Desde que el kan Achmed pagó con la vida su fracasado intento de pactar con el islam, sólo habían transcurrido diez años. En tan breve intervalo de tiempo las circunstancias habían cambiado por completo. Los mahometanos, cada día más numerosos, consiguieron altos cargos, y los mongoles nobles abrazaron, cada vez en mayor número, el islamismo. Las relaciones con China, reino del gran kan, se habían relajado, y mientras los demás jefes, separados según sus tribus, combatían entre sí, los mahometanos se mantenían unidos, de suerte que formaban, dentro del Estado, el partido más poderoso y, además, podían apoyarse en el pueblo y en el clero. Dicho partido mahometano elevó a Gazan al trono y le convenció para que se convirtiese al islamismo.
Los primeros años de su reinado los dedicó a la persecución de cristianos y judíos, a la destrucción de iglesias y templos; pero cuando su poder fue lo suficientemente estable, volvió a la antigua tolerancia mongola en cuestión de creencias religiosas. Un edicto ordenó a todos sus súbditos que viviesen en paz unos con otros, y prohibió a los poderosos oprimir a los débiles. Cuando sabía que en algún distrito las tropas habían provocado disturbios, mandaba apalear a los oficiales inferiores y reprendía severamente a los superiores: «Gustosos desvalijáis a los habitantes —solía decirles—, pero ¿qué haríais después de matar el ganado y devastar la región? Vendríais a mí para que os mantuviera. Mas lo que haré será castigaros».
Bajo el mandato de Gazan, cesó la dominación de los emires y visires. Reinaba personalmente, no delegaba, recibía a las embajadas y reglamentaba la legislación. Como, siguiendo la costumbre mongol, también él bebía mucho, prohibió a sus funcionarios y amigos hablarle de asuntos serios durante los banquetes o sugerirle alguna sospecha contra un tercero.
Para evitar extorsiones ilegales ordenó que en cada localidad los impuestos a percibir fuesen determinados por el gobernador en presencia del caíd, seid o imán, y que luego se grabasen sobre madera, piedra, cobre o hierro y se expusieran ante las mezquitas y en otros lugares públicos.
Determinó que los terrenos incultos pertenecerían al que quisiera cultivarlos, y que quien cultivase la tierra estaría exento de todo impuesto durante el primer año; al siguiente, se calculaban los impuestos según la fecundidad del terreno. Cuando el propietario primitivo se presentaba y demostraba sus derechos sobre la propiedad, el Estado le devolvía la mitad de los impuestos, pero el cultivador del terreno conservaba el fruto de su labor.
Gazan mandó fertilizar los campos mediante la construcción de obras hidráulicas y canales, dotó a las aldeas de baños y mercados, mandó construir ciudades enteras que llegaron a ser importantes centros comerciales y protegió al obrero manual. Guerrero valiente, amigo de las artes y de las ciencias (él era botánico, químico, astrólogo y, por afición a los trabajos manuales, hábil forjador, tornero y talabartero), creó el orden y la paz en su reino; sin embargo, empleaba parcialmente medios mongoles. Su historiógrafo y visir Raschid-ud-Din, que hace de él grandes elogios, apenas tiene en su historia una sola página donde no cite el ajusticiamiento de algún alto funcionario. Gazan trataba de la misma manera a familiares, príncipes y generales que pudieran sembrar la discordia en su reino. Los exterminaba, sencillamente, para evitar que se produjeran guerras civiles.
A pesar de haber abrazado el islamismo y de ser el primer ilkán que dejó de acuñar en sus monedas el nombre del gran kan, siguió considerándose sucesor y heredero de Gengis Kan. Raschid-ud-Din dice que conocía mejor que cualquier otro mongol su genealogía y el nombre de los antiguos y nuevos jefes mongoles. Como defensor de la tradición, y deseando la paz y el orden, se esforzó en resucitar el Imperio mongol con toda su poderosa unidad; no para su propia gloria o para emprender nuevas conquistas, sino porque conocía el efecto nefasto de las querellas entre hermanos. Por consiguiente, envió embajadas a todos los reinos parciales con el propósito de que reconociesen como gran kan a Timur, el nieto de Kubilai. Y aunque no pudo ver su plan realizado, Oldschaitu, su hermano y sucesor, pudo notificar por carta a Felipe el Hermoso, rey de Francia, poco después de la muerte de Gazan, que la guerra fratricida que había durado cuarenta y cinco años entre los reinos mongoles había terminado y que, en ese momento, los reinos mongoles se hallaban unificados.
Por desgracia, esta unión llegó demasiado tarde. Los mongoles ya no cabalgaban desde el desierto de Gobi hasta Hungría, ni desde China hasta el Asia anterior. La idea de conquistar el mundo, que constituía su fuerza motriz, había desaparecido. Es más, ya no se podía hablar de una acción militar en común, puesto que cada reino estaba demasiado ocupado con sus propios intereses. Y, por consiguiente, el acatamiento general al gran kan no era, en realidad, más que una mera fórmula, una prueba de que los diversos kanes encontraban en ello una ventaja: lograr mantener durante algún tiempo la paz entre ellos y realizar un intercambio más activo de caravanas…
De todos modos, los nueve años del reinado de Gazan permitieron a su hermano gobernar apaciblemente durante doce años. Pero el débil sucesor permitió de nuevo que los jefes llegasen al poder.
Durante su reinado, gobernaron en sus provincias como kanes independientes, y sólo gracias al favor del poderoso emir Tschoban, gobernador de Chorassan, al morir Oldschaitu, su hijo Abu-Said pudo subir al trono. El emir Tschoban fue quien, en nombre de Abu-Said, implantó un régimen despótico y sofocó, con la dureza de los antiguos mongoles, las rebeldías de los gobernadores y jefes, mientras en la corte se dedicaba a los entretenimientos intelectuales. Abu-Said tocaba el laúd, componía canciones y emprendía cruceros en sus navíos, rodeado de músicos y cantantes… Hasta que, un día, la severa tutela de su mayordomo le resultó molesta y, sin suficiente fuerza moral para oponerse, no encontró otro modo que el asesinato para deshacerse de él.
Mas este asesinato acabó por quitarle el poco poder que aún le quedaba. Cada tribu era gobernada por su propio jefe, sin preocuparse del kan; la unión se perdía por completo, y cuando Abu-Said, a los treinta y un años de edad, murió sin descendencia masculina, envenenado, al parecer, por su propia esposa, la bella hija de Tschoban, el reino quedó dividido en varias secciones. En la campaña de exterminio emprendida por Gazan encontraron la muerte los descendientes de Hulagu, incluso los menos importantes, y a la sazón no había nadie con bastante autoridad para poder ocupar el trono del ilkán y conservarlo.
Conquistado y formado por Hulagu, y reunido de nuevo por Gazan el mahometano cuarenta años después, el Reino de los ilkanes era el primero en desmoronarse al cabo de treinta años, dejando de ser parte del Imperio mongol. Cada provincia se esforzaba en buscar algún descendiente de Hulagu que viviera aún en el olvido, para declararlo kan y, en su nombre, comenzar la guerra contra sus vecinos para anexionarse sus provincias.
De haber vivido en China, país del gran kan, un monarca enérgico, su palabra hubiese podido poner orden en Asia anterior; pero el trono estaba ocupado por un muchacho de trece años, a quien el destino había señalado como el último emperador de la dinastía Yuan, fundada por Kubilai. La convivencia con los pueblos de mayor cultura y la adopción de sus usos y costumbres fueron más perjudiciales para los sucesores de Gengis Kan que sus incesantes y sangrientas guerras. Habían agotado su propia fuerza vital.