Si este golpe hirió inesperadamente a Hulagu, no menos sorprendente fue su victoria para toda el Asia anterior. El último avance de Hulagu, la destrucción del califato, la ocupación de Mesopotamia y Siria, hundieron a los pueblos muslímicos en la más honda desesperación. El cronista Ibn el Ethir se lamenta: «Desde el nacimiento del profeta, nunca habían sufrido los musulmanes tantos dolores como ahora. Por una parte, las destrucciones realizadas por los tártaros en Azerbaiyán, en Irak, en Siria; por otra, un segundo enemigo, los francos, invadieron Egipto, sin que los muslimes estuvieran en condiciones de expulsarlos. Y el resto del reino se encuentra en peligro de ser aniquilado». La última hora del islam parecía haber llegado; todos los muslimes tenían la sensación de asistir al fin del mundo. Lo que, desde la época del profeta, nadie se atrevió a hacer, atacar a la persona sagrada del califa, el kan mongol lo hizo. Destruyó el califato y el califa murió bajo las patas de los caballos. Semejante sacrilegio no recibió su justo castigo. El rayo no cayó sobre el pecador, ni la tierra se abrió para tragarse al criminal.
Después de aquel crimen, podía atreverse a todo. Nadie creía que Egipto, el último refugio, el punto de concentración de todos los fugitivos desde Turkestán hasta Siria, tendría fuerza y valor suficientes para oponerse al terrible mongol, el azote de Dios. El que podía, emprendía la huida hacía el interior de Africa. El terror y la crueldad, dos agentes explotados con tanta sabiduría por la táctica guerrera mongola, precedían siempre a los ejércitos y paralizaban a las futuras víctimas. Esta vez, no obstante, fracasaron con los mamelucos de Egipto.
Los mamelucos (esclavos que los sultanes egipcios compraban en los mercados de Asia anterior y hacían instruir en el servicio militar para crear una tropa que les fuese personalmente adicta) habían conseguido tener la más poderosa fuerza guerrera de Oriente. Con ésta rechazaban todos los ataques de los cruzados contra Egipto, exigían tributos a Palestina y vencían a los príncipes sirios. Los mamelucos dejaron de ser esclavos para convertirse en dominadores de sus dueños. Los emires mamelucos reinaban en nombre del sultán, lo destronaban y, si llegaba el caso, lo asesinaban… Cuando Hulagu, después de la toma de Bagdad, marchó contra Mesopotamia, el enérgico emir mameluco Kutuz se aprovechó del peligro mongol para subir al trono de Egipto en lugar del heredero, que todavía era un niño. Ante los reproches de los emires, adictos a la vieja dinastía, se limitó a contestar: «Lo único que deseo es rechazar a los mongoles; ¿acaso es posible hacerlo sin jefe?». Y, en efecto, dirigió todos sus esfuerzos a los preparativos del gran combate.
Mandó ejecutar a los enviados de Hulagu que exigían la sumisión, uno en cada uno de los distritos de El Cairo, para obligar a todos a combatir sin cuartel, pues sabía que, indefectiblemente, los mongoles daban muerte a los habitantes de las ciudades donde sus embajadores eran asesinados. Mediante impuestos personales, confiscación de fortunas, requisa y embargo de joyas, se procuró el dinero necesario para la campaña. Alistó bajo sus banderas a los habitantes de Choresm, turcomanos, árabes y sirios, y obligó a tomar las armas a todos los hombres en condiciones de hacerlo. Al que se escondía se le propinaba una paliza en público cuando era descubierto. De esta manera, formó un ejército de 120 000 hombres, cuyo núcleo lo constituían mamelucos a las órdenes de Beibars, su terrible jefe.
Beibars era un komano que en su juventud había luchado bajo las banderas mongoles. Tras su captura, un emir mameluco lo compró en Damasco por 800 dracmas. Pronto se distinguió por su bravura y habilidad en el tiro con el arco. Nombrado comandante de los mamelucos de El Cairo, les enseñó el arte de guerrear de los mongoles y, gracias a ello, siendo joven todavía, alcanzó una brillante victoria sobre los ejércitos francos y sirios. Este hecho dio celebridad a su nombre. Era él quien excitaba a Kutuz a la resistencia, impulsándole (tan pronto como sus espías le trajeron la noticia del viaje de Hulagu hacia Mongolia para asistir al kuriltai) a no esperar la invasión mongol, sino —cosa inaudita— a atacarlos en la Siria ocupada.
Ket-Buka, el general de Hulagu, disponía de unos 30 000 hombres, según un cronista, y de 10 000, según otro. No obstante, aceptó la batalla. Cerca de Ain-Dschalut, en las fuentes del río Goliat, al oeste del Jordán, tuvo lugar la batalla decisiva. Pero el miedo a los mongoles era tan grande que el ejército egipcio, numéricamente superior, retrocedió vencido. Mas, a su vez, Beibars recurrió a una de las tretas de guerra del ejército mongol: se colocó, con sus mamelucos, tras la retaguardia del ejército egipcio. Desde su escondrijo se lanzó sobre los perseguidores, actuación que decidió la batalla.
El efecto fue extraordinario. Esta victoria significaba, treinta años después de la muerte de Gengis Kan, la primera derrota infligida a la ininterrumpida carrera triunfal del ejército mongol. La noticia del fausto acontecimiento se esparció como un reguero de pólvora: por primera vez, los indomables mongoles habían sido derrotados por el mundo islámico, y su general, muerto en combate. Los mongoles supervivientes huyeron atravesando el Éufrates.
La Siria mahometana exultaba. En las ciudades, los habitantes se volvieron contra los cristianos, que los mongoles habían respetado, y por doquier se les mataba y expoliaba. De nuevo, Egipto redujo a vasallaje a los antiguos principados sirios, y se nombraron como gobernadores a emires mamelucos. A diestro y siniestro Kutuz distribuía ricos regalos, y dignidades a su séquito y adeptos. Tan sólo olvidó a uno: a Beibars, cuya ciencia estratégica había hecho posible la victoria.
El orgullo de Beibars, así como su habilidad, eran demasiado peligrosos para que el sultán le confiase una ciudad como Alepo, que el general deseaba como feudo. Beibars tramó un complot. Durante el regreso a Egipto, donde los habitantes de El Cairo se preparaban alegremente para festejar con gran pompa al libertador y salvador del islam, atacó a Kutuz y lo mató. Los mamelucos, que adoraban a su temerario y valiente guerrero, no encontraron un sucesor más digno del vacante trono del sultán que el propio Beibars. Y el pueblo de El Cairo, que llenaba las calles para festejar a Kutuz, el vencedor, oyó de pronto al pregonero gritar en las plazas públicas y mercados: «¡Oh pueblo, reza y solicita la divina gracia para el alma del sultán Kutuz, y una larga vida para el nuevo sultán Ez-Zahir-Beibars, el victorioso!».
Rudo, violento, perjuro, astuto, asesino de dos sultanes, Beibars era, en realidad, el salvador del islam. Era, tal vez, el único que no se engañaba acerca del verdadero estado de sus fuerzas ni exageraba el alcance de su victoria sobre el ejército de Hulagu. Sabía perfectamente que la gran batalla no tardaría en prepararse. Por consiguiente, ordenó evacuar Damasco, alejando a las mujeres y niños del norte de Siria, con el doble fin de disponer de más víveres para sus soldados y despoblar toda la región situada entre Alepo y Mesopotamia. Los arbustos fueron quemados y los árboles, talados, para que no sirviesen de alimento a los caballos, ni de sombra y leña a los mongoles, privándolos de protección y material.
Mientras realizaba estos preparativos, como hábil diplomático, prudente soberano y buen general, obtenía ventajas de la situación. En primer lugar, aseguraba su posición, erigiendo en su corte un nuevo califato para uno de los familiares del califa asesinado en Bagdad. El nuevo califa declaró los derechos de soberanía de Beibars sobre todos los países del islam, así como sobre los demás que Alá librara del yugo de los infieles. De este modo, convirtió a un usurpador en el sultán legítimo de Egipto y Siria. El sultán ordenó jurar solemnemente a todas las provincias fidelidad al califa, elevando así a El Cairo, su capital, a la dignidad de nuevo centro del islam.
En calidad de sultán legítimo, soberano supremo de todos los muslimes y protector del califa, se encontraba en condiciones de atraerse a uno de los más poderosos aliados existentes: Borke, el kan mongol de La Horda de Oro, pues era el primer soberano mongol que había abrazado el islamismo.