Por fin, al tercer año terminaron los preparativos. Timur logró atraer a su bando a dos príncipes de la casta Dschutschi, enemigos de Tochtamisch, quienes querían partir con él, asegurándole la ayuda, en el momento oportuno, de sus partidarios de La Horda de Oro. Tenía, además, como consejero, al kan de los mongoles de Crimea, de la familia Nogai, y del uluss Dschutschi. Timur envió a sus generales a las provincias para que enrolaran a todos los hombres útiles para las armas, obligándoles a que se presentaran con víveres para un año, un arco, treinta florines, un carcaj y un broquel. Los talleres que fabricaban las máquinas de guerra trabajaban sin cesar noche y día y, por numerosas que fuesen las tropas, había arneses y cotas de malla para todos. Por cada dos hombres había un caballo de reserva, y cada diez tenían una tienda, dos palas o azadas, un pico, una hoz, una sierra, un hacha, dos leznas, cien agujas, lazos, cuerdas y una marmita grande.
Timur se hizo traer sus yeguadas y repartió los caballos; abrió su tesoro y pagó a los soldados en oro y plata. «El soldado puede morir —dijo a sus generales— y debe recibir la paga que le corresponde». El ejército de Timur no se componía, como el de Gengis Kan, de tropas populares en las que a cada uno de los hombres debía servir desde joven sin recibir soldada alguna; las de Timur eran tropas pagadas. Cada guerrero recibía un caballo, y, en cuanto se distinguía en la guerra, el doble o el cuádruple. El jefe de diez hombres recibía diez veces más que un simple soldado, y el comandante de un millar de hombres obtenía tres veces más que el centurión. El sueldo de los generales en campaña equivalía al valor de 1000 hasta 10 000 caballos.
El ejército entero se reunió en la región norte de Transoxiana, en la orilla opuesta del Sir-Daria, sobre el cual los pontoneros construyeron lanchas y balsas. En la primavera anterior, Timur había enviado a un grupo de labradores para que sembraran la región de Taschkent, más allá del río, con objeto de, cuando estableciera allí su campamento, poder disponer de los suficientes víveres y forrajes. Así como los sucesores de Gengis Kan acudían en peregrinación a su tumba, antes de empezar sus expediciones guerreras, también Timur, el mahometano, visitó la tumba de un santo protector musulmán, distribuyó una enorme cantidad en limosnas e imploró el auxilio del cielo antes de dirigirse a su cuartel general en Taschkent.
Su intención era partir antes de que empezase el invierno, para cruzar aquella estepa terrible, la famosa «estepa del hambre». (Bek-Pakdala), y llegar en primavera a las regiones fértiles; pero una enfermedad, con fiebres altísimas, lo retuvo en el lecho durante cuarenta días. «El universo entero temblaba ante la idea de perderlo, y nadie osaba pronunciar la palabra ¡duelo!», asegura el cronista.
Por fin, en enero quedó completamente restablecido y, mediante un solemne manifiesto, Timur declaró la guerra al uluss Dschutschi, mandó desplegar el estandarte imperial y partió con el ejército a la gran expedición. Una de sus mujeres, Tschulpan-Melik (Estrella de la Mañana), hija de un kan Tschagatai y, por lo tanto, descendiente de Gengis, quiso tener el honor de acompañarlo en tal empresa.
El momento oportuno para la marcha había pasado, y la lluvia y la nieve detenían al ejército durante semanas en las bajas llanuras del Sir-Daria. Entretanto, Tochtamisch debió de enterarse del peligro que le amenazaba y envió a sus embajadores, cargados de presentes, ante Timur para proponerle la paz. Entre los regalos, además de soberbios caballos ricamente enjaezados, había un halcón de caza cuya cadena estaba adornada con piedras preciosas. Timur puso el halcón en su puño y lo contempló largo rato, sin hacer el menor caso de los embajadores, que, arrodillados, le exponían las excusas y razones de su soberano. La respuesta que, al fin, se dignó darles ha sido transcrita literalmente en las crónicas y nos presenta a Timur, de cincuenta años, como un déspota asiático que no reconoce a nadie superior a él y llega hasta a erigirse soberbiamente en juez de un kan de la familia de Gengis.
El mundo entero ha sido testigo de los beneficios con que yo he colmado a Tochtamisch. Vino a nuestro lado cubierto de heridas, en busca de refugio e implorando nuestro auxilio. Le dimos ayuda y tropas, sin regatearle nuestros hombres ni nuestro dinero, hasta colocarlo de nuevo en su trono. No retrocedimos ante ninguna pérdida, hasta dejarlo otra vez soberano de las lejanas regiones del uluss de Dschutschi. Le seguimos tratando como a un hijo, pero él nos pagó con la ingratitud, pues su arrogancia y orgullo, y sus ricos tesoros y temibles tropas, le hicieron olvidar muy pronto el derecho que teníamos a su reconocimiento. Hasta osó sublevarse abiertamente contra nosotros, aprovechando la oportunidad de que estábamos empeñados en una guerra contra países lejanos, y devastó las regiones limítrofes de nuestro reino. No obstante, aún fuimos magnánimos, hasta el extremo de atribuir el mal causado a los torcidos consejos de sus cortesanos, confiando en que nuestra conducta irreprochable le haría enrojecer y le impulsaría a venir humildemente ante nosotros en demanda de perdón. Pero su vanidad y su arrogancia le han embriagado de tal manera que ha llegado a dirigirse personalmente contra su propio bienhechor. Ha permitido a sus tropas que invadieran nuestros estados, devastando y saqueando, y tales punibles actos nos obligaron a regresar de lejanas regiones para proteger a nuestros súbditos y, haciendo uso de sagrados derechos, paralizar el peligroso juego del ingrato. No ha vacilado tampoco en huir vergonzosamente cuando nos aproximamos a sus tropas, y ahora que ha sabido nuestra intención de luchar personalmente con él, quiere alejar la tempestad que le amenaza apelando a la humildad y esforzándose en ganarnos con engañosas promesas. Pero como se ha portado ya varias veces con felonía, no seremos tan imprudentes que creamos en sus palabras, y, por lo tanto, no dejaremos de ejecutar el plan que hemos madurado, prefiriendo así que el dios de los ejércitos decida la suerte entre nosotros dos.
La etiqueta exigía a Timur ofrecer un banquete en honor de los embajadores, y así lo hizo. Les preparó, además, alojamiento apropiado y los proveyó de ricos vestidos, pero ordenó vigilarlos para que no pudieran escapar.