Tras conseguir de nuevo la unidad de China bajo la dominación mongol, este país se convirtió en una gran potencia. Estaba en el centro de las rutas comerciales de la época, y los lazos del tráfico y del intercambio cultural le unían estrechamente al continente. Más adelantado que ningún otro país, era el objeto de deseo de los negociantes extranjeros, y tal deseo podía convertirse en brillante realidad, puesto que China estaba abierta a todo el mundo. Se fundaron obispados cristianos de diferentes sectas, factorías italianas y colonias de comerciantes musulmanes en diferentes partes del reino. Monjes franciscanos eran obispos de Pekín, y uno de ellos traducía el Nuevo Testamento y varios salmos a la lengua mongola. La jerarquía de los lamas se estructuraba imitando las cortes de los papas. Se iniciaba una época de tolerancia mundial durante la cual Pekín se convirtió en la ciudad más internacional que nunca haya existido.
La cultura china, su tradición y su ceremonial de miles de años de antigüedad; su forma de vida, reforzada y rígida, y sus símbolos, habían de ser fatales para los soberanos mongoles cuando, en lugar de una personalidad tan fuerte como la de Kubilai, otros emperadores menos inteligentes escalaran el trono. Oprimidos por la influencia que China ejercía sobre ellos, perdidos en el dédalo del formulismo, acabaron por ser juguetes de las intrigas cortesanas. Aunque, como Kubilai, habían aceptado el lamaísmo (budismo tibetano), se dieron cuenta de que el objetivo principal del emperador debe ser la adquisición de las virtudes dictadas por Confucio, y la alabanza de los sabios y poetas, su supremo anhelo…
Timur, nieto y sucesor de Kubilai, los adulaba, recomendando de nuevo la veneración general de Confucio en su templo, y estaba, además, convencido de que la protección y el ejercicio de las artes es el más hermoso privilegio de un soberano. La tendencia a la alegría de los mongoles daba un nuevo tono a la literatura china, demasiado seria, apareciendo numerosas obras de un género más ligero. La novela y el drama estaban en pleno florecimiento. Los instrumentos musicales de arco, usados en Occidente, empezaron a ponerse de moda, con lo que China comenzó a sentir interés por una música nueva. En la corte comenzaba una disipada vida de placeres.
Sin embargo, a Timur también le asistía el espíritu práctico de sus antepasados. Sabía discernir con claridad entre los ideales y la realidad. Depuró la escala de los funcionarios y destituyó a más de 18 000 mandarines, en su gran mayoría sabios chinos, que explotaban al pueblo en vez de practicar las virtudes que ellos mismos predicaban. Protegía a los labradores cuyos campos eran destrozados por las guerras, impidiendo que sus guerreros dejasen pastar en ellos, estuviesen cultivados o no, sus ganados y caballos, y le placía el reconocimiento y la veneración con que pagaban sus esfuerzos. No obstante, olvidaba que él sólo era el soberano de una casta guerrera y que únicamente retenía, como por la brida, a un pueblo que, desde el punto de vista numérico, les era miles de veces superior y, además, hostil. No reparaba en desterrar a oficiales que habían cometido faltas; consideraba las empresas guerreras como algo secundario, y hasta cuando fracasaban lamentablemente, terminando incluso con sus ejércitos, ni él ni China se daban cuenta de ello. De este modo marchaba, enceguecido, por el peligroso camino que conduciría a sus sucesores a la perdición.
La vida despreocupada del palacio imperial no armonizaba con los rudos mongoles. Cuando había que presentar batalla en cualquiera de las fronteras del enorme reino, delegaba la lucha y sus penalidades y trabajos a aquellos cuya presencia no le era grata en palacio. Los mongoles de la corte imperial asimilaban paulatinamente la cultura china, y para demostrar su inteligencia, cuando no estaban entregados al placer, se ocupaban de cuestiones literarias o de cosas de tan poca monta como la confección de unas disposiciones para las diferentes clases de mandarines.
Los emperadores no tardaron en verse rodeados de una infranqueable barrera de cortesanos y favoritos que explotaban, en su único beneficio, las eternas disputas sobre la sucesión al trono. En cada uno de estos cambios, la intriga y la traición desempeñaban el papel principal. Los rivales eran eliminados, ya fuera envenenados o asesinados; sus partidarios eran conducidos a la muerte o al destierro, y quien, finalmente, lograba conquistar el trono no se encontraba muy seguro en él. Los emperadores se sucedían cada vez más aprisa; no todos morían de forma natural y cuanto más ajenos se sentían a su patria de origen mongol, más buscaban el apoyo chino.
El pueblo sometido no consideraba como a sus iguales a los reyes bárbaros. Cuanto más débil e inepto se hacía el gobierno, tanto más crecía la oposición y se acentuaban las diferencias.
Togon-Timur, de trece años, subió al trono cuarenta años después de la muerte de Kubilai; era su noveno sucesor, y el destino lo había designado para ser el último emperador de la dinastía Yuan. Era incapaz de comprender su situación y de oponerse al odio que calladamente aumentaba de día en día. Su primer ministro era un chinófobo, hasta el extremo de mantener el propósito de Gengis Kan: exterminar al pueblo chino. Aunque no quería deshacerse de todos los chinos, sí deseaba ver muertos a los que llevaban los nombres de Tschang, Wang, Liu, Li y Tschao, poco más o menos la decimonovena parte de la población. Y como le era imposible realizar tal propósito, procuraba que sus ideas fermentaran por la opresión. Las prohibiciones llovían unas tras otras. Se prohibía a los chinos llevar los diferentes emblemas y colores que las sectas secretas empleaban como distintivo, aprender la lengua mongola y llevar armas. Además, se les confiscaban los caballos.
Tales resoluciones sólo servían para aumentar el rencor, y el ministro cayó en desgracia. La situación se agravó aún más bajo el gobierno de su sucesor. Sobrevinieron terribles catástrofes, inundaciones formidables devastaron el país, se extendieron epidemias sin que la corte de Pekín se preocupara siquiera de socorrer a los más damnificados. Los impuestos consumían al pueblo, y las bandas de salteadores se multiplicaban.
Cuando los jefes de estas bandas se dieron cuenta de que el gobierno no tenía fuerzas suficientes para combatirlas de un modo eficaz, dieron a sus expediciones de pillaje una finalidad política: la liberación del yugo mongol. En el Yang-tse-kiang y en la provincia de Cantón estalló la rebelión.
También el sur de China se rebeló. Durante el último siglo, el norte había sufrido constantes invasiones de los pueblos nómadas y la dominación extranjera, y por ello no pudo conservar su idiosincrasia. Mientras asimilaba el talante de las dinastías conquistadoras, el suyo perdía fuerza. Las provincias del centro y del sur, por el contrario, jamás habían soportado, hasta los tiempos de Kubilai, el yugo extranjero, por lo que se consideraban el epicentro de la China nacional auténtica, la de los grandes artistas y sabios, la del comercio y la burguesía. Las gigantescas colonias del Yang-tse-kiang, los formidables puertos del mar de China, las ciudades de Cantón y Tonkín, vivían su propia vida, sin preocuparles las tentativas mongoles de centralización. Estas ciudades no soportaban el absolutismo de Pekín y sólo la presencia de las guarniciones mongoles, distribuidas por todos los puntos estratégicos del país, contenían su ánimo revolucionario.
Pero ahora los mongoles habían perdido su prestigio. Los campesinos empobrecidos se unían en masa con los aventureros y jefes de salteadores que les permitían el pillaje y cuando las guarniciones mongoles se reunían para sofocar la rebelión en un punto concreto, enseguida estallaba en otro. La lucha se vio favorecida por la existencia en el sur de China de las sociedades secretas, de antigua raigambre, con lo que en poco tiempo la gente pudo expulsar a los mongoles de sus provincias.
Sin embargo, la lucha no estaba dirigida ni organizada por un único jefe, puesto que, de inmediato, estallaron conflictos entre las diferentes bandas para apoderarse del poder. Los jefes se erigían en gobernadores, príncipes e incluso en emperadores, que no vacilaban en devastar el país, por lo que el reino se vio sometido a la más espantosa anarquía.
En esos momentos, tan propicios para que los mongoles intentaran restaurar su poder aprovechándose del caos reinante, las discordias intestinas estallaron en la corte. Uno de los hijos del emperador era el principal enemigo del primer ministro, y las tropas venidas de Mongolia para luchar contra los rebeldes se batían entre sí ante Pekín, en favor de uno u otro bando.
Esta situación se prolongó durante una década. En palacio, el emperador se dedicaba a formar un cuerpo de baile de dieciséis danzarinas y una orquesta de once músicos, para que danzasen y tocaran en honor de Buda. Se hizo construir un pequeño barco en forma de dragón, que navegaba en el lago de su parque moviendo la cabeza, la cola y las patas. Ni siquiera prestaba atención a quienes le informaban de que los rebeldes se habían apoderado del sur de China. Cuando, finalmente, fue consciente de la importancia de lo acaecido, ordenó que se utilizara el Yang-tse-kiang a modo de barrera. La orden llegaba tarde: el rebelde Tschu-Yuan-tschang se había constituido en jefe único de los rebeldes.
Tschu-Yuan-tschang era hijo de un labrador. Debido a su debilidad física fue recluido en un claustro de monjas que abandonó para unirse a una banda de salteadores. Su inteligencia privilegiada le ayudó a alcanzar el puesto de lugarteniente y, enseguida, el de jefe de banda. Su fama se extendió rápidamente y, como logró impedir que su gente se entregase al pillaje en las ciudades de las provincias que le pertenecían, se ganó el favor de campesinos y comerciantes y, con ello, su poder creció hasta el extremo de apoderarse de Nanking y formar allí un verdadero gobierno. Esta hazaña, que acababa con la anarquía del país, dio sus frutos de inmediato. Todas las ciudades a lo largo del Yang-tse-kiang le abrieron sus puertas con sincero júbilo, para que pudiera escapar de la guerra civil.
En Nanking empezó su lucha contra los otros jefes de banda. Lucha que duró cinco años, tras los cuales Tschu-Yuan-tschang había conquistado casi todo el antiguo reino Sung y planeaba apoderarse del norte. En una de sus proclamas incitaba a los chinos a la rebelión contra los mongoles: «¡Estos bárbaros han nacido para obedecer, no para gobernar a una nación civilizada!».
China exultaba y se agrupaba a su alrededor. Era la primera vez en mil años que la nación china abandonaba su actitud defensiva ante los ataques de Asia central, para pasar al ataque contra sus enemigos. Las ciudades le entregaron su oro, y las mujeres, sus joyas. Por todas partes las tropas eran recibidas con entusiasmo, y todas las fortalezas le abrían sus puertas. Estaban hartos de los mongoles.
Tan sólo unos meses bastaron para reparar las torpezas cometidas durante un siglo. A la cabeza de 250 000 hombres marchó un general sobre Pekín, el daidu de Kubilai.
La campaña fue un desfile militar. El mismo terror que, tiempo atrás, precedía a los ejércitos mongoles, paralizaba ahora a éstos ante sus enemigos. Los temibles mongoles, los conquistadores del mundo, los vencedores desde Corea hasta Bagdad, desde Liegnitz hasta Indochina, huían despavoridos ante el hijo de un labrador chino.
En vano advertían los ministros mongoles al último emperador: «Este es el reino de Kubilai, el más grande de tus antepasados. ¡Debes conservarlo hasta la muerte!». En vano le pidieron que librara una batalla decisiva, ante las puertas de Pekín, para vencer o morir. Sólo pudieron cubrir la retirada nocturna de su emperador hacia el norte, que emprendía la huida cantando su desdicha en rítmicas lamentaciones:
¡Oh mi gran ciudad daidu, adornada con todas las cosas agradables!
¡Oh Schang-tu, magnífica y bella residencia veraniega; verde llanura de Schang-tu, donde el santo emperador mi antepasado vivió en la alegría!
¡Fueron mis pecados la causa de haber perdido mi reino!
¡Mi daidu, edificada con nueve nobles materiales; mi Schang-tu, que encierra en sí noventa y nueve perfecciones!
¡Mi gran nombre y mi gloria como soberano y gran kan del mundo!
¡Mi brillante nombre de monarca con poder ilimitado!
¡Cuando en la mañana me levantaba de mi lecho y miraba desde la altura de mi palacio, el olor a especias subía hasta mí!
¡Por doquier dirigía mi mirada, todo era belleza y esplendor!
¡Mi santa ciudad daidu, magníficamente construida por el poderoso emperador Kubilai! ¡Lugar donde se puede estar melancólico sin opresión, donde no se advierte el menor signo de tristeza, ni en invierno ni en verano!
¡Vosotros, los grandes y nobles, hombres fieles que me ayudabais en mis asuntos!
¡Tú, mi sencillo pueblo!
¡Todo, todo me lo han arrebatado!