En aquella época, a fines del siglo XIII, hacía tiempo que los mongoles habían perdido su salvaje orgullo de conquistadores. Los ilkanes se habían vuelto soberanos civilizados y cultos, que construían ciudades, protegían el comercio y cultivaban las ciencias y las artes. Gustaban rodearse de sabios, para los cuales mandaban construir observatorios y escuelas; mantenían alquimistas que buscaban la piedra filosofal y escudriñaban los secretos de la naturaleza.
Sin embargo, tanto ellos como los mongoles se sentían en el país como un cuerpo extraño que vivía a expensas del pueblo que explotaban. Constituían una casta guerrera, acostumbrada a la lucha y al saqueo y, una vez fijados los límites de su reino, cuando les era imposible buscar botín entre el enemigo, el pueblo debía producir con su trabajo todo aquello que podía hacer la vida agradable a sus amos. «Exigen impuestos a los comerciantes e industriales de las ciudades y aldeas, cargan de ellos a los pescadores en lagos y ríos, los imponen a todas las minas, tintorerías y tejedurías», se lamenta el cronista. Impuestos personales, industriales, profesionales y sobre el ganado pesaban como una carga insoportable sobre el país. Cada nuevo emir inventaba otras fuentes de ingresos para cubrir las necesidades del kan despilfarrador, y, más que con los impuestos legales, se extorsionaba al pueblo mediante las exigencias ilegales que los gobernadores, recaudadores de contribuciones y capitanes de tropas percibían en beneficio propio.
Entretenidos en lides y asuntos caballerescos, en luchas y caza, en banquetes y también en sofocar rebeliones que sin cesar estallaban en todo el país, los kanes carecían de tiempo para gobernar y dejaban que lo hicieran sus favoritos, mientras los kanes se sucedían rápidamente. A los treinta años de la muerte de Hulagu habían reinado cinco ilkanes, que murieron uno tras otro, envenenados, por enfermedades inherentes a la bebida y otros excesos, o simplemente asesinados, y el poder de los jefes que reinaban como emires o gobernadores en las provincias aumentaba sin cesar. Los kanes ya no podían obrar a largo plazo; debían apresurarse si deseaban alcanzar la fama, y como esto ya no era posible mediante conquistas, debían hacerlo por el esplendor de sus cortes y la construcción de palacios y mezquitas.
Ciudades enteras surgían del suelo como por encanto, en honor del kan reinante, para convertirse poco después en ruinas. Ejércitos de obreros y peones procedentes de todas las partes del reino debían reunirse en un lugar determinado y la población de la ciudad más próxima se veía obligada a trasladarse a otros puntos. Tras la muerte del kan, de todo aquel esplendor sólo quedaban montones de ruinas. Finalmente, semejantes ciudades ruinosas, con terrenos incultos entre ellas, se extendían de forma ininterrumpida por todo el país, desde el Oxus hasta los desiertos de Siria. En muchas ciudades, de cada diez casas había apenas una habitada. Se despilfarraban sumas fabulosas, y cualquier favorito era aceptado por el kan si le procuraba los bienes necesarios. «Todo el que se presentaba a él con regalos obtenía el empleo que deseaba, aunque no poseyese las cualidades necesarias», dice el cronista. La consecuencia de todo ello fue la existencia de unas cortes espléndidas y un pueblo empobrecido; un gran florecimiento de las artes, las ciencias, la literatura y la arquitectura, a costa de la depauperación del país.
Uno de los ilkanes, Kaichadu, ambicionó sobrepasar la fama de Ugedei, el príncipe más magnánimo y liberal de todos los autócratas, y gastó todas las rentas, tributos y presentes en amantes, cortesanos y oficiales hasta que el erario quedó exhausto. Para engrosarlo de nuevo, tuvo alguien la luminosa idea de emitir, a ejemplo de los chinos, papel moneda. Dicha moneda debía ver la luz en Tabriz, la capital; y, en previsión del éxito, se erigió en cada provincia una banca emisora. Quedaba prohibido en todo el reino el empleo de moneda metálica, y se aseguró al kan que, una vez en uso el papel moneda, no habría un solo pobre en el reino, y que los poetas se apresurarían a dedicar sus más bellas loas a su persona y a su acción.
El 12 de septiembre de 1294 fue el día memorable en que el papel moneda hizo su aparición en Tabriz. Los pregoneros anunciaron por las calles que quien se negara a aceptar los billetes, vendiera o comprara algo con otra moneda y no llevase las monedas metálicas al banco, sería ajusticiado. Los billetes llevaban el emblema de la fe: «No hay más Dios que Alá, y Mahoma es su profeta». Luego, el nombre del kan, la indicación del importe y empleo. Quien imitara los billetes sería condenado a muerte y confiscados sus mujeres, hijos y bienes.
Durante ocho días se obedeció esta orden, por temor al castigo; después, las tiendas aparecieron vacías; en toda la ciudad, no quedaba ningún bien mueble, y la gente empezó a abandonar el territorio. Los ciudadanos hambrientos asaltaban los huertos de los alrededores. Un día, mientras el kan cabalgaba a través de los bazares, vio, asombrado, que no había en ellos alma viviente y que las tiendas estaban vacías. El visir que había ideado la nueva moneda le explicó que acababa de fallecer un gobernador, y los ciudadanos, siguiendo una antigua costumbre, abandonaban los bazares en semejantes ocasiones. El viernes siguiente hubo grandes lamentaciones en las mezquitas, y las tropas, con las armas en la mano, se vieron obligadas a intervenir para impedir rebeliones. Por un caballo que valía siete monedas de oro, los vendedores exigían cien veces este importe en papel moneda.
Después de algunos atentados contra el visir y altos funcionarios, se autorizó de nuevo el empleo de moneda acuñada, primero en los almacenes de comestibles, permitiendo comprar también con dicha moneda otros artículos; y dos meses después del paro total del comercio, cuando ningún comerciante ofrecía mercancías, los billetes desaparecieron por completo, quedando tan sólo los libelos y poesías burlescas escritos durante aquel lapso acerca del hombre inteligentísimo que había inventado semejante estupidez.
Tan sólo en una provincia, donde el príncipe Gazan, un biznieto de Hulagu, era gobernador, el papel moneda no tuvo curso. Cuando le llevaron los billetes, junto con la prensa para imprimirlos, mandó decir al ilkán que en su región era tan sutil el aire, que el papel, al usarlo, se hacía tan delgado y frágil como una telaraña, y ordenó quemar prensa y billetes.
Finalmente, el maltrecho país había encontrado un soberano enérgico y consciente en la persona de Gazan.