Timur vigilaba semanalmente la construcción de la mezquita. Por este motivo, todos los obreros, desde los arquitectos hasta el último peón, debían poner mayor empeño en la labor. Noventa y cinco elefantes eran los encargados de llevar gigantescos bloques hacia los talleres, donde trabajaban quinientos marmolistas y escultores. El magnífico edificio parecía surgir del suelo; 480 pilares sostenían el techo; el suelo estaba formado por losas de mármol pulido, y las enormes puertas metálicas habían sido fundidas con una aleación de siete metales. Pero, a pesar de que Timur se había instalado cerca de las obras, aunque mandaba a los príncipes y los emires que exigieran a sus obreros mayor rendimiento, no pudo ver terminado el templo. Chan-Sadé, la bella princesa choresmana, viuda de su hijo predilecto Dschehangir, y ahora, según la antigua usanza mongola, esposa de su hermano Miran-Shah, fue a quejarse a Timur respecto de su marido.
Al morir Dschehangir, hijo mayor de Timur, que por aquel entonces tenía cuarenta años, se retiró de su pueblo y de su corte devorado por el dolor. Cuando su segundo hijo, el valeroso Omar-Sheik, murió a consecuencia de una herida de flecha, el gran conquistador, de unos sesenta años, dijo a sus amigos: «Alá me lo dio, Alá me lo quitó». Y, ahora, el anciano se ponía en camino para hacer ejecutar a su tercer hijo, el valeroso caballero, el esforzado guerrero Miran-Shah, quien le había salvado la vida dos veces y al que había nombrado señor feudal del uluss Hulagu.
Chan-Sadé le acusaba de preparar una revolución para apoderarse del poder. Sin embargo, nadie sabía lo que podía haber de verdad en ello. Desde luego, la conducta de Miran-Shah no evidenciaba la certeza de semejante acusación, pues ni siquiera se ocupaba de los asuntos del gobierno del país que le había sido confiado, ya que prefería mantenerse ocupado emborrachándose, jugando a los dados y entregado al libertinaje.
Cuando Timur lo nombró soberano del uluss Hulagu, le aconsejó: «Debes procurar inmortalizar tu nombre sin que te importen los acontecimientos». Y Miran-Shah quería seguir este consejo. A su llegada a Tabriz admiró el esplendor de la ciudad. Se hacía referir su historia, su desarrollo y engrandecimiento como residencia de los ilkanes. En tales ocasiones solía decir: «Soy el hijo del hombre más grande del mundo, pero ¿qué puedo hacer en estas famosas ciudades para legar mi nombre a la posteridad?». Y empezó a mandar edificar construcciones.
Pero pronto advirtió que sus construcciones no podían igualar en belleza a las ya existentes en la capital de los ilkanes. Se le veía vagar, preocupado, por su espacioso palacio, y se le oía decir: «¿Acaso no habrá ya manera de que yo pueda perpetuar mi nombre?».
Y de pronto dio una consigna: «¡Demoled…! ¡Destruid las mezquitas, los palacios, los edificios públicos; hundidlo todo!
»Así la gente se acordará de mí —decía, riendo, en medio de su borrachera—. Dirán: “¡Realmente, si Miran-Shah no edificó algo mejor, por lo menos supo demoler las más bellas construcciones del mundo!”».
De Tabriz se dirigió a Sultanieh (la encantadora ciudad de los últimos ilkanes), donde continuó la destrucción, mientras se entregaba al libertinaje en el palacio imperial. Beodo, aparecía ante una ventana del palacio tirando a manos llenas monedas de oro a la multitud.
Cerca de la ciudad existía un hermoso castillo construido por uno de los ilkanes, que estaba allí enterrado en un soberbio mausoleo. Miran-Shah hizo arrojar su cadáver a un campo y destruirlo todo, distribuyendo entre los que le rodeaban los tesoros que Timur había depositado allí.
La noticia de su conducta llegó a los países vecinos. El sultán Achmed creyó llegada la hora de apoderarse, con la ayuda de Egipto, de Bagdad. Miran-Shah montó de inmediato a caballo, y si la velocidad de Timur era célebre, él la sobrepasó. Obligaba a sus tropas a cubrir en una jornada la distancia de dos. Quería caer como un rayo sobre el enemigo. La noticia de su cabalgata debía haber bastado para asustar al sultán y ponerlo en fuga. Pero era verano, y el sultán sabía que el calor sirio, con su sequedad, hacía imposible el asedio de la urbe y, en lugar de huir, se preparó para una resistencia a ultranza. Como Miran-Shah llevaba consigo todas las tropas de Persia, las rebeliones estallaron por doquier y, dos días después de su llegada ante Bagdad, se vio obligado a volver rápidamente a Tabriz.
A su regreso, lleno de furor, mandó ejecutar, sin llevar a cabo ninguna investigación, a cuantos le parecieron sospechosos. Entre los ajusticiados se hallaban un cadí y un scherif, descendientes del profeta. A consecuencia de aquel acto de crueldad, se atrajo la enemistad de los eclesiásticos; pero él no se preocupaba por nada. Los turcomanos se habían rebelado, los georgianos habían echado a sus gobernadores, los beduinos árabes habían pasado, desde sus desiertos sirios, al interior del país. El valiente guerrero los dejó hacer. Bebía, jugaba a los dados, despilfarraba el tesoro del Estado para divertir a sus compañeros de libertinaje… Al fin y al cabo, ¿para qué preocuparse? Su padre, Timur, «el hombre más grande del mundo», ya lo arreglaría todo. Había querido ser un buen soberano, enriquecer a su pueblo, embellecer a su país, vencer a sus enemigos… Pero había fracasado en todo. Ni siquiera conseguía poner orden en su propia casa, pues entre sus dos hijos mayores, Abu-Bekr y Mohamed-Omar, y el príncipe Khalil, el hijo que le había dado Chan-Sadé, reinaba una eterna discordia. Por último, ofendió mortalmente a Chan-Sadé (cuya ambición era hacer de su hijo el primero de todos los príncipes), pues alguien le hizo dudar de la fidelidad de su mujer.
Timur cedió a Chan-Sadé un palacio en Samarcanda —jamás volvió al lado de su esposo— y se llevó a Khalil consigo a Persia. Cuando llegó a Tabriz, Miran-Shah se presentó ante él con una soga al cuello, para saludarle y conocer su condena. Todos los emires y oficiales encontraban excusas en favor de Miran-Shah. Atribuían el cambio de su conducta, sus locuras y sus excesos a una caída de caballo que trastornó su entendimiento. ¿Creyó Timur tales afirmaciones o reconoció en su hijo su insaciable ambición que, no pudiendo satisfacerse, había degenerado en una manía vandálica? El hecho es que no lo castigó con la muerte, como había sido su primer impulso. Se conformó con llamar a Abu-Bekr, primogénito de Miran-Shah para ofrecerle la soberanía. Pero Abu-Bekr contestó que, ante los ojos de Dios, le era imposible ocupar el puesto de su padre y solicitó de Timur que perdonase a Miran-Shah y le devolviese sus derechos. En vista de ello, Timur nombró a Khalil regente del país y condenó a muerte a todos los compañeros de libertinaje de su hijo.
Cuando subían al cadalso, el juglar de Miran-Shah se detuvo de pronto, se inclinó ante el dignatario que le seguía y le cedió el paso diciendo: «¡Oh, perdón! ¡Tú siempre has deseado ser el primero!». Timur, muy sensible ante cualquier rasgo de ingenio, perdonó la vida a aquel chistoso que, hasta enfrentándose con la muerte, sabía conservar su buen humor.