IV

El 21 de febrero convocó un kuriltai en el cual tomaron el acuerdo de reanudar la marcha.

Si comparamos la expedición de Timur con las llevadas a cabo por Gengis Kan, cuidadosamente preparadas mediante informaciones previas sobre el país enemigo, nos parecerá una loca aventura, un juego de azar en el que nadie, antes que él, se hubiera arriesgado. Se trataba de conducir a más de 100 000 hombres hacia lo desconocido, sabiendo sólo que en lo desconocido se encontraría con el adversario, con Tochtamisch, a quien debía vencer y aniquilar. Pero estos 100 000 hombres confiaban ciegamente en su adorado jefe Timur, a la vez que Timur, irremediable aventurero y que conocía lo temerario que era llevar a cabo esa expedición, también confiaba ciegamente en su buena estrella.

Levantaron el campamento y cabalgaron durante tres semanas atravesando las estepas, y otras tres más por el terrible desierto de Bek-Pakdala. Cuando, mes y medio después, alcanzaron un río, los caballos estaban extenuados; pero no se les concedió más descanso que el tiempo que las tropas tardasen en pasar el río para reanudar el camino a través de las estepas. Tropezaron con unas montañas, que cruzaron sin detenerse, y sólo ante el Uluch-tach, el más elevado de los picos, hizo Timur que descansara el ejército, para poder escalar la cumbre. La tierra se extendía hasta lo infinito, cubierta de una suave alfombra verde esmeralda. Semejante visión siempre ha agitado el corazón de los nómadas, y el de Timur debió también de recrearse en ella cuando se detuvo allí todo el día. Después, ordenó a sus soldados que llevaran piedras e hizo construir un obelisco en el que cincelaron la fecha de aquel día como recuerdo para las razas y pueblos más alejados. En nuestros días aún existe tal monumento en medio de las estepas kirgisas.

Volvieron a emprender la marcha, avanzando siempre hacia lo desconocido, por un país de confines infinitos, de suelo sin cultivar, inhabitado. Hacía tres meses que caminaban y aún no sabían adonde se dirigían, ni habían encontrado a ningún hombre, ni tenían la menor idea de dónde podrían encontrar a Tochtamisch y su ejército. Los víveres comenzaban a escasear, y Timur dio severas órdenes a sus guerreros para que nadie se proveyera de pan. Juntaron los víveres y se procedió a un reparto tan riguroso que nadie, ni general ni príncipe, recibió más que cualquier soldado o servidor. No estaba permitido comer otra cosa que sopa de harina. Los soldados recorrían la estepa buscando huevos de aves acuáticas, caza, hierbas comestibles, y el que tenía la suerte de encontrar algo, guardaba su ración de harina para mejor ocasión.

Por fin, Timur consintió en que se hiciera una caza general y, según la costumbre mongol, rodearon una enorme extensión de terreno para levantar la caza, estrecharon poco a poco el cerco y lograron reunir gran número de antílopes, asnos salvajes, ciervos y pájaros de la estepa, a los que dieron caza. Por primera vez, los guerreros de Timur tuvieron carne en su comida durante la expedición, y aún hubo para guardar y alimentarse unos días más. Con esto se reanimó el estado de ánimo y se continuó la marcha.

No obstante, Timur juzgó oportuno levantar el espíritu bélico de sus soldados y, cuando llegaron a la región donde nace el río Tobol, dio órdenes para hacer una gran maniobra militar, distribuyendo su ejército en forma de combate: el ala izquierda, el ala derecha, el centro y la vanguardia. El cronista, entusiasmado, describe el espectáculo de la siguiente manera:

Era un ejército de innumerables guerreros habituados a triunfar de sus enemigos. Se precipitaban a la lucha como elefantes ciegos de furor. Sus armas eran una lanza, una espada, un puñal, una clava de combate y una cuerda. Llevaban, además, escudos recubiertos de piel de cocodrilo, y sus caballos iban provistos de arneses de piel de tigre.

El soberano montaba un brioso corcel y se dirigía a la llanura, cubierta la cabeza con una corona de oro engastada de rubíes y llevando en la mano una clava en forma de cabeza de buey. Cuando se aproximaban los príncipes, emires y generales que mandaban los diversos cuerpos, echaban pie a tierra y caían de hinojos ante su soberano.

Él examinaba las armas, los efectos de las distintas divisiones y arengaba continuamente a sus tropas. La parada duró dos días, «desde la mañana, cuando el sol (centelleante corcel del espacio) aparece, hasta la noche, cuando el soberano de las celestes esferas cede el paso a la parada de las legiones de planetas y estrellas».

Y cuando Timur llegó a la última división, mandada por su nieto el sultán Mohamed, el joven príncipe se arrodilló ante el abuelo y le pidió que le concediera el mando de la vanguardia. El sultán Mohamed era el hijo mayor del difunto Dschehangir, el favorito de Timur y quien había de sucederle en el trono. Le concedió lo que le pedía, a pesar de ser un puesto muy peligroso, ya que podía ser víctima de algún ardid preparado por el invisible enemigo que buscaba y caer sobre él con fuerzas muy superiores.

Siguieron la marcha a lo largo del río Tobol, sin saber adonde se dirigían y sin ver rastro alguno del enemigo. Al cabo de una semana, el sultán Mohamed anunció que había visto, en su misión de descubierta, una fogata al otro lado del río. El ejército lo atravesó y encontró el lugar donde se hallaba la fogata, pero no a quien la había prendido.

Timur envió un bahadur turcomano (que había pasado la vida en las estepas), al mando de unos cuantos hombres para que patrullaran por los contornos. Después de dos días de cuidadosa búsqueda, encontraron en el bosque dos chozas abandonadas y, finalmente, a un hombre. Lo llevaron ante Timur, y el prisionero contó que, desde hacía algunos meses, se dedicaba a la caza en completa soledad, aunque unos días antes llegaron diez jinetes desconocidos a aquellos parajes y se ocultaron en un bosque próximo. Un destacamento mandado por Timur rodeó el lugar indicado y capturaron a los diez jinetes, guerreros de Tochtamisch. ¡Al fin tenían noticias del enemigo! Los prisioneros declararon que aquél se encontraba lejos, en el oeste, junto al río Ural.

Cambiaron el rumbo de la marcha y se dirigieron hacia el oeste, sin encontrar alma viviente. Por fin llegaron a las márgenes del Ural. El río tenía tres sitios vadeables, pero Timur ordenó que nadie se acercara a ellos, que lo cruzaran todos a nado por donde habían tropezado con él. Esto fue su salvación, pues cerca de los vados Tochtamisch había situado tropas al acecho para tenderle una emboscada.

Siguieron la marcha por el valle del río, y ya llevaban caminando más de tres meses, desde su partida del Sir-Daria, sin divisar al enemigo, cuando la vanguardia, que marchaba con toda clase de precauciones, anunció que oía al buscado ejército. Timur ordenó hacer alto de inmediato.

Reunió a sus oficiales y jefes, distribuyó ricos regalos (valiosos vestidos, armas preciosas y mucho dinero) y los colmó de pruebas de cariño y confianza. Él, que aprovechaba cualquier oportunidad para extender la traición en las filas enemigas, quería resguardarse de tal riesgo en el momento decisivo y ganarse de nuevo la gratitud y la sumisión de sus guerreros. Desde aquel instante, nadie debía separarse de su división y cada vivaque debía estar rodeado de un foso vigilado por centinelas.

De esta manera se protegía contra un ataque del enemigo y contra la deserción de sus guerreros. El ejército avanzaba cada día en formación de combate, sin llegar a ver al enemigo. Al cuarto día de la expedición, los soldados estaban fatigados; los caballos, exhaustos, y los víveres, finiquitados. Los hombres empezaban a inquietarse ante un enemigo que se les escapaba de las manos.

Finalmente, llegaron hasta una región en que, desde junio, comienza «a verse la aurora antes de extinguirse el crepúsculo vespertino». Y los mullahs declararon que los soldados no debían hacer su oración nocturna. Habían dejado las estepas tras de sí hacía ya mucho tiempo, y ahora caminaban por regiones cubiertas de árboles, con suelo pantanoso. ¿Hasta cuándo duraría aquello?, se preguntaban todos tácitamente.

Un prisionero conducido ante Timur relató que, sabiendo Tochtamisch la escasez de víveres y la fatiga del ejército enemigo, quería atraerlos en su persecución hasta agotarlos de cansancio y privaciones por aquel terreno pantanoso. Timur hizo matar al prisionero para que no se extendiese la noticia entre sus soldados y ordenó avanzar más deprisa, mientras un destacamento se adelantaba para forzar a Tochtamisch a aceptar el combate. Las tropas enviadas cayeron sobre una pequeña división, la atacaron y regresaron junto a Timur con cuarenta prisioneros; pero éstos ignoraban dónde se hallaba el ejército de Tochtamisch. Habían llegado demasiado tarde al sitio convenido para reunirse con él y se habían perdido mientras lo buscaban. Timur mandó matarlos y siguió su marcha, siempre hacia delante, hacia lo desconocido, atravesando lagunas y riachuelos. Al traspasar un río se tropezó, de pronto, con un fuerte destacamento enemigo que los atacó y los dispersó. Timur, al frente de su guardia, acudió en su ayuda y pudo comprobar que aquellas tropas pertenecían a la retaguardia de Tochtamisch. Encargó a su hijo Omar-Sheik que los siguiera con 20 000 hombres y obligara a Tochtamisch a aceptar el combate.

Al día siguiente, Omar-Sheik logró dar alcance al grueso del ejército enemigo y al día siguiente Timur se reunía con él.

Los dos ejércitos estaban, por fin, frente a frente; mas he aquí que, de improviso, en pleno mes de junio, se desencadenó una tempestad de nieve que duró seis días. Al séptimo, el cielo se aclaró y Timur preparó a su ejército para el combate final.

Las tropas de que disponía Timur estaban agotadas, famélicas, pero el enemigo se hallaba bien dispuesto e intacto, y era muy superior numéricamente. Además, se batía en su propio país, y sobre un terreno bien conocido, pero, a pesar de estas desventajas, Timur no tenía más remedio que combatir, no había otra solución. Necesitaba los rebaños del enemigo para alimentar a sus soldados y, sobre todo, precisaba de una victoria para reafirmar la confianza en sí mismo. Si ahora, después de cuatro meses de marcha y persecución, fuera rechazado, su ejército, desmoralizado, se dispersaría. Era, pues, necesario tomar una decisión.

Así comienza la crónica de la descripción de la batalla:

Los dos ejércitos, cuyos soldados eran más numerosos que los granos de arena del desierto, se arrojaron uno contra otro para hacer correr ríos de sangre, blandiendo sus espadas y desplegando sus estandartes. Los valientes guerreros de ambos bandos desenvainaron sus sables vengadores, empuñaron sus clavas de combate y sus dardos y se lanzaron a la muerte y al combate. La tierra se cubrió de una nube de polvo, trocándose en un mar de olas amenazadoras que iban y venían. El sol, fuente de luz, quedó oscurecido por la polvareda que los jinetes levantaban, trepidantes de rabia, y la faz de la luna fue también manchada por el polvo. La esfera celeste lanzaba largos gemidos, y el mundo, quejándose, imploraba favor…

La carnicería duró tres días. Timur, para poder disponer de mayor cantidad de reservas, había ideado un nuevo orden de combate y dividido a su ejército en siete divisiones, en lugar de cinco. Tochtamisch dispuso el suyo en forma de media luna, con tres divisiones, para aprovechar mejor su superioridad numérica. Timur sabía que la pérdida de tal batalla, tan lejos de su patria y en territorio enemigo, ocasionaría su destrucción definitiva. También lo sabían sus hijos y sus bahaduros; pero a pesar de los esfuerzos que éstos hacían, estuvieron en ciertas ocasiones a punto de ser vencidos, y sólo la intervención de Timur, al frente de su guardia, los salvaba de la derrota. Al tercer día Tochtamisch logró, en un violento ataque, romper el flanco izquierdo y penetrar en el epicentro del ejército, amenazándolo gravemente.

En ese momento, cuando todo parecía perdido, Timur ordenó a sus soldados echar pie a tierra, como si fuesen a vivaquear en pleno campo de batalla, y, al instante, se abatió el estandarte imperial de Tochtamisch. Timur no había perdido el tiempo durante los seis días que había durado la tempestad de nieve, y había logrado sobornar al portaestandarte de Tochtamisch para que, a una señal determinada, dejara caer la insignia, lo cual significaba la muerte del kan.

Tochtamisch, vencedor y en el epicentro del campo enemigo, separado del grueso de su ejército, tuvo que mirar, impotente, cómo éste se detenía, se disgregaba y emprendía la huida, pues cuando el kan muere en la batalla no hay motivo alguno para batirse. Tochtamisch emprendió la huida para poder escapar de la muerte o del cautiverio.

Los guerreros de Timur persiguieron al enemigo hasta el Volga, quedando cubierta la llanura con más de 100 000 cadáveres. Las mujeres, los niños y los tesoros cayeron en manos de los vencedores, que consiguieron un botín incalculable. Los soldados se veían recompensados con creces de todas las penas, fatigas y daños sufridos. Ahora tenían mujeres, esclavos, riquezas y, sobre todo, comida en abundancia. En medio de un país enemigo, a orillas del lejano Volga, comenzó una fiesta salvaje en la que los manjares fueron servidos en fuentes engastadas de piedras preciosas, y las bebidas, en jarros y copas de oro. Semejante banquete duró veintiséis días sin interrupción.