fuera era frío pero no se resignó a cerrar. Por un instante pensó ponerse el abrigo; se dijo que encontrándolo así en su sillón Ben se impresionaría.
La primera vez regresó a las doce, la segunda sobre la una de la madrugada.
Encendió un cigarrillo, luego otro, y otro más, que se fumaba nerviosamente sin darse cuenta. Hubo un momento en que fue a abrir el interruptor de la televisión, pero no había ninguna imagen en la pantalla luminosa. Todos los programas que podían captarse en Everton habían terminado.
No paseó de un lado a otro a pesar de su tensión interior, permaneció inmóvil, con la vista fija en la puerta sintiendo frío, sin ninguna idea precisa en la cabeza. Habían transcurrido más de tres cuartos de hora cuando se levantó, aparentemente tranquilo, y se dirigió de nuevo hacia la habitación de su hijo.
No encendió la luz, no pensó en ello, de modo que la estancia, alumbrada solo por el reflejo de la sala contigua, resultaba algo fantasmal, sobre todo la cama, de una blancura apagada que despertaba imágenes trágicas.
Diríase que Galloway sabía lo que iba a buscar, lo que iba a encontrar. Un par de zapatos sucios yacían de través sobre la alfombrilla y una camisa había sido echada sobre el respaldo de una silla.
En un momento u otro de la noche, Ben había vuelto para cambiarse. Su traje de diario estaba en el suelo en un rincón del cuarto, sus calcetines un poco más lejos.
Lentamente, Dave abrió el armario ropero y lo que enseguida le llamó la atención fue la ausencia de la maleta. Su sitio estaba en el suelo debajo de la ropa colgada de las perchas. Galloway se la había comprado a su hijo dos años atrás, con motivo de un viaje que hicieron juntos a Cape Cod y desde entonces no se había usado.
Estaba aún allí por la mañana, lo sabía con certeza, pues todos los días era él quien ordenaba el piso. La asistenta solo iba unas cuantas horas dos veces por semana, los martes y los viernes, para limpiar a fondo.
Ben volvió para ponerse su traje nuevo y se marchó llevándose la maleta. No dejó ninguna nota. Curiosamente no había sorpresa en los ojos de Galloway, como si desde mucho antes, desde siempre, hubiera vivido en la espera de una catástrofe.
Solo que, quizá, nunca pensó en esta catástrofe. Con movimientos lentos, más lentos aún que de costumbre, como quien se esfuerza en retrasar la desgracia, abrió la puerta del cuarto de baño que usaban ambos y encendió la luz.
En la repisa de vidrio había una sola maquinilla de afeitar. Faltaba la eléctrica que le había regalado a Ben las últimas Navidades. Tampoco estaba su peine ni su cepillo de dientes con su soporte. Hasta se llevó el tubo de pasta dentífrica.
Debido al tragaluz, siempre abierto, del cuarto de baño recorría el piso una corriente de aire, levantaba las cortinas, movía las páginas de un periódico sobre el televisor.
Volvió al salón a cerrar la ventana y estuvo mirando un rato fuera con la frente pegada al cristal frío.
Se sentía tan rendido como después de una caminata de varias horas y no había ya fuerza en sus miembros. Sintió tentaciones de echarse en su cama boca abajo y hablar solo, hablarle a Ben, con la cabeza hundida en la almohada. Pero, ¿de qué le serviría?
Le faltaba averiguar una cosa y la iba a averiguar enseguida. No se daba prisa. No había motivo para apresurarse. Hasta esperó a ponerse el gabán de entretiempo y cubrirse la cabeza con una gorra ya que estaba muerto de frío.
Había salido la luna, casi llena, brillante, y el cielo era parecido a un mar sin fondo. En esa parte de la casa, ocupaban toda la planta baja una serie de garajes y se dirigió hacia el suyo, se sacó un llavero del bolsillo, metió la llave en la cerradura.
No necesitó moverla. La puerta cedió enseguida y una astilla probaba que la habían forzado con un destornillador y otra herramienta.
¿Para qué comprobar que el garaje estaba vacío? Lo estaba, la furgoneta había desaparecido. Lo sabía de antemano. Arriba lo había comprendido inmediatamente. No encendió la luz. No merecía la pena.
No por ello dejó de cerrar la puerta con el cuidado de siempre. ¿Qué hacía, de pie, solo, en la especie de patio que se extendía detrás de la casa donde una única ventana, la suya, estaba alumbrada?
No había motivo para permanecer fuera. Pero, ¿qué tenía que hacer ahora en el piso?
Subió, no obstante, con paso lento, como si en cada peldaño se parara a reflexionar, cerró la puerta con llave, se quitó el gabán, la gorra, que colocó en su sitio, y se dirigió hacia el sillón.
Entonces, con el cuerpo hundido, se puso a mirar el vacío a su alrededor.