El sino del Reino de los ilkanes quedó decidido por su enemigo del islam. Desde el acuerdo entre Beibars, el sultán mameluco, y Borke, el kan de La Horda de Oro, éstos se opusieron a Hulagu en cada una de sus fronteras.
Tanto en las orillas del Éufrates como en el Cáucaso y el Oxus, por doquier encerraban el reino del ilkán, paralizando sus fuerzas. Cualquier éxito obtenido en algunas de las fronteras era desvirtuado, destruido, por la presión ejercida sobre la otra. Además, tenía que luchar contra una resistencia pasiva de la población mahometana subyugada que, en ocasiones, adquiría visos de rebelión.
Mientras Hulagu rechazaba los ataques de Borke en el norte, el sultán Beibars reorganizaba a su ejército mameluco, formado siguiendo el modelo mongol. Podía tener plena confianza en este ejército, severamente disciplinado, admirablemente formado desde todos los puntos de vista militares, compuesto por hombres procedentes de regiones alejadas unas de otras, que no tenían otra patria que su cuartel y su campamento, y a quienes un destino común unía en el mismo espíritu de solidaridad. Con semejante ejército terminó la reconquista de Siria y, de este modo, mantuvo bien sujeta entre sus manos la región fronteriza del Mediterráneo y se permitió volver la mirada hacia Asia Menor, hacia las ciudades armenias.
Cuando por fin Hulagu pudo marchar contra Beibars, era ya demasiado tarde: tenía que habérselas con un enemigo que le igualaba. Cada una de las tropas de Beibars tenía instructores procedentes del reino de La Horda de Oro. El sueño de conquistar y someter a Egipto había terminado para Hulagu. Las luchas que a partir de entonces se desarrollaron no tenían más objeto que la posesión de alguna zona de Siria. Los límites del reino del ilkán estaban fijados. La tendencia a la expansión, que dominaba a todos los reinos mongoles y les daba siempre nuevas fuerzas, había sucumbido.
Los ilkanes fueron los primeros soberanos mongoles que no pudieron vencer a sus enemigos con sus propias fuerzas y, por consiguiente, necesitaron servirse de la ayuda de aliados. Para la conquista de Asia anterior se sirvieron, según la costumbre mongol, de las clases dominantes del pueblo enemigo. Estas clases dominantes estaban constituidas por cristianos nestorianos que habían trabado amistad con los reinos vasallos cristianos, como los armenios de Asia Menor. También buscaban aliados en el Occidente cristiano, cerca del Papa, jefe de todos los cristianos, quien, como supieron por sus amigos los nestorianos, instaba, desde hacía siglos, a los ejércitos occidentales para que se enfrentaran a Egipto.
Abaka, hijo y sucesor de Hulagu, fue el primer ilkán que envió una embajada al Papa. Las palabras que pronunciaron los embajadores fueron muy distintas de las orgullosas exigencias de sumisión de Kuiuk o Monke. Le propusieron una alianza contra Egipto: los mongoles y los cruzados debían atacarlo y destruirlo por dos frentes a la vez. El plan era perfectamente realizable y, gustoso, el Papa dio su aprobación. Abaka envió embajadores más lejos todavía: a Francia, Inglaterra y España.
Parece ser que tuvieron éxito. Luis el Santo, Jaime de Aragón, dos príncipes ingleses y Carlos de Anjou, rey de Sicilia desde la muerte del último Hohenstaufen, se declararon dispuestos a emprender una nueva cruzada.
Pero Beibars, el sultán mameluco, era un diplomático demasiado hábil para darse cuenta del peligro y no prevenirlo. Después de tomar, en Siria, Antioquía, Jaffa, la más poderosa fortaleza, y otros burgos, consideró necesario pactar con las potencias cristianas de Occidente. Debido a que en aquella época aún no se habían trazado las rutas transcontinentales y el comercio con Egipto, particularmente el de las especias, se hacía a través de sus puertos y era una de las fuentes de riqueza más importantes para los reinos mediterráneos, no le fue difícil que Venecia y Sicilia se aliaran con él. Los dos estados mediterráneos más próximos habían perdido el interés por el arruinado reino mameluco y procuraron dar una nueva finalidad a las cruzadas.
Venecia se mostraba muy dispuesta y quiso declarar la guerra a Bizancio, amiga de Génova. Pero el emperador bizantino había aprovechado el tiempo y aseguró su reino por todas partes. Una de sus hijas era esposa del ilkán y había dado otra, también como esposa, a Nogai, poderoso gobernador del kan de La Horda de Oro, que ostentaba el mando de las estepas del sur de Rusia y las regiones balcánicas. Por último, Miguel Paleólogo se unió a Beibars mediante un tratado de amistad por el cual aseguraba al sultán mameluco el libre paso de los esclavos de Crimea —uno de los centros y mercados más importantes de esclavos— a través de Bizancio. Venecia poseía colonias y factorías en los tres reinos y, por consiguiente, no podía arriesgarse a enemistarse con ninguno de ellos, lo cual, empero, no impidió que Carlos de Anjou explotase la cruzada para sus propios fines: el bey de Túnez aún le debía su tributo, por lo que consiguió que la guerra se hiciese contra Túnez en primer lugar. El ataque simultáneo contra el reino mameluco no se produjo. Ante Túnez, el ejército de las cruzadas sucumbió a una enfermedad pestífera. Luis el Santo murió, y la muerte del rey de Francia cerró la época de las cruzadas. No sólo Egipto escapó de la destrucción, sino que tuvo el valor de arrancar a los cruzados los últimos apoyos que poseían en Tierra Santa.
Al ver fracasada esta tentativa de alianza, Tagudar, segundo hijo de Hulagu, emprendió otro camino: abrazó el islamismo, tomó el nombre de Achmed y quiso hacer la paz con el mundo musulmán. Pero Egipto no pensó, por un kan convertido al islamismo, en renunciar a la conquista de Asia Menor. Aunque la población musulmana de Asia anterior aclamaba a Tagudar, los demás príncipes de la casa de Hulagu no se unieron a la política del kan, que se había enemistado con sus naturales aliados los cristianos orientales y perseguía, para ganarse la aprobación de las odiadas ciudades, a los jefes de las tribus mongolas, fieles a su fe. Argun, hijo de Abaka, se quejó a Kubilai de que su tío «hubiese abandonado la ruta seguida por sus antepasados, aceptando la ley de los árabes», y la desaprobación del gran kan fue tan poderosa en el reino del ilkán, que diez príncipes mongoles y sesenta generales se mostraron favorables a Argun. Achmed fue vencido y murió durante una rebelión.
Argun retomó la idea de una alianza con los países occidentales; de nuevo sus embajadores recorrieron las cortes europeas, prometiendo a los cristianos Tierra Santa y hacerse bautizar en Jerusalén en cuanto conquistasen la ciudad. El Papa hizo acompañar a los embajadores a la corte de Felipe el Hermoso de Francia y a la de Eduardo I de Inglaterra, pero todo fue inútil. Occidente no quería ya cruzadas. No quiso reconocer el poder que se le ofrecía para ayudarle a conseguir el objetivo por el cual luchaba desde hacía doscientos años. No se percataron de lo que significaría para el desarrollo de Europa la destrucción del islamismo. Dejaron escapar el momento oportuno. Occidente, ocupado en sus rencillas y mezquinas discordias, dejó que el islam recuperase sus fuerzas y le allanó el camino para la ulterior conquista de Constantinopla.