Señor feudal de La Horda de Oro, soberano del Reino de los ilkanes y dueño de Tschagatai, Timur, a los sesenta años de edad, interrumpió momentáneamente su sangrienta carrera. Parecía como si a su obra destructora quisiera añadir otra, más formidable aún, de reconstrucción.
Su reino quedó constituido. Había mantenido en los países y provincias conquistadas el sistema de administración habitual, y decretado que cada ciudad poseyera por lo menos un mercado, una escuela, un convento, un baño público, un hotel y un hospital. Por doquier, agentes secretos informaban al gobierno central de cuanto acontecía en sus distritos. Este servicio de información estaba asegurado por medio de 3000 correos, y todo abuso cometido por los funcionarios era castigado como si se tratara de una acción infame.
Introdujo el orden y la tranquilidad en su reino; orden y quietud de cementerio en las regiones devastadas y empobrecidas de Asia anterior, bienestar y paz en Transoxiana. El «país de entre los dos ríos» se extendía como una isla dichosa entre el Sir-Daria y el Amu-Daria: únicamente los buques aseguraban el tráfico y las relaciones con el exterior. Todo el mundo podía penetrar en aquella isla, pero nadie podía abandonarla sin poseer un permiso oficial. Timur había poblado Transoxiana con príncipes sabios y artesanos de todas las regiones del mundo. Ninguna de las personas allí instaladas podía alejarse, ningún espía podía entrar clandestinamente ni salir para divulgar sus preparativos de guerra. Por eso, siempre que las tropas salían, tenían que hacerlo por un puente de barcazas, que destruían con rapidez una vez atravesado el río.
Las conquistas de Timur cambiaron por completo las relaciones del tráfico y comercio transasiáticos. Debido a la destrucción de Sarai, cerca del Volga; de Urgendsch, sobre el Amu-Daria, y de Almalik, en el país de los Siete Ríos, cerró las grandes rutas de las caravanas del mar Negro, que conducían a China, y, en su lugar, abrió otra cuyo centro se encontraba en Transoxiana. Lo mismo que, bajo los ilkanes, se había trasladado el centro de Oriente hacia Occidente, y Bagdad había sido sustituida por Tabriz, Timur sustituyó Samarcanda por Tabriz, convirtiéndose en el principal depósito del continente. De la India afluían las caravanas, cargadas de especias y colorantes; de China llegaban sedas, objetos de porcelana, piedras preciosas y almizcle, y de La Horda de Oro, hermosas pieles. En el bazar de Samarcanda se reunían los comerciantes de todos los países y las mercancías de todas las regiones del mundo. Aquellos productos eran de nuevo embalados y expedidos no sólo a todos los rincones de Asia, sino también a Europa: por Choresm, Nijni-Novgorod y Moscú, iban a parar a manos de los comerciantes de la Hansa, o bien tomaban el camino de Herat, Tabriz y Trebisonda hacia los buques genoveses, venecianos y pisanos. Con todos los medios a su alcance, Timur trataba de favorecer el comercio. Hacía anticipos en metálico a comerciantes arruinados, e infligía duras penas a la injusticia y el engaño. Escribía a todos los soberanos, incluso a Carlos VI, rey de Francia, diciéndoles que debían enviar mercancías, pues, «gracias al comercio, prospera el mundo».
Sus desvelos animaron la agricultura y la industria y favorecieron el comercio. Gracias a las obras hidráulicas se fertilizó el suelo. El país se cubrió de canales, puentes, jardines y talleres. Favoreció la crianza del gusano de seda y reunió en Samarcanda a los más hábiles tejedores de seda de Persia y Siria. Mandó cultivar el algodón y el lino, y obligó a los más célebres fabricantes de tejidos de algodón a establecerse en Samarcanda. En poco tiempo, los tejidos transoxianos, especialmente el magnífico terciopelo encarnado, se hicieron famosos. Fundó colonias enteras de ceramistas chinos, sopladores de vidrio, armeros, orífices de Persia, Turquía, Georgia y Siria. Los artesanos empezaban a desempeñar un papel importante en la vida pública. Se reunían en corporaciones, participaban en todas las ceremonias y fiestas públicas, gozaban de todos los privilegios. Sólo les estaba vedado el regreso a su patria.
Y al mismo tiempo que protegía el comercio, la agricultura y la industria, Timur alentaba las artes y las ciencias. Este hombre, que entregó al furor destructivo de su soldadesca las ciudades de Irán, era un entusiasta de la pintura y la literatura iraní. Se atrajo a los sabios más célebres, mandó a los cronistas anotar día a día todos los acontecimientos importantes. Sus hazañas guerreras concernientes a la destrucción de un antiguo centro de cultura están perpetuadas en Samarcanda con un espléndido monumento. Destruyó las más famosas bibliotecas y mandó conducir a su capital, sobre bestias de carga, los libros, cuidadosamente embalados. Aficionado al fastuoso lujo de las antiguas civilizaciones, devastó Oriente, hundiéndolo en la miseria, para crear en su Samarcanda un lujo todavía más esplendoroso. Los edificios, construidos por los más afamados arquitectos del mundo, son ensueños de un arte magnífico y de una leyenda única.
Construía como guerreaba: de súbito, rápidamente, sorprendentemente, deslumbrándose a sí mismo, con tan extraordinaria diligencia que los edificios parecían brotar del suelo. Terminado el concurso entre los arquitectos y aprobado el plan, Timur exigía su ejecución en el plazo más breve posible. Sus emires vigilaban la construcción, y su vida, al igual que la de los arquitectos, dependía de que la obra se acabase en la fecha indicada por Timur. Esta arquitectura era titánica, despótica: muros gigantescos, cúpulas formidables, masas enormes de líneas sencillas, sobrias y clásicas. Pero la belleza y severidad de las líneas quedaban ocultas por una fachada que era un delirio de colores y de adornos de un dibujo fantástico. Era la unión, el enlace de los estilos chino y persa; la fusión de ambos con otros del Asia central, produciendo la impresión de que aquellos muros eran pétreos tapices de encanto.
Una cúpula de mezquita se alzaba más de 50 metros sobre el suelo; un patio de 90 metros de largo por 70 de ancho conducía al edificio, y el conjunto, muros, puertas, tabiques interiores y exteriores, formaba una sinfonía de matices verdes, azules, blancos, amarillos y rosados; círculos, cuadrados, estrellas, triángulos y espirales se unían, se entrelazaban, formando un dibujo de símbolos e inscripciones, de una armonía perfecta y de una rara magnificencia colorista. Centenares de columnas de mármol, horadadas, sostenían cúpulas estucadas con oro. Mosaicos azul turquí, rojo sangre, verde esmeralda y amatista, y mayólicas imperecederas, de un brillo inverosímil, lucían al sol bajo el cielo eternamente azul del Asia central. Su resplandor era tan intenso que había que cerrar los ojos ante sus reflejos centelleantes. De pronto se erguía un palacio de cegadora blancura y cuya única decoración se basaba en la armonía de sus proporciones. Ya no quedan en Samarcanda más que las ruinas de algunos edificios, pero todos los investigadores que la visitaron se muestran entusiasmados de su esplendor, aunque tan sólo vieron mezquitas, mausoleos y edificios públicos.
En cambio, de todo lo que Timur mandó construir para él, de aquellas residencias y castillos de placer, de sus palacios, que los cronistas de la época describen y alaban como lo más bello que jamás existió sobre la faz de la tierra, no quedan más que los nombres, como el «Jardín del paraíso», el «Jardín que alegra el corazón», el «Jardín que representa el mundo». No es casual que esas obras de arte arquitectónico se denominen «jardín», ni que las altas columnas labradas recuerden los postes o mástiles de madera odorífera esculpida que sostienen las tiendas de los nómadas, ni que el decorado de la cerámica se asemeje, con sus complicados dibujos, a los cortinajes y tapices que embellecían las tiendas de fieltro.
Timur construía palacios, pero los trataba de idéntico modo que sus antepasados trataban sus tiendas. Iba de un castillo a otro, nunca dormía más de dos o tres noches en uno y, para él, más importante que cualquier construcción era la forma de los jardines en que erigió aquellos espléndidos palacios. Esos jardines se transformaban, durante su residencia, en verdaderas ciudades de 50 000 tiendas, pues ¿cómo celebrar festines y banquetes en las salas cerradas, por grandes que éstas fuesen? Y por hermoso que resultase el efecto producido por los diversos matices de paredes y cúpulas, ¿podrían éstas compararse, acaso, con el azul ultramar de la inmensa cúpula celeste tendida sobre el verde césped que cubría la tierra como si se tratase de una mullida alfombra? Por bellas y audaces que sean las construcciones del más hábil arquitecto, el ojo del nómada de las ilimitadas estepas prefiere el arco que en el cielo describe la insondable Vía Láctea. No, no es posible celebrar fiestas en los palacios, en las ciudades, sino sólo en plena naturaleza, donde todo vive y respira, donde todo es movimiento y colorido. La alegría de sus fiestas debía ser, pues, infinita, como la naturaleza de su patria.
Iban a un banquete como a una batalla. Las mesas y asientos se disponían en orden de combate, como las filas de un ejército, y cada cual ocupaba su sitio, como al anunciarse la lucha. Pronunciaban brindis, bebían hasta la embriaguez y comían hasta hartarse, y quien más bebía y comía era proclamado bahadur.
Para cualquier comensal aquel festín podía ser su última batalla. En efecto, Timur quería «recompensar, a la vez, el bien y castigar el mal». Por consiguiente, en las plazas donde se celebraban los juegos y representaciones para regocijar al pueblo, se utilizaban también las horcas. Generalmente, se decapitaba a los plebeyos; la muerte en la horca estaba reservada a las personas importantes. Casi nadie tenía la certeza de que no le llegase la hora de morir, pues ¿quién no tenía enemigos? También era posible demostrar a los comensales que habían percibido impuestos excesivos, participado en alguna conjura o abusado de sus poderes. En aquella corte no existían prescripciones; todas las fechorías eran conocidas, y si hasta entonces Timur les había concedido su gracia, más de un gobernador, e incluso algún general, había sido arrestado, interrogado, enfrentado a los testigos en pleno festín, perdiendo en el acto la posición y la vida. Muchos comerciantes y artesanos que, ricos, influyentes y considerados, eran invitados al banquete, volvían empobrecidos a sus casas por haber vendido sus mercancías demasiado caras. De este modo, Timur los mantenía a todos «entre el temor y la esperanza». Para cada cual había un representante, y nadie podía buscar protector, pues más de uno que había querido salvar a un amigo, o tratado de conseguir un castigo menos severo, había pagado tal intento con la vida.