II

Tras la huida de la corte dio comienzo un terrible baño de sangre, una orgía de crímenes, una destrucción furiosa de todo cuanto se relacionaba con los mongoles. Durante tres meses, la región fue entregada a la soldadesca y a los verdugos. Los mongoles caían asesinados en las calles, en los conventos, en las prisiones. Los arrojaban desde lo alto de las torres, los mataban de todas las maneras imaginables. Nada de lo que perteneciera a los odiados dominadores debía quedar en pie; los castillos de Kubilai fueron arrasados, y hasta las murallas de Pekín sufrieron la cruel demolición. Después de esta carnicería, la provincia de Tchi-li quedó devastada de tal modo que fue necesario traer colonos de Tschan-si para poder repoblar las ciudades y labrar los campos. Un año después, en 1369, Tschu-Yuan-tschang, que, como primer emperador de la nueva dinastía Ming, había tomado el nombre de Tai-tsu, ordenaba que se escribiera la historia de la dinastía Yuan, considerada por él como absolutamente extinguida.

Con los mongoles también desaparecieron sus protegidos, los extranjeros. Las colonias cristianas y mahometanas fueron destruidas; los obispados, suprimidos; los sacerdotes, asesinados; ni aun en los cementerios mongoles quedó piedra sobre piedra.

Bajo el imperio de los Ming China volvió a separarse del mundo, encerrándose en sí misma. Las relaciones comerciales e intelectuales con el extranjero quedaron interrumpidas; la legislación fue reformada a la manera nacional china e inspirada en las viejas tradiciones de la dinastía Tang, que había reinado durante más de quinientos años, la «Edad de oro». El imperio ya no temía a los bárbaros del norte, pues no se contentó con expulsarlos de las fronteras de la antigua China, sino que los persiguió hasta su propia patria, hasta Mongolia.

Inútilmente, los degenerados descendientes de Kubilai se aferraron a Kan-su, último rincón de tierra china que les quedaba. Su resistencia también fue vencida y se encaminaron, empujados por sus enemigos, hacia las dunas del desierto de Gobi, obligados a volver a sus míseras estepas de Mongolia, allá donde hacía un siglo se encontraba el centro del mundo, Karakorum, ciudad ahora insignificante, abandonada en el desierto, con su pobre palacio imperial en ruinas.

Los mongoles expulsados no quisieron someterse a su amargo destino y, bajo el mando de Togus-Timur, hijo del último emperador, se reagruparon e intentaron recuperar la táctica militar de sus antepasados: los ataques rápidos contra las provincias limítrofes de China. Mas entonces la China enemiga era otra. En 1388, un ejército chino penetra hasta la misma Karakorum y la destruye; persigue a los mongoles a lo largo del Kerulo y los rechaza hasta el lago Buir-Nor, donde les inflige una derrota determinante: pierden el ganado, las tiendas, todas sus posesiones, y más de 70 000 hombres caen prisioneros. Nunca se rehicieron de tan aciaga derrota. Los príncipes mongoles se declaran independientes y la vida anárquica volvió a ellos como antaño, antes de la época de Gengis Kan. La historia china hace constar que, a partir de este momento, los mongoles dejaron de llamarse Mong-ku (mongoles) y tomaron el nombre de Ta-tan (tártaros).

Sin embargo, aunque los emperadores Ming trataron de borrar, después de la expulsión de los mongoles, todo recuerdo de su paso, los herederos de la dinastía Yuan hacían valer sus derechos sobre sus dominios. Seguían tratando a Mongolia como una provincia china; penetraron hasta el este de Turkestán (el uluss de Tschagatai) y durante el mismo año en que pusieron fin a la dominación mongola en la batalla de Buir-Nor, despacharon embajadores a todos los países que habían obedecido a la voz de Kubilai y les exigieron sumisión.

En este momento en La Horda de Oro, después de un largo período de luchas intestinas, y bajo el dominio del kan Tochtamisch, resurge un nuevo florecimiento, una nueva pujanza.