Por decimonovena vez Timur regresó triunfador a su querida Samarcanda. En el transcurso de su larga existencia había conquistado veintisiete reinos asiáticos y era el indiscutible soberano del mundo islámico. Pero ni aun entonces aquella naturaleza de hierro conocía el reposo y la tranquilidad. Hasta nosotros ha llegado una información imparcial sobre Timur y su reino, gracias a la pluma de González de Clavijo, el embajador español enviado por Enrique III de Castilla. Por aquella época, Clavijo siguió a Timur, sin poder alcanzarlo, a través de toda Asia anterior, hasta Samarcanda. El embajador español se asombró no sólo de la inmensa extensión del reino y de la inverosímil magnificencia de los palacios y jardines del soberano, sino también de la indestructible vitalidad de éste, que, casi ciego —había que acercarse mucho a él para que te reconociera— e imposibilitado para andar o cabalgar, mantenía sujetas las riendas del reino con indomable energía.
Continuaba edificando sin descanso. Como no le gustaba el mausoleo para el sultán Mohamed, su nieto predilecto caído en Asia Menor, mandó demolerlo y construir otro en un plazo de diez días. Diariamente se hacía transportar en una litera al lugar de la construcción, y azuzaba de tal modo a los obreros que, en efecto, el monumento se acabó en dicho plazo. Iba de un palacio a otro, de un jardín a otro jardín, y jamás los embajadores le vieron dos veces en el mismo lugar. No sólo mandaba celebrar espléndidos banquetes, en los que todos los comensales debían emborracharse, sino que participaba en ellos. Cuando se hallaba gravemente enfermo, sintiendo próximo su fin, reunió un gran ejército de más de 200 000 hombres, el mayor que había reunido hasta entonces, y emprendió la marcha hacia Oriente para invadir China.
Excepto una, todas las crónicas guardan el más absoluto silencio sobre las relaciones del reino de Timur con China, con la esperanza de que la posteridad ignore la situación de su soberano frente al Hijo del Cielo. Pero este único documento confirma textualmente lo que dicen las crónicas oficiales chinas: que Timur, el Soberano del Mundo, se consideraba vasallo del reino del centro.
China, más fuerte y rejuvenecida a consecuencia de su revolución nacional contra el emperador mongol, pretendía la supremacía de todos los uluss mongoles en que había reinado el gran kan Kubilai. Como Timur afirmaba la legitimidad de su supremacía sobre los uluss Tschagatai, puesto que poseía un kan gengisida en cuyo nombre reinaba, el emperador Ming exigió, como legítimo heredero de la dinastía Yuan, la sumisión de Timur. Este, ocupado con sus luchas en Irán, no podía arriesgarse a una oposición contra el todopoderoso reino del centro. Envió embajadores a la corte del emperador chino, con la relación de sus hazañas y conquistas, tal como habían hecho los sucesores de Hulagu con Kubilai. Sabemos de tres embajadas portadoras de tributos y de una contraembajada que reconocía a Timur como vasallo y «le comunicaba las órdenes del emperador». La crónica persa, que ignora este acontecimiento, relata tan sólo la recepción dada por Timur a una embajada china y cómo éste hizo desplegar una nueva bandera, con un dragón bordado, cuando emprendió la guerra contra el sha Mansur.
El calificativo de vasallo debió de ser un tormento insoportable para el amor propio de Timur si tenemos en cuenta que consideró como uno de los días más felices de su vida aquel en que pudo darse el gusto de situar al embajador del rey de Castilla por encima de los enviados del emperador chino, pues, según dice Clavijo, mandó expresamente un dignatario al embajador de China para decirle que, «por expresa orden suya, debía ocupar un sitio inferior, puesto que era el enviado de un ladrón y de su enemigo».
Desde luego, el temor de morir sin haber satisfecho su mayor ambición instó a Timur a ordenar a su ejército, en pleno invierno, abandonar Samarcanda y dirigir personalmente, a pesar de estar enfermo, una guerra que sabía que sería la más difícil y la última que él encabezara contra el reino más poderoso del mundo. El frío era tan intenso que los hombres y caballos perecían en el camino, y los guerreros tenían los pies y manos helados. No obstante, Timur dio orden de desplegar los estandartes y emprender la marcha hacia Oriente. Atravesó el helado Sir-Daria y llegó hasta Otrar, pero «entonces de nada le servían ya el reino, el ejército, las riquezas, los tesoros y el trono».
Devorado por la fiebre, incapaz de moverse, atenazado por los dolores, quiso que le informasen del estado del ejército, de las disposiciones de cada división y de las posibilidades de continuar la marcha. Tan sólo después de advertir que no había esperanza para él, cambió de idea. Reunió a sus mujeres y a sus emires y les rogó: «No profiráis gritos ni quejas por mi muerte, pues de nada sirve. Hasta ahora, los gritos no alejaron la muerte de nadie. En lugar de rasgar vuestras vestiduras y correr de acá para allá como locos, rogad a Dios que me sea propicio y recitad oraciones que alegren mi alma». Designó a Pir Mohamed, hijo de su primogénito Dschehangir, heredero del trono, y exigió a los emires que obedecieran su última voluntad y sirviesen a su sucesor, aconsejándoles permanecer unidos. Los emires manifestaron deseos de hacer venir a sus nietos, que mandaban las diferentes divisiones del ejército, para que también ellos oyesen sus últimas órdenes, pero Timur comprendió que era demasiado tarde y dijo: «Ya no tengo más que un anhelo: ver una vez más a mi hijo Sha-Roch, pero es imposible. Dios no lo ha querido así; por consiguiente, habrá que demorar nuestro encuentro hasta el día del Juicio Final».
La noche del 18 de febrero de 1405, en medio de una horrenda tempestad, mientras los relámpagos y los truenos rasgaban sin cesar el cielo, y los imanes y seides recitaban sin cesar las oraciones prescritas, expiró, a la edad de setenta años, el Soberano del Mundo.