Raras veces un soberano ha sido tan odiado y maldecido, tan amado y admirado como Timur. Raras veces ha existido en la historia una figura tan llena de contradicciones como él. Jamás hombre alguno ha destruido y devastado tanto y, no obstante, por su vida y su personalidad ha sido, durante varias generaciones, modelo de soberanos. Ningún déspota asiático causó tanta impresión en Europa. Durante siglos, los monarcas europeos y los zares rusos admiraron sus hazañas, y hoy en día, las tribus de Asia cantan aún hasta en la lejana Siberia los relatos de su vida. Los cazadores de Pamir enseñan con orgullo los dispositivos de riego que, por orden del gran Timur, fueron tallados en la dura roca. Durante sus campañas de destrucción, sus soldados construían carreteras y canales, desviaban los ríos y levantaban diques de contención. Sabiendo que finalizaba una época, trató de reunir una vez más todas sus fuerzas para hacerlas revivir en todo su esplendor, pero con su obra las destruyó para siempre.
Deseaba el renacimiento del reino de Gengis Kan, pero carecía de su principal idea política: unir a los nómadas y darles la supremacía sobre todos los pueblos civilizados. Era imposible que la poseyera. Nómada sólo de origen, su espíritu amaba la civilización. Gengis Kan había creado un pueblo y construido su reino tomando como punto de partida el carácter de ese pueblo y para ese pueblo, del que él era la más alta encarnación. Timur conquistaba con soldados mercenarios, que le conducían, al más venturoso soldado de los condotieros, al pináculo de su poderío, y siguió siendo toda su vida un condotiero, un soberano y un organizador. Siempre tuvo éxito, por doquier la suerte le acompañó, pues sabía aprovecharla porque todos los medios le parecían buenos con tal que sirvieran para su objetivo: la astucia, la traición, el asesinato. Sin embargo, en él todo lleva el sello del azar: sus campañas carecían de la cuidadosa preparación de Gengis Kan antes de emprender las campañas, y aunque fueran, en verdad, siempre victoriosas, raras veces eran decisivas. Su reino carecía de unión orgánica, y sólo su personalidad lo mantenía unido. Rodeado de sabios y de filósofos, le faltó hasta su muerte un Yeliu-Tschutsai, un gran estadista que diese forma y unidad a su reino. Creyó formar un nuevo reino de Gengis Kan y destruyó lo único que quedaba todavía del reino mongol: La Horda de Oro.
Quería lo imposible: unir la civilización de las ciudades y la vida nómada, la Yassa y el islam. Creía llevar los nómadas a la victoria, y lo que en realidad hacía era poner el poder mongol turanio al servicio del islam. Triunfaba gracias a sus soldados y, sin embargo, colocaba a la clase sacerdotal por encima de aquéllos. De este modo, el islam, al que quería utilizar como una ayuda, era el beneficiario de sus conquistas. Creía vencer a Irán con Turán, pero la cultura irania, que deseaba conservar, pasaba sobre él porque no era más que un seminómada. Difundía la civilización irania por Asia central a través de sus compañeros de conquista, civilización que, un siglo después, Babur, uno de sus sucesores, introdujo en la India. No dejaba una raza de rudos conquistadores, sino de artistas y de sabios. Por consiguiente, él, que creía restaurar la antigua gran época, no hizo más que empezar otra nueva y brillante.
Timur creyó dejar a sus herederos un reino fuerte, firme, compacto, con unas fronteras aseguradas. Para probar su resistencia, mientras se hallaba gravemente enfermo quiso, en varias ocasiones, anunciar su muerte y mandó ejecutar a todos los que, aprovechando tal oportunidad, se rebelaron o trataron de fundar una soberanía personal. Para evitar las guerras de sucesión, que habían destruido a los reinos gengisidas, antes de morir rompió con la tradición mongol que concedía idénticos derechos a los hermanos e hijos, e instituyó la sucesión directa por el antiguo linaje proclamando heredero del trono a Pir Mohamed, el hijo de Dschehangir. Pero en cuanto su muerte fue conocida y confirmada, empezaron las discordias a causa de la herencia.
Pir Mohamed se encontraba en Afganistán, y una parte del ejército sentó en el trono a Khalil, nieto de Timur. En Persia estallaron disputas entre los hijos de Miran-Shah por la soberanía de su uluss. Sólo después de un caos de cuatro años, durante el cual Pir Mohamed fue asesinado y Khalil desterrado, Sha-Roch, de Chorassan, hijo menor de Timur, consiguió extender su soberanía sobre Afganistán y Transoxiana, y reconquistar una parte de Occidente, hasta Azerbaiyán. Todo lo demás se había perdido. Primero, La Horda de Oro, y luego, los reinos occidentales: el sultán Achmed, de nuevo en Bagdad; los turcos, los kurdos, los turcomanos. Sha-Roch, guerrero y poeta, escribió el siguiente lema para los soldados: «El guerrero debe lanzarse en medio del combate y, bañado en sangre, herido, no debe conocer otro lecho que la crin de su caballo. ¡Quien, llamándose hombre, implora misericordia del enemigo, es un miserable y merece morir como un perro!». Era también un príncipe pacífico. Bajo su sabio y magnánimo gobierno de cuarenta años, el reino alcanzó su mayor esplendor. De las ruinas surgió una nueva vida. Otras ciudades, además de Samarcanda, como Herat y Buchara, llegaron a ser centro del comercio y de las artes, restableciéndose así la cultura irania. Su hijo Ulug-Bek, un gran sabio, constructor del famoso Observatorio de Samarcanda y creador de las célebres tablas astronómicas, empleadas todavía en Europa durante el siglo XVII, fue uno de los príncipes más bondadosos de la historia. Sin embargo, a pesar de adelantarse a su época, no era lo suficientemente enérgico para poder conservar el reino. Su propio hijo lo expulsó del trono y lo mandó matar. Después, empezó a reinar la anarquía. Los sucesores de Timur intrigaban y ambicionaban el poder. Por lo común, conseguían apoderarse del trono o, al menos, de alguna provincia o ciudad, aunque sólo durante unos años o meses, y de inmediato cada cual se esforzaba por medio de guerras fratricidas, en transformar su corte en un centro de reunión de los artistas, sabios y poetas, para dejar a la posteridad una gloriosa imagen de su persona.
Los reinos de Gengis Kan conservaban su esencia incluso tras siglos de sumisión a otro soberano. El reino de Timur, en cambio, se desmoronaba; pero, mientras los últimos gengisidas permanecían tras la sombra de los emperadores, los descendientes de Timur habían sabido conservar sus caballerescas cualidades. A pesar de haber perdido su poderío siguieron siendo valerosos, temerarios y espléndidos, y aun después de quedarse sin el dominio de Asia anterior conservaron su fama de «caballeros errantes». Cuando, un siglo más tarde, Babur, el último de estos príncipes, fue expulsado de Transoxiana por una nueva oleada nómada de Turán (las tribus uzbekas, mandadas por un kan de la familia de Gengis), no se doblegó bajo los golpes del destino, sino que reanudó la vida aventurera de su gran antepasado, continuó soñando fundar un gran imperio mundial y, cuando se vio obligado a huir, lo hizo con la esperanza de continuar sus conquistas. Desde Kabul, siguió las huellas de Timur hacia la India, donde fundó, con un ejército organizado según la Yassa de Gengis Kan, el Reino de los Grandes Mongoles.
Pero los uzbekos no se mantuvieron largo tiempo lejos de Transoxiana. En Asia Menor, la dominación turania tocaba a su fin. Sus hordas recorrieron el país durante cuatro siglos, empujándose y sucediéndose unas a otras; proveían a los soberanos de guerreros que conquistaban y defendían el país, pero en ninguna parte echaban raíces. El iranio era quien, explotado, humillado, esclavizado, continuaba dando la pauta de la vida: poseía una industria, comerciaba, cultivaba los campos y jardines, creaba el arte y la arquitectura, administraba de nuevo el país, ya fuese al servicio del conquistador o como servidor de Alá; vigilaba por el cumplimiento de las leyes del Corán hasta tal punto que llegó a ejercer cierto poder sobre los invasores. También contribuyeron los eclesiásticos a la renovación. La secta religiosa de Susi, en Azerbaiyán, sublevó a los iranios en cuanto las fuerzas del enemigo se dividieron, y el movimiento nacional se extendió cada vez más. Al poco tiempo, el oeste de Persia fue libertado, y el soberano de los sasánidas, el sha Ismail, condujo a sus tropas iranias contra los uzbekos. En 1510, cerca de Merw, derrotó a los gengisidas, reconquistó Chorassan, Herat y Balj. Cien años después de la muerte de Timur se formaba de nuevo la Persia moderna. El Amu-Daria volvía a ser la frontera entre Irán y Turán.