Dos siglos antes chocaron en el Asia central los dos reinos de los mayores conquistadores de la época, el de Gengis Kan y el del sha Mohamed, y ahora se enfrentaban en Asia Menor las fronteras del reino de Timur con las del de Bayaceto.
Cuatro generaciones de soberanos enérgicos, decididos a desarrollar sus planes y alcanzar el objetivo propuesto, habían transformado la insignificante tribu, fugitiva ante las hordas de Gengis Kan, en un reino dispuesto a amenazar a Europa.
Osman había formado, con los jefes turcos acudidos de todas partes, una caballería superior a las de sus vecinos, tanto en disciplina como en fanatismo. Gracias a ella pudo conquistar los estados de Asia Menor. A esta caballería unió su hijo Urchan una excelente tropa de infantería: «Jani-Tschari» (nueva cohorte). Estaba compuesta, en su mayor parte, por jóvenes cristianos apresados y educados en el fanatismo musulmán, y formaban una tropa selecta. Estas tropas, asalariadas y adiestradas admirablemente, no tardaron en pasar a los Balcanes y en dar por doquier el golpe decisivo en las batallas.
Urchan prosiguió la campaña de conquistas iniciada por su padre; atravesó los Dardanelos y tomó Gallipoli; Murad, su hijo, conquistó Adrianópolis y, desde este punto, comenzó a usurpar a griegos, serbios, búlgaros y albaneses una plaza tras otra, llevándose como esclavos a sus habitantes y sustituyéndolos por turcos. La caduca Bizancio, cuyo emperador había implorado en vano el socorro de las demás naciones y que estaba rodeada por los osmanlíes, se vio en la necesidad de comprar la paz mediante el pago de tributos anuales. Los reyes de Serbia y de Bulgaria siguieron su ejemplo.
El Imperio turco se extendía desde Salónica hasta el Danubio. Murad cayó durante la batalla de Cosovopolle. Libraba esta batalla contra los ejércitos serbios y búlgaros reunidos y apoyados por húngaros, polacos y albaneses. Sus tropas obtuvieron la victoria. Su hijo Bayaceto, después de asesinar a su hermano, le sucedió en el trono. Transformó a Serbia en un Estado vasallo, envió sus tropas al saqueo hasta Croacia y Estiria, amenazando al mismo tiempo Bizancio y Hungría. Por primera vez, el grito de alarma contra el peligro turco recorrió Europa, instando por doquier a emprender cruzadas contra los otomanos. La nobleza francesa, los príncipes y condes del sur de Alemania y los caballeros de las órdenes germánicas, corrieron hacia Hungría para ayudar al rey Segismundo. Cerca de Nicópolis, a orillas del Danubio, el ejército cristiano fue derrotado y hecho prisionero. Los que huían fueron aniquilados por la caballería ligera turca. Muy pocos consiguieron ponerse a salvo en los navíos que navegaban por el Danubio. El terror de la potencia turca tiene como punto de partida esta derrota. Bajazet Ilderim (Bayaceto el Relámpago) llegó a ser el símbolo del conquistador terrible y siempre victorioso.
Primero se dirigió hacia Asia Menor. Los príncipes, amenazados por las tropas de Timur, se sometieron de buen grado a él y, de este modo, consiguió ampliar su reino hasta el Éufrates. Por aquella época, Timur se hallaba en la India. Cuando llegó a Asia Menor para restablecer el orden en el reino de Miran-Shah, Bayaceto se encontraba de nuevo en Europa, preparándose para dar a Bizancio el golpe definitivo. Ya nada parecía capaz de salvar Constantinopla. Cada día se esperaba la caída de la antigua ciudad imperial.
En esas mismas fechas, Timur marchaba desde Tabriz dispuesto a atacar Occidente. A la primera noticia de su llegada, el sultán Achmed, de Bagdad, y su vasallo Yussuf, del Kurdistán, emprendieron la fuga. Como Egipto no les parecía un refugio bastante seguro, buscaron protección en Bayaceto, el gran conquistador. Timur le exigió la entrega de sus enemigos. La respuesta recibida fue la siguiente: «Sepa el perro sanguinario llamado Timur que los turcos no tienen por costumbre negar el asilo a sus amigos, y que no temen la guerra ni la batalla».
Una formidable coalición enemiga amenazaba a Timur: la alianza de Mesopotamia, Siria y Egipto con el reino otomano.
Timur, que acababa de devastar de nuevo Georgia y Armenia, en castigo de su rebelión contra Miran-Shah, no vaciló: Siwa, la más poderosa plaza fuerte del reino turco, no pudo resistir más que ocho días, y Malatia, la segunda fortaleza, fue asaltada en uno solo. Bayaceto levantó de inmediato el asedio de Constantinopla y se dirigió a marchas forzadas hacia Asia Menor.
Pero no entraba en los planes de Timur atacarle mientras tuviese a su espalda la potencia egipcio-siria. Tan pronto aseguró sus flancos con la toma de las fortalezas, penetró a toda velocidad en Siria. El ejército enemigo se encontraba concentrado ante Alepo, pero fue aniquilada en una sola batalla y la ciudad fue devastada.
Aquella terrible noticia precedía al ejército de Timur. En Damasco, los emires mamelucos empezaban a discutir si no podría alguno de ellos sustituir al joven sultán. Al enterarse de tales intrigas, el sultán creyó lo más acertado huir hacia El Cairo. Damasco abrió sus puertas al conquistador. Con algunas variantes, se repitió allí lo ocurrido en Delhi. Timur contempló, admirado, los venerables monumentos de la ciudad. Mandó trazar el plano de un mausoleo con cúpula y ordenó erigir otro semejante en Samarcanda. Dicha cúpula llegó a ser el modelo de muchas magníficas construcciones de Asia central. Un siglo más tarde renació en la India, en el fabuloso Taj Mahal. Según su costumbre, Timur envió a todos los artistas y obreros a Samarcanda e impuso a Damasco una extraordinaria contribución de guerra. Era su deseo salvar la ciudad e hizo que los eclesiásticos le entregasen un certificado en el que constara su actitud misericordiosa al no matar a los mahometanos, a pesar de que se habían portado mal. Pero, una vez más, la soldadesca no se mostraba dispuesta a que la magnífica ciudad se salvara del pillaje y, en cuanto Timur dejó Damasco, dirigiéndose hacia el norte en busca de Bayaceto, empezaron el pillaje y los asesinatos, durante los cuales la mayor parte de la ciudad, con su famosa mezquita omiada, fue pasto de las llamas.
Entretanto, Timur había alcanzado otra vez el Éufrates. En menos de un año terminó la campaña de Siria: como un huracán que soplara sobre el país, no dejó en pie ni una sola ciudad. Todas las fortalezas fueron arrasadas. En cambio, Bayaceto no daba señales de vida. Debía de estar en alguna parte de Asia, ocupado en reunir a sus ejércitos. En vista de ello, Timur se arriesgó a emprender una nueva guerra y romper, antes del choque con Bayaceto, la resistencia de Mesopotamia.
Bagdad, la ciudad de los califas, donde hacía cinco años había entrado al frente de centenares de hombres y a la que trató tan bien, le cerraba ahora sus puertas. Sus habitantes se sentían seguros tras sus inexpugnables murallas, sobre todo porque los calores estivales no permitían su asedio. En efecto, la hierba se había secado, y de las fuentes no manaba ni una sola gota de agua. Pero Timur, ciego de ira por la soberbia de los habitantes, mandó traer sus máquinas de asedio y de asalto y dejó que sus soldados sitiasen la ciudad durante quince días, bajo el tórrido calor de la cuenca del Tigris, donde «los pájaros caen muertos del cielo».
Una tarde, mientras los habitantes, a causa del despiadado sol, permanecían en sus moradas, después de dejar sus cascos sobre unos palos para engañar al enemigo situado en las murallas, los soldados de Timur escalaron las murallas y penetraron en la urbe. La antigua ciudad de los califas se convirtió en el escenario de una tremenda matanza. Las 120 pirámides formadas por 90 000 cabezas humanas, colocadas por orden de Timur sobre las murallas de la ciudad, dan una idea de aquella horrenda carnicería. Excepto las mezquitas, escuelas y hospitales, ningún edificio quedó en pie. En medio de esta matanza y orgía de destrucción, Timur ordenó a sus artistas, sabios y poetas que compareciesen ante él, y les dio caballos para que pudiesen dirigirse a otras ciudades. La vida humana carecía de todo valor; donde no hay hombres no se necesitan casas ni palacios; sólo hay que respetar las moradas de Alá, pero debe conservarse el arte y la ciencia. Y el conquistador del mundo era amante de los buenos versos.