III

En vida de Batu, el uluss de su hermano Borke se encontraba en la región del Cáucaso. Por su dominio pasaba la vía que conducía a Derbent, una de las rutas comerciales de Mesopotamia y de Irán hacia La Horda de Oro. Este tráfico se encontraba en manos de los comerciantes musulmanes, y Borke comprendió en su justo valor la ventaja que se le ofrecía. Después de convertirse al islamismo, todas las caravanas seguían únicamente el camino a través del ordu del kan creyente, cuya riqueza e importancia eran tales que Batu le ordenó establecerse más hacia el norte, entre Mongolia y el Volga, y prohibió a los comerciantes que le visitasen.

Cuando Borke sucedió a Batu, sus creencias no le impidieron proteger también a los comerciantes cristianos. A él se dirigieron desde Constantinopla los hermanos Polo. Asimismo mandó erigir un obispado ruso en Sarai y se mostró tolerante con todas las religiones, siempre que éstas no perjudicasen a sus intereses.

Borke consideraba que estos intereses estaban amenazados a causa de las conquistas de Hulagu, y gustoso hubiera extendido su poderío más allá del Cáucaso para acercarse a los centros de cultura mahometana. En vida de Monke, estas conquistas se realizaron en nombre de Gengis Kan, y Borke se vio obligado no sólo a aprobarlas, sino también a prestar cuerpos de ejército de socorro. Tras la muerte del gran kan, las circunstancias cambiaron. Borke era el más anciano de los gengisidas y procuró impedir las conquistas, se inmiscuía en los avances y reprochaba la crueldad con los muslimes. Tras retirar sus tropas de socorro y parte de las que se hallaban en Siria, pasó a Egipto.

Beibars aprovechó la ocasión. Recibió a los mongoles de Borke con todos los honores y los proveyó de caballos, trajes y víveres. Nombró emir a su jefe, logró convencer a parte de los soldados para que formasen parte de la guardia mameluca y, finalmente, envió una embajada al kan de La Horda de Oro.

Los embajadores llevaban a Borke, como regalo, todo lo que había de precioso en Oriente: un magnífico trono de ébano y marfil, esculpido; preciosas alfombras para las oraciones, tapices, cojines, paños de lana para las sillas de montar, candelabros de plata, sables de Damasco con puño de plata, raros instrumentos de música, lámparas esmaltadas… También llegaron a Sarai eunucos negros, hermosas doncellas, rápidas mulas, dromedarios enjaezados, jirafas, hemíonos, monos…

Y como presente más preciado, los embajadores entregaron a Borke una copia del Corán escrita de puño y letra de uno de los califas, así como el turbante que durante una peregrinación a La Meca, hecha en nombre de Borke, llevó un oficial mameluco.

En un informe, Beibars decía que la campaña de conquistas de Hulagu era una guerra de exterminio contra el islam; que el asesinato del califa y la toma de Bagdad habían privado al mundo islámico de su jefe espiritual y de su centro, y añadía, maliciosamente, que todo aquello se hizo con premeditación y en contra de Borke, el kan mahometano. Luego, Beibars anunciaba el nombramiento de un nuevo califa y, finalmente, comunicaba a Borke que, por orden suya, su nombre y el del kan eran citados en las oraciones de sus muslimes. Todo el carácter de esta embajada era de una extraordinaria habilidad: un homenaje del sultán nacido en territorio komano al dueño de aquella región y, al mismo tiempo, una oferta de amistad y alianza de un soberano mahometano a otro.

Logró su objetivo. Por primera vez, la igualdad religiosa venció a los lazos de la sangre y un soberano mongol decidió proteger a un pueblo extranjero contra otro kan mongol. Cuando, por fin, año y medio después de la derrota de Ain-Dschalut, Hulagu reunió sus tropas y quiso emprender la campaña de desquite contra el sultán mameluco, para barrerlo de Siria y Egipto, las tropas de Borke se encontraban en el Cáucaso dispuestas a invadir el reino de Hulagu. «En el invierno del año 1262, cuando el omnipotente orífice cubría el río Derbent con planchas de plata, cuando el invierno envolvía las colinas y campiñas con un inmaculado manto de armiño, cuando el río estaba helado y cubierto por una capa de hielo tan espesa como la longitud del asta de una lanza, un ejército de mongoles, sucios como demonios de las selvas y tan numerosos como las gotas del agua, empujaron, bajo el mando del kan Borke, sus ininterrumpidas olas con la velocidad del viento y del fuego sobre el helado río. El crujir de sus carros y el galopar de sus cabalgaduras semejaban al trueno. Avanzaban con el ardiente ímpetu de la ira…», escribía el cronista Wassaf. Y en lugar de marchar hacia el oeste contra los mamelucos, Hulagu se vio obligado a dirigir sus tropas contra guerreros de su propia raza.

Al mismo tiempo que los mongoles de Kubilai luchaban contra los mongoles de Arik-Buka en los límites del desierto de Gobi, los mongoles de Hulagu guerreaban contra los de Borke. Sobre Asia, mongoles luchaban contra mongoles, gengisidas contra gengisidas.

La férrea voluntad de Gengis Kan había creado de la nada un pueblo; de unos dispersos nómadas había formado el ejército mejor disciplinado; había convertido a unos guerreros salvajes en los mejores generales y estrategas del mundo. Por su voluntad destruyó veinte reinos, venció espacios inconcebibles, atravesó el continente entero e hizo que unos pastores se transformaran en soberanos de todos los pueblos y de todas las culturas. Aquella potente voluntad sólo tuvo un fracaso: no pudo cambiar el carácter mongol. Las guerras fratricidas, que desde tiempo inmemorial devastaban Mongolia y agotaban sus fuerzas, volvieron a librarse por el continente asiático. No fueron las incesantes guerras de conquista ni la diseminación del pueblo mongol sobre enormes espacios lo que quebrantó su fuerza, pues ahora los mongoles eran más poderosos y sus tierras ocupaban más terreno; fue la discordia lo que aniquiló y destruyó la obra de Gengis Kan.

Las advertencias para que conservasen la unión habían caído en saco roto, las comparaciones de las flechas y de las serpientes multicéfalas que, en su lecho de muerte, hizo ante sus hijos habían sido inútiles; la ley de la Yassa, que castigaba con la muerte cualquier tentativa de quebrantar la sagrada concordia, se había creado en vano. Sólo una generación persistió aquella unidad que creyó haber forjado para millares de años.

En la segunda generación comenzaron las ininterrumpidas querellas. La expoliación, el envenenamiento, el asesinato, volvieron a estar en el orden del día, como entre los jefes nómadas antes de la época de Gengis Kan; hasta que, entre sus nietos, se declaró abiertamente la guerra; y, por último, en cada reino de los que integraban el imperio, cada soberano sólo lograba subir al trono si había pasado antes por encima de los cadáveres de otros pretendientes.