I

La fama de las expediciones de Timur se extendió por Asia. Había penetrado en el oeste hasta las regiones limítrofes con las montañas del mar Negro, conducido a sus tropas hacia el sur, hasta los valles del Indo, y guerreado victoriosamente en el norte, donde los días se enlazan sin que la noche se interponga entre ellos. Pero cuando, poco después de su regreso del Volga, cayó gravemente enfermo y hubo de nombrar gobernadores en las diversas provincias de su reino, se dio cuenta de que éste sólo se componía de Transoxiana y de los países vecinos: Chorassan, Herat y Afganistán. Esto era todo.

Había devastado el extremo oeste a sangre y fuego, tomado al asalto plazas fuertes y conquistado ciudades; pero, en cuanto regresó a su país, los principados de Georgia, de Armenia y de Kurdistán se volvieron a levantar, reconociendo de nuevo la autoridad del sultán Achmed, como si Timur jamás hubiese pasado por aquellos territorios.

Había sometido a los príncipes del sur de Persia mediante el terror, con coronas hechas con pirámides de cráneos; pero no bien se retiró de allí, el sha Mansur salió de las montañas salvajes de Chusistán, donde se había refugiado, y de inmediato los pequeños príncipes olvidaron su anterior juramento y se unieron a él. En realidad, ninguno de los países sometidos formaba parte de su reino.

Por último, en aquella batalla gigantesca contra Tochtamisch, su éxito militar más brillante, había vencido gracias a esfuerzos sobrehumanos y a su astucia genial. Pero ¿qué ventajas le había reportado tal victoria, exceptuando el espléndido botín? Una vez más, no había conquistado país alguno ni sometido a un reino, pues el fugitivo Tochtamisch seguía siendo el kan del uluss Dschutschi y, seguramente, volvería a reunir nuevas tropas en aquella inmensidad del reino de La Horda de Oro. Quería reconstruir el reino de Gengis Kan y apenas había logrado tener en su poder el de Tschagatai… Y, a todo esto, Timur tenía ya cincuenta y seis años.

Probablemente, la desilusión tardía de una vida llena de luchas y guerra, a pesar de su buena estrella (vida que era una ininterrumpida cadena de victorias), habría fatigado, hasta pensar en el abandono, a cualquier otro que no fuera Timur. Este no quería ceder, y no renunció a su gigantesco plan. Durante el forzado reposo a que le obligó su enfermedad, tuvo tiempo de meditar sobre lo mucho que aún debía hacer, y la ineludible vejez que se le aproximaba le estimulaba a no perder tiempo en su empresa. Como cuanto había llevado a cabo hasta el presente no era mucho, en el porvenir pretendía incrementar las conquistas, obrando de manera que los países conquistados no se levantaran luego contra él.

Seis meses después de regresar del Volga había movilizado de nuevo a su ejército y, al frente de él, se disponía a renovar sus conquistas. Sabía que tenía buenos generales, hábiles capitanes e hijos valientes y audaces, que ya se habían distinguido en varias ocasiones; pero sólo confiaba en ellos para misiones determinadas, precisas. No había creado, como Gengis Kan, un nuevo arte de guerrear, ni fundado con su ejemplo una escuela de buenos generales; su originalidad consistía en sus decisiones rápidas y sorprendentes, en sus astucias, que le proporcionaban la victoria, y eso no formaba escuela. Consideraba a sus generales y soldados tan buenos o tan malos como los de su enemigo y por eso confiaba en su presencia. Tampoco menospreciaba a sus enemigos, incluso en esta ocasión en que marchaba contra el sur de Persia, tan fácilmente sometido antes.

Dividido su ejército en 80 000 hombres y en tres secciones, atravesó el país. Una parte, se deslizó entre Fars y Chusistán, para evitar que el sha Mansur pudiera refugiarse en su montaña; otra, con la obligación de vencer la resistencia de las plazas fuertes, se estableció en las montañas, y la tercera, conducida por Timur, se dirigía a Chiraz, la capital de Mansur.

De nuevo, Timur tiene que luchar con un enemigo indomable, ante el cual se lo juega todo. Mansur es extraordinariamente valiente y sus ataques son irresistibles, pues cuando su ejército está ya derrotado y todo parece perdido, en lugar de huir, reúne a sus adictos, rompe las filas enemigas y, abriéndose paso hasta Timur, ataca al conquistador del mundo. Mansur sabe que tal acción significa su muerte, porque no podrá escapar de la espada vengadora; pero quiere llevarse, en su caída, al temible enemigo que desde hace veinte años devasta el Asia anterior. Dos veces logra golpear con su espada la cabeza de Timur, y dos veces el casco de acero de éste recibe el golpe mortal; pero la fuerte espada resbala sobre la armadura de hierro, sin encontrar un lugar vulnerable. Los guerreros de la guardia personal de Timur caen, uno tras otro, abatidos por el valeroso y temerario Mansur, hasta que, finalmente, la cabeza del sha rueda a los pies de su mortal enemigo.

Muerto Mansur, los príncipes se presentan de nuevo ante Timur para rendirle homenaje; pero esta vez, en lugar del perdón, Timur ordena que sean ejecutados. El sur de Persia ya no tiene una dinastía propia, sino que se incorpora al reino de Timur como una provincia más.