II

Después de estos hechos, Timur condujo su ejército hacia Mesopotamia, contra el sultán Achmed.

Asia conocía la pasión que Timur sentía por los hombres sabios y piadosos, y el sultán le envió, como embajador, al más famoso y sabio muftí de Asia anterior para presentarle su acatamiento. Fue recibido con muestras de gran atención y no le escatimaron los honores y presentes que correspondían a tan importante personaje; pero Timur, a la propuesta de sumisión que le hacía, no se dignó a responder una palabra.

«El sultán Achmed es un pedazo de carne viva con ojos», decía uno de sus espías a Timur, indicando así su menosprecio por el sultán. Timur tomó enseguida el camino de Bagdad, hizo previamente una expedición por las montañas con sólo unos centenares de hombres escogidos y luego, marchando a toda prisa día y noche, para sorprender a su enemigo, tuvo la osadía de entrar en Bagdad con doscientos hombres. No encontró resistencia, pero Achmed, sabedor de la proximidad de Timur por un aviso enviado mediante palomas mensajeras, había huido no sin antes destruir los puentes a su paso. Timur quería perseguirlo, pero sus emires le contuvieron, jurándole que ellos mismos se lo traerían encadenado ante su trono. Atravesaron a nado un río y se inició la persecución; pero no eran éstos de aquella casta de «sabuesos de Gengis Kan» como Subutai y Dschebe, que persiguieron sin cesar al sha de Choresm a través del Asia anterior. Apenas les llevaba el sultán unas horas de adelanto, pero se extravió en el desierto de Siria y estuvo a punto de perecer de sed. Sólo gracias al azar volvieron a encontrar su rastro, y lograron apoderarse de su harén, la corte y de parte del tesoro de la corona, mientras Achmed se internaba en Egipto. Parecía que había de repetirse lo sucedido en tiempos de Hulagu, pues Timur se había aproximado a las fronteras de Siria después de devastar Irak y Mesopotamia; pero no pasó del Éufrates.

Todavía era demasiado pronto para renovar la vieja lucha de los kanes mongoles contra los sultanes mamelucos, además de que aún tenía en la retaguardia, desde hacía tiempo, enemigos a quienes reducir en las montañas kurdas y armenias.

Aunque el sultán de Egipto había dado asilo a su enemigo Achmed, Timur le envió un mensaje amistoso en el que le decía que todos los principados del Asia anterior habían pretendido injustamente la muerte del último ilkán; que sus soberanos, siendo gobernadores ordinarios, se habían arrogado el título de rey, por lo que se había visto obligado a someterlos; y que, en lo sucesivo, esperaba un intercambio amistoso de embajadores y el libre tráfico entre los dos reinos. Timur se dirigió hacia el norte para someter por completo a los últimos territorios que aún faltaban para reconstruir el reino de Hulagu.

Un mar de sangre se derramó en el desgraciado país, entre el Éufrates y el Cáucaso. Como no había en aquellos territorios un enemigo lo suficientemente terrible para que Timur necesitara reunir todo el ejército, lo dividió en pequeños destacamentos que se repartieron por todo el país, saqueando, robando, asesinando e incendiándolo todo. «Los tártaros —dice un cronista georgiano— torturan al pueblo en todas las formas imaginables: con el hambre, con la espada, con el cautiverio, con tormentos insoportables y de una crueldad inhumana. Arrastran tras de sí tan enormes cantidades de botín y de prisioneros, que es indescriptible la desgracia y la triste suerte que ha caído sobre nuestro pueblo. Una de las provincias más ricas y florecientes de Armenia se ha convertido en un terrible desierto, pudiendo asegurarse que el número de muertos es muy superior al de los que lograron escapar con vida». Nadie volvió a pensar en rebeliones. Timur cedió como feudo a su valiente hijo Miran-Shah el reino restaurado de los ilkanes, celebrando el acontecimiento con grandes fiestas y espléndidos banquetes. Pero, en medio de aquel alborozo, cayó como un rayo una terrible noticia: un ejército de Tochtamisch había atravesado el paso de Derbent, y otro había invadido Schirwan, al este del mar Caspio.