En uno de aquellos banquetes y festividades, Timur anunció una nueva empresa bélica: la campaña contra la India.
Por primera vez, sus jefes y generales consideraron esta guerra como un asunto descabellado. Se previno a Timur contra las elevadas montañas, las selvas y desiertos impenetrables, los formidables ríos, los innumerables guerreros indios y sus elefantes de combate. Le advirtieron que aquel país haría olvidar a los hijos y nietos del conquistador su raza, costumbres y lengua. Todo fue inútil.
La fabulosa India, sus riquezas, su oro, tentaban a Timur. Su insaciable ambición le empujaba hacia este país, en cuya frontera se detuvo Gengis Kan para regresar, puesto que los conquistadores que, como Alejandro, condujeron sus soldados a aquel maravilloso territorio, se habían rodeado, a causa de la fantasía del Asia anterior, de un nimbo incomparable y su gloria era inmortal. Timur consultó el Corán para que el libro santo decidiese sus actos, y lo abrió por el versículo: «Profeta, haz la guerra contra los desaprensivos y los sin ley».
«Pero los emires estaban allí, cabizbajos; nada replicaban y su silencio oprimía mi corazón —dice la autobiografía de Timur—. Mi primer impulso fue destituir a todos los que se oponían a la conquista de la India y confiar sus ejércitos y regimientos a sus representantes». Pero eran demasiado numerosos para que Timur se atreviese a hacerlo, y la autobiografía continúa: «Mas, como me habían ayudado en mi elevación, no podía decretar su muerte; les reproché su actitud y, aunque me habían destrozado el corazón, en cuanto aprobaron mi plan todo les fue perdonado».
Un ala del ejército, compuesta de 30 000 jinetes, bajo las órdenes de Pir Mohamed, nieto de Timur, fue enviada desde Kabul hacia el sur, contra Multan; su segundo nieto, el sultán Mohamed, conducía la otra ala a lo largo de la falda del Himalaya, hacia el sudeste, contra Lahore. Les seguía el centro, mientras Timur en persona penetraba, con un pequeño ejército selecto, por las montañas del Hindukush, donde jamás conquistador alguno había puesto los pies, y morada de los kafiris. Si no puede justificarse la guerra contra la India por la riqueza del país o por el deseo de repetir la legendaria campaña de Alejandro, con quien Timur se complacía en compararse, entonces sólo queda, para explicar esta temeraria expedición, la ambición desmedida de un anciano maniático. No podía esperarse un rico botín de aquellos míseros montañeses, ni había allí ningún reino que conquistar; pero Timur no podía soportar la idea de que en Asia central hubiese un pueblo insumiso, y por eso se adentró en aquellas salvajes e inaccesibles montañas.
Los autóctonos huían hacia las más elevadas cumbres, adonde les seguían los bahaduros de Timur. Empezaba la época del deshielo; los caballos resbalaban y había que hacer un alto y esperar la nevada nocturna para que pudieran subir por las pendientes. Durante el día los cubrían con mantas de fieltro, y al anochecer, cuando volvía a nevar, continuaban la ascensión. Cuando, por fin, alcanzaban la cumbre, no quedaba en ella vestigio alguno de indígenas. Los fugitivos se habían puesto a salvo siguiendo vericuetos sólo por ellos conocidos. Era imposible volver a bajar de aquellas cumbres. En vista de lo cual, los emires y los soldados se echaban sobre la nieve y se deslizaban a lo largo de las vertientes opuestas. Para Timur habían fabricado una especie de trineo provisto de anillas a las que se ataban cuerdas para tirar de ellas. Instalado en aquel artefacto, le hacían bajar hasta un picacho cubierto de nieve donde podía apearse. Cinco veces le hicieron bajar así, hasta llegar a un punto desde el cual podía emprender personalmente el descenso. Luego se intentó bajar los caballos de Timur, pero todos, excepto dos, se despeñaron en los abismos. Por consiguiente, todo el ejército seguía a pie a su antiguo jefe, el único que iba montado. A la helada atmósfera de las alturas seguían los cálidos valles que rodeaban los burgos de los indígenas. Después de fatigas inenarrables y penalidades, se alcanzó el Indo en el mismo lugar donde, dos siglos antes, el último sha de Choresm, Dschelal-ud-Din, huyendo de Gengis Kan, lo atravesó a nado.
Timur cruzó el Indo sobre un puente de pontones, y empezó una de las guerras más terribles que la historia de Oriente ha conocido. Vanos fueron los esfuerzos de los habitantes del Punjab para defender sus ciudades y sus bienes. El país fue devastado y saqueado, y los hombres, las mujeres y los niños fueron esclavizados. Los que no habían sido asesinados o hechos prisioneros, huían hacia el interior del país, perseguidos por los despiadados vencedores. La plaza fuerte de Bhatni les cerraba el paso, pero fue tomada al asalto. Los desesperados habitantes incendiaban sus casas y se arrojaban a las llamas con sus mujeres e hijos; otros mataron a sus familiares para salvarlos de la esclavitud y, con el valor de la desesperación, se lanzaron sobre el enemigo para morir con las armas en la mano. En aquella matanza perecieron más de 10 000 personas. Los soldados de Timur saquearon la urbe conquistada. «Incendiaron los edificios que habían escapado de las llamas y arrasaron las murallas de tal modo, que parecía como si la ciudad jamás hubiera sido habitada».
El alud continuó su ruta a través de las bajas llanuras indias, dirigiéndose hacia Delhi, la capital del país. Las riquezas de la India no eran una leyenda. Por el camino adquirieron tal cantidad de objetos preciosos y de ganado, que los esclavos que arrastraban tras ellos llegaban a ser una molestia y un peligro, por lo cual, poco antes de llegar a Delhi, Timur ordenó que todos cuantos llevasen esclavos los mataran de inmediato, bajo pena de muerte si no lo hacían. A consecuencia de semejante orden, más de 100 000 indios fueron asesinados en menos de media hora. La crónica habla del terror y repugnancia con que un pacífico sabio, que jamás había podido matar a un cordero, se vio obligado a hacer asesinar a sus quince esclavos indios.
Ante las puertas de Delhi, el sultán de la India fue al encuentro del enemigo con sus elefantes de guerra. Poseía máquinas que arrojaban recipientes llenos de pez hirviendo o lanzaban cohetes provistos de una punta férrea que estallaban al chocar contra el suelo. Pero, a pesar de todo, no pudo contener el fogoso empuje de los soldados de Timur. Fue derrotado y huyó. Sin ofrecer resistencia, la ciudad, incomparable por su esplendor y riqueza, abrió sus puertas al conquistador.
En plena paz, Timur entró en Delhi y se sentó en el trono del sultán de la India. Los gobernadores y emires acudieron a rendirle homenaje. Los elefantes de guerra formaban una magnífica comitiva, se inclinaban ante el soberano y tocaban el suelo con sus enormes cabezas. En la mezquita de las 1000 columnas se recitaron preces públicas para implorar la bendición del cielo sobre el nuevo soberano. Timur mandó organizar una espléndida y «encantadora fiesta que hacía olvidar todas las penalidades y fatigas de la guerra».
Pero los soldados de Timur habían empezado a saquear los arrabales. Timur ordenó a sus emires que lo impidieran de inmediato. Pero ya era demasiado tarde. Más de 15 000 soldados habían penetrado en la ciudad, y cuando se cerraron las puertas de la misma, las abrieron de nuevo para que entrasen los camaradas que habían quedado en el exterior. No habían llegado, tras indecibles penas y fatigas a través de las montañas afganas y kafiristanas, hasta la India para renunciar a los tesoros amontonados en aquella magnífica ciudad. Enfurecidos, se lanzaron sobre sus oficiales, que querían impedir el pillaje; la indisciplina campó a sus anchas y la soldadesca arremetió contra los inofensivos habitantes. «Jamás se había oído hablar de tal mortandad y desesperación». El propio Timur parece haber querido sincerarse ante la historia por aquella responsabilidad, puesto que escribe: «Era mi más fervoroso deseo ahorrar estos males a los habitantes, pero Alá había decidido que la ciudad fuese destruida».
Aquellos días señalaron el fin de la esplendorosa y mundialmente célebre capital de la India musulmana. Transcurrieron cinco siglos antes de que Delhi, reconstruida, pudiera volver a ser la sede de un gobierno. Hubo soldados rasos que, después del pillaje de la ciudad, se llevaron consigo de 100 a 150 esclavos, mientras otros iban cargados de perlas, rubíes, diamantes, vasos de oro y plata e incontables monedas. Mientras se exterminaba a una parte de los habitantes refugiados en la mezquita, se obligaba a otros a dejar la ciudad formando una larga hilera y, conforme iban saliendo, cada emir elegía un grupo para su servicio. Como entre ellos había millares de obreros y artistas, Timur ordenó que le escogieran marmolistas y albañiles para su servicio personal, pues deseaba hacer construir, cuando regresase a Samarcanda, una gran mezquita cuyo modelo fuese igual a la de las 1000 columnas de Delhi.
Después de la destrucción de la capital Timur no encontró resistencia organizada en la India. Avanzó hasta más allá del Ganges, pero aquello ya no era una guerra, sino la caza del hombre, la destrucción inútil, sin objeto alguno, de millares y millares de indios que caían entre las manos de las excitadas hordas de Timur. Pues estas masas de guerreros no se guiaban por la conquista, sino que estaban animadas por el instinto de rapiña común a toda soldadesca.
Cuando, finalmente, a causa del calor, el ejército volvió sobre sus pasos para seguir primero el Ganges hasta el pie del Himalaya, y pasar luego el Indo, la expedición parecía más bien un éxodo. Los esclavos de ambos sexos, los carros sobrecargados y los rebaños eran incontables. Había simples guerreros que llevaban tras de sí de 400 a 500 cabezas de ganado como botín. Aquel ejército, célebre por su velocidad, no conseguía avanzar más de seis kilómetros diarios.
Timur nombró al rajá de Multan, que le había rendido homenaje, gobernador de aquel país devastado y despoblado que no pensaba anexionar a su reino. Finalmente, Timur se adelantó a sus tropas y se dirigió a Samarcanda para celebrar su gloriosa empresa bélica y emprender la construcción de la enorme mezquita Bibi-Hanum, en la que todos los fieles de su capital podrían rezar sus oraciones.