III

Mientras el espíritu de unión y mutua inteligencia imperaba en el reino de los mongoles, en Rusia la discordia alcanzaba su punto culminante. La captura de prisioneros, los robos, las devastaciones a que se entregaban los príncipes rivales, los saqueos realizados por las tropas mongoles que antes habían introducido en el país, las crueldades hechas durante aquella guerra civil que duraba ya varias generaciones, todo había contribuido a hundir el país en la miseria, «aumentada más aún por terribles fenómenos naturales, como tempestades virulentas, sequías, hambres, epidemias, incendios de bosques…».

De la Iglesia ortodoxa rusa surgió la renovación y la unión de la que carecía el reino ruso. Comprendió que sólo la Iglesia podía unir a aquellos pueblos atormentados, divididos, sometidos a una constante lucha interna bajo el yugo extranjero. Reconoció, con los boyardos, a la antigua nobleza rusa, únicamente para que sirviera como medio de renovar una potente fuerza central que pusiera fin a las luchas intestinas, librando a Rusia del caos. En consecuencia, la metrópoli, que había trasladado su residencia, de la devastada Kiev a Vladimir, ciudad más segura, creó un centro espiritual y tomó el título de «Metropolitano de todas las Rusias», obligando a todas las iglesias a reconocerlo como tal. Amparada en esta supremacía, intentaba crear, junto a su poder espiritual, otro poder terreno: un único «gran ducado de todas las Rusias».

Entretanto, las circunstancias de los príncipes rusos habían cambiado notablemente. Los principados del este y del sur, junto a los límites de la región selvática del norte de Rusia, habían sido los más expuestos a las invasiones tártaras. Llegaron a sufrir de tal modo bajo su dominación, que sus habitantes se refugiaban en los principales centros, mejor protegidos, para establecerse en ellos, lo cual contribuía al éxito bélico y a la prosperidad de estos príncipes. Las regiones occidentales, absortas en sus continuas luchas con polacos, lituanos, caballeros alemanes y Suecia, para contener sus ataques o intentar penetrar en sus dominios, sólo pedían a los otros duques auxilio para sus empresas guerreras, y no se ocupaban de las cuestiones generales. De este modo, los únicos pretendientes al trono del gran duque sólo eran dos: los dos principados situados en el centro de la antigua Rusia. Estaban tan bien protegidos que, desde Batu, casi ninguna invasión había devastado sus dominios. Los dos principados eran el de Twer y el de Moscú.

Twer, el reino más antiguo, consiguió, tras prometer pagar tributos más elevados, obtener un Yarlyk, y entonces coronó el Metropolitano, por primera vez, como «gran duque de todas las Rusias», al príncipe Miguel de Twer.

De inmediato, los descontentos apoyaron a su rival, el príncipe Yurij de Moscú. Este, tras la muerte de Tochtu, se dirigió al ordu y vivió allí durante dos años. Se casó con la hermana del joven kan Usbek, quien se convirtió en princesa de Moscú. Por este motivo, Yurij obtuvo del kan el Yarlyk de gran duque y pudo volver a Rusia a la cabeza de un formidable ejército mongol.

Miguel reunió sus tropas, venció a los mongoles e hizo prisionera a la esposa de Yurij, hermana del kan, que murió durante el cautiverio. Este suceso fue su perdición, porque, tras ser invitado a ir al ordu, murió asesinado.

Tras la muerte de Miguel, Yurij subió al trono como primer gran duque de la casa de Moscú, la rama más joven de los sucesores de Alejandro. Pero la rivalidad entre ambas ciudades continuó, y de nuevo Twer se alzó con la victoria, aunque fuera para su desdicha.

Estamos en la época del mayor poder de La Horda de Oro. Sus guerreros devastan en el oeste a Lituania y Tracia, hasta Adrianópolis; en el sur derrotan a los príncipes del Cáucaso, estableciéndose en el este de Choresm, al sur del lago Aral. En Sarai se presentan los embajadores venecianos y genoveses para solicitar nuevas concesiones en Crimea; un enviado del Papa llega a la corte de Usbek, y el Metropolitano ruso se erigió, como legado del mismo, cerca del emperador de Bizancio, con cuya hija estaba casado el kan.

En todo el inmenso reino la palabra de Usbek es ley, y no admite réplica. Nueve príncipes, durante su reinado, pagan con la vida su insubordinación, y los regimientos rusos, como partes integrantes de sus tropas, se baten en todas las fronteras. Como tributo a la gloria del kan, las tribus mongolas del este del reino toman el nombre de Usbek, y, siguiendo el ejemplo de éste, que profesa el islamismo, todos los mongoles de La Horda de Oro se convierten al islam.

Por esta época se presentó en Twer un pariente del kan, para investigar si todos los tributos habían sido enviados. En la ciudad se extendió el rumor de que lo que realmente quería era obligar a los rusos a apostatar, y, convencidos de ello, el 15 de agosto de 1327, fiesta de la Asunción, el pueblo entero se arrojó sobre los mongoles y los pasó a cuchillo. El castillo donde el pariente de Usbek se había refugiado para hacerse fuerte fue incendiado y ni un solo mongol escapó de la muerte. Estas «vísperas tártaras» fueron el final de la existencia de Twer. Usbek llamó a su ordu al gran duque Iván de Moscú, le dio 50 000 hombres y le ordenó que atacara.

Con esta operación vindicatoria por cuenta de los mongoles en territorio ruso comienza el período de dominación moscovita, que duró tres siglos. Su política se guiaba por la siguiente norma: total sometimiento a la voluntad del kan y supresión de los demás príncipes y de las ciudades libres, como Novgorod y Pskow, por el fuego y la espada, con ayuda, naturalmente, de las tropas mongoles. «En todo el territorio ruso hubo entonces una gran tribulación, miseria y derramamiento de sangre por los tártaros», se afirma en una breve crónica.

En los cuarenta años siguientes, las relaciones entre Moscú y la capital mongol no experimentan cambios. Los grandes duques de Moscú son siempre bien recibidos en el ordu por el kan reinante. Llevan el oro y la plata arrebatados a las ciudades y regiones, excediendo en mucho a los envíos corrientes, y saben sobornar con ricos dones a las mujeres del kan, a la nobleza mongol y a todas las personas influyentes, volviendo siempre con mayores privilegios y derechos. De este modo, apenas queda algo en Rusia que pueda escapar a la supremacía de Moscú. Sólo un enemigo permanece junto a sus fronteras: Lituania, cuyo poder, por la energía y talento de su soberano, se extiende hasta más allá de Kiev. Pero cuando el príncipe lituano consigue llamar la atención del kan sobre las consecuencias peligrosas del excesivo poder que Moscú está adquiriendo, el gran duque logra convencer a los mongoles de que, por el contrario, él es el único defensor del uluss de La Horda de Oro contra los excesos y ataques de los lituanos.

Poco a poco, en el reino de La Horda de Oro, Moscú se desenvuelve como un segundo centro al lado de Sarai. Esta representa el gobierno y es la ciudad en donde converge todo el entramado del comercio, el núcleo de la civilización muslímica. Moscú aguarda pacientemente que llegue su hora, ya que, después de la muerte de Usbek, en 1340, comienza la lenta decadencia del poder mongol.